Tokio Redux

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Harry Sweeney volvió a sonreír.

—Bueno, yo no soy tú.

—No me digas —replicó riendo Akira Senju—. Bueno, sigue intentando convencerte de lo que quieras, Harry. Yo sé cómo son las cosas, entiendo cómo funciona todo. Pero recuerda: si alguna vez necesitas una lista de comunistas, de rojos, de crismas que partir, de huesos que romper, ya sabes dónde encontrarme, Harry. Ya sabes dónde estoy. Y estoy aquí para ayudar. Así que no te olvides de decirle al general, el general Willoughby, que soy a quien buscáis, Harry-san. Soy a quien buscáis.

—Mierda —maldijo Harry Sweeney en una cabina telefónica del vestíbulo del hotel Dai-Ichi.

Colgó y salió de la cabina. Cruzó el vestíbulo y le dio a la chica del guardarropa el sombrero. La joven japonesa le entregó un resguardo y le hizo una reverencia. Harry Sweeney sonrió, le dio las gracias, se volvió y bajó por la escalera al bar del sótano. Luces tenues y voces altas. Voces extranjeras, voces estadounidenses. Estadounidenses que jugaban a póker en un rincón, estadounidenses que jugaban a tenis de mesa en otro, estadounidenses que cantaban Roll Me Over in the Clover, estadounidenses que aplaudían y estadounidenses que reían; estadounidenses que bebían; estadounidenses borrachos. Harry Sweeney se sentó en un taburete de la barra y saludó con la cabeza al camarero japonés. El camarero se acercó con su camisa blanca y su pajarita negra.

—¿Qué te pongo, Harry?

—Lo de siempre, Joe —dijo Harry Sweeney.

Joe el camarero puso un vaso en la barra delante de Harry Sweeney. Cogió una botella de Johnnie Walker y llenó el vaso.

—¿Sigues sin decir que pare, Harry?

—Así soy yo, Joe. Sin hielo, sin soda, sin parar.

Joe el camarero llenó el vaso hasta el borde. Dejó la botella.

—Ella ha estado aquí pero se ha ido, Harry.

Harry Sweeney asintió con la cabeza. Alargó la mano hacia el vaso. Lo agarró entre los dedos. Se inclinó hacia delante y se encorvó sobre la bebida. Sonrió y asintió otra vez con la cabeza.

Joe el camarero negó con la cabeza.

—Y no la encontrarás aquí, Harry. Ya lo sabes.

—No se pierde nada por mirar, ¿verdad, Joe?

Joe volvió a negar con la cabeza.

Una joven con un vestido rojo recorrió la barra de una punta a la otra. Tenía los ojos y la nariz grandes y fumaba un cigarrillo con un vaso en la mano. Dejó el vaso en la barra junto a Harry Sweeney, puso la mano en el taburete de al lado y dijo:

—¿Espera compañía?

—Intento evitar las expectativas —contestó Harry Sweeney.

—Pero ¿no le importa?

—¿Si no me importa qué?

—Tener compañía.

—Depende de la compañía.

La mujer se sentó en el taburete, se giró y tendió la mano a Harry Sweeney. Tenía una boca grande y unos labios carnosos. Sonrió y dijo:

—Gloria Wilson.

—Harry Sweeney.

—Lo sé —dijo Gloria Wilson—. Somos vecinos.

—No me diga.

—Se lo digo —insistió Gloria Wilson riendo—. Usted vive en el cuarto, y yo en el tercero. En el edificio de la NYK.

—Vaya, qué casualidad.

—No tanta —repuso Gloria Wilson—. El mundo es un pañuelo, ¿no cree, señor Sweeney? Este mundo. Y todo es de Sir Charles. Nosotros somos sus hijos. Usted, yo y todos los demás que estamos aquí. Todos somos sus hijos, señor Sweeney.

—Debería tener cuidado, señorita Wilson. Las paredes oyen. Al general podría no gustarle si se enterara de que habla de esa forma. Podría ofenderse.

—Seguro que sí, señor Sweeney. Pero tampoco le gustaría el color de mi vestido, ¿verdad? Le ofendería. Es muy fácil ofenderlo. Pobre hombre.

Harry Sweeney hizo un gesto con la cabeza a Joe el camarero.

