Tokio Redux

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Harry Sweeney se inclinó hacia delante ante la mesa baja. Ante el retrato, el retrato interpuesto entre ellos. Y preguntó:

—¿Qué llamada es esa, señora?

—¿No lo sabe? ¿No se lo han dicho?

—No, señora. Me temo que no.

—Alguien llamó ayer por la noche. Dijo que se había enterado de la noticia de mi marido por la radio, pero que mi marido había pasado por su casa y estaba bien, de modo que no había por qué preocuparse. Que no teníamos por qué preocuparnos por él.

—¿A qué hora fue eso, señora?

—No lo sé exactamente. Yo no cogí el teléfono. Lo cogió la señora Nakajima, nuestra criada. Vive con nosotros. Cogió el teléfono abajo. Pero fue poco después de las nueve, creo.

—¿Se identificó la persona que llamó? ¿Dio algún nombre?

—Sí, dijo que se llamaba Arima.

—¿Conoce usted a alguien llamado Arima, señora?

—Personalmente, no. Pero, un rato después de la llamada, me acordé de que mi marido había hablado una vez de un tal señor Arima. No recuerdo en qué contexto, pero estoy segura de que lo hizo. Y hay otra cosa, señor Sweeney…

—Sí, señora. Continúe…

—Bueno, ayer por la mañana, a las diez más o menos, yo misma atendí una llamada de alguien que dijo que se llamaba o Arima u Onodera. En realidad, estoy segura de que usó los dos nombres.

—¿Y qué le dijo?

—Me preguntó si mi marido había ido al trabajo como siempre.

—¿Y dice usted que eso fue a las diez más o menos, señora?

—Creo que sí. Ayer por la mañana llamó mucha gente, señor Sweeney. Todos preguntaban lo mismo: si mi marido había ido al trabajo como siempre. Llamadas de su oficina, de distintos colegas. No paraban de llamar…

—¿Dijo ese hombre algo más, señora?

—No, solo preguntó si mi marido había ido al trabajo como siempre. Nada más. Yo le contesté que sí, que mi marido había ido en coche a la oficina a las ocho y veinte como siempre. Pero luego le pregunté cómo se llamaba porque no había entendido bien su nombre al coger el teléfono, aunque creo que había dicho que se llamaba Arima. Y entonces, cuando volví a preguntárselo, estoy segura de que dijo Onodera.

—¿Reconoció su voz, señora?

—No, señor Sweeney. No la reconocí.

—Y luego, cuando llamaron por segunda vez por la noche, ¿reconoció su criada la voz de quien llamó?

—No —respondió la señora Shimoyama—. Pero por un momento, después de la llamada, creí de verdad que mi marido podría volver a casa. Empecé a tener esperanza otra vez. Eso es lo peor de todo.

—Lo siento, señora. Lo siento mucho.

—Yo siento que no se lo contaran, señor Sweeney.

—Yo también, señora —asintió Harry Sweeney—. Yo también.

Tsuneo Shimoyama tosió y dijo:

—Después de esa llamada, la de la noche, el secretario de mi hermano y yo registramos su escritorio y sus cajones buscando la tarjeta de visita o las señas de algún Arima o algún Onodera, pero no encontramos nada.

Harry Sweeney asintió con la cabeza y miró la mesa. El retrato de la mesa, la cara de Sadanori Shimoyama. La leve sonrisa, las cejas arqueadas. La mirada lastimera y las gafas redondas. Harry Sweeney alzó la vista y preguntó a la señora Shimoyama:

—¿Su marido siempre llevaba gafas, señora?

—Siempre —respondió la señora Shimoyama asintiendo con la cabeza—. No veía sin ellas. No veía nada.

—Gracias, señora —dijo Harry Sweeney, y al empezar a levantarse repitió—: Gracias, señora. Ya le hemos robado bastante tiempo. Nos marchamos.

La señora Shimoyama levantó la vista del retrato de la mesa, del rostro de su marido, y preguntó:

—Señor Sweeney, ¿cuándo podré ver a mi marido? ¿Cuándo le dejarán volver a casa?

—Lo siento —dijo Harry Sweeney—. No lo sé exactamente. Pero en cuanto hayan terminado ciertos trámites, estoy seguro de que se lo devolverán, señora.

