Tokio Redux

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—Tengo que ir al servicio, señor Sweeney. Y luego tengo que volver a dirigir mi ferrocarril.

Harry Sweeney metió el lápiz dentro del bloc y lo cerró.

—¿Puedo usar su teléfono, señor?

—Adelante.

—Gracias, señor.

El coronel Channon se detuvo junto a la silla de Harry Sweeney. Posó una mano rolliza y húmeda sobre su hombro.

—Créame, señor Sweeney. Aparecerá.

—Le creo, señor.

Harry Sweeney vio a Toda frente a la jefatura de la Policía Metropolitana, fumando un cigarrillo al lado de un coche. Se secó la cara y el cuello y encendió un cigarrillo mientras se acercaba a Toda.

—¿Has descubierto algo?

—Nada nuevo —contestó Toda—. La habitación Uno y la Dos están en ello, como si fuese el caso más importante desde el de Teigin. A las cinco lo harán público por la radio. Saldrá en los periódicos de la tarde. Así que ahora están sentados de brazos cruzados esperando junto al teléfono.

Harry Sweeney tiró la colilla del cigarrillo al suelo, la pisó y señaló el coche.

—¿Es para nosotros?

—Sí —respondió Toda—. ¿Tú te has enterado de algo?

—Puede que sí. Puede que no. No lo sé.

—¿Lo sabe el jefe?

—Está en una reunión.

—Deberías llamarlo y decírselo, Harry.

Harry Sweeney abrió la portezuela trasera.

—¿Decirle qué?

—Adónde vamos.

Harry Sweeney subió a la parte trasera del coche. Se deslizó a través del asiento. Bajó la ventanilla. Se inclinó hacia delante. Reconoció al chófer.

—Hola, Ichiro.

—Hola, señor.

Harry Sweeney sacó su bloc. Lo abrió, pasó las páginas y dijo:

—Al 1 081 de Kami-Ikegami, en el distrito de Ota.

—Sí, señor —asintió Ichiro.

—No me parece buena idea —comentó Toda, sentándose junto a Harry Sweeney y cerrando la portezuela.

Harry Sweeney sonrió.

—¿Se te ocurre algo mejor?

Tardaron treinta minutos en recorrer la avenida B hasta el estanque de Senzoku, y luego un par de minutos más en dar con la residencia de Shimoyama, bajando la cuesta del estanque, en una calle tranquila y con sombra, con un agente uniformado apostado enfrente de la verja de la casa. No había multitudes, ni coches, ni prensa todavía.

—Bonito barrio —comentó Toda—. Debe de costar una fortuna vivir aquí. Una fortuna, Harry.

Harry Sweeney se apeó del vehículo. Se secó la cara y el cuello. Contempló una casa grande de estilo británico, resguardada tras setos elevados y árboles altos.

Harry Sweeney y Susumu Toda enseñaron sus placas del Departamento de Protección Civil al agente uniformado de la verja. Recorrieron el breve camino de entrada, enseñaron sus placas al agente de la puerta y entraron en la casa con los sombreros en las manos.

Una criada hizo pasar a Harry Sweeney y Susumu Toda a una sala de visitas de estilo japonés. El detective Hattori del Departamento de Policía Metropolitana estaba allí. Les presentó a otro detective, uno de la comisaría de Higashi-Chōfu, y a continuación a Ōtsuka, el secretario del presidente Shimoyama. Ōtsuka hizo una reverencia, les dio las gracias por acudir y les preguntó:

—¿Hay alguna novedad?

—No —contestó Harry Sweeney—. Lo siento.

Ōtsuka suspiró y se encogió. Era joven, de unos veintitantos años, pero estaba envejeciendo prematuramente.

Harry Sweeney les pidió a todos que volviesen a sentarse, con las rodillas frente a la mesa baja. La criada trajo té y lo sirvió.

—¿Dónde está la familia? —preguntó Harry Sweeney.

—Arriba —respondió el detective Hattori.

Harry Sweeney miró al joven secretario sentado al otro lado de la mesa. Aquel hombre inquieto y nervioso. Harry Sweeney sacó el bloc y el lápiz.

