Kitabı oku: «Enciclopedia de Elena G. de White», sayfa 4
El guía abrió de nuevo la puerta y la invitó a levantar las cosas que había dejado allí. Después, le dio “una cuerda de color verde bien enrollada”, que le dijo que guardara junto a su corazón. Toda vez que ella “deseara ver a Jesús”, debía sacar la cuerda y “la estirara todo lo posible. Me advirtió que no debía dejarla enrollada durante mucho tiempo porque, en ese caso, se anudaría y resultaría difícil estirarla”. “Coloqué la cuerda cerca de mi corazón y descendí gozosamente por la estrecha escalera, alabando a Dios y diciendo, a todas las personas con quienes me encontraba, dónde podían encontrar a Jesús”. Este sueño le dio esperanza. La cuerda verde parecía representar la fe y “comenzó a surgir en mi alma la belleza y sencillez de la confianza en Dios” (ibíd., pp. 33, 34).
Este sueño aumentó tanto su esperanza, que encontró el valor para confiar en su madre, quien la llevó a Levi Stockman, un pastor metodista millerita. Elena tenía “gran confianza en él, porque era un dedicado siervo de Cristo”. Elena le contó todo al pastor Stockman. Él le aseguró, con lágrimas en los ojos, que ella no había cometido ningún pecado imperdonable. Él describió “[el] amor de Dios por sus hijos que yerran” y le dijo que, “en lugar de regocijarse en su destrucción, [Dios] anhela atraerlos hacia sí con fe sencilla y confianza”. El pastor Stockman señaló que el accidente de ella “era una penosa aflicción”, pero la animó a creer “que la mano del Padre amante no se había retirado de [ella]”. Le aseguró que, en el futuro, ella “discerniría la sabiduría de la Providencia” que, hasta ahora, había parecido tan cruel e inexplicable. El pastor concluyó: “Elena [...] ahora puedes retirarte en plena libertad; regresa a tu hogar confiando en Jesús, porque él no retirará su amor de ninguna persona que busca de verdad”. Más tarde, ella escribió que los “pocos minutos” que había pasado con Levi Stockman le dieron “más conocimiento” del “amor de Dios y de su misericordia que los que había recibido de todos los sermones y exhortaciones que había escuchado hasta ese momento” (ibíd., pp. 34, 35). Elena contó su experiencia de la siguiente manera: “Sentí amor inexpresable por Dios y tenía el testimonio del Espíritu Santo de que mis pecados estaban perdonados. Mi concepto del Padre cambió. Ahora lo veía como un padre bondadoso y tierno, no como un tirano duro que obliga a los seres humanos a la obediencia ciega. Lo amaba profunda y fervientemente, de corazón. Obedecer su voluntad parecía una alegría, estar en su servicio era un placer. [...] Sentía la seguridad del Salvador que vivía en mí”.36
El primer testimonio público
Con esta percepción nueva del amor de Dios por ella, sintió nuevamente el impulso a cumplir “el mismo deber” que había rechazado por tanto tiempo: orar en público; entonces, decidió “tomar [su] cruz” en la primera oportunidad. Esa misma noche, después de la conversación con Levi Stockman, hubo una reunión de oración en la casa del tío de Elena. Ella recordó: “Me postré temblando durante las oraciones que se ofrecieron. Después que oraron unas pocas personas, elevé mi voz en oración antes de darme cuenta de lo que hacía. Las promesas de Dios se me presentaron como otras tantas perlas preciosas que podía recibir si tan solo las pedía. Durante la oración, desaparecieron la preocupación y la aflicción extrema que había soportado durante tanto tiempo, y la bendición del Señor descendió sobre mí como suave rocío. Alabé a Dios desde la profundidad de mi corazón. Todo quedó excluido de mi mente menos Jesús y su gloria, y perdí la noción de lo que sucedía a mi alrededor. Al recobrar el conocimiento, me encontré atendida en casa de mi tío”.