—Gracias —susurró la señora Shimoyama, volviéndose de nuevo hacia el retrato de la mesa, mirando el rostro de su marido. Los dedos en el marco, los dedos en el cristal. Los ojos que buscaban, que seguían suplicando, que seguían esperando.

Que no estuviese pasando…

Que nada de eso fuese cierto.

Harry Sweeney y Susumu Toda salieron de la habitación detrás de Tsuneo Shimoyama. Bajaron la escalera y avanzaron entre la gente. Gente que todavía llenaba las habitaciones, que todavía llenaba el pasillo. Sus ojos todavía llenos de lágrimas, sus ojos todavía llenos de acusaciones. Que culpaban a todos los estadounidenses, que culpaban su Ocupación.

En el genkan, junto a la puerta, Harry Sweeney y Susumu Toda hicieron una reverencia a Tsuneo Shimoyama y le dieron las gracias. A continuación se dieron la vuelta y se alejaron. De la casa del dolor, esa casa de duelo. Volvieron por el camino de entrada y cruzaron la puerta. Se abrieron paso a través de los periodistas y las cámaras, de los vecinos y los espectadores. Bajaron la cuesta hasta el coche. Y al lado del coche, en la calzada, Harry Sweeney se quitó el sombrero y sacó el pañuelo. Se secó la cara y el cuello. Guardó el pañuelo y sacó los cigarrillos. Encendió uno y le dio una calada. Y al lado del coche, en la calzada, Harry Sweeney miró cuesta arriba, hacia la casa. La casa del dolor, esa casa de duelo, con el humo en los ojos, el picor en los ojos. Parpadeó, se volvió, tiró el cigarrillo y lo aplastó. Sacó el bloc y el lápiz. Abrió el bloc y anotó tres nombres y dos horas. Acto seguido guardó el bloc y el lápiz y abrió la portezuela del pasajero.

—¿Qué piensas, Harry? —preguntó Toda.

—Pienso que deberías ir a la Universidad de Tokio. A averiguar qué pasa con la autopsia. Déjame por el camino.

—¿Dónde te dejo, Harry?

El teniente coronel Donald E. Channon alzó la vista de su escritorio. El uniforme manchado, la cara sin afeitar. Los ojos irritados y con ojeras. Cerró la carpeta que tenía sobre la mesa. Señaló con la mano la silla vacía situada frente a su escritorio.

—Siéntese, señor Sweeney.

—Gracias, señor —dijo Harry Sweeney.

El coronel Channon se llevó las manos a la cara. Se restregó los ojos, meneó la cabeza y dijo:

—Todavía no puedo creérmelo, señor Sweeney. Santo Dios. No puedo creérmelo.

Harry Sweeney asintió con la cabeza.

—¿Ha ido allí, señor Sweeney? ¿Al sitio?

—Sí, señor. Fui en cuanto me enteré. ¿Ha ido usted, señor?

El coronel Channon volvió a restregarse los ojos, negó con la cabeza y dijo:

—No. Todavía no. No sé si iré. Ya no tiene sentido. Entonces, ¿vio el cuerpo?

—Sí, señor. Lo vi.

—¿Era tan terrible como dicen en los periódicos?

—Sí, señor. Lo era.

—Santo Dios, Sweeney. Pobre hombre.

—Sí, señor.

—¿Dónde está ahora?

—Han llevado el cadáver a la Universidad de Tokio para que le practiquen la autopsia, señor. Los resultados deberían estar muy pronto, señor.

—Pues él no se suicidó, señor Sweeney. Eso se lo puedo decir yo. No necesito esperar ninguna condenada autopsia.

—Parece muy seguro, señor.

—Por supuesto. Ya se lo dije ayer, Sweeney, conocía a ese hombre. Trabajaba con él cada puñetero día. La última vez que lo vi, la noche que fui a su casa, la noche de la que le hablé, cuando me despedí de él estaba de buen humor. Pero él conocía los riesgos, desde luego que sí. Cuando me iba, incluso me dijo que llevaría a cabo los reajustes aun arriesgando su vida. Esa fue la frase exacta que dijo, señor Sweeney: aun arriesgando su vida. Esa es la clase de hombre que era. Así que no se suicidó. De ninguna manera.