—Hábleme de esta mañana, por favor. La agenda del señor Shimoyama.

—Bueno, esperábamos al presidente en la oficina central como de costumbre. Normalmente el presidente llega entre las nueve menos cuarto y las nueve. Yo estaba esperándolo en la entrada trasera, como siempre. Esperé hasta las nueve y cuarto más o menos. Luego volví a mi despacho y llamé a la señora Shimoyama. Me dijo que el presidente había salido de casa como siempre, a eso de las ocho y veinte. De vez en cuando, el presidente va a alguna parte antes de llegar a la oficina. De modo que pensé que a lo mejor había ido a la Sección de Transporte Civil, al edificio del Banco Chosen. Pero, cuando llamé, me dijeron que el presidente no estaba allí y que tampoco había estado antes. Así que durante la siguiente hora más o menos me dediqué a llamar a todos los sitios que se me ocurrieron a los que podía haber ido. Debí de molestar a la señora Shimoyama tres o cuatro veces más para comprobar si tenía noticias del presidente, porque para entonces estábamos preocupados, muy preocupados. Entonces me reuní con el vicepresidente Katayama y con otros dos directivos. El director de seguridad habló con el teniente coronel Channon, y creo que el vicepresidente Katayama visitó entonces el cuartel general de la Comandancia Suprema. También llamamos a la jefatura de la Policía Metropolitana, claro. Y luego, aproximadamente a las tres, vine aquí a visitar a la señora Shimoyama y ver a estos agentes.

Harry Sweeney dejó de escribir. Alzó la vista del bloc.

—Pero ¿qué citas tenía programadas el señor Shimoyama para esta mañana?

—Bueno, aparte de nuestra reunión matutina, la que manteníamos cada día, el presidente tenía una cita en el cuartel general de la Comandancia Suprema con el señor Hepler, el jefe del Departamento de Trabajo.

—¿A qué hora estaba programada?

—A las once.

—¿En el cuartel general?

—Sí.

—¿Ha faltado a alguna cita el señor Shimoyama en el pasado?

Aquel joven, aquel joven inquieto y nervioso, se removió de rodillas mirándose las manos y dijo:

—No, normalmente no.

—Pero ¿a veces sí?

Ōtsuka levantó la vista de las manos y miró a Harry Sweeney a través de la mesa.

—El presidente tiene un puesto muy difícil. Su trabajo es muy exigente, extraordinariamente agotador. Durante las últimas semanas, el presidente ha trabajado sin descanso. Estas últimas semanas ha habido ocasiones en las que ha tenido que adaptar su agenda sobre la marcha. Han llamado al presidente a la Sección de Transporte Civil o al cuartel general de la Comandancia Suprema con muy poca antelación. Este es un momento muy delicado para todos, y sobre todo para el presidente. Vamos a tener que despedir a más de cien mil miembros de nuestra plantilla. Más de cien mil hombres. El presidente lleva personalmente ese peso, siente esa responsabilidad, esa carga. Cada día. Es un momento muy delicado para él.

Harry Sweeney asintió con la cabeza.

—Somos conscientes de lo delicada que es la situación actual para el señor Shimoyama. Por eso estamos aquí. Gracias por responder a mis preguntas.

Harry Sweeney se volvió hacia del detective Hattori y dijo:

—Me gustaría hablar con la señora Shimoyama.

El detective Hattori condujo a Harry Sweeney y Susumu Toda fuera de la sala y les hizo subir la escalera hasta otra sala de estilo japonés, en esta ocasión más espaciosa. Había una mesa de madera y un armario grande. Una anciana, dos chicos y una mujer de mediana edad con un kimono oscuro se hallaban sentados en la estancia. El detective Hattori presentó a Harry Sweeney y Susumu Toda. Solicitó a la anciana y a los dos jóvenes que bajasen a esperar con él. Los muchachos miraron a su madre, quien sonrió a sus hijos. Los chicos siguieron a su abuela y al detective Hattori fuera de la sala. Harry Sweeney y Susumu Toda se arrodillaron ante otra mesa baja.

—Discúlpenos por molestarla de esta forma, señora Shimoyama —dijo Harry Sweeney.

La señora Shimoyama negó con la cabeza.