—Sírvele a la dama otra copa de lo que esté bebiendo, por favor, Joe.

—Espero que no esté insinuando que soy una borrachina, señor Sweeney —dijo Gloria Wilson—. Porque no lo soy.

Harry Sweeney negó con la cabeza.

—En absoluto, señorita Wilson. En mi tierra se llama cortesía.

—¿Y dónde está eso, señor Sweeney?

—En Montana.

—¿Billings? ¿Missoula? ¿Helena?

—No.

—¿Great Falls? ¿Butte?

—No.

—Me rindo, señor Sweeney. Usted gana.

—No tanto —dijo Harry Sweeney—. Anaconda.

—Debe de ser muy bonito. El Big Sky.

—¿Nunca ha estado en Montana?

—No, pero me encantaría ir.

—¿Por qué dice eso?

—Oh, por nada —contestó suspirando Gloria Wilson—. Por nada salvo que no es Muncie, Indiana, supongo.

—¿Tan feo es Muncie, Indiana?

—Sí —respondió riendo Gloria Wilson—. Así de feo.

—¿Cuánto hace que se liberó de Muncie, Indiana?

—Demasiado ya.

—¿Demasiado? ¿Tiene ganas de volver?

—No, señor Sweeney —dijo Gloria Wilson—. No tengo ganas de volver. A veces sueño que vuelvo a casa, a Muncie. Pero luego, cuando me despierto, cuando abro los ojos y echo un vistazo a mi habitación, me alegro mucho de no estar en Muncie. Me alivia mucho seguir aquí, en Tokio.

—¿En el reino de Sir Charles?

—Bueno, no se puede tener todo, ¿verdad, señor Sweeney? No sería justo.

—Pero se siente culpable por no querer volver a casa.

—¡Sí, lo reconozco, señor Sweeney! Me siento muy culpable.

Harry Sweeney levantó despacio su vaso, con cuidado de no derramar el whisky.

—Encantado de conocerla, señorita Wilson.

Gloria Wilson alzó su vaso, lo entrechocó suavemente con el que sostenía Harry Sweeney y dijo:

—Encantada de conocerlo, señor Sweeney.

—Por que no estemos en Anaconda ni en Muncie —propuso Harry Sweeney, entrechocando otra vez los vasos, y acto seguido dejó el suyo con cuidado en la barra.

—¡Brindo por ello! Pero ¿no se bebe su copa?

—Últimamente solo miro.

—¿Y ve mucha actividad? —dijo riendo Gloria Wilson.

—Más de la que se imaginaría.

—Pero ¿no le importa si me bebo la mía?

—Me partiría el corazón si no lo hiciera, señorita Wilson.

—Que no se diga, entonces —dijo Gloria Wilson. Bebió un sorbo de su vaso y luego otro—. Aunque solo sea para no partirle el corazón, señor Sweeney.

—Es usted muy amable, señorita Wilson. Gracias.

—La verdad es que no —repuso Gloria Wilson—. Pero gracias por decirlo. Y, por favor, llámeme Gloria, señor Sweeney.

—Entonces llámame Harry, si no te importa.

—No me importa en absoluto, Harry. Eres famoso.

—¿Por qué, señorita Wilson? Perdón, Gloria.

—Te estás haciendo el tonto, Harry Sweeney. Sabes perfectamente por qué. Has aparecido en los periódicos. Eres el hombre que está trincando a todas las bandas. Todo el mundo lo sabe.

—No deberías creer todo lo que lees —dijo Harry Sweeney—. ¿Y tú? ¿A qué te dedicas, Gloria? ¿En el tercer piso?

—A nada tan emocionante ni glamuroso como tú, Harry —contestó riendo Gloria Wilson—. Soy una bibliotecaria del montón. Trabajo en la sección de historia. Mi vida es aburrida e insípida.

—Lo dudo mucho —replicó Harry Sweeney—. Desde luego no he visto a ninguna bibliotecaria que vista como tú. Al menos en Montana.

Gloria Wilson rio.

—Tampoco en Muncie, Indiana. —Entonces señaló con la cabeza la partida de póker del rincón—. Pero hoy es una noche histórica.

Harry Sweeney echó un vistazo al rincón y a los rostros de alrededor de la mesa. Tres estadounidenses y un japonés. Ninguno aplaudía ni reía. Ni entonaban las canciones; solo jugaban a las cartas. Harry Sweeney sonrió.