—Entonces, ¿cree que lo asesinaron, señor?

—Por supuesto. Es evidente.

—¿Quién?

El coronel Channon se inclinó hacia delante. Apoyó los codos en el escritorio y entrelazó los dedos. Suspiró. Cerró los ojos. Tragó saliva. Abrió los ojos. Miró a Harry Sweeney al otro lado de la mesa. Volvió a suspirar, meneó la cabeza y dijo:

—Mire, había recibido amenazas de muerte. No solo él, todos nosotros. Katayama. Yo también. ¿Por qué cree que llevo esta maldita pistola ¿Por qué cree que solo viajo en un jeep de la policía militar?

—¿Y de quién venían esas amenazas, señor?

—¿De quién coño cree que venían, Sweeney? Del condenado sindicato de los ferrocarriles, de los puñeteros rojos.

—¿Dispone de alguna información concreta, señor? ¿Nombres? ¿Organizaciones? ¿Algo? ¿Lo que sea?

—Claro que no. Siempre son anónimas. Pero, por el amor de Dios, Sweeney, de quién si no iban a venir. Joder. ¡Es su trabajo, coño!

—En realidad, señor, con el debido respeto, no era mi trabajo. Pero ahora lo es, y cualquier ayuda que pueda…

—Sí, claro —dijo el coronel Channon riendo—. Me había olvidado: estaba usted demasiado ocupado deteniendo bandas y apareciendo en los periódicos. ¡Mientras tanto, infelices como el pobre Shimoyama, infelices como yo, recibimos amenazas de muerte por hacer nuestro puto trabajo!

—Lo lamento, señor. Pero ¿estaba al tanto de esas amenazas la policía japonesa? Lo sabían, ¿verdad?

—Pues claro, Sweeney. Pusieron a un tipo de paisano delante de la casa de Shimoyama, a otro en su oficina y a otro en su coche. De mucho le sirvió al pobre desgraciado.

—No creo que lo hiciesen, señor.

—Y un carajo.

—Señor, con el debido respeto, que yo sepa, el presidente Shimoyama no tenía destinados agentes de paisano. Al menos ayer por la mañana, cuando se fue de casa.

—Pues tendrá que preguntárselo a ellos, Sweeney. Lo único que yo sé es que se suponía que los tenía. Eso es lo que me dijeron. Debería haber habido alguien.

—Sí, señor, estoy de acuerdo. Debería haber habido alguien.

 

El coronel Channon meneó otra vez la cabeza. Estiró las manos con las palmas hacia arriba. Miró los papeles del escritorio. Volvió a suspirar. Se levantó y dijo:

—Joder. Este país de mierda, Sweeney. ¿Qué coño hacemos aquí? ¿Qué coño hacemos aquí cualquiera de nosotros?

Harry Sweeney asintió con la cabeza. Guardó el lápiz dentro del bloc. Se levantó y preguntó:

—Solo una cosa más, señor. ¿Está seguro de que fue a la casa de Shimoyama el lunes por la noche? ¿Lo sabe a ciencia cierta?

—Sí, ya lo creo. El Cuatro de Julio. ¿Por qué?

—Solo quería asegurarme bien, señor. Perdone.

—Bueno, pues si ya ha acabado de asegurarse bien, todavía tengo un ferrocarril que dirigir y un nuevo presidente que nombrar, señor Sweeney. Y usted tiene un puñetero asesino que atrapar.

Otra vez entre las sombras de la estación de Tokio, otra vez entre los ecos de la vía de tren. En otro edificio, en otro despacho. La oficina central de la Corporación de Ferrocarriles Nacionales, el despacho de Sadanori Shimoyama. El despacho que compartía con su vicepresidente. Frente a su vicepresidente, frente a su escritorio, Harry Sweeney se sentó, sacó el bloc y dijo:

—Gracias por recibirme a esta hora, señor Katayama.

Yukio Katayama miró más allá de Harry Sweeney. Por encima de su hombro, al otro lado de la habitación. Al otro escritorio, a la silla vacía. Yukio Katayama miró su escritorio, sus manos juntas sobre el escritorio, y asintió con la cabeza. Acto seguido miró a Harry Sweeney y preguntó:

—¿Viene del edificio del Banco Chosen, de la Sección de Transporte Civil, señor Sweeney? Entonces, ¿ha hablado con el teniente coronel Channon?

