Kitabı oku: «Enciclopedia de Elena G. de White», sayfa 3
SECCIÓN GENERAL
Por Jesús y las Escrituras: La vida de Elena G. de White
Jerry Moon y Denis Kaiser
ELENA GOULD (HARMON) DE WHITE (1827-1915) fue una de las mujeres más extraordinarias de Norteamérica en el siglo XIX. Varios logros bien documentados dan testimonio de su importancia permanente. En primer lugar, fue cofundadora (junto con Joseph Bates y James White) de una confesión religiosa que, al momento de su fundación, en 1863, tenía 3.500 miembros, y que luego creció y se ha convertido en una iglesia global con más de 20 millones de miembros bautizados.1 Para 2010, era la duodécima organización religiosa más numerosa en todo el mundo, y la sexta más internacional.2
En segundo lugar, Elena de White fue un fenómeno literario. Al momento de su fallecimiento, el 16 de julio de 1915, su corpus literario incluía 26 libros, aproximadamente 200 tratados y folletos, más de 5.000 artículos de revistas, 6.000 cartas mecanografiadas y manuscritos en general, y diarios personales: una suma de aproximadamente 100.000 páginas de material escritas durante los 70 años de su ministerio (1844-1915).3 Actualmente, incluyendo compilaciones, se encuentran disponibles más de 126 títulos en inglés. Pero, aún más impactante que la cantidad de su producción literaria, es la variedad de temas que abordó. No solo se centró en asuntos religiosos, como la profecía bíblica, el ministerio de los niños, los métodos de evangelización, la homilética, el papel de la mujer en la iglesia, la espiritualidad y la teología; también escribió múltiples obras sobre salud y sobre educación. Además, escribió artículos sobre temas tan diversos como las relaciones entre la iglesia y el Estado, la ética y la moral, la vida familiar, la historia, el liderazgo, la literatura, el matrimonio, la medicina y la salud mental, la oratoria, y las relaciones sociales.
En tercer lugar, tuvo éxito en la creación de sistemas internacionales de educación, de obra médica y de producción editorial. Por seguir sus consejos sobre salud, los adventistas del séptimo día llegaron a ser un grupo muy estudiado por científicos del ámbito de la salud.4
Mientras que los historiadores documentan los logros de Elena de White,5 los adventistas del séptimo día tienen una explicación general para sus contribuciones literarias, sus revelaciones sobre salud y su liderazgo en el establecimiento de instituciones. Ellos creen que la Biblia predijo una renovación del verdadero don de profecía dentro del cristianismo antes de la segunda venida de Cristo a la Tierra, y que la vida y el ministerio de Elena de White representan, al menos, un cumplimiento parcial de esa predicción bíblica. Durante los setenta años de su ministerio, ella recibió aproximadamente 2.000 visiones y sueños proféticos, con una duración de entre menos de un minuto y casi cuatro horas. Aunque solo alrededor de un 2 % de sus escritos tratan sobre predicciones en cuanto al futuro, muchas de estas se cumplieron, algunas durante su vida, otras luego de su fallecimiento en 1915, y algunas todavía se están cumpliendo a medida que la historia mundial se desarrolla siguiendo las tendencias de las que ella habló.6
En un congreso de historiadores norteamericanos en 2009, se hizo una pregunta perspicaz: “¿Qué motivó a Elena de White [...] a trabajar incansablemente por la causa? ¿Qué fue lo que la hizo tan única? Sus palabras ¿revelan algo más sobre sus intenciones y motivaciones?”7 Este artículo, “Por Jesús y las Escrituras: La vida de Elena G. de White”, busca revelar las motivaciones principales de Elena de White por medio de una investigación de su experiencia personal como una mujer del siglo XIX en sus roles de hija, esposa, madre y amiga, con el fin de complementar la información en esta enciclopedia sobre su vida como fundadora de la iglesia y figura pública.8 En el presente artículo, se divide la vida de Elena de White en cinco períodos.