—Son ustedes bienvenidos, señor Sweeney. Pero ¿tienen alguna noticia que darme?

—Lo siento. Aún no.

—Entonces, ¿mi marido no está en el cuartel general de la Comandancia Suprema?

—No que nosotros sepamos.

—Yo pensaba que estaría allí. Últimamente lo han llamado varias veces. De repente. Pensé que quizá…

—¿Se le ocurre otro sitio donde podría estar?

—No, pero estoy segura de que estará durmiendo, descansando en alguna parte. Por eso lamento todas las molestias que está causando. Anoche tomó muchos somníferos, pero creo que no le hicieron efecto. Así que le habrán dado ganas de reposar, de echar una siesta en algún sitio.

—Sí —asintió Harry Sweeney—. Me he enterado de que se acostó muy tarde porque el coronel Channon les hizo una visita.

La señora Shimoyama negó con la cabeza.

—No, anoche no.

—¿Está segura, señora?

—Fue la noche anterior.

—¿Está segura de que no fue anoche?

—Fue anteayer por la noche. Estoy segura, señor Sweeney.

—Pero ¿su marido no durmió bien anoche?

—No, no durmió bien, señor Sweeney. Últimamente ha estado trabajando mucho y le ha afectado al sueño.

—Desde luego —dijo Harry Sweeney—. Pero ¿cómo vio a su marido esta mañana, señora?

La señora Shimoyama sonrió.

—Estaba cansado, eso seguro. Pero se levantó a las siete, como siempre. Le oí hablar muy contento con nuestro segundo hijo, Shunji, mientras se afeitaba en el cuarto de baño. Luego bajó al comedor y desayunó como siempre.

—¿Y habló con su esposo, señora?

—Claro. Nuestro hijo mayor estudia derecho en la Universidad de Nagoya, pero vuelve a casa esta noche. A mi marido le hacía mucha ilusión verlo. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que lo vimos. Mucho tiempo desde que él lo vio. Estuvimos hablando de su visita, de esta noche.

 

—Entiendo —dijo Harry Sweeney—. ¿Y espera que su marido regrese a casa a cenar esta noche, señora?

La señora Shimoyama asintió con la cabeza.

—Sí. Pero últimamente nunca sabemos cuándo volverá a casa…

Abajo sonó brevemente un teléfono.

La señora Shimoyama se volvió para mirar a la puerta.

—Lamento mucho todas las molestias. Solo quiero saber lo que ocurre. Debería haber llegado a su despacho. Debería haber estado allí a las nueve y media. No lo habrán secuestrado a plena luz del día, ¿no? Me cuesta creer que lo hayan intentado…

Unos pies subían rápido la escalera.

—En su coche. A plena luz del día…

Susumu Toda se levantó de la mesa y salió de la sala mientras la señora Shimoyama observaba cómo se marchaba, la señora Shimoyama se quedaba mirando la puerta, la señora Shimoyama se retorcía las manos, la señora Shimoyama se ponía de pie.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? Por favor…

Harry Sweeney, que también se había puesto de pie, estiró las manos hacia la señora Shimoyama pidiéndole que volviese a sentarse. Que esperase, que esperase, por favor.

—El vizconde Takagi desapareció —estaba diciendo ella—. Él también desapareció. Y luego lo encontraron muerto en las montañas. Espero…

Susumu Toda volvió a entrar en la sala. Los miró a los dos y les dijo:

—Han encontrado al chófer.

—¿A qué coño juega, Sweeney? Debería haber dejado a Toda donde estaba, donde yo lo mandé, donde le dije que se quedase.

—Perdone, jefe, pero ya ha vuelto allí.

—Es demasiado tarde —dijo el jefe Evans suspirando.

Sweeney entró.

—Jefe. Lo tengo todo aquí.

—Más le vale. Venga.