—Sí, señor, he hablado con él —contestó Harry Sweeney.

—¿Tienen ya noticias de la universidad? —preguntó Yukio Katayama—. ¿Saben ya el resultado de la autopsia?

—Todavía no, señor. No.

—Entiendo —dijo Yukio Katayama. Echó otro vistazo por encima del hombro de Harry Sweeney y volvió a mirar el escritorio y la silla vacía. Luego dijo despacio—: Todo es culpa mía, señor Sweeney. Yo soy el responsable de todo.

—¿Por qué dice eso, señor?

—Porque yo recomendé a Shimoyama-kun para el cargo de viceministro de Transportes, señor Sweeney. Entonces Shimoyama-kun era el director de la Agencia de Ferrocarriles de Tokio. Y como aceptó el cargo de viceministro, Shimoyama-kun se convirtió en presidente cuando la corporación se reestructuró como empresa pública y todos los demás se retiraron. No puedo evitar pensar que ese fue el primer paso que lo llevó a la muerte. Si yo no hubiera propuesto su nombre al ministro de Transportes, nada de esto habría pasado, señor Sweeney. Shimoyama-kun seguiría aquí.

—¿Y qué cree que pasó, señor?

Yukio Katayama se quedó mirando otra vez la silla vacía y, dirigiéndose a la silla vacía, dijo despacio:

—Imagine que desde niño hubiera adorado los ferrocarriles. Le obsesionaban los ferrocarriles. Le volvían loco todas las máquinas, pero adoraba las locomotoras. Adoraba las locomotoras más que nada en el mundo. Imagine que hubiera recorrido el mundo y hubiera viajado en todos los trenes del mundo. Que los hubiera estudiado todos y los adorara todos…

Yukio Katayama apartó la vista de la silla vacía, se volvió otra vez hacia Harry Sweeney y dijo, esta vez más rápido:

—Por mucha presión a la que estuviera sometido, por muy crispado que estuviera, es imposible que un hombre que adoraba los trenes, un hombre que trabajaba para los ferrocarriles, utilizara un tren como herramienta con la que poner fin a su vida. Jamás, señor Sweeney. Jamás.

—Entonces, ¿cree que el presidente fue asesinado, señor?

—Sí —contestó Yukio Katayama—. En cuanto me enteré de que habían encontrado el cadáver de Shimoyamashi, dónde y cómo lo habían encontrado, supe que lo habían asesinado. Lo supe.

Harry Sweeney asintió con la cabeza y acto seguido dijo:

—¿Tanto usted como el presidente recibieron amenazas de muerte?

—Sí —respondió otra vez Yukio Katayama—. Pero no solo el presidente y yo; muchos de nuestros directivos las recibieron. Creo que el teniente coronel Channon también.

—¿Y esas amenazas de muerte tenían forma de cartas? ¿Es correcto, señor?

—Sí, hubo cartas. Pero también llamadas de teléfono. Y luego, claro, los carteles con los que han empapelado toda la ciudad. Seguro que los ha visto, señor Sweeney.

Harry Sweeney volvió a asentir con la cabeza.

—Sí, señor, los he visto. ¿Tiene alguna de esas cartas a mano, señor?

—No —contestó Yukio Katayama—. Aquí no. Siempre entregábamos esas cartas al personal de seguridad. Luego ellos se las remitían a la policía.

—¿Es correcto que la Policía Metropolitana les ha proporcionado seguridad adicional, señor? ¿Aquí, en su casa y también en su coche?

De nuevo, Yukio Katayama echó un vistazo por encima del hombro de Harry Sweeney y se quedó mirando la silla vacía mientras decía:

—Bueno, la medida se propuso y se debatió, sí. Sin embargo, creo que Shimoyama-kun no aceptó la oferta.

—¿Usted aceptó la oferta, señor?

—Sí, señor Sweeney. Sí que la acepté.

—¿Y por qué cree que el presidente Shimoyama la declinó?

—No estoy seguro.

—¿No lo habló con él en su momento?

—No, señor Sweeney. Pero creo que sí trató el asunto personalmente con el jefe Kita de la Policía Metropolitana.

—Pero ¿hubo muchas amenazas, señor?