No fue hasta el día siguiente que ella se “recuper[ó] lo suficiente para ir a casa” y, cuando lo hizo, sintió que “casi no era la misma persona” que había salido de la casa de su padre la noche anterior. Ella dio testimonio: “La paz y felicidad que ahora sentía contrastaban de tal manera con la melancolía y la angustia que había sentido, que me parecía que había sido rescatada del infierno y transportada al cielo” (LS80 159, 160; TI 1:35, 36).
La experiencia a la que Elena se refería como “bendición” se corresponde con lo que los metodistas llamaban la “segunda bendición”,37 la santificación que sigue a la justificación. Ella consideraba que no era un estado de perfección libre de pecado, sino de intenciones correctas y de amor perfecto. Además, ella sentía un impulso profundo de relatar su experiencia. Así que, a la noche siguiente de “haber recibido una bendición tan grande”, ella asistió a una reunión millerita y compartió su experiencia. Ella recordó que “no había ensayado lo que debía decir, por lo que el sencillo relato del amor de Jesús hacia mí brotó de mis labios con perfecta libertad [...] las lágrimas de gratitud [...] ahogaban mi discurso mientras hablaba del maravilloso amor que Jesús me había manifestado” (TI 1:36). Al comentar sobre el testimonio que dio poco después en una reunión de los bautistas libres, ella dijo: “no solo pude expresarme libremente, sino también experimenté felicidad al referir mi sencilla historia acerca del amor de Jesús y del gozo que uno siente al ser aceptado por Dios. Mientras hablaba con el corazón contrito y los ojos llenos de lágrimas, mi espíritu, lleno de agradecimiento, se sintió elevado hacia el cielo” (ibíd. p. 37).
Ella escribió sobre su propia experiencia de transformación: “La realidad de la verdadera conversión me pareció tan clara, que sentí deseos de ayudar a mis jóvenes amistades para que entraran a la luz; y en toda oportunidad que tuve, ejercí mi influencia para alcanzar ese objetivo”. Sentía gran empatía por los que estaban luchando, como había hecho ella, bajo la sensación del desagrado de Dios por su pecado. Ella “[organizó] reuniones” con sus amistades, incluyendo algunas que “tenían considerablemente más edad” que ella y que ya eran “personas casadas”. Recordó haber descubierto que muchas de sus amistades eran “vanas e irreflexivas, por lo que mi experiencia les parecía un relato sin sentido; y no prestaron atención a mis ruegos”. Pero “[tomó] la determinación” de no cesar en sus esfuerzos hasta que estas personas apreciadas “se entregaran a Dios”. Pasó “varias noches enteras” orando mientras continuaba instándolas a buscar la salvación. Algunas pensaron que ella estaba fuera de sí por ser tan persistente, “especialmente cuando ellas no manifestaban ninguna preocupación de su parte”. Sin embargo, Elena mantuvo sus “pequeñas reuniones”, donde “[continuó] exhortando y orando por cada una individualmente” hasta que “todas” ellas “se entregaron a Jesús” y “se convirtieron a Dios”. Después, comenzó a tener sueños sobre otras personas específicas que necesitaban a Cristo, y al buscarlas y orar con ellas, “[en] todos los casos, con excepción de una, esas personas se entregaron al Señor”. Algunos cristianos mayores la criticaron por tener un “celo excesivo”, pero Elena se atrevió a no aceptar su consejo.
Ella tenía una comprensión clara del plan de salvación y sentía que su deber era continuar sus “esfuerzos en favor de la salvación de las preciosas almas, y que debía continuar orando y confesando a Cristo en cada oportunidad que tuviera”. “Durante seis meses, ni una sombra oscureció mi mente ni descuidé ningún deber conocido”. Elena se sentía tan llena del “amor a Dios” que “amaba meditar y orar”. Mientras experimentaba esta “felicidad perfecta”, ella “anhelaba contar la historia del amor de Jesús, pero no sentía tendencia a entablar conversaciones triviales con nadie”. Reconocía que, si no hubiese tenido el accidente ni sufrido las subsiguientes aflicciones, ella probablemente no le habría entregado su corazón a Jesús. Sin embargo, Elena ahora podía alabar a Dios incluso por su desgracia y recordó: con “la sonrisa de Jesús que iluminaba mi vida y el amor de Dios en mi corazón, seguí adelante con un espíritu gozoso” (ibíd., pp. 37, 38; cf. ST, 24/2/1876).