—Parece un grupo encantador.

—¿Me tomas el pelo? Es peor que la biblioteca. Pero mis amigos Don y Mary dijeron que se pasarían. Son muy divertidos, te caerán bien…

Harry Sweeney volvió a sonreír. Harry Sweeney consultó su reloj. Acto seguido Harry Sweeney hizo otra señal con la cabeza a Joe el camarero mientras se levantaba.

—Rellena el vaso a la dama y cárgalo en mi cuenta, ¿quieres, Joe?

—No me digas que te vas —dijo Gloria Wilson.

Harry Sweeney hizo una reverencia.

—Tengo que volver al tajo. Pero me ha gustado mucho conocerte, Gloria.

—Qué suerte, la mía —comentó riendo Gloria Wilson—. Cuando por fin tropiezo con alguien en esta ciudad dispuesto a invitar a una occidental y a ser amable, resulta que es un adicto al trabajo. Pero gracias, Harry Sweeney. Gracias. Ha sido un placer…

Harry Sweeney sonrió.

—Nos vemos, Gloria.

—Puedes estar seguro. Pienso ir a buscarte…

—Puedes intentarlo si quieres —dijo riendo Harry Sweeney, y a continuación se alejó de la mujer, la barra y la copa, y subió la escalera.

Entregó el resguardo a la chica del guardarropa. La joven le dio el sombrero con una sonrisa y una reverencia. Harry Sweeney le devolvió la sonrisa y le dio las gracias. Cruzó el vestíbulo, salió por las puertas y se topó con una pareja: una mujer japonesa con un kimono y un hombre estadounidense de uniforme.

—¡Será posible! —comentó riendo el teniente coronel Donald E. Channon—. No coincidimos en cuatro años y de repente nos vemos dos veces el mismo día. Ha encontrado ya a mi presidente, ¿verdad, señor Sweeney?

—¿Su presidente, señor?

—Mi ferrocarril, mi puñetero presidente.

—No que yo sepa, señor.

El coronel Channon metió una mano en el bolsillo, sacó un fajo de billetes y los agitó delante de Harry Sweeney.

—Cien dólares, Sweeney.

—Donny, por favor —dijo la mujer japonesa que estaba a su lado—. Vamos, Donny. Volvamos a casa, por favor, Donny…

—Me cago en Dios —escupió el coronel Channon, que apartó a la mujer de un empujón, se tambaleó en el escalón, desparramó los billetes y amenazó con dar un puñetazo a la mujer mientras gritaba—: ¿Qué te tengo dicho de tu costumbre de hablar cuando yo estoy hablando? ¿Y de llamarme…?

 

Harry Sweeney agarró el brazo del coronel y lo apartó de la mujer.

—Es tarde, señor. Creo…

—Maldita sea, no me diga lo que cree, Sweeney. Lo conozco, Sweeney, no es usted ningún santo. Miente más que habla. Eso es lo que hace, como el resto de ellos. Me importa un carajo lo que usted o cualquiera de ustedes crea. ¡Amo a esta mujer! La amo, coño, Sweeney. ¿Me oye? ¿Me oyen todos, joder? ¡Y también amo su puto país! Así que váyase a la mierda, Sweeney. Váyase a la mierda, y buenas noches.