—Sí, señor Sweeney. Muchas.

—Lo siento, señor, pero todavía no he visto ninguna de esas cartas y esas amenazas. ¿Podría ponerme un ejemplo de lo que decían, por favor?

Yukio Katayama asintió con la cabeza, suspiró y dijo:

—Que seríamos asesinados, que nos enfrentaríamos a la justicia divina, si llevábamos adelante la propuesta de recorte del personal.

—¿Y eran todas anónimas?

—Normalmente eran anónimas o estaban firmadas con nombres como la Liga de la Hermandad de la Sangre de los Repatriados. O algo parecido.

—Entiendo —asintió Harry Sweeney—. Gracias. Y ha dicho que siempre se las entregaban primero al personal de seguridad. ¿Logró averiguar algo el personal de seguridad sobre quién podía haberlas enviado?

Yukio Katayama sonrió. Yukio Katayama negó con la cabeza. Y Yukio Katayama dijo:

—No, ni nombres ni direcciones. Pero creo que es bastante evidente de dónde provenían, ¿no le parece, señor Sweeney?

—¿Quiere decir que venían de dentro del sindicato del ferrocarril?

—Sí, señor Sweeney. De dentro del sindicato del ferrocarril. Nuestro propio sindicato, el sindicato que ayudamos a crear y a fundar, sí.

—Entonces, ¿cree que el presidente Shimoyama fue secuestrado y asesinado por miembros del Sindicato Nacional de Ferroviarios, señor? ¿Es eso lo que está diciendo, señor?

Yukio Katayama se quedó mirando la silla vacía del otro escritorio y luego se miró las manos juntas sobre su escritorio. Negó con la cabeza y a continuación alzó la vista. Miró fijamente a Harry Sweeney, lo miró un largo rato, antes de decir:

—¿Quién si no podría haber sido, señor Sweeney? ¿Se le ocurre otro sospechoso, otra idea?

Bajo la vía, entre los puestos. Bajo un toldo, en un banco. No más habitaciones, no más paredes. Interrogatorios ni voces. Lo empujaban, lo arrastraban. Por aquí y por allá. Solo una botella, solo un vaso. En medio de la humedad, en medio del calor. Todo pegado, todo mojado. Se le enganchaba, se le agarraba. Harry Sweeney cogió la botella de cerveza. Harry Sweeney sostuvo la botella en la mano. La botella húmeda, la botella mojada. Se enganchaba, se agarraba. El ruido de los trenes, el sonido de sus ruedas. El puesto se sacudía, el puesto temblaba. Harry Sweeney se sacudía, Harry Sweeney temblaba. Agarró la botella, mantuvo la mano firme. La sostuvo contra su cabeza, la pegó a su piel. Húmeda y mojada, húmeda y mojada. La botella y su cabeza, su piel y sus ojos. Húmedos y mojados, húmedos y mojados. Cerró los ojos, abrió los ojos. Sosteniendo la botella contra la cabeza, pegando la botella a la piel. El ruido de los trenes, el sonido de sus ruedas. Harry Sweeney se sacudía, Harry Sweeney temblaba. Dejó la botella, la botella aún llena. Apartó el vaso, el vaso aún vacío. Consultó su reloj, la esfera aún agrietada y las manecillas aún paradas. El ruido de los trenes, el sonido de sus ruedas. Se sacudía y temblaba, se sacudía y temblaba. Harry Sweeney se levantó. Se secó la cara, se secó el cuello. Cogió el sombrero, cogió la chaqueta. Metió la mano en el bolsillo, pagó al hombre en centavos. El hombre sonrió, el hombre hizo una reverencia. Harry Sweeney sonrió, Harry Sweeney hizo una reverencia. Húmedo y mojado, sacudiéndose y temblando. Harry Sweeney sacó los cigarrillos y Harry Sweeney encendió uno. Volvió por el callejón, dobló la esquina. Giró a la izquierda, torció por la avenida Z. Bajo el cielo encapotado, a la luz gris. Harry Sweeney anduvo por la avenida, Harry Sweeney pasó por delante de los postes de telégrafo. Los carteles aún en los postes, las palabras aún en los carteles. En japonés, en inglés: MUERTE A SHIMOYAMA. MUERTE A SHIMOYAMA. MUERTE. MUERTE. MUERTE A SHIMOYAMA. En cada poste, en cada cartel. Las palabras, las amenazas.

