Kitabı oku: «Inteligencia social», sayfa 9
«ELLA VIO LO QUE ÉL ESTABA VIENDO»
Poco después de su boda, Maggie Verver, la protagonista de la novela de Henry James La copa dorada, visita a su padre, viudo desde hacía mucho tiempo, en un hotelito en el campo, entre cuyos clientes había una mujer soltera que parecía mostrarse interesada en él.
Después de echar un rápido vistazo, Maggie se da súbitamente cuenta de que su padre, que había permanecido soltero cuando debía cuidar de ella, se siente libre para volver a casarse, y en ese mismo instante, la mirada de su hija le dice, sin haberlo mencionado siquiera, que acaba de entender lo que él está sintiendo. Así es como, sin mediar palabra alguna, Adam, el padre de Maggie, tiene la sensación de que «ella vio lo que él estaba viendo».
En ese diálogo silencioso, «El rostro de ésta no podía ocultarle lo que albergaba en su mente y, a su manera, había visto lo que los dos estaban viendo».
La descripción de ese breve episodio de reconocimiento mutuo ocupa varias páginas del comienzo de la novela y el resto de ese largo relato se ocupa de las consecuencias de ese singular momento de comprensión hasta que finalmente Adam vuelve a casarse.15
Henry James supo reflejar perfectamente la extraordinaria riqueza de matices que puede transmitir una simple mirada. No es de extrañar que una expresión que dure tan sólo un instante encierre volúmenes enteros de significado, porque estos circuitos neuronales están funcionando de continuo.
Este radar neuronal opera aun cuando el resto de nuestro cerebro permanezca inactivo. Resulta muy interesante constatar que tres de las cuatro regiones neuronales especialmente más activas –que operan como motores neuronales al ralentí prestos a responder a la menor necesidad–, tienen que ver con los juicios interpersonales16 e intensifican su actividad cuando vemos o pensamos en las relaciones interpersonales.
Un grupo de UCLA dirigido por Marco Iacoboni (uno de los descubridores de las neuronas espejo) y Matthew Lieberman (uno de los fundadores de la neurociencia social) ha utilizado la RMNf con el fin de investigar el funcionamiento de estas zonas.17 Su conclusión es que la actividad por defecto del cerebro –es decir, lo que sucede automáticamente cuando no ocurre nada más–gravita en torno al mundo de las relaciones.18
El rápido metabolismo de estas redes neuronales “sensibles a las personas” pone de relieve la extraordinaria importancia que ocupa el mundo social en el diseño de nuestro cerebro. Bien podríamos decir que la actividad preferida del cerebro en reposo consiste en la revisión de nuestra vida social, como si una y otra vez estuviéramos viendo nuestro programa favorito de televisión. De hecho, esos circuitos “sociales” sólo parecen aquietarse cuando nos ocupamos de una tarea impersonal, como analizar detenidamente un extracto bancario, una tarea que, como cualquier otra ligada al análisis de los objetos, requiere la puesta en marcha de las correspondientes regiones cerebrales.
Quizás esto explique la gran velocidad con que operan las regiones cerebrales que se ocupan del mundo interpersonal, que nos lleva a esbozar juicios sobre las personas décimas de segundo antes de lo que sucedería en otro caso. Cualquier encuentro interpersonal activa estos circuitos, esbozando conclusiones de gusto o disgusto que predicen si habrá o no relación y, en caso positivo, el curso que tomará.
La progresión de actividad cerebral se inicia en la corteza cingulada y se expande, a través de las células fusiformes y la vía inferior, hasta otras regiones con las que está muy conectada, especialmente la corteza orbitofrontal, llegando incluso a reverberar en todas las áreas emocionales. Esta red proporciona una sensación general que, con la colaboración de la vía superior, nos permite esbozar una reacción más consciente, ya sea una acción directa o, como ilustra el caso de Maggie Verver, una simple comprensión silenciosa.