Harry Sweeney metió la llave en la cerradura de la puerta de su habitación del hotel Yaesu. Giró la llave, abrió la puerta. Cerró la puerta tras de sí, giró la llave tras de sí. Se quedó en el centro de la habitación y echó un vistazo a la estancia. A la luz de la calle, a la luz de la noche. El sobre arrugado, la carta hecha pedazos. La Biblia abierta, el crucifijo caído. La maleta volcada, el armario vacío. El montón de ropa húmeda, el fardo de sábanas manchadas. El colchón descubierto, la cama vacía. Oyó la lluvia en la ventana, oyó la lluvia en la noche. Se acercó al lavabo. Miró la pila. Vio cristales rotos. Miró al espejo, contempló el rostro del espejo. Contempló su mandíbula, su mejilla, sus ojos, su nariz y su boca. Estiró la mano para tocar el rostro del espejo, para recorrer el contorno de su mandíbula, su mejilla, sus ojos, su nariz y su boca. Deslizó los dedos arriba y abajo por el borde del espejo. Agarró los bordes del espejo. Arrancó el espejo de la pared. Se agachó. Colocó la cara del espejo contra la pared debajo de la ventana. Empezó a levantarse. Vio manchas de sangre en la alfombra. Se quitó la chaqueta. La lanzó al colchón. Se desabotonó los puños de la camisa. Se remangó los puños de la camisa. Vio manchas de sangre en las vendas de las muñecas. Se desabotonó la camisa. Se quitó la camisa. La arrojó al colchón. Se quitó el reloj. Lo dejó caer al suelo. Desabrochó el imperdible que sujetaba la venda de la muñeca izquierda. Puso el imperdible entre los grifos de la pila. Desenrolló la venda de la muñeca izquierda. Lanzó el pedazo de venda encima de la camisa tirada en el colchón. Desabrochó el imperdible que sujetaba la venda de la muñeca derecha. La puso al lado del otro imperdible entre los grifos. Desenrolló la venda de la muñeca derecha. Arrojó ese pedazo de venda sobre la otra venda tirada encima de la camisa. Cogió el cubo de basura. Lo llevó a la pila. Sacó los cristales rotos. Los tiró a la basura. Abrió los grifos. Esperó a que saliese el agua. A que ahogase la lluvia de la ventana, a que apagase la lluvia de la noche. Puso el tapón en la pila, llenó la pila. Cerró los grifos. El sonido de la lluvia en la ventana otra vez, el ruido de la lluvia en la noche otra vez. Metió las manos y las muñecas en la pila y en el agua. Remojó las manos y las muñecas en el agua de la pila. Observó cómo el agua se llevaba la sangre. Notó cómo el agua limpiaba las heridas. Quitó el tapón. Observó cómo el agua se iba por el desagüe, entre sus muñecas, entre sus dedos. Levantó las manos del lavabo. Cogió una toalla del suelo. Se secó las manos y las muñecas con la toalla. Dobló la toalla. La colgó del toallero situado al lado de la pila. Volvió al centro de la habitación. A la luz de la calle, a la luz de la noche. Estiró las manos, giró las palmas. Miró las cicatrices secas y limpias de sus muñecas. Se las quedó mirando mucho rato. A continuación se arrodilló en el centro de la habitación. Junto al sobre arrugado, junto a la carta hecha pedazos. Los fragmentos de papel, los fragmentos de frases. Traición. Engaño. Judas. Lujuria. Matrimonio. Santidad. Mi religión. Eres un traidor. Nunca lo dejarás. Te concedo el divorcio. Sé cómo eres, sé quién eres. Pero te perdono, Harry. Los niños te perdonan, Harry. Vuelve a casa, Harry. Vuelve a casa, por favor. Harry Sweeney juntó las palmas de las manos. Harry Sweeney se llevó las manos a la cara. Inclinó la cabeza. Cerró los ojos. En medio del Siglo de Estados Unidos, en medio de la noche de Estados Unidos. Inclinado en su habitación, su habitación de hotel. La lluvia en la ventana, la lluvia en la noche. De rodillas, las rodillas manchadas. Caía, diluviaba. Harry Sweeney oyó los teléfonos que sonaban. Las voces alzadas, las órdenes gritadas. Las botas que bajaban por la escalera, las botas en la calle. Portezuelas de coches que se abrían, portezuelas de coches que se cerraban. Motores por toda la ciudad, frenos cuatro pisos más abajo. Botas que subían por la escalera, botas que recorrían el pasillo. Los nudillos en la puerta, las palabras a través de la madera:

—¿Estás ahí, Harry? ¿Estás ahí dentro?

Harry Sweeney abrió los ojos. Se levantó y se serenó. Se acercó a la cama. Cogió la camisa y se la puso. Miró la puerta al otro lado de la habitación. Acto seguido se dirigió a la puerta y puso la mano en la llave. Inspiró, espiró. Giró la llave, abrió la puerta y dijo:

—¿Qué quieres, Susumu?

Toda estaba en el pasillo empapado de la cabeza a los pies.

—Lo han encontrado, Harry.

—Gracias a Dios.

—Está muerto.