1 Su infancia y adolescencia (1827-1844).
2 Una nueva visión: El surgimiento de una iglesia (1844-1863).
3 La organización de la iglesia y su misión (1863-1881).
4 La lucha por el evangelio en países extranjeros (1881-1900).
5 Religiosa experimentada (1900-1915).
Los puntos de inflexión que definen estos períodos son eventos que generaron cambios importantes, ya sea en su vida personal o en la experiencia de los adventistas del séptimo día: el chasco del 22 de octubre de 1844; la fundación de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, en 1863; el fallecimiento del esposo de Elena de White, James White, en 1881; el regreso de Elena de White de Australia a Norteamérica en 1900; y su fallecimiento en 1915. (Aunque hubo, sin dudas, otros acontecimientos de gran importancia.)
Su infancia y adolescencia (1827-1844)
Cuando nacieron las mellizas Elena y Elizabeth (Lizzie) el 26 de noviembre de 1827,9 sus padres, Robert F. Harmon (p) (1786-1866) y Eunice Gould Harmon (1787-1863) ya tenían dos hijos y cuatro hijas.10 Robert y Eunice eran personas profundamente religiosas; el hecho de que tres de sus seis hijas se casaran con pastores puede ser una indicación de la espiritualidad positiva que caracterizó el hogar.11
Robert y Eunice crecieron en la convergencia de dos eras históricas: el optimismo sin precedentes de la libertad religiosa, económica y política de la nueva nación, y la fase más vigorosa del metodismo que, para 1855, llegó a ser la confesión religiosa más grande de Norteamérica.12 En su adolescencia, Robert Harmon rompió con la tradición de su familia al dejar la Iglesia Congregacional para hacerse metodista (LS80 130). A los 24 años, Robert se casó con Eunice Gould, de Portland, Maine, quien era un año menor que él y también era metodista. Eunice era una mujer espiritual con carácter. En cuestiones de principios, servía a Dios y le dejaba las consecuencias a él (ibíd., pp. 234, 235).
La habilidad de Eunice Harmon para pensar con rapidez y claridad hizo de ella una firme y sabia partidaria de la disciplina. Elena solía recordar que, siendo niña, a veces salía de la habitación mascullando una queja cuando su madre le pedía que hiciera algo. Eunice entonces la llamaba y le pedía que repitiera lo que había dicho. Elena relataba que su madre utilizaba ese comentario para mostrarle que ella “era parte de la familia, parte de la firma; y que [a Elena] le cabía el deber de cumplir con su parte de la responsabilidad tanto como les cabía a sus padres” el deber de cuidar a los hijos. “Yo tenía algunos momentos cada tanto para entretenerme”, contó Elena más tarde, “pero no había ociosidad en mi hogar, y no había acto de desobediencia que no fuera abordado inmediatamente” (Ms 82, 1910, en Bio 1:21). Eunice Harmon tenía ideales elevados para sus hijos, y sabía cómo motivarlos para que los alcanzaran.
Robert Harmon alternaba entre la agricultura en Poland y en Gorham, y la administración de un negocio de sombreros en Portland. Poco después del nacimiento de las mellizas, Elena y Elizabeth, la familia se mudó de Gorham a Portland. Luego, en 1829, se trasladaron a Poland y, en 1833, regresaron a Portland.13 Esta era una ciudad en rápido crecimiento, la más grande de Maine.14 El clima de este centro de construcción naval era frío. En pleno invierno, la temperatura rondaba los 7º C bajo cero (20º F); y en pleno verano, la temperatura máxima rondaba entre los 16 y los 21º C (de 60 a 70º F).