El circuito neuronal que conecta la corteza orbitofrontal con la corteza cingulada anterior entra en funcionamiento cada vez que elegimos la mejor respuesta posible ante muchas alternativas. Estos circuitos evalúan todas nuestras experiencias, asignándoles un valor –de gusto o disgusto– y configurando así también nuestra misma sensación de significado, es decir, de lo que realmente nos importa. Hay quienes afirman que este cálculo emocional refleja el sistema de valores básico empleado por el cerebro para organizar nuestro funcionamiento, aunque sólo sea mediante el establecimiento de nuestras prioridades en un determinado momento. Por ello, este nódulo neuronal resulta esencial en el proceso de toma de decisiones social y está muy ligado, por tanto, a las conjeturas que hacemos de continuo y que acaban determinando, en última instancia, el éxito o el fracaso de nuestras relaciones.19
Consideremos ahora la asombrosa velocidad con la que el cerebro arriba a esas comprensiones de la vida social. En el primer encuentro con alguien, estas áreas neuronales esbozan un juicio inicial a favor o en contra en cuestión de 500 milisegundos.20
Luego viene la cuestión del modo en que debemos reaccionar ante la persona implicada. Una vez que la corteza orbitofrontal ha registrado claramente nuestra decisión, determina la actividad neuronal durante otro veinteavo de segundo, tiempo en el que las regiones prefrontales cercanas, operando en paralelo, proporcionan información sobre el contexto social y nos ayudan a esbozar una respuesta más adecuada al momento.
Teniendo en cuenta los datos proporcionados por el contexto, la corteza orbitofrontal esboza entonces, partiendo del impulso primordial («¡Vete de aquí!»), la respuesta más adecuada (como pergeñar, por ejemplo, una excusa para marcharnos) sin que ello suponga, no obstante, la menor comprensión consciente de las reglas que guían la decisión, sino como una mera sensación de “adecuación”.
Después de saber cómo nos sentimos con alguien, la corteza orbitofrontal establece nuestro curso de acción y lo hace inhibiendo la primera respuesta instintiva, que podría conducirnos a actuar de un modo que luego lamentaríamos.
Esta secuencia no ocurre una sola vez, sino que lo hace de continuo durante cualquier interacción social. Nuestros mecanismos primarios de guía social se apoyan, pues, en una serie de tendencias emocionales, ya que nuestra acción será diferente si la persona con la que estamos nos gusta o nos desagrada…, y si nuestros sentimientos cambian a lo largo de la interacción, el cerebro social se encarga de ajustar silenciosamente nuestras decisiones y, en consecuencia, también nuestras acciones.
Lo que sucede en esos breves instantes resulta esencial para una vida social satisfactoria.
LAS DECISIONES DE LA VÍA SUPERIOR
Una conocida me comentó, en cierta ocasión, que se hallaba muy preocupada por su hermana, a la que un trastorno mental había tornado muy proclive a los ataques de ira. La relación entre las dos era muy amable y cordial, pero de vez en cuando, su hermana la acusaba y atacaba, sin previo aviso, como si estuviera paranoica.
Como me dijo mi amiga: «Cada vez que me acerco a ella, me daña».
Así fue como empezó a protegerse de lo que experimentaba como una “agresión emocional”, espaciando sus encuentros, sin responder de inmediato a sus llamadas y esperando, en el caso de que el mensaje de voz que dejaba en el contestador sonase demasiado enfurecida, un par de días, con el fin de proporcionarle el tiempo necesario para calmarse.
Pero lo cierto es que estaba preocupada por su hermana y no quería alejarse de ella, de modo que cuando se sentía atacada, recordaba el trastorno mental y no se lo tomaba como algo perso- nal, ejercitando así una suerte de judo mental interior que la protegía del contagio nocivo.
La naturaleza automática del contagio emocional nos torna vulnerables a las emociones aflictivas. Pero ése no es más que el comienzo de la historia porque también podemos, cuando es necesario, apelar a varias estrategias mentales para contrarrestarlo que, cuando una determinada relación se ha tornado destructiva, nos ayudan a establecer la necesaria distancia emocional protectora.
La vía inferior opera a gran velocidad, pero ello no nos deja a merced de lo que sucede en ese pequeño intervalo porque, cuando la vía inferior nos causa problemas, la superior puede, no obstante, protegernos.
La vía superior nos proporciona alternativas que discurren fundamentalmente a través de circuitos neuronales ligados a la corteza orbitofrontal. Los mensajes viajan de un lado a otro de los centros de la vía inferior, disparando nuestra reacción emocional, incluyendo el simple contagio. Pero la corteza orbitofrontal, sin embargo, nos proporciona también un flujo paralelo de información que puede activar los centros superiores y estimular así nuestros pensamientos al respecto, un ramal ascendente, por así decirlo, que nos brinda la posibilidad de tener una comprensión más exacta de lo que está sucediendo y, de ese modo, facilita una respuesta más matizada. Así es como la vía superior y la vía inferior participan en todos nuestros encuentros interpersonales, y la corteza orbitofrontal desempeña en ellos el papel de estación de relevo.