2
EL DÍA SIGUIENTE
6 de julio de 1949

Atravesaron la noche y la lluvia en coche lo más rápido que pudieron: Harry Sweeney en la parte trasera al lado de Bill Betz, y Toda delante con Ichiro al volante, en dirección al norte a través del distrito de Ueno y la avenida Q arriba, luego hacia el este en Minowa y cruzando el río, el río Sumida.

Harry Sweeney volvió a consultar su reloj, que tenía la esfera rota y las manecillas paradas.

—¿Qué hora es?

—Acaban de dar las cuatro —contestó Toda.

Harry Sweeney se volvió hacia la ventanilla, hacia la noche y la lluvia, la ciudad y sus calles, desiertas y silenciosas, edificios que disminuían a medida que aparecían campos, en dirección al norte otra vez, a las afueras de la ciudad, lo más rápido que podían.

—Aquí es —señaló Toda, mientras Ichiro paraba y aparcaba detrás de la estación de Ayase. Había coches a cada lado, negros y vacíos bajo el diluvio.

—Mierda —dijo Betz—. Mirad cómo llueve.

Toda, Betz y Harry Sweeney bajaron del coche y se internaron en la noche y la lluvia, el final de la noche y las cortinas de lluvia.

—Santo Dios —exclamó Betz—. Y ninguno lleva paraguas.

Se subieron los cuellos de las chaquetas, se bajaron el ala de los sombreros, y Betz repitió:

—Mierda.

—Por ahí —indicó Toda, señalando hacia el oeste.

—¿A qué distancia está? —preguntó Betz.

—No lo sé —respondió Toda.

—No tardaremos en saberlo —dijo Harry Sweeney—. Vamos. Estamos perdiendo tiempo.

Se alejaron de la estación. Junto a la vía, siguiendo la vía. Cruzaron un puente peatonal sobre un riachuelo. Junto a la vía, siguiendo la vía. Los altos y oscuros muros de la cárcel de Kosuge se alzaban a su izquierda, el vasto y oscuro vacío de los campos abiertos se extendía a su derecha. Junto a la vía, siguiendo la vía. Bajo el aguacero, en medio de gruesas cortinas de lluvia. Estaban empapados, estaban calados. Hasta la sangre, hasta los huesos. La lluvia caía, la lluvia hería.

—¿Cuánto falta? —preguntó Betz.

—Allí —dijo Toda—. Debe de ser ese sitio.

Vieron linternas más adelante, vieron hombres más adelante. Frente a un puente, debajo de un terraplén. Con sus chubasqueros y sus gabardinas. Con sus botas de goma, siguiendo la vía arriba y abajo. Bajo las cortinas de lluvia, a la luz de sus linternas. Recogían trozos de ropa, lanzaban pedazos de carne. Arriba y abajo, de acá para allá, de un lado a otro, por todas partes, ropa y carne, esparcidas y hechas jirones.

—Joder —exclamó Betz—. ¿Habéis visto…?

Un brazo cercenado entre la vía saliente.

—Joder —repitió Betz—. Pobre desgraciado.

En la noche y bajo la lluvia, Harry Sweeney no dijo nada. Harry Sweeney se quedó quieto, deseando que la noche terminase y la lluvia cesase, mirando a un lado y otro de la vía, tratando de ver lo mejor posible, intentando desesperadamente recordar lo mejor posible. En la noche y bajo la lluvia, Harry Sweeney sacó su bloc y su lápiz, y en la noche y bajo la lluvia, Harry Sweeney echó a andar por la vía, midiendo las distancias con pasos, dibujando la escena y anotando los detalles: la vía pasaba por debajo de un puente en el que había otra vía férrea; a unos dos o tres metros del puente, había gran cantidad de aceite en las traviesas y el balasto; a seis metros del puente, un tobillo derecho enfundado en un calcetín roto yacía en el balasto; a diez metros del puente, entre la vía, había una liga de un calcetín; aproximadamente a trece metros del puente, en la hierba que crecía junto a la vía saliente, había un zapato derecho aplastado; a diecisiete metros del puente, se encontraba el zapato izquierdo entre los raíles salientes; a unos veinticuatro metros del puente, entre los raíles salientes, Toda identificó una tira de tela como un fundoshi, o taparrabos, la ropa interior tradicional japonesa; a veintisiete metros y medio del puente, había una camisa blanca con la parte de atrás rota; a cuarenta y tres metros del puente, el tobillo izquierdo seguía en su calcetín sobre el balasto entre los raíles; a cuarenta y cinco metros del puente, entre los raíles, se hallaba la chaqueta de un traje, con la parte de atrás rota de forma parecida a la camisa blanca; a cincuenta y cuatro metros del puente, sobre el balasto situado entre la vía saliente y la entrante, se encontraba la cara de un hombre, seccionada de la parte de arriba de la cabeza hasta la barbilla, con un ojo todavía sujeto, mirando arriba, a la noche y la lluvia.