La experiencia religiosa temprana de Elena
Como Elena creció en un devoto hogar metodista, no es de extrañar que, desde niña, haya sentido “la necesidad de que [sus] pecados fueran perdonados y quitados”, por temor a acabar “en la desgracia para siempre”. Ella recordaba que sus “padres [eran] personas de oración, quienes sentían mucha preocupación por el bienestar de sus hijos”, y confesó: “Intentaba mostrarme totalmente indiferente frente a ellos, por miedo a que pensaran que estaba bajo convicción [de pecado], mientras cargaba con un corazón doliente, y me angustiaba noche y día por temor a que me sobreviniera la muerte mientras estaba en pecado” (YI, 1/12/1852).15 Elena recordaba que “a menudo” oía a su madre orar “por sus hijos inconversos”. Una noche, oyó que Eunice, con angustia, exclamaba: “¡Oh! ¿Avanzarán, a pesar de tantas oraciones, hacia la destrucción y la desgracia?” Esas palabras turbaban a Elena “día y noche”; sin embargo, no le decía nada de esto a su madre (ibíd.).
Es posible que Elena haya comenzado a asistir a la escuela en el otoño de 1833, dos meses antes de cumplir seis años.16 La escuela de la calle Brackett estaba solo a una cuadra de su casa. Elena avanzó rápidamente en sus estudios y pronto le pidieron que leyera a los alumnos más pequeños. Años después, en un viaje en tren, Elena le estaba leyendo en voz alta a su esposo cuando una pasajera sentada detrás de ellos le preguntó:
“–¿No es usted Elena Harmon?
–Sí –respondió Elena–, pero ¿cómo lo supo? ¿de dónde me conoce?
–Por su voz –respondió la dama–. Asistía a la escuela en la calle Brackett en Portland, y usted solía leernos las lecciones” (Bio 1:25, 26).
Las aulas en Portland generalmente eran sinónimo de escritorios incómodos, poca luz, calefacción y ventilación inadecuadas, demasiadas horas de estudio, y muy poco ejercicio para los alumnos. Los niños a menudo comenzaban la escuela primaria a los cuatro años; los maestros eran partidarios del castigo físico y, a veces, lo impartían con violencia impulsiva. Un incidente de ese tipo dejó una impresión vívida en la joven Elena. Más de cincuenta años después, se la contó a un grupo de maestros como un ejemplo de cómo no tratar a los alumnos.
“Yo estaba sentada en la escuela, al lado de otro alumno, cuando el maestro arrojó una regla para golpear a ese alumno en la cabeza, pero me golpeó a mí y me dejó una gran herida. Me levanté de mi asiento y salí del aula. Cuando me fui de la escuela y ya estaba camino a casa, el maestro corrió hasta mí y dijo:
“–Elena, cometí un error; ¿no me perdonas?
“Yo le dije:
“–Por supuesto que lo haré, pero ¿cuál fue el error?
“–No era mi intención golpearte a ti.
“–Pero –respondí–, es un error que golpee a cualquier persona. Prefiero tener este corte en la frente y no que otro alumno salga lastimado” (MR 9:57).
Las escuelas de la comunidad enseñaban no solo las “virtudes del trabajo arduo y la obediencia”, sino también la teología de la iglesia cristiana protestante. Las normas escolares requerían que todo alumno que pudiera leer tuviera un Nuevo Testamento, del cual maestros y estudiantes leían al comienzo y al final de cada jornada (Bio 1:26). A fines de la década de 1830 y comienzos de la de 1840, la Iglesia Metodista de la calle Chestnut, de la cual eran miembros los Harmon, era la más grande en Maine. Tenía una biblioteca de libros cristianos para niños, entre los que había algunos sobre una niña llamada Elena.17 Elena Harmon contó que leyó “muchas” de esas “biografías religiosas” de niños virtuosos e irreprochables. “Pero, lejos de animarme en mis esfuerzos por hacerme cristiana, esos libros fueron piedras de tropiezo para mis pies”, recordó. “Me angustiaba porque no podía lograr la perfección de los jóvenes personajes de esas historias, que llevaban vidas de santos, y estaban libres de toda duda, pecado y debilidad con los que yo tambaleaba”. Si esas historias “realmente presentaban una imagen correcta de la vida cristiana de un niño”, razonaba Elena, entonces “yo nunca podré ser cristiana. No puedo esperar jamás llegar a ser como esos niños” (LS80 146, 147).