Harry Sweeney miró el bloc de papel amarillo que tenía en la mano y empezó a leer:

—Tienen al chófer en la jefatura de la Policía Metropolitana y todavía están interrogándolo. Pero de momento, según el resumen de Toda, el chófer recogió a Shimoyama como siempre a las ocho y veinte. Pero en lugar de ir directo a la oficina, a la sede del ferrocarril junto a la estación de Tokio, Shimoyama le dijo que fuese a los grandes almacenes Mitsukoshi en Nihonbashi. Aparcaron allí, esperaron a que el comercio abriese a las nueve y media y Shimoyama entró. Le dijo al chófer que esperase. Que volvería en cinco minutos. El chófer no lo ha visto desde entonces.

—¿Y a qué hora fue eso?

—A las nueve y media, jefe.

—Entonces, ¿qué coño ha estado haciendo el chófer?

—Dice que se quedó sentado en el coche esperando delante de los grandes almacenes. A las cinco encendió la radio, oyó la noticia de que su jefe había desaparecido y entró corriendo en los grandes almacenes para llamar a la oficina central.

—¿Se quedó sentado en el coche más de siete horas y no se le pasó por la cabeza salir a buscar a su puto jefe o coger un teléfono y averiguar qué cojones está pasando? ¿Esa es su puñetera versión? Hay que joderse.

—Le dijeron que esperase, de modo que esperó.

—¿Más de siete horas?

—Eso es lo que dice, jefe. De momento.

—¿Qué sabemos de él?

—Se llama Ōnishi. Cuarenta y ocho años. Veinte años de servicio en el ferrocarril. Tiene un expediente impecable. Ni una multa de aparcamiento. No bebe ni juega. Ningún indicio de simpatías o compañeros de izquierdas. Leal, de fiar. Por eso es el chófer del presidente. Pero todavía están interrogándolo. Toda llamará en cuanto se sepa algo más.

El jefe Evans se restregó los ojos, se pellizcó el puente de la nariz y acto seguido volvió a mirar a Harry Sweeney.

—¿Usted qué opina, Harry? ¿Qué le dice su instinto?

—No sé. He hablado con el coronel Channon en la Sección de Transporte Civil. Dice que Shimoyama quiere dimitir. En la organización del ferrocarril hay muchas intrigas internas. Aparte de todo lo demás, claro. Y he hablado con su mujer. Ese hombre tiene problemas para dormir y ha estado tomando somníferos. Los somníferos no le hacen efecto. Ella reza para que esté en algún sitio descansando y vuelva para cenar.

El jefe volvió a suspirar.

—¿Cree usted que simplemente se ha ido y se ha alejado de su zona?

—Tal vez. Esperemos.

—No parece muy convencido, Harry.

—Es solo que no estoy muy seguro de que vuelva, jefe.

—Pues necesitamos que vuelva, Harry. Y ya.

Calurosa y húmeda aún, mientras oscurecía, la ciudad cerraba y volvía a casa. Ichiro llevó a Toda y a Harry por la avenida A, luego avenida W arriba, por debajo de la vía de tren, a través del cruce de Gofukubashi y pasados los grandes almacenes Shirokiya, y luego cruzó el río en Nihonbashi, antes de volver a torcer a la izquierda, enfilar otra calle lateral, girar a la derecha una vez y luego otra, recorrer otra calle lateral, hasta que Toda dijo:

—Hemos llegado.

Entre las sombras de los grandes almacenes Mitsukoshi, junto a las puertas de la entrada sur, Ichiro aparcó.

En esa estrecha calle lateral, con el coche orientado hacia la calle principal, Harry Sweeney miró desde el asiento trasero más allá de Ichiro, a través del parabrisas, entre las sombras, hacia las luces de la calle principal: tráfico que se dirigía a casa, gente que volvía a casa; hombres que se dirigían a casa, que volvían a sus casas.

—Menudo viajecito para llegar aquí —comentó Toda.

Harry Sweeney se volvió hacia la izquierda y miró a través de las puertas de cristal doradas del establecimiento, oscuras y cerradas. Las puertas cerradas, el establecimiento cerrado. Todo cerrado, todo oscuro. Asintió con la cabeza y dijo:

—Cuéntamelo otra vez.