—Joder —exclamó Betz.

Toda asintió con la cabeza.

—Lo que un tren puede hacerle a un hombre.

Harry Sweeney no dijo nada; siguió andando y escribiendo: también había materia gris al lado de la cara; intestinos esparcidos entre los raíles a lo largo de los siguientes diez metros más o menos; a setenta metros del puente, el brazo derecho y parte del hombro yacían en el balasto entre los raíles salientes; por último, a ochenta y cinco metros del puente, en el balasto entre los raíles salientes, se hallaba el torso, desnudo y arqueado, con la espalda y las rodillas retorcidas contra el balasto, casi cortado por la cintura, la carne abierta y los huesos machacados.

—Joder —repitió Betz—. Vaya forma de morir. Santo Dios.

Harry Sweeney no dijo nada, observando una luz tenue que se difundía hacia el este y hacía resaltar los pedazos blancos de piel húmeda y los trozos grises de carne mojada esparcidos y desperdigados por la vía. A la luz más gris y bajo la lluvia más calma, Harry Sweeney se alejó de la piel y de la carne, de la vía y del balasto. Llegaban más hombres y otros se marchaban, iban y venían, arriba y abajo, de un lado a otro, a través de la vía y por toda la escena. Observó cómo los detectives de la Policía Metropolitana se hacían cargo de la escena, los fiscales y forenses llegaban, y pidió a Toda que averiguase sus nombres y sus rangos, sus puestos y funciones, qué habían oído y qué habían visto. Y luego Harry Sweeney se quedó al amanecer bajo la llovizna, calado hasta los huesos, y miró hacia el este, después se giró hacia el sur, hacia el oeste y hacia el norte, y miró un cruce y la siguiente estación de la línea, un edificio y la cárcel situada junto a la vía, el puente y el terraplén del fondo, y los campos, los campos bajos y llanos que se extendían hacia el norte, mirando y girándose, una y otra vez, girándose y mirando aquel paisaje de muerte silencioso y vacío dejado de la mano de Dios.

—¿Qué piensas, Harry? —preguntó Betz.

—¿Por qué aquí, Bill? ¿Por qué aquí?

Volvieron andando por la vía hacia la estación de Ayase, hacia el coche, mientras Toda leía sus apuntes y les contaba lo que había descubierto en la escena:

—De momento os ahorraré los nombres, pero el maquinista del último tren de mercancías de Ueno a Matsudo paró en la estación de Ayase para informar de que creía haber visto unos objetos color escarlata en la vía donde los raíles corren paralelos a la cárcel. Por lo visto, el sitio se conoce como el Cruce del Demonio o el Cruce Maldito.

—No me jodas —dijo riendo Betz.

—Sí —asintió Toda—. Es famoso por los accidentes y los suicidios que se han producido allí, así que la gente de la zona no se acerca. Y menos cuando llueve. Entonces es cuando los fantasmas de los agraviados se reúnen cerca del puente o en el cruce. Creen que se les puede oír llorar.

 

—¿Cuándo fue el último? —preguntó Harry Sweeney.

—¿El último qué?

—Suicidio.

—No me lo han dicho, y no he preguntado. Lo siento, Harry.

—Podemos averiguarlo. Continúa.