La expulsión de la Iglesia Metodista
Irónicamente, la experiencia de Elena de la largamente buscada “bendición” y de la seguridad de la salvación llevó directamente a ser expulsada de la Iglesia Metodista de la calle Chestnut. En la reunión de instrucción metodista, ella dio testimonio de su “gran sufrimiento bajo la convicción del pecado, de cómo finalmente había recibido la bendición buscada durante tanto tiempo, y de [su] completa conformidad a la voluntad de Dios” (TI 1:39). Cuando declaró que la creencia en la segunda venida de Cristo era lo que había provocado que buscara más sinceramente la santificación del Espíritu Santo, el líder de la clase la interrumpió repentinamente, insistiendo que ella había “recibido la santificación mediante el metodismo”, no “por medio de una teoría errónea”. Elena disentía, reiterando que había encontrado “paz, gozo y perfecto amor” por medio de la aceptación de la verdad respecto de “la aparición personal de Jesús”. Este testimonio fue el último que dio en esa clase (LS80 168; SG 2:22, 23). El 6 de febrero de 1843, la iglesia de la calle Chestnut ya había formado su primera comisión para disciplinar a la familia Harmon. Siguieron otras comisiones durante la primavera de ese año. El 5 de junio, la iglesia designó una comisión para “mantener el orden” en las reuniones y “disciplinar a todos los culpables si fuera necesario”. El “último testimonio” de Elena como metodista probablemente ocurrió alrededor de esta fecha. El 19 de julio de 1843, el Congreso Anual de la Asociación Metodista de Maine votó suspender a todos los miembros que persistieran en defender el millerismo. La expulsión de la mayoría de los miembros de la familia Harmon fue anunciada en la iglesia de la calle Chestnut el 21 de agosto de ese año, y se hizo efectiva el 2 de septiembre cuando se rechazó la apelación realizada por la familia.38
A pesar de la ruptura con los metodistas, el concepto que tenía Elena del camino de la salvación siguió siendo básicamente wesleyano-arminiano durante su vida. Aunque sus escritos posteriores sobre la santificación difieren de la enseñanza metodista en algunos aspectos –ella describe la santificación como un proceso de toda la vida, no como un hecho instantáneo–, Elena respaldó plenamente el punto de vista de John Wesley sobre la justificación y, en la interpretación metodista del camino de la salvación, encontraba mucho más para afirmar que para negar (CS 298, 299).39 Al igual que Wesley, ella insiste en que la seguridad de la salvación es positivamente “esencial” para la “verdadera conversión” (RH, 3/6/1880; Ct 1, 1889; RH, 1/11/1892; TM 452, 453).40
La no inmortalidad del alma
En algún momento entre 1841 y 1843 (LS80 169, 170),41 Eunice Harmon y otras mujeres escucharon un sermón sobre el tema de la no inmortalidad del alma y estaban hablando acerca de los textos bíblicos en los que se había basado la predicación.42 Hasta este momento, Elena había estado segura de un infierno que ardía eternamente para los impenitentes. De hecho, esta creencia era la raíz de su gran temor de la segunda venida de Cristo. Entonces, quedó sorprendida cuando escuchó a su propia madre sostener la idea de que el alma no tenía inmortalidad natural. Después, Elena relató lo siguiente sobre una conversación que tuvo con su madre:
“Escuché esas nuevas ideas con un interés profundo y doloroso. Cuando quedamos solas con mi madre, le pregunté si realmente creía que el alma no era inmortal. Respondió que le parecía que habíamos estado equivocados acerca de ese tema, como también sobre otros.
“–Pero, mamá –le dije–, ¿crees realmente que el alma duerme en la tumba hasta la resurrección? ¿Crees que el cristiano, cuando muere, no va inmediatamente al cielo, o que el pecador no va al infierno?
“–La Biblia no proporciona ninguna prueba de que exista un infierno que arda eternamente –respondió–. Si existiera tal lugar, tendría que ser mencionado en las Sagradas Escrituras.