La vía inferior, con sus neuronas espejo ultrarrápidas, funciona como una especie de sexto sentido que nos permite sentir, aunque sea de un modo difuso y sin ser claramente conscientes de la conexión, lo que sienten los demás. Esta especie de empatía primordial instantánea desencadena una respuesta emocional ajena a toda intervención del pensamiento.
La vía superior, por el contrario, se activa cuando prestamos una atención deliberada a la persona con la que estamos hablando para comprender mejor lo que está ocurriendo y modificar, de ese modo, nuestro estado de ánimo, algo que depende fundamentalmente de nuestro cerebro pensante, en particular, de los centros prefrontales. En este sentido, la vía superior amplía y flexibiliza el repertorio establecido y fijo de respuestas de la vía inferior activando su inmensa variedad de ramificaciones neuronales y aumentando exponencialmente, en consecuencia, el abanico de respuestas posibles a medida que transcurren las milésimas de segundo.
Así pues, mientras que la vía inferior nos proporciona una afinidad emocional instantánea, la superior genera una sensación social más compleja que, a su vez, facilita una respuesta más apropiada. Y esta flexibilidad nos la proporciona la corteza cerebral prefrontal, a la que bien podríamos calificar como el centro ejecutivo del cerebro.
La lobotomía prefrontal, una moda pasajera de la psiquiatría de los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo, seccionaba quirúrgicamente la conexión que existe entre la corteza orbitofrontal y otras regiones cerebrales (en una modalidad rudimentaria de “cirugía” que no era muy distinta a insertar un destornillador a través de la cuenca ocular y rebanar con él una parte del cerebro). Los neurólogos de la época contaban con una idea muy vaga de las funciones concretas que desempeñan las distintas regiones cerebrales y más todavía de las ligadas a la corteza orbi-tofrontal, pero descubrieron que, después de la lobotomía, los enfermos mentales anteriormente agitados se sosegaban, lo que suponía, dicho sea de paso, una gran ventaja para quienes se veían obligados a trabajar en medio del caos reinante en los manicomios donde, por aquel entonces, se amontonaban los pacientes psiquiátricos.
Aunque las capacidades cognitivas de los pacientes loboto-mizados permanecían intactas, se observó en ellos un par de misteriosos “efectos colaterales”, el achatamiento o desaparición completa de las emociones y el aumento de la desorientación en situaciones sociales nuevas. La neurociencia actual sabe que esos efectos se debían al hecho de que la corteza orbitofrontal coordina la interacción entre el mundo social y el modo en que nos sentimos, determinando así nuestra respuesta. También, por eso, en ausencia de esos cálculos interpersonales, los pacientes lobotomizados se veían completamente desbordados por las situaciones socialmente novedosas.
VIOLENCIA ECONÓMICA
Supongamos que usted y un extraño reciben diez dólares que deben repartirse como mejor quieran. Sigamos suponiendo que ese desconocido le ofrece dos dólares (y se queda con los ocho restantes), una propuesta que cualquier economista consideraría muy razonable porque, a fin de cuentas, dos dólares siempre es mejor que nada. Pero, por más razonable que pueda parecer, la gente suele enfadarse ante tal propuesta y, si lo que se le ofrece no es más que un dólar, llega incluso a indignarse.
Esto es lo que suele ocurrir cuando las personas juegan a lo que los economistas conductistas han denominado Ultimatum Game, un juego en el que uno de los participantes debe formular propuestas que el otro sólo puede aceptar o rechazar, y, cuando se rechazan todas las propuestas, les deja a ambos sin nada.
No es de extrañar que las propuestas económicamente abusivas desencadenen una especie de violencia económica.21 Muy usado en simulaciones de toma de decisiones económicas, el Ultimátum Game se ha visto recientemente asociado a la neu-rociencia social gracias a la obra de Jonathan Cohen, director del Center for the Study of Brain, Mind and Behavior de la Universidad de Princeton, que se ha dedicado a investigar lo que sucede en el cerebro de los participantes durante el desarrollo de ese juego.
Cohen es un pionero en el nuevo campo de la “neuroeconomía”, que se ocupa de analizar las fuerzas neuronales que intervienen en los procesos racionales e irracionales de toma de decisiones económicas, un ámbito en el que las vías superior e inferior desempeñan un papel muy importante. Gran parte de la investigación realizada en este campo gira en torno a las regiones cerebrales que se activan en aquellas situaciones interpersonales que nos permiten comprender las fuerzas irracionales que mueven el mercado.