—El maquinista paró en Ayase para avisar de que creía haber visto un «atún», que es como llaman en su jerga a un cadáver hallado en la vía. Eso fue aproximadamente pasada la medianoche. Así que el subjefe de estación mandó al revisor y a otro empleado al Cruce Maldito a investigar. Solo tenían una linterna para los dos, pero vieron el cadáver en la vía, así que fueron directos a la cabina de policía que hay cerca de la cárcel para llamar al subjefe de estación y notificar lo que habían visto. Entonces el subjefe de estación informó a su superior, el jefe del equipo de mantenimiento de la zona de Kita-Senju. Todavía tengo que confirmarlo, pero creo que estaban en Gotanno, en la línea Tōbu, que es la siguiente estación de la línea que pasa por encima del puente. El caso es que el jefe y uno de sus hombres tomaron la línea Tōbu, bajaron por el terraplén que hay al lado del puente y llegaron a la escena del crimen pasada la una. Para entonces ya llovía, pero encontraron el cadáver de un hombre fornido terriblemente mutilado y parcialmente cercenado. Rebuscaron entre lo que describen como la ropa hecha trizas y manchada de aceite esparcida por la escena, buscando un medio de identificación, y encontraron tarjetas de visita y abonos de tren a nombre de Sadanori Shimoyama, presidente de los Ferrocarriles Nacionales. Enseguida se dirigieron a la cabina de policía más cercana (que es la de Gotanno Minami-machi) e informaron de su hallazgo a un agente llamado Nakayama. A esas alturas eran las dos y cuarto. Nakayama notificó de inmediato a la comisaría de policía de Nishi-Arai y fue en persona a la escena, que es donde yo lo encontré; Nakayama es el agente que me ha contado todo esto. Cuando llegó allí (que fue aproximadamente a las dos y cuarenta, calcula), ya había más hombres, empleados de la estación de Ayase y del departamento de mantenimiento. El jefe de estación también llegó mientras Nakayama estaba allí, y todos se pusieron a buscar otro medio de identificación. Encontraron un reloj de pulsera junto al torso y un diente de oro. En algún momento, el jefe de estación dio la vuelta al torso y encontró una billetera en uno de los bolsillos del pantalón. Entonces llovía a cántaros, pero Nakayama me ha dicho que el balasto de debajo del torso estaba seco cuando le dieron la vuelta.

Habían llegado al coche. Ichiro esperaba sentado al volante; había otros cuatro o cinco coches aparcados, todos vacíos.

—No sé vosotros —dijo Betz—, pero yo estoy deseando darme un baño caliente, desayunar y acostarme. Con el chaparrón que nos ha caído encima, tendremos suerte si no estamos una semana de baja.

Harry Sweeney miró los coches vacíos, el edificio de la estación y dijo:

—Tú espera en el coche, Bill. Volveré lo antes posible, ¿de acuerdo? Tú ven conmigo, Susumu.

—Date prisa, Harry, por lo que más quieras. Estoy temblando.

—Volveremos lo antes posible —repitió Harry Sweeney, mientras encendía un cigarrillo, se dirigía a los edificios de la estación y preguntaba a Toda—: Esos coches son de la compañía de ferrocarril, ¿verdad?

Toda miró hacia atrás y asintió con la cabeza.

—Sí. Casi todos.

Harry Sweeney sonrió.

—Vamos a ahorrarnos un poco de trabajo de campo…

Dentro del despacho del jefe de la estación de Ayase, tres hombres de la oficina central de los Ferrocarriles Nacionales se hallaban reunidos en torno a un pequeño hibachi. Pálidos y mojados, silenciosos y afligidos, secaban sus trajes y su piel. Harry Sweeney sacó su placa del Departamento de Protección Civil y dijo:

—Creo que uno de ustedes ha identificado al presidente Shimoyama, caballeros.

—Sí —contestó uno de los hombres—. Fui yo.

—¿Y se llama…?

—Masao Orii.

—Señor Orii, quiero que me cuente exactamente cómo llegó aquí —solicitó Harry Sweeney—. Dígame quién le llamó y cuándo. Y luego todo lo que vio cuando llegó y lo que ha pasado desde entonces. Todo, por favor.

—Bueno —empezó a decir el señor Orii—, recibí una llamada en la casa del presidente a las tres…

—Disculpe que le interrumpa, señor Orii. Debería haberme explicado mejor. Quiero que repase el día entero y que me cuente todo lo que pueda.

—Bueno —empezó de nuevo el señor Orii—, me enteré de que el presidente había desaparecido más o menos a las once de esta mañana. Perdón, de ayer por la mañana. El señor Aihara me llamó para decirme que el presidente no se había presentado en el trabajo para la reunión de cada mañana. Pero, sinceramente, en ese momento no presté especial atención a lo que decía ni me lo tomé muy en serio. Me pareció ridículo y lo olvidé.