“–Pero ¡mamá! –exclamé, asombrada–. ¡Esta es una extraña forma de hablar! Si de verdad crees en esta extraña teoría, no se lo digas a nadie, porque temo que los pecadores obtengan seguridad en esta creencia y no deseen nunca buscar al Señor.
“–Si esto es una verdad bíblica genuina –respondió ella–, en lugar de impedir la salvación de los pecadores, será el medio de ganarlos para Cristo. Si el amor de Dios no basta para inducir a los rebeldes a entregarse, los terrores de un infierno eterno no los inducirán al arrepentimiento. Además, no parece ser una manera correcta de ganar personas para Jesús, apelando al temor abyecto, uno de los atributos más bajos de la mente. El amor de Jesús atrae y subyuga hasta al corazón más endurecido”.
Eunice Harmon no se refería solamente a la enseñanza literal de la Biblia respecto de este tema; ella iba más allá de los detalles de la muerte hasta sus implicancias para el evangelio, insistiendo en la superioridad de una experiencia religiosa basada en el amor sobre una impulsada meramente por el “temor abyecto”. Si Elena hubiera conocido esa verdad años antes, se habría ahorrado mucha preocupación y temor, y muchas noches sin dormir. Cuando estudió el tema por su cuenta, Elena descubrió que se abría frente a ella un mundo nuevo para su mente joven. ¡Ahora tenían mucho más sentido tantas otras enseñanzas bíblicas!: el sueño de los muertos, la resurrección del cuerpo, la importancia del Juicio Final y la segunda venida de Cristo (LS80 170-172; TI 1:43).
El año más feliz de su vida
Más adelante, Elena describió el período desde fines de 1843 hasta el otoño de 1844 como “el año más feliz de mi vida”, al vivir en “gozosa expectación” de ver pronto a Jesús (LS80 168). Se pensaba que el año judío correspondiente a 1843 terminaría el 21 de marzo o el 21 de abril de 1844, dependiendo del método de cálculo que se usara.43 No sucedió nada inusual en esas dos fechas pero, como los milleritas todavía no se habían centrado en un día en particular, el “chasco de primavera” no fue tan agudo como el “Gran Chasco” posterior.
La explicación del chasco de primavera que resultó más convincente para los milleritas la popularizó Samuel S. Snow en un congreso campestre millerita que se realizó en Exeter, Nuevo Hampshire, del 12 al 18 de agosto de 1844.44 Al tomar como base la famosa exposición de Miller de que los 2.300 días de Daniel 8:14 representaban años y se extendían de 457 a.C. hasta 1843 d.C., Snow introdujo dos perfeccionamientos al sistema de Miller. En primer lugar, Snow argumentó que, si el período de 2.300 años hubiera comenzado a principios del año 457 a.C., habría terminado a finales del año 1843 d.C. Sin embargo, como el período de 2.300 años no empezó a comienzos del año 457 a.C, sino en el otoño de 457 a.C., el fin de ese período de tiempo se extendería la misma cantidad de meses más allá de fines de 1843 hasta el otoño de 1844. En segundo lugar, Snow demostró que, en la simbología de Levítico 23, las festividades de primavera –Pascua, Fiesta de las Primicias y la Fiesta de las semanas– anunciaban la muerte y la resurrección de Cristo, y el derramamiento en Pentecostés; estos hechos se cumplieron con precisión y en la fecha exacta de su símbolo en Levítico 23. Snow extendió el paralelismo, argumentando que las festividades de otoño de Levítico 23 –en particular el Día de la Expiación– también debían cumplirse en la fecha exacta de la tipología de Levítico. Si este razonamiento era correcto, la “purificación del Santuario” de Daniel 8:14 debía comenzar en lo que sería el Día de la Expiación en el otoño de 1844 que, según calculó él, caería el 22 de octubre de 1844,45 para el que faltaban, en ese entonces, menos de nueve semanas. Ese mensaje, conocido como el “verdadero Clamor de Medianoche”,46 se esparció con gran rapidez entre los milleritas.