MUERTE, MUERTE, MUERTE A SHIMOYAMA.

Palabras y amenazas, ahora cumplidas.

Harry Sweeney sudaba, Harry Sweeney tiritaba. En medio de la humedad, en medio del calor. Llegó al cruce de Hibiya, esperó en el cruce de Hibiya. En medio de la humedad, en medio del calor. Cerraba los ojos, abría los ojos. El parque negro y sus árboles, sus sombras e insectos. El foso estancado y su hedor, sus reflejos y espectros. Los coches que frenaban, los tranvías que paraban. Pitidos agudos y guantes blancos. Botas que andaban, pies que se movían. Harry Sweeney cruzó la avenida A, Harry Sweeney recorrió la calle Uno. En medio de la humedad, en medio del calor. Cerraba los ojos, abría los ojos. El palacio a su derecha, el parque a su izquierda. Sudaba aún, tiritaba aún. En medio de la humedad, en medio del calor. Se sacudía y temblaba, se sacudía y temblaba. En medio de la humedad y en medio del calor. Harry Sweeney llegó a Sakuradamon, Harry Sweeney cruzó la calle Uno. Cerraba los ojos, abría los ojos. Se encaminó a la jefatura del Departamento de Policía Metropolitana, vio a Susumu Toda esperando junto al coche. Susumu Toda apagó un cigarrillo, Susumu Toda se dirigió a él.

—¿Has recibido mi mensaje, Harry? ¿Te has enterado de lo que dicen?

Sudando aún, tiritando aún, pero sin sacudirse ni temblar ya, Harry Sweeney encendió otro cigarrillo, Harry Sweeney miró a Toda y Harry Sweeney dijo:

—Hoy me he enterado de muchas cosas, Susumu. Vamos…

En el edificio Dai-Ichi, en el cuarto piso, medio andando, medio corriendo, Harry Sweeney y Susumu Toda vieron al jefe Evans y oyeron su voz por el pasillo.

—¡Maldita sea, otra vez tarde!

—Lo siento, señor —se disculpó Harry Sweeney, respirando con dificultad, tratando de recobrar el aliento—. La reunión del Departamento de Policía Metropolitana acaba de terminar.

—Espero por su bien que haya valido la pena —dijo el jefe Evans—. Ya llevan ahí dentro media hora. Al general Willoughby no le gusta que le hagan esperar.

—Lo sé, señor. Lo siento, jefe.

—Ahórrese las disculpas para el general —replicó el jefe Evans—. Serénese y vamos.

—Estoy listo, señor.

—Muy bien, pues adelante —dijo el jefe, llamando a la puerta de la habitación 525, la puerta del despacho del jefe adjunto del Estado Mayor, el G-2, la Comisión del Extremo Oriente y la Comandancia Suprema de las Potencias Aliadas—. Usted no, Toda. Usted espere aquí.

—Sí, señor —asintió Susumu Toda—. Muy bien, señor.

—Si le necesitamos, ya le avisaremos —dijo el jefe Evans, mientras abría la puerta de la habitación 525, hacía pasar a Harry Sweeney al despacho del jefe adjunto del Estado Mayor y anunciaba a los presentes—: El detective de policía Sweeney, señor. Viene directamente de una reunión en la jefatura de la Policía Metropolitana, señor.

—Uno de nuestros mejores hombres, general —apuntó el coronel Pullman, sonriendo a Harry Sweeney.

Harry Sweeney echó un vistazo a la habitación, tratando de captar bien la estancia, los hombres y sus rostros, los uniformes y sus medallas, que ahora miraban al hombre situado en la cabecera de la mesa: el general de división Charles A. Willoughby, Sir Charles en persona —cuyo nombre de nacimiento era Adolf Karl von Tscheppe und Weidenbach, también conocido como barón Von Willoughby—, objeto de numerosas burlas pero siempre a sus espaldas. Mano derecha de MacArthur, su «fascista favorito», el jefe de Inteligencia contaba con la confianza absoluta del comandante supremo y, por tanto, con carta blanca para hacer lo que le viniese en gana a quien quisiera.