Fue probablemente en 1836 cuando Elena, mientras iba a la escuela, recogió “un trozo de papel en el que se mencionaba a un hombre de Inglaterra, quien predicaba que la Tierra sería consumida en unos treinta años [1866] a partir de ese entonces”. Quedó tan fascinada que le leyó el papel a la familia. Sin embargo, cuando reflexionó en el acontecimiento predicho, le sobrevino un gran temor, porque le habían enseñado que un milenio de paz precedería la segunda venida de Cristo. El “breve párrafo en aquel trozo de papel tirado” dejó una impresión tan grande en su mente, que Elena “apenas pud[o] dormir durante varias noches, y oraba continuamente para estar lista cuando viniera Jesús” (ibíd., pp. 136, 137; NB 22, 23).18
Quizá fue este temor al regreso de Cristo lo que la motivó a comenzar a leer la Biblia; no obstante, a pesar de su interés, no quería que sus padres se enteraran. Cuando “estaba leyendo mi Biblia”, recuerda Elena, “y mis padres entraban en la habitación, la escondía por vergüenza” (YI, 1/12/1852). Probablemente quería evitar llamar la atención de sus padres a sus sentimientos religiosos. A pesar de su “gran terror” de estar perdida y de la profunda impresión que habían producido en ella las oraciones de su madre, Elena aún intentaba fingir, para ocultar su ansiedad en cuanto a su salvación, que no ocurría nada, y se negaba firmemente a confiarle sus preocupaciones a su madre (ibíd.). Quizás este fue un aspecto del “orgullo” que, más adelante, dijo que caracterizaba su vida antes de su conversión (ver SG 2:21; ST, 24/2/1876; LS80 161; TI 1:32; NB 43). Sin embargo, a pesar de sus preocupaciones recurrentes sobre su condición espiritual, cuando ella se dedicaba a sus trabajos escolares y a todas las demás actividades propias de una niña activa de ocho años, experimentaba días y semanas de relativa ausencia de dudas.
El accidente
Probablemente a fines del otoño de 1836,19 la vida de Elena dio un giro dramático. Elena y su hermana melliza, Lizzie, junto con una compañera de la escuela, tuvieron un encuentro hostil con otra alumna, que era mayor que ellas. Sus padres les habían enseñado que, en caso de un conflicto de este tipo, ellas debían dejar de discutir y apurarse a volver a su casa. Ellas trataron de seguir ese consejo y de regresar a su casa lo más rápido posible, pero la enojada niña les arrojó una piedra mientras se alejaban (TI 1:15).20 Justo en ese momento, Elena miró hacia atrás para ver cuán lejos estaban de su perseguidora, y la piedra la golpeó directamente en el rostro. De inmediato cayó al suelo inconsciente. Cuando recuperó la consciencia, se encontraba en el negocio de un comerciante. Su ropa estaba “cubierta de sangre que manaba abundantemente de [su] nariz y corría hasta el suelo”. Un desconocido se ofreció a llevarla hasta su casa en su carruaje, pero ella se negó y comenzó a volver caminando. No obstante, luego de una corta distancia, se sintió “mareada y muy débil”, y Lizzie y su compañera tuvieron que llevarla hasta la casa. Elena no recuerda qué ocurrió después: estuvo en un estado de sopor por tres semanas. Nadie pensó que sobreviviría, salvo su madre (TI 1:15, 16; SG 2:7; LS80 131, 132; NB 20).
Cuando Elena tomó conciencia de lo que la rodeaba, pensó que había estado dormida. No podía recordar el accidente ni la causa de su condición. En cierto momento, escuchó conversaciones entre su madre y amigos que la visitaban. Al escuchar comentarios como “¡Qué lástima! No la habría reconocido”, sintió curiosidad. Cuando pidió un espejo, quedó atónita ante su apariencia, porque “todos los rasgos de [su] cara habían cambiado”. Su nariz estaba totalmente desfigurada,21 y ella “quedó hecha un esqueleto”. Más tarde, contó que ver su propio rostro fue más de lo que podía soportar, y “el pensamiento de tener que arrastrar [su] desgracia durante toda la vida” le era insoportable. Como no encontraba felicidad en su existencia, no quería vivir, pero no se atrevía a morir sin estar preparada (TI 1:16; SG 2:9; LS80 132; NB 20).