—Está bien, según Ōnishi —dijo Toda—, sacando su bloc y abriéndolo, Shimoyama quería ir de compras, dijo algo así como que podía llegar a la oficina a las diez. Así que primero le dijo a Ōnishi que fuese a Shirokiya; cuando llegaron allí, los grandes almacenes no estaban abiertos. De modo que Shimoyama le dijo que viniese aquí. Ōnishi le dijo que los grandes almacenes Mitsukoshi tampoco estarían abiertos. Todo eso fue antes de las nueve. Así que Ōnishi emprendió el camino de vuelta a la oficina central del ferrocarril, pero Shimoyama le dijo que fuese a la estación de Kanda. Aparcaron allí, pero Shimoyama se quedó en el coche. Ōnishi le preguntó si no pensaba salir; Shimoyama contestó que no. Así que Ōnishi puso otra vez rumbo a la oficina. Pero cuando estaban atravesando el cruce de Gofukubashi, Shimoyama le dijo que fuese al Banco Chiyoda. Aparcaron en la parte de delante, y Shimoyama bajó del coche. Entró en el banco; estuvo dentro unos veinte minutos. Salió. Ya eran las nueve y veinticinco. Shimoyama dijo algo así como que era el mejor momento para ir. Ōnishi supuso que se refería al mejor momento para volver aquí, a Mitsukoshi. Cuando llegaron, cuando aparcaron aquí, Shimoyama se quedó otra vez quieto y dijo que los grandes almacenes todavía no habían abierto. Ōnishi vio que había clientes dentro y le dijo a Shimoyama que ya habían abierto. Shimoyama bajó del coche. Le dijo a Ōnishi que esperase. Le dijo que tenía que comprar un regalo, un regalo de boda, pero que volvería en cinco minutos. Entonces Shimoyama se fue andando y cruzó esas puertas.

Harry Sweeney contempló aquellas puertas oscuras, aquellas puertas cerradas. Todo estaba cerrado ahora, todo estaba oscuro ahora.

—Han mandado a Hattori con una brigada entera a registrar el edificio —informó Toda—. De arriba abajo, cada piso, cada sala, los servicios y la azotea. Ni rastro del hombre. Pero han retenido a todos los empleados. Que yo sepa, siguen ahí dentro interrogándolos. Alguien debe de haber visto algo. Ese hombre no puede haberse esfumado.

Harry Sweeney asintió otra vez con la cabeza. Abrió la portezuela del coche.

—Vuelve a la oficina y espera allí. Ya te llamaré.

—Pero ¿y si aparece? ¿Dónde estarás?

—Entonces no me necesitarás —dijo Harry Sweeney. Bajó del coche y cerró la puerta. Se quedó a un lado de la calle contemplando los grandes almacenes Mitsukoshi.

Los siete pisos, la torre de la azotea. El cielo que se oscurecía encima, las sombras que se alargaban abajo.

Harry Sweeney se volvió y se alejó del coche, mientras el vehículo se dirigía a la calle principal y las luces radiantes. Recorrió la calle lateral siguiendo el costado de los grandes almacenes hacia el extremo del edificio, adentrándose en sus sombras. Giró a la derecha y recorrió otra calle lateral, por la parte trasera del edificio, de punta a punta del establecimiento, y pasó por delante de las zonas de carga, las plataformas y las persianas. Todo estaba cerrado, todo estaba oscuro. Torció otra vez a la derecha en el extremo del edificio y recorrió otra calle lateral, por el lado norte del edificio, el lado norte de los grandes almacenes, y pasó por delante de los escaparates y las puertas. Todo estaba cerrado, todo estaba oscuro. Atravesó las sombras y volvió a las luces, las luces radiantes de la calle principal. Giró a la derecha para salir a la calle principal, anduvo por la parte delantera del comercio y pasó por delante de los escaparates oscuros de las puertas principales, la entrada principal con sus dos estatuas de bronce de unos leones, allí plantados, allí sentados, vigilando la tienda, sobre sus pedestales de mármol, con las bocas abiertas, los ojos abiertos, observando la calle, el tráfico que pasaba, la gente que pasaba, el tráfico que se dirigía a casa, la gente que volvía a casa.

Bajo las farolas de la calle, en la entrada de los grandes almacenes, Harry Sweeney estiró el brazo para tocar las dos patas delanteras de cada león de bronce. Frotó cada pata y pronunció una oración, y de repente oyó un rumor subterráneo y notó un temblor en el suelo. Se alejó de los leones, se alejó de sus oraciones y se dirigió a la entrada del metro.