 

El general miró a Harry Sweeney de arriba abajo, sonrió y acto seguido, con un fuerte y marcado acento alemán a pesar de sus cuarenta años en el Ejército de Estados Unidos, dijo:

—He oído hablar muy bien de usted, Sweeney. Muy bien.

—Gracias, señor.

—Pero no me lo imaginaba así, por lo que había oído. Tiene pinta de haber dormido en una cuneta, Sweeney. Parece que haya estado hurgando en la basura.

—Sí, señor. Perdón, señor. Ha sido un largo…

—Ahórrenos las excusas, Sweeney. Solo díganos lo que ha averiguado. En su cuneta, en su basura.

—Sí, señor. La primera autopsia ha terminado a las diecisiete cero cero horas, señor, y la conclusión inicial es que Sadanori Shimoyama fue asesinado, señor.

—Vaya, es una buena noticia —comentó el general—. Muy buena. Excelente, de hecho.

—Señor…

El general levantó una mano, un dedo, miró a Sweeney y luego alrededor de la mesa.

—Por supuesto, el asesinato de ese hombre es una tragedia. Pero es un ultraje, y debemos convertir ese ultraje en una oportunidad. Hace solo dos días, en el discurso que pronunció el Cuatro de Julio, ¿no avisó nuestro comandante supremo de que el comunismo es un movimiento de bandolerismo internacional? ¿No avisó de que el comunismo siempre recurrirá al asesinato y la violencia para sembrar el caos y la agitación? ¿Y no se demostró que tenía razón al mismo día siguiente? ¡El brutal asesinato de ese hombre inocente demuestra a todo Japón y al mundo entero que el nihilismo y el terrorismo comunista no conocen la piedad, que no se detendrán ante nada para provocar su violenta revolución! ¡De modo que nosotros tampoco debemos mostrar piedad, ni debemos detenernos ante nada para aplastarlo! ¡Debemos responder a la fuerza con fuerza; debemos ilegalizar su partido, cerrar su periódico, detener a sus líderes y llevar a los asesinos de ese pobre hombre a la justicia, una justicia expeditiva e implacable! Sweeney….

—¡Sí, señor!

—Cuéntenos qué medidas se están tomando y qué progresos se están haciendo para dar caza a los asesinos comunistas.

—Señor, los resultados de la primera autopsia indican que Shimoyama llevaba un tiempo muerto antes de que su cuerpo fuese arrollado por el tren. Sin embargo, la autopsia se reanudará mañana, y se espera que entonces pueda determinarse la causa exacta de la muerte. Mientras tanto, la policía considera que es el caso más importante de los últimos años y se está afanando por resolverlo. Como creen que debe de haber implicadas varias personas en el asesinato, han asignado el caso tanto a la Primera División de Investigación como a la Segunda. Ahora mismo están peinando los alrededores de los grandes almacenes Mitsukoshi, donde Shimoyama fue visto por última vez, y las inmediaciones de la escena del crimen. Esperan obtener pistas importantes en breve, señor.

—En breve —dijo el general—. ¿Qué quiere decir «en breve», Sweeney? ¿Y ahora? ¿Y sospechosos? ¿Detenciones?

—Señor, según fuentes del Departamento de Protección Civil dentro de la Junta de la Policía Metropolitana, la policía está investigando varias cartas de amenaza enviadas a Shimoyama y también al primer ministro Yoshida y su gabinete, y al jefe de policía Kita y el señor Katayama, el vicepresidente de los Ferrocarriles Nacionales. Todas las cartas se recibieron el Cuatro de Julio, y todas estaban firmadas por la Liga de la Hermandad de la Sangre de los Repatriados o la Liga de la Hermandad de la Sangre.

—Coronel Batty, coronel Duffy —dijo el general, volviéndose para mirar al fondo de la mesa—. ¿Han oído hablar de esa, ejem, Liga de la Hermandad de la Sangre de los Repatriados?

El coronel Batty negó con la cabeza, pero el coronel Duffy asintió y dijo:

—General, señor, el Cuerpo de Contraespionaje está al tanto de esas cartas y de otras de carácter similar, pero todavía no disponemos de información sobre ese grupo concreto. Según nuestra inteligencia, al parecer antes de mandar las cartas en cuestión no tenían antecedentes. Pero seguimos investigando, señor.