«No es infrecuente –dice Cohen– que si alguien ofrece un simple dólar, la respuesta del otro sea: “¡Vete al infierno!”. Pero ello, según la teoría económica, resulta irracional, porque un dólar siempre es mejor que nada. Esto es algo que resulta desconcertante entre los economistas porque, según sus teorías, la gente siempre quiere aumentar sus beneficios y no acaba de entender que haya quienes, para castigar una propuesta que les parece injusta, estén dispuestos a sacrificar el sueldo de un mes.»
Este tipo de enfado es más frecuente cuando el juego se da en una sola ronda que cuando son varias las rondas que se juegan porque, en este último caso, aumentan las probabilidades de llegar a un acuerdo satisfactorio.
El Ultimatum Game no sólo enfrenta a una persona contra otra, sino que también establece, dentro de cada una de ellas, un tira y afloja entre la vía superior y la vía inferior, es decir, entre los sistemas cognitivo y emocional. La vía superior descansa básicamente en la corteza cerebral prefrontal, esencial para el pensamiento racional. Como ya hemos visto, el área orbitofrontal yace en el fondo del área prefrontal y custodia las fronteras que la separan de los centros que rigen los impulsos emocionales de la vía inferior, como la amígdala, ubicada en el cerebro medio.
Observando los circuitos neuronales que operan durante las transacciones microeconómicas que enfrentan a las vías superior e inferior, Cohen ha podido determinar la influencia de la corteza racional prefrontal y diferenciarla de las respuestas irreflexivas del tipo «¡Vete al infierno!» características de estructuras de la vía inferior como la ínsula que, durante ciertas emociones, puede reaccionar tan intensamente como la amígdala. El análisis de los escáneres cerebrales realizados por Cohen ha puesto de manifiesto que cuanto más intensa es la reactividad de la vía inferior, menos racionales son, desde una perspectiva económica, las reacciones de los jugadores, y que cuanto más activa permanece la región prefrontal, más equilibrada, por el contrario, es su respuesta.22
En un ensayo titulado «The vulcanization of the brain» (una referencia a la hiperracionalidad característica de Mr. Spock, el personaje de la saga Star Trek originario del planeta Vulcano), Cohen analiza la interacción entre el procesamiento neuronal abstracto propio de la vía superior (que valora cuidadosa y deliberadamente los pros y los contras) y la actividad de la vía inferior (más emocional y predispuesta a la respuesta inmediata) y llega a la conclusión de que depende de la pujanza de la región prefrontal, mediadora de la racionalidad.
El tamaño de la corteza prefrontal es un elemento que nos distingue de los demás primates, los cuales cuentan con regiones prefrontales mucho más pequeñas. A diferencia de lo que sucede con otras regiones cerebrales especializadas en una determinada tarea, estos centros ejecutivos requieren más tiempo para realizar su trabajo. Pero, como ocurre con el resto de los repetidores cerebrales multiuso, la región prefrontal es mucho más flexible y capaz de enfrentarse a un rango mucho más amplio de tareas que cualquier otra estructura neuronal.
«La corteza prefrontal –me dijo Cohen– ha transformado el mundo humano hasta un punto en el que ya nada es física, económica ni socialmente igual.»
La capacidad creativa de los circuitos prefrontales nos ayuda a esquivar los mismos escollos generados por el genio humano (como las guerras por el control del petróleo provocadas por el consumo de gasolina, la sobreabundancia de calorías de las granjas industrializadas, los delitos informáticos, etcétera). Si tenemos presente que muchos de esos peligros y tentaciones se asientan en los deseos más primordiales de la vía inferior ante la explosión de oportunidades de autocomplacencia y abuso proporcionados por la vía superior nos daremos cuenta de que nuestra supervivencia depende, en gran medida, de esta última.
Como dijo Cohen: «Es cierto que ahora podemos acceder fácilmente a lo que queremos, como azúcar y grasas, pero todavía debemos aprender a equilibrar mejor nuestros intereses a corto y a largo plazo».
Este equilibrio depende de la capacidad de la corteza prefrontal de decir “no” a los impulsos (y de negarnos, en consecuencia, una segunda ración de mousse de chocolate) o pensárnoslo mejor (y convertir así una respuesta violenta en otra más amable), en cuyo caso la vía superior domina a la inferior.23
DECIR “NO” A LOS IMPULSOS
Semana tras semana, un hombre de Liverpool (Inglaterra) jugaba a los mismos números de la lotería nacional: 14, 17, 22, 24, 42 y 47. Un buen día, mientras contemplaba las noticias en la televisión, se enteró de que esa misma secuencia había obtenido el premio de dos millones de libras, pero entonces se dio cuenta de que, por primera vez, había olvidado echar a tiempo su boleto y, abrumado por la desesperación, acabó suicidándose.