Harry Sweeney descendió la empinada escalera de piedra del metro, bajo tierra, y recorrió un pasillo. Había columnas de mármol y un suelo embaldosado, el sótano de los grandes almacenes a su izquierda, otras tiendas a la derecha. Todo estaba cerrado, todo estaba oscuro. El pasillo conducía al metro, un pasaje de la estación de Mitsukoshimae. Vio la estación más adelante, al final del pasillo. Avanzó por el pasillo hacia la estación, dejó atrás los escaparates del sótano de los grandes almacenes Mitsukoshi, hasta las puertas del sótano del establecimiento; las puertas que permitían acceder de los grandes almacenes a la estación de metro, de la estación a los grandes almacenes: una entrada y una salida. Se dirigió al torno del metro y se disponía a enseñar su placa del Departamento de Protección Civil, se disponía a cruzar el torno cuando vio más tiendas entre las sombras grises del final del pasillo, más allá de la estación y de los grandes almacenes. Vio una peluquería, vio un salón de té y vio una cafetería: CAFETERÍA HONG KONG.

Harry Sweeney se alejó del torno del metro, anduvo por el pasillo, más allá de la estación y de los grandes almacenes, hasta la cafetería situada entre las sombras grises. Se quedó ante su ventana oscura y su puerta cerrada. Llamó a la puerta y aguardó. Todo estaba cerrado, todo estaba oscuro. Volvió a llamar e intentó abrir la puerta. No se encendió ninguna luz, nadie contestó.

Demasiado tarde, susurró una voz de hombre japonés, y acto seguido la voz se desvaneció, la línea se cortó y la conexión se interrumpió.

Harry Sweeney oyó otro rumor subterráneo y notó otro temblor en el suelo. Se alejó de la puerta, se alejó de sus ruegos, y volvió al torno del metro. Enseñó su pase, cruzó el torno y bajó por la escalera al andén. Los trenes de Asakusa a su izquierda, los trenes de Shibuya a su derecha. Este u oeste, norte o sur, bajo tierra, bajo la ciudad, gente que iba a casa, hombres que se dirigían a casa, que volvían a sus casas.

Pero esta noche no, aquí no: el andén se encontraba desierto, y Harry Sweeney estaba solo, esperando un tren, mirando a la boca del túnel, escrutando la oscuridad, buscando la luz, esperándola. Un japonés solitario bajó por la escalera con paso lento y vacilante al andén. Era bajo pero fornido, con un traje de verano claro oscurecido por la suciedad y las manchas, el sudor y el alcohol. Cuando se acercó a Harry Sweeney y pegó la cara a la de él, desprendía un olor tan malo como su aspecto, tan ebrio como su habla:

—¡Estados Unidos! ¡Estados Unidos! ¡Eh, tú, Estados Unidos!

Harry Sweeney dio un paso atrás, pero el japonés dio un paso adelante.

—¡Cobarde peludo! ¡Os creéis que ganasteis la guerra, pero los japoneses no nos dejamos vencer tan fácilmente!

 

Se quedó allí, mirando a Harry Sweeney a través de sus gafas, y repitió la misma frase, pero más despacio y mucho más alto. A continuación embistió súbitamente, agarró a Harry Sweeney con los dos brazos y forcejeó para lanzarlo a la vía electrificada. Estaba demasiado débil y demasiado borracho, pero Harry Sweeney se quedó aprisionado entre sus brazos.

Otro hombre, también borracho, se unió a la fiesta:

—Yo, coreano, amigo de Estados Unidos —gritó, y separó al japonés de Harry Sweeney al mismo tiempo que una ráfaga de aire salía del túnel con fuerza, recorría el andén y levantaba trocitos de papel y colillas, formando pequeños tornados de basura en torno a los pies de los tres.

Harry Sweeney se agarró el sombrero y lo sujetó fuerte mientras el tren entraba en la estación y el chirrido de sus ruedas y sus frenos le perforaba los oídos. En ese momento, el japonés arremetió otra vez de forma repentina y violenta, pero el joven coreano lo tumbó de un puñetazo.