—General, señor —terció un hombre alto y delgado vestido con un traje oscuro de paisano bien cortado, sentado junto a la cabecera de la mesa, cerca del general—. Si se me permite intervenir…

—Por favor —dijo el general, volviéndose para sonreír al hombre y añadir—: Por supuesto, Richard, adelante, por favor.

—Hongō está en posesión de cierta información que podría ser de relevancia para el caso, señor.

—Muy bien —dijo el general—. Continúe, por favor…

—Bueno, señor —prosiguió el hombre, mirando al fondo de la mesa a Harry Sweeney, que se encontraba al pie de la misma—. Es una información de carácter un tanto confidencial, señor.

El general asintió con la cabeza, echó un vistazo al fondo de la mesa a Harry Sweeney, miró fijamente al detective sentado al pie, asintió otra vez con la cabeza y dijo:

—¿Tiene usted algo más, Sweeney?

—No, señor. Por ahora no, señor.

—Entonces puede marcharse, Sweeney.

—Sí, señor. Gracias, señor —dijo Harry Sweeney, volviéndose hacia la puerta y dirigiéndose a la salida.

—Una última cosa, Sweeney —apuntó el general Willoughby.

Harry Sweeney se volvió hacia atrás en la puerta.

—¿Sí, señor?

—La próxima vez que comparezca ante mí, asegúrese de estar aseado y afeitado, de traer la ropa limpia y planchada, y los zapatos embetunados y brillantes. Pensará que es un civil, pero trabaja para la Comandancia Suprema de las Potencias Aliadas y representa a los Estados Unidos de América. ¿Está claro, Sweeney?

—Sí, señor. Lo siento mucho, señor.

—Ah, Sweeney.

—¿Sí, señor?

—La próxima vez que se presente ante mí, bien lavado y afeitado, limpio y planchado, embetunado y brillante, más vale que me traiga los nombres de los asesinos de Sadanori Shimoyama. ¿Está también claro eso, Sweeney?

—Sí, señor. Está claro, señor.

—Pues adelante, Sweeney. ¡A por ellos!

No se detuvo a hablar con Susumu Toda, ni esperó afuera al jefe Evans. Se alejó de la habitación 525 por el pasillo. No esperó el ascensor y bajó por la escalera, los diez tramos de escaleras, y salió del edificio Dai-Ichi. Una vez fuera, dejó atrás el hotel Dai-Ichi y continuó hasta pasar por el hotel Imperial, luego siguió la vía y prosiguió hasta dejar atrás la estación, la estación de Shimbashi. Pasó por delante de las tiendas y atravesó el mercado, pasó por delante de los restaurantes y atravesó los puestos. Anduvo y anduvo, cruzó una puerta de dos hojas y subió otro tramo de escaleras, anduvo y anduvo, hasta que estuvo ante una mesa y oyó a Akira Senju decir:

—¡Pero qué pinta traes, Harry! Parece que te haya atropellado un tren… ¡Perdón! Qué poco tacto por mi parte. Lo siento, Harry. Perdóname, por favor. Siéntate, siéntate…

Harry Sweeney se sentó y se hundió en la silla situada enfrente del antiguo escritorio de palisandro de su lujoso y moderno despacho en lo alto de aquel deslumbrante nuevo edificio, aquel palacio de Shimbashi.

Por segunda vez en veinticuatro horas, Akira Senju sonrió.

—Como en los viejos tiempos, ¿verdad, Harry? Los buenos tiempos. Espero que me traigas buenas noticias, Harry. Como me las traías antes, en los viejos tiempos, los buenos tiempos.

—¿Buenas noticias? —dijo Harry Sweeney.

—¿Sobre cierta lista de nombres?

Harry Sweeney metió la mano dentro de la chaqueta, palpó el trozo de papel doblado, aquella lista doblada de nombres, nombres formosanos y coreanos, y negó con la cabeza y contestó:

—Lo siento.

—No has tenido tiempo —dijo Akira Senju—. Claro que no. Lo entiendo, Harry. No es necesario disculparse entre amigos. Entre viejos amigos como nosotros, Harry. Tómate el tiempo que necesites, Harry. Pero, entonces, ¿a qué debo el placer de otra visita tuya, Harry? ¿Una copa, quizá?