Esta tragedia aparece citada en un artículo científico sobre el remordimiento derivado de una decisión equivocada.24 Esos sentimientos se originan en la corteza orbitofrontal, despertando la punzada de recriminaciones y reproches que acabaron sacando de sus casillas a ese pobre jugador de lotería. Pero los pacientes que presentan lesiones en los circuitos de la corteza orbitofrontal carecen de ese tipo de sentimientos y jamás se lamentan, en consecuencia, de las ocasiones perdidas.
La corteza orbitofrontal ejerce una influencia moduladora “descendente” sobre el funcionamiento de la amígdala, fuente de impulsos y oleadas emocionales ingobernables.25 Por esa razón, quienes tienen lesionados esos circuitos inhibidores, se comportan como niños que no saben reprimir sus impulsos emocionales y son incapaces, en consecuencia, de dejar de imitar el rostro de la persona con la que se encuentran. Y es que, al carecer de ese dispositivo de seguridad emocional, se hallan a merced de las respuestas de la amígdala.
Esos pacientes tampoco muestran la menor preocupación por errores sociales que atormentarían a otros. Así, por ejemplo, no tienen problema alguno en besar y abrazar a un completo desconocido, en contar chistes que harían las delicias del más escatológico de los niños de tres años, o en revelar alegremente sus más embarazosas intimidades a cualquiera que esté dispuesto a escucharles, ignorando incluso el escándalo que ello pueda ocasionar.26 Tal vez sepan explicar racionalmente las normas sociales del decoro, pero no muestran el menor empacho en olvidarlas y quebrantarlas, como si el inadecuado funcionamiento de la corteza orbitofrontal impidiera a la vía superior modular el funcionamiento de la inferior.27
La corteza orbitofrontal también funciona mal en el caso de aquellos veteranos de guerra que, al contemplar una escena bélica en el telediario de la noche o la explosión de un camión en una película, se ven desbordados por la emergencia de sus propios recuerdos traumáticos. Ésta es una respuesta originada en una sobreexcitación de la amígdala que, ante cualquier señal que evoque vagamente el trauma original, desencadena equivocadamente una oleada de pánico. En condiciones normales, la corteza orbitofrontal evaluaría de forma adecuada esos sentimientos primordiales de miedo y llegaría a la conclusión de que no se halla sumido en el fragor de la batalla, sino tan sólo viendo la televisión.
Mientras la vía superior la mantiene a raya, la amígdala no puede desempeñar el papel de chico malo del cerebro. En este sentido, la corteza orbitofrontal opera como centro de control que puede reprimir los impulsos límbicos procedentes de la amígdala. Así pues, cuando los circuitos de la vía inferior transmiten impulsos emocionales primordiales (como: «Tengo ganas de gritar» o «Estoy tan nervioso que quisiera salir corriendo»), la corteza orbitofrontal los evalúa para tener una comprensión más exacta de lo que realmente está ocurriendo («Estoy en una biblioteca» o «Ésta no es más que la primera cita») y los modula en consecuencia, actuando como una especie de freno emocional.
En ausencia de este freno, nuestra respuesta resulta inadecuada. Veamos, por ejemplo, el caso de cierta investigación en la que estudiantes universitarios desconocidos acudieron a un laboratorio para conocerse “virtualmente” en un chat on-line, una investigación que puso de manifiesto que cerca del veinte por ciento de esas charlas no tardaron en asumir tonalidades manifiestamente sexuales y que no faltaron los términos explícitos, las representaciones gráficas y hasta las propuestas más desinhibidas.28
Cuando el experimentador que dirigió esa investigación leyó las transcripciones de las charlas se quedó atónito porque, en el momento en que había acompañado a los diferentes participantes a sus cubículos, todos ellos se habían mostrado muy respetuosos, comedidos y educados, algo que contrastaba mucho con la desinhibición verbal que posteriormente mostraron en su conducta on-line.
Es de suponer que, en el caso de haberse tratado de un encuentro cara a cara, ninguno de ellos se habría atrevido a zambullirse en una conversación tan abiertamente sexual. La rela- ción interpersonal directa nos permite establecer lazos y mantener un feedback continuo basado en las expresiones faciales y el tono de voz de los demás que nos dicen de inmediato si estamos bien o mal encaminados.
Desde hace mucho tiempo –casi desde los mismos orígenes de Internet– se sabe de la desinhibición de la conducta de los adultos que están conectados on-line.29 La vía superior nos ayuda a no transgredir ciertos límites, pero Internet carece del tipo de feedback que necesita la corteza orbitofrontal para mantenernos socialmente a raya.