—Váyase —dijo el coreano—. Váyase ya.

Harry Sweeney subió al tren. Las puertas se cerraron y el tren empezó a moverse. Miró atrás al andén: el joven coreano estaba junto al japonés todavía postrado, registrando los bolsillos del hombre, y entonces desaparecieron. Harry Sweeney se volvió hacia el vagón radiantemente iluminado con la mitad de asientos vacíos. Se sentó y se quitó el sombrero. Sacó el pañuelo y se secó la cara y el cuello. Guardó el pañuelo y se puso el sombrero. Miró a un lado y otro del vagón, por el pasillo, a los pasajeros. Un hombre aquí, un hombre allá, con chaquetas, con corbatas, dormidos o leyendo, un libro o un periódico. Contraportadas o primeras planas en sus manos o a sus pies: una hoja tirada en el suelo del vagón, una sola hoja de periódico, una edición extra del Mainichi. Harry Sweeney se inclinó hacia delante, estiró la mano hacia el suelo, recogió la hoja y leyó el titular: EL PRESIDENTE SHIMOYAMA HA DESAPARECIDO; En el trayecto de su casa a la oficina central de los Ferrocarriles Nacionales de Japón; La policía sigue investigando cuando son las 5.00 de la tarde.

Harry Sweeney volvió a mirar a los pasajeros, los hombres de aquí y de allá, con sus chaquetas y sus corbatas, leyendo o dormidos, dormidos o no. Hombres que habían acabado la jornada, hombres que volvían a casa. Puede que sí, puede que no. Harry Sweeney dobló el periódico y lo guardó en el bolsillo. El tren paró en Kanda. Harry Sweeney se quitó otra vez el sombrero. Volvió a meter la mano en el bolsillo y a sacar el pañuelo. Se secó de nuevo la cara y el cuello. El tren paró en Ueno. Harry Sweeney guardó el pañuelo y se puso el sombrero. Se levantó y recorrió los vagones hacia la parte delantera del tren, hacia el final de la línea. El tren terminó su recorrido en Asakusa, y las puertas se abrieron. Harry Sweeney salió al andén. Subió la escalera hasta el torno, enseñó su pase y cruzó el torno. Allí había otra entrada subterránea de otros grandes almacenes: los grandes almacenes Matsuya cerrados, los grandes almacenes Matsuya oscuros. Harry Sweeney subió la escalera de la estación de la línea Tōbu, pero no tomó la segunda escalera hasta los andenes. Giró a la izquierda, salió de la estación a la calle y se detuvo. De espaldas a la estación, de espaldas a los grandes almacenes, con el bar Kamiya a la derecha, el río Sumida a la izquierda, las tiendas ya cerradas, los puestos recogiendo, vio a la gente que pasaba, la gente que volvía a casa. Harry Sweeney los vio pasar e irse. A la noche y las sombras. Hombres que desaparecían, hombres que se esfumaban.

Harry Sweeney se volvió y empezó a alejarse de la estación, a alejarse de los grandes almacenes, y cruzó la avenida R hacia el río, el río Sumida. Entró en el parque y atravesó el parque, el parque Sumida. Llegó al río, la orilla del río. Se quedó en la orilla y contempló el río. La corriente quieta, el agua negra. No había brisa, no había aire. Solo el hedor de las aguas residuales, la peste a mierda. Mierda de gente, mierda de hombres. El hedor siempre aquí, la peste aún aquí. Harry Sweeney sacó la cajetilla de cigarrillos y encendió uno. Junto al río, en la orilla. Las calles detrás de él, la estación detrás de él. Todas las calles y todas las estaciones. Miró río abajo, a la oscuridad, donde estaría su desembocadura, donde estaría el mar; al otro lado del océano estaba su hogar. Un perro ladró y unas ruedas chirriaron, en algún lugar en la noche, en algún lugar detrás de él. Un tren amarillo salía de la estación, el tren amarillo cruzaba un puente de hierro. El puente que salvaba el río, un puente al otro lado. Iba al este, iba al norte. Fuera de la ciudad, lejos de la ciudad. Hombres que desaparecían, hombres que se esfumaban. En la ciudad, de la ciudad. En sus calles, en sus estaciones. Sus nombres y sus vidas. Desaparecían, se esfumaban. Empezaban de nuevo, empezaban de cero. Un nombre nuevo, una vida nueva. Un nombre distinto, una vida distinta. Nunca volvían a casa, nunca regresaban. El tren que desaparecía, el tren que se esfumaba.