La conversión de Elena Harmon 22
Convencida de que se estaba muriendo, Elena “deseaba llegar a ser cristiana y oraba fervientemente pidiendo perdón por [sus] pecados”. Como resultado, sintió paz mental y “[amó] a todos y [sintió] grandes deseos de que a todos se les perdonaran sus pecados y amaran a Jesús”, como ella. Otra indicación de su actitud se manifestó cuando fue testigo de una aurora boreal espectacular, quizás en la noche del 25 de enero de 1837.23 Ella recordó que, “una noche de invierno en que todo estaba cubierto de nieve, de pronto el cielo se iluminó, se puso rojo y me dio la impresión de que se había enojado, ya que parecía abrirse y cerrarse mientras la nieve se veía como si estuviera teñida de sangre. Los vecinos estaban espantados. Mi madre me llevó en sus brazos hasta la ventana. Me sentí feliz porque pensé que Jesús venía, y tuve grandes deseos de verlo. Mi corazón rebosaba de alegría, crucé las manos en ademán de éxtasis y pensé que se habían acabado mis sufrimientos. Pero mis esperanzas no tardaron en convertirse en amargo chasco porque, pronto, el singular aspecto del cielo palideció y, al día siguiente, el Sol salió como de costumbre” (TI 1:17; SG 2:9, 10; LS80 133).24
Robert, su padre, no estaba en la casa cuando ocurrió el accidente, pues se encontraba en uno de sus viajes de negocios en Georgia. En Maine había abundancia de pieles de castor; si se utilizaba para confeccionar sombreros, estos luego podían venderse a un buen precio en el sur del país. Cuando regresó al hogar, abrazó a los hermanos de Elena. Entonces, preguntó por ella pero, cuando su esposa la señaló, él no la reconoció. Robert apenas podía creer que esa niña fuera “su pequeña Elena, a quien solo pocos meses antes había dejado rebosante de salud y felicidad”. Elena se sintió profundamente dolida, pero intentó “mostrarse exteriormente alegre, aunque tenía el corazón destrozado” (LS80 133; TI 1:17).25
Durante sus años de preadolescencia y adolescencia, cuando la apariencia física es tan importante para las relaciones sociales, Elena se encontraba débil, demacrada y poco atractiva a los ojos de sus pares. Esto resultó en la pérdida de aceptación social. “Me vi forzada a aprender la amarga lección”, escribió después, “de que nuestra apariencia personal con frecuencia influye directamente en la forma en que nos tratan las personas con quienes nos relacionamos [...] ¡Cuán inconstantes las amistades de mis jóvenes compañeras! [...] Se sentían atraídas por un vestido hermoso o por una cara bonita pero, en cuanto sobrevenía un infortunio, se enfriaba o destruía la frágil amistad” (SG 2:10, 11; TI 1:18). Trataba de escapar buscando “un lugar donde pudiera estar sola” y espaciarse “en sombrías meditaciones acerca de las pruebas que estaba destinada a soportar diariamente”. Solo en Jesús podía encontrar consuelo y la seguridad de que era amada (TI 1:18).