Durante esa época, Elena visitaba a familias y oraba con las personas cuya fe vacilaba. Creyendo que Dios respondería sus oraciones, ella y las personas por las que oraba vivieron “la bendición y la paz de Jesús”. En ese momento, parecía que Elena tenía los síntomas de tuberculosis terminal: mala salud, pulmones gravemente afectados y voz débil. Sin embargo, nada era más importante que formar y mantener una correcta relación con Jesús.
“Con mucha oración, examen diligente del corazón y confesiones humildes, llegamos al momento tan esperado. Cada mañana sentíamos que la primera prioridad era asegurar la prueba de que nuestra vida era recta ante Dios. Nos dimos cuenta de que, si no avanzábamos en santidad, seguramente retrocederíamos. Aumentó nuestro interés los unos por los otros; orábamos mucho con los demás y por los demás. Nos reuníamos en los huertos y en las arboledas para estar en comunión con Dios y para ofrendar nuestras peticiones a él, sintiendo con más claridad su presencia cuando estábamos rodeados por las obras de su naturaleza. Los gozos de la salvación eran más necesarios para nosotros que el alimento y la bebida. Si las nubes oscurecían nuestra mente, no nos atrevíamos a descansar ni a dormir hasta que fueran barridas por la conciencia de que éramos aceptos por el Señor” (LS80 188, 189).
Cuando llegó el día, los creyentes milleritas esperaban que su Salvador vendría y completaría su alegría. Sin embargo, “tampoco esta vez vino Jesús cuando se lo esperaba”. Dejaron sus empleos y sus negocios seculares. “Amarguísimo desengaño sobrecogió a la pequeña grey, que había tenido una fe tan firme y esperanzas tan elevadas” (ibíd., p. 189). Muchos habían reconocido que el Espíritu Santo había estado activo en el movimiento del “verdadero Clamor de Medianoche” pero, después de transcurrida la fecha, prevaleció una perplejidad general.47 Al recordar la experiencia del 22 de octubre, Hiram Edson escribió: “Nuestras esperanzas y expectativas más entrañables fueron destruidas y vino sobre nosotros un espíritu de llanto como nunca lo habíamos vivido antes. Parecía que la pérdida de todos los amigos terrenales no podría acercársele en comparación. Lloramos y lloramos hasta el amanecer”.48
Otro exmillerita relató: “El paso de la fecha [en 1844] fue una decepción amarga. Los creyentes verdaderos habían dejado todo por Cristo y habían compartido la presencia del Señor como nunca antes. El amor de Cristo llenaba cada alma y con deseo inexpresable oraban: ‘Ven, Señor Jesús, ven rápido’; pero, él no vino. Y ahora era una prueba terrible de fe y de paciencia volver otra vez a las preocupaciones, las perplejidades y los peligros de la vida, a plena vista de los incrédulos burladores y denigradores que se mofaban como nunca antes. Cuando el pastor Himes visitó Waterbury, Vermont, poco tiempo después de que hubiera transcurrido la fecha, y declaró que los hermanos debían prepararse para otro frío invierno, mis sentimientos casi fueron incontrolables. Salí del lugar de reunión y lloré como un niño”.49
Sin embargo, a pesar del “chasco amargo”, Elena de White recordó que “estaban sorprendidos de sentirse tan libres en el Señor, y que su fortaleza y su gracia los sostenían con mucha fuerza”. Ella dijo: “Estábamos chasqueados, pero no desanimados” (ibíd., pp. 189, 190). Todavía había que descubrir la razón de la ausencia del evento esperado.
Una nueva visión: El surgimiento de una iglesia (1844-1863)
Aunque Elena se sintió “sostenida” espiritualmente a lo largo del “chasco amargo”, su salud física “decayó rápidamente”. Un médico diagnosticó que tenía “tisis hidrópica” (tuberculosis), y pronosticó que, posiblemente, no viviría mucho tiempo y “podría morir repentinamente en cualquier momento”. Como apenas podía respirar cuando estaba acostada, ella pasaba las noches recostada en “una postura casi sentada y, frecuentemente, se debilitaba por la tos y por el sangrado” de sus pulmones. Elena fue a vivir en este estado a la casa de Elizabeth Harmon Haines en Portland, Maine, probablemente para darle algo de respiro a su madre, Eunice Harmon (LS80 192, 193).