Harry Sweeney apartó la vista del puente y volvió a contemplar el río, el río Sumida. Tan quieto y tan negro, tan callado y tan cálido… Incitante y agradable, tentador, tan tentador… No más nombres ni más vidas. Recuerdos o imágenes, insectos o espectros. Tan tentadores, muy tentadores… Adiós a todo, adiós a todo. La pauta del crimen precede al crimen. La colilla del cigarrillo le quemó los dedos y le hizo una ampolla en la piel. Harry Sweeney lanzó la colilla al río. Ese río sucio, ese río hediondo. Mierda de gente, mierda de hombres. Se apartó del río, se alejó del río, el río Sumida. Volvió a la estación y bajó la escalera. Lejos del río, el río Sumida, y lejos de la tentación, lejos de la tentación. La pauta y el crimen. Desaparecer, esfumarse. En la noche, en las sombras. Bajo la ciudad, bajo tierra.

—Volvemos a vernos —dijo riendo Akira Senju, el hombre que no moría, el hombre que de verdad gobernaba la ciudad, su emperador secreto. A plena vista, en su palacio de Shimbashi, en el centro de su próspero imperio, en lo alto de su reluciente nuevo edificio, en su lujoso y moderno despacho, tras su antiguo escritorio de palisandro, ataviado con un traje caro hecho a medida, con su grueso puro extranjero, metió la mano en un cajón, sacó un trozo de papel y se lo dio a Harry Sweeney por encima de la mesa—. Esto debería tenerte ocupado, Harry-san.

Harry Sweeney miró el trozo de papel, la lista de nombres: nombres formosanos y coreanos. Dobló el papel por la mitad, lo metió en el bolsillo de la chaqueta y empezó a levantarse y a volverse hacia la puerta, la salida.

—¿No te quedas a tomar una copa esta noche, Harry? —dijo Akira Senju—. Claro que no, disculpa, eres un hombre ocupado. La verdad es que me sorprendió que me llamases. Creía que estabas muy atareado buscando a tu presidente desaparecido. Menudo descuido, si se me permite, Harry. Perder a un presidente. No se habla de otra cosa en todas las emisoras de radio y en todos los periódicos. Qué mala impresión, qué descuido. La gente se pone nerviosa, la gente se preocupa. Nuestros señores imperiales, nuestros salvadores extranjeros, van y pierden a su presidente, su perrito faldero, su mascota. Si no podéis proteger al presidente de los Ferrocarriles Nacionales, si pueden secuestrarlo a plena luz del día, entonces ¿a quién podéis proteger, Harry? Y si no podéis encontrarlo, ni salvarlo, ¿a quién podéis salvar?

Harry Sweeney se apartó de la puerta.

—Estás convencido de que lo han secuestrado, ¿verdad?

—¿Qué otra cosa podría haber pasado, Harry? Si despides a un hombre, tienes que esperar una reacción. Si despides a treinta mil hombres, tienes que esperar treinta mil reacciones, ¿no? Reacciones extremas, reacciones violentas. Un hombre no desaparece así como así, esfumándose como si nada. Bueno, algunos hombres sí. Pero no los presidentes. Los presidentes suelen… En fin, suelen ser asesinados, Harry.

Harry Sweeney sonrió.

—Ya veremos.

—Veremos, Harry, veremos. Me sorprende que no estés ahí fuera ahora mismo partiendo la crisma a sindicalistas y rompiendo huesos a comunistas. Eso es lo que yo estaría haciendo. Partiendo crismas y rompiendo huesos. Poniendo esta ciudad patas arriba, prendiéndole fuego, si no me quedara más remedio. Si es lo que tuviera que hacer, si es lo que hiciera falta para rescatar a ese hombre. Eso es lo que estaría haciendo, Harry.