Esto, sin embargo, no cambió su condición física. Durante dos años, no pudo respirar por la nariz. Su salud era tan delicada, que podía asistir muy poco a la escuela, y le era difícil estudiar y recordar lo que había aprendido. La niña que le había arrojado la piedra fue designada por la maestra como tutora de Elena, para que la ayudara con las tareas escritas y las lecciones. Ella se sentía mal por lo que había hecho, y era tierna y paciente con Elena al ver cuánto se empeñaba en estudiar. Pero, cuando Elena trataba de escribir, le temblaba la mano; y cuando trataba de leer, las letras se “juntaban”, sudaba excesivamente, y sentía “debilidad y desvanecimiento”. Además, la tos persistente de Elena, que era una señal de tuberculosis, no le permitió continuar asistiendo a la escuela. La maestra finalmente sugirió que sería mejor para Elena que renunciara a ir la escuela hasta que su salud mejorara. Su relato muestra cuán difícil fue para ella tomar esa decisión: “Fue la lucha más dura de mi joven vida llegar a la conclusión de que debía ceder a mi estado de debilidad, dejar de estudiar y renunciar a la esperanza de obtener una educación” (TI 1:18; SG 2:11, 12; NB 20, 21).
Más adelante, en el otoño de 1839, Elena nuevamente intentó estudiar y se anotó en un seminario para mujeres. Sin embargo, no logró afrontar físicamente el esfuerzo, y también sintió que le sería muy difícil conservar su experiencia religiosa en una institución tan grande. A esta altura, ella renunció a todo intento de obtener una educación formal.26 “Había tenido grandes ambiciones de llegar a ser una persona instruida”, confesó, “y al reflexionar en mis esperanzas frustradas y en que sería inválida durante toda la vida, me rebelaba contra mi suerte y, en ocasiones, me quejaba contra la providencia divina que permitía que yo experimentara tales aflicciones”. Al culpar a Dios, perdió su paz mental y volvió a caer en su antiguo temor a la condenación eterna. Aún así, continuó escondiendo sus sentimientos de todos los que la rodeaban, por temor a que ellos reforzaran sus sombríos presentimientos (SG 2:14; LS80 135, 148; TI 1:19, 21).
Algunos meses después de dejar los estudios por última vez, Elena y su familia asistieron a la primera serie de reuniones que William Miller realizó en Portland, Maine, del 11 al 23 de marzo de 1840 (LS80 136; TI 1:19).27 La convicción de que Cristo volvería pronto, ya que Miller decía que Cristo volvería “como en el año 1843”,28 solo intensificó sus temores. Respecto de esto, después escribió: “Mi esperanza era tan tenue, y mi fe tan débil, que temía que, si otra persona llegaba a expresar una opinión que concordara con la mía, eso me haría caer en la desesperación. Sin embargo, anhelaba que alguien me dijera qué debía hacer para ser salva”. Una noche, cuando Elena volvía caminando a su casa con su hermano Robert después de una reunión, por primera vez compartió con otro ser humano la carga que llevaba. Él respondió con simpatía pero, a los catorce años, al muchacho le faltaban el conocimiento y la experiencia para ayudarla sustancialmente. Por lo tanto, su depresión espiritual continuó (TI 1:21).
La reunión campestre de Buxton
A fines del verano de 1841, Elena dio un gran paso adelante en una reunión campestre metodista en Buxton, Maine.29 Escuchó una presentación sobre la salvación basada en Ester 4:16: “Entraré a ver al rey, aunque no sea conforme a la ley; y si perezco, que perezca”. El pastor animó, a quienes temían que Dios no los aceptara, a que de todas formas acudieran a él. En primer lugar, no tenían nada que perder porque, si no acudían a Dios, ciertamente morirían como pecadores. Pero, en segundo lugar, no tenían nada que temer. Si el implacable rey de Persia tuvo misericordia de Ester, cuánto más estaría dispuesto un Dios amante a tener misericordia del creyente arrepentido. Cuando el pastor instó a los oyentes a no esperar con el deseo de “volverse más dignos primero”, sino a acudir a Dios como estaban, Elena pasó al frente y, en poco tiempo, halló paz; y luego gozo. “Una y otra vez”, Elena se decía: “¿Puede esto ser religión? ¿No estaré equivocada?” “Sentí que el Salvador me había bendecido y había perdonado mis pecados”. Aquí Elena experimentó la segunda etapa de su conversión, al comprender más claramente la justificación, y al creer que sus pecados eran perdonados a pesar de que continuaba “sin alcanzar” la perfección. Había nacido de nuevo, y Jesús, su Salvador, claramente estaba obrando en su vida (LS80 142, 143; TI 1:22, 23; NB 25, 26).30