—¿Y eso por qué, señor Orii?

—Porque estaba muy ocupado. Soy el responsable de organizar los trenes de los repatriados que han vuelto a casa. Ha habido muchos problemas y mucha confusión en varias estaciones. En Shinagawa, Tokio y Ueno. Y he estado al teléfono con los del Ministerio de Transportes, la policía, etc. Muchas personas con las que tratar, muchas llamadas y muchas visitas. Pero a eso de la una, el señor Ōtsuka, el secretario personal del presidente, me llamó. Me dijo que el presidente todavía no había aparecido y me preguntó si se me ocurría a quién o qué lugar podía haber visitado el presidente. Yo le conté lo que él ya sabía. Pero entonces es cuando empecé a preocuparme y a pensar que al presidente Shimoyama podía haberle pasado algo de verdad.

—¿Como qué, señor Orii?

—Como que lo hubieran secuestrado o algo por el estilo.

—¿Quién?

—Pues gente que se opone a los recortes y los despidos. Sé que el presidente ha recibido muchas amenazas. Cartas y llamadas. Y luego están los carteles.

—¿Algún individuo o grupo en concreto?

—No, ningún nombre. Nada de eso. No estaba pensando en nadie en especial; simplemente eran suposiciones. Espero que al presidente no le haya pasado nada de eso.

—Entonces, después de la llamada de la una, ¿qué hizo usted?

—Tuve que quedarme en la oficina. Ya he dicho que tenía que ocuparme de los asuntos relacionados con los repatriados y sus trenes. Por eso no pude marcharme. Pero estaba preocupado, y sabía que en la radio habían dado la noticia y que los periódicos habían publicado ediciones extra.

—¿A qué hora se marchó de la oficina, señor Orii?

—Fue después de medianoche. No sé exactamente cuándo, lo siento. Pero después de medianoche, cuando la tormenta ya había pasado. Fui a la casa del presidente en Kami-Ikegami. Era la una más o menos cuando llegué. Había unos doce coches aparcados enfrente de la casa. Todos de la prensa. Entré en la casa. Los periodistas estaban dentro, en el salón. Unos quince o dieciséis. Subí a la sala de estar. La señora Shimoyama y sus cuatro hijos estaban allí, y el hermano pequeño del presidente. Estaban allí sentados, muy preocupados, en silencio. A los pocos minutos, la señora Shimoyama dijo que le gustaría que los periodistas de abajo se fuesen. Dijo que llevaban allí mucho tiempo y que ni siquiera les había ofrecido té. Y lo lamentaba. De modo que bajé y les dije que se marchasen. Les dije que si teníamos alguna información, les avisaríamos. Se fueron, y yo volví arriba. Todos estaban esperando. Nadie hablaba ni decía nada. Solo esperaban. Entonces, a las tres y diez más o menos, el teléfono que yo tenía al lado sonó. Era el teléfono de la compañía. Nuestro teléfono especial. Lo cogí enseguida. Era el señor Okuda. Dijo que habían encontrado un cuerpo en la vía del tren de la línea Jōban, entre las estaciones de Kita-Senju y Ayase, con el abono del presidente…

En el ambiente cálido y húmedo, cargado y sofocante del despacho del jefe de estación, Masao Orii dejó de hablar y se restregó los ojos y la cara, haciendo un esfuerzo.

—¿Informó usted a la familia? —preguntó Harry Sweeney.

Masao Orii negó con la cabeza.

—No, fui incapaz. No quería creer que fuera verdad, que se tratara del presidente. Simplemente dije que tenía que volver a la oficina central y le pedí al señor Ōtsuka que saliera conmigo. Le conté lo que me habían dicho y le pedí que no les dijera nada a la señora Shimoyama ni a sus hijos y que se limitara a esperar con ellos. Pero él también quería venir, así que no nos quedó más remedio que hablar con el hermano del presidente. Le dijimos lo que sabíamos, pero que la noticia no se podía confirmar hasta que fuéramos en persona a la escena del crimen. Él coincidió en que no debíamos decir nada a la señora Shimoyama aún, y luego el señor Ōtsuka, el señor Doi y yo nos fuimos.