El 20 de septiembre de 1841, poco después de la reunión campestre y dos meses antes de que cumpliera catorce años, Elena fue aceptada en la Iglesia Metodista para el período acostumbrado de seis meses de prueba antes del bautismo. Su inclinación a la independencia se podía ver en su intenso interés en la doctrina del bautismo. A pesar de que algunas mujeres de la iglesia intentaron persuadirla de que “la aspersión era el bautismo bíblico”, ella “podía ver un solo modo del bautismo autorizado por las Escrituras” e insistió en ser bautizada por inmersión. El 23 de mayo de 1842, ocho meses después de ser aceptada como candidata a prueba, la iglesia votó recomendarla para el bautismo. Un mes más tarde, el 26 de junio de 1842, se bautizó en la bahía Casco.31 De este modo, transcurrieron nueves meses completos entre su primer compromiso para bautizarse y la realización del “solemne rito”. Lamentablemente, ese tiempo fue suficiente para que comenzara a olvidar la experiencia de la reunión campestre de Buxton, y para que ocurriera un cambio enorme en la actitud de la iglesia local hacia los simpatizantes milleritas. El bautismo de Elena fue el “último acto oficial” del pastor John Hobart, de mentalidad más abierta, en la Iglesia Metodista de la calle Chestnut. El pastor Hobart fue reemplazado por William F. Farrington, que se dedicó a reprimir o a expulsar a los milleritas de la congregación de la calle Chestnut.32
La seguridad de la salvación
La conversión de Elena había comenzado, entre 1836 y 1837, con un arrepentimiento en lo que creía que era su lecho de muerte. En 1841, en la reunión campestre de Buxton, logró comprender la justificación con mayor profundidad. Sin embargo, para cuando se bautizó, en 1842, ya se encontraba al borde de una tercera crisis religiosa. Solo dos semanas antes, William Miller había visitado Portland por segunda vez, entre el 4 y el 12 de junio de 1842. Para entonces, Elena era una ferviente creyente en el mensaje millerita de que “Jesús pronto volvería en las nubes de los cielos”, pero estaba muy “preocupada” respecto a su falta de preparación para encontrarse con él.33 Las primeras creencias metodistas definían la santificación como una “segunda bendición” por medio de la que, en algún momento, el creyente recibía santidad de corazón, que resultaba en la victoria sobre el pecado.34 Elena, más tarde, rechazó el énfasis en la santificación como algo instantáneo e insistió en que era, más bien, una “obra de toda la vida”. No obstante, como metodista, había escuchado sermones en los que se afirmaba que solo los “santificados” serían salvos; y ella sentía que solo podía reclamar la justificación, pero no la santificación. Por lo tanto, “anhelaba por sobre todas las cosas obtener esa gran bendición, y sentir que [ella] había sido completamente aceptada por Dios”, pero no entendía cómo eso podría suceder (LS80 149, 150; TI 1:27-30; NB 30-33).35
Al acercarse el año 1843, la preocupación de Elena por su fracaso en vivir la santificación era cada vez mayor; y su angustia se intensificó aun más a causa de la doctrina del tormento eterno de los perdidos, que los predicadores retrataban vívidamente desde el púlpito. Ella recordó: “Mientras escuchaba estas terribles descripciones, mi imaginación quedaba de tal manera sobrecargada, que me ponía a transpirar, y a duras penas podía reprimir un grito de angustia porque ya me parecía sentir los dolores de la perdición”. En consecuencia, no podía evitar la percepción de que Dios era “un tirano que se deleitaba en las agonías de los condenados”.
“Cuando se posesionó de mi mente el pensamiento de que Dios se complacía en la tortura de sus criaturas, que habían sido formadas a su imagen, una muralla de tinieblas me separó de él. Al reflexionar en que el Creador del universo arrojaría a los impíos en el infierno para que se quemaran incesantemente durante la eternidad, el miedo invadió mi corazón y perdí la esperanza de que un ser tan cruel y tirano llegara alguna vez a condescender a salvarme de la condenación del pecado” (ST, 10/2/1876; LS80 151, 152; TI 1:27-30; NB 30-33).
Así, estas tres cuestiones –la percepción de su falta de santificación, su terror al tormento eterno, y su consiguiente incapacidad de amar a Dios y de confiar en él– se combinaron para que nuevamente sintiera “condenación”, “desesperación”, “tinieblas”, “angustia” y “desesperación”. Aunque estaba estresada hasta el punto de perder peso y de enfermarse, tenía miedo de confiárselo a alguien (LS80 152; TI 1:28, 31).
Después de “tres largas semanas” de esta depresión, tuvo dos sueños. En el primero, ella vio “un templo hacia el que se dirigía mucha gente” porque “solamente los que se refugiaban en ese templo se salvarían cuando se acabara el tiempo”. Dentro del templo, había “un cordero mutilado y sangrante”, que los presentes sabían que “había sido quebrantado y herido por causa de [ellos]. Todos los que entraban en el templo debían comparecer ante él y confesar sus pecados”. Muchos entraban en el templo a pesar de la feroz oposición y el hostigamiento de las “multitudes” que permanecían afuera ocupándose de sus cosas. Elena, en su sueño, temía quedar en ridículo y tenía vergüenza de “humillar[se]” en público, así que pensó que, quizás, “era mejor esperar” hasta que la muchedumbre se “dispersara”; o que, de alguna manera, podría acercarse hasta el cordero sin que otros se dieran cuenta. Sin embargo, se demoró demasiado: “resonó una trompeta, el templo se sacudió [y] los santos congregados profirieron exclamaciones de triunfo”. Entonces, “todo quedó sumido en intensa oscuridad” y ella quedó “sola en el silencioso horror nocturno”. Sintió que “se había decidido [su] condenación” y que el “Espíritu del Señor [la] había abandonado para nunca más retornar” (TI 1:31, 32).
En el segundo sueño que tuvo, ella estaba sentada “en un estado de absoluta zozobra” con la cabeza entre las manos. Decía: “Si Jesús estuviera aquí en la tierra, iría a su encuentro, me arrojaría a sus pies y le contaría todos mis sufrimientos. Él no se alejaría de mí; tendría, en cambio, misericordia de mí y yo lo amaría y le serviría para siempre”. Entonces, un ser “de agradable aspecto y hermoso rostro” le preguntó: “¿Quieres ver a Jesús? Él está aquí y puedes verlo si lo deseas. Toma todas tus posesiones y sígueme”. Elena, “con gozo indescriptible”, “[reunió] alegremente [sus] escasas posesiones, todas [sus] apreciadas bagatelas” y lo siguió. El guía la condujo por una “escalera muy empinada y, al parecer, bastante endeble”. En la cima, se le indicó que “dejara todos los objetos que había traído” consigo, y ella lo hizo “gozosamente”. Entonces, se abrió la puerta y ella se “[encontró] frente a Jesús. Era imposible no reconocer su hermoso rostro. Esa expresión de benevolencia y majestad no podía pertenecer a nadie más. Cuando volvió sus ojos hacia mí, procuré evitar su mirada, por considerarme incapaz de soportar sus ojos penetrantes, pero él se aproximó a mí con una sonrisa y, colocando su mano sobre mi cabeza, me dijo: ‘No temas’. El sonido de su dulce voz hizo vibrar mi corazón con una felicidad que nunca antes había experimentado. Sentía tanto gozo que no pude pronunciar ni una palabra pero, sobrecogida por la emoción, caí postrada a sus pies. [...] Me pareció que había alcanzado la seguridad y la paz del cielo. Por fin recuperé las fuerzas y me levanté. Los amantes ojos de Jesús todavía permanecían fijos en mí, y su sonrisa colmó mi alma de gozo. Su presencia me llenó con santa reverencia y amor inefable”.