La primera visión y el llamado al ministerio
En la casa de Elizabeth, a fines de diciembre de 1844, alrededor de un mes después de que Elena cumplió 17 años, ella y otras cuatro mujeres se postraron para las oraciones matutinas. Elena describió después: “Mientras yo oraba, el poder de Dios descendió sobre mí como nunca antes lo había sentido” (PE 43). Ella estaba familiarizada con las manifestaciones espirituales sobrenaturales.50 Pero esta era la primera de las que ella luego llamaría “visiones”.51 Ella relató: “Mientras yo oraba en el altar familiar, el Espíritu Santo descendió sobre mí y me pareció que me elevaba más y más, muy por encima del mundo tenebroso. Me volví para buscar al pueblo adventista en el mundo, pero no lo pude encontrar. Entonces, una voz me dijo: ‘Mira otra vez, y mira un poco más arriba’. En eso alcé los ojos, y vi un sendero recto y angosto, trazado muy por encima del mundo. Sobre ese sendero, el pueblo adventista viajaba hacia la ciudad, la cual estaba en el extremo más alejado del sendero. Tenían una luz brillante detrás de ellos al comienzo del sendero, la cual, según me dijo un ángel, era el ‘clamor de medianoche’.52 Esa luz brillaba a lo largo de todo el sendero [...]. Si mantenían sus ojos fijos en Jesús, quien iba exactamente delante de ellos guiándolos a la ciudad, estaban seguros. Pero algunos no tardaron en cansarse, diciendo que la ciudad todavía estaba muy lejos y que su expectativa había sido haber entrado antes a ella. Entonces, Jesús los alentaba levantando su glorioso brazo derecho, del cual dimanaba una luz que ondeaba sobre la hueste adventista, y ellos exclamaban: ‘¡Aleluya!’ Otros negaron temerariamente la luz que brillaba tras ellos y dijeron que no era Dios quien los había guiado hasta allí. Entonces se extinguió la luz que estaba detrás de ellos y dejó sus pies en las tinieblas absolutas, de modo que tropezaron y, perdiendo de vista el blanco y a Jesús, cayeron fuera del sendero hacia abajo, al mundo sombrío y perverso” (ibíd., pp. 44, 45; ver también SG 2:30, 31).
Después, ella vio la segunda venida de Cristo, la resurrección de los creyentes que habían muerto, la llegada de los salvos al cielo y la ciudad celestial. Cuando les relató su experiencia a los adventistas de Portland, ellos “[creyeron] plenamente que provenía de Dios. El Espíritu del Señor acompañó el testimonio, y la solemnidad de la eternidad se posó sobre nosotros”. Elena recordó estar llena de “un indecible temor reverente” por el hecho de que ella, “tan joven y débil, fuera elegida como instrumento mediante el cual Dios traería luz a su pueblo. Mientras me encontraba bajo el poder del Señor, estaba inexpresablemente feliz y me parecía estar rodeada por ángeles radiantes en las gloriosas cortes celestiales [...] fue un cambio triste y amargo despertar a las realidades insatisfactorias de la vida mortal” (SG 2:31-35; LS80 193; PE 45-48). Esa visión, después llamada “la visión del Clamor de Medianoche”, fue de gran importancia para el grupo de creyentes. Como la mayoría de los milleritas, Elena ya había abandonado la creencia de que en el 22 de octubre de 1844 se cumpliera alguna profecía, aunque todavía esperaba la pronta segunda venida de Cristo (WLF 22; Ct 3, 1847).53 La visión la llevó a aceptar de nuevo la fecha y a readoptar por un tiempo el concepto millerita de la “puerta cerrada”, aunque la visión misma no decía que los pecadores ya no podían convertirse (ver *Puerta cerrada).54
Cerca de una semana después, probablemente en enero de 1845, Elena recibió una segunda visión que le mostraba que debía contarles a los demás lo que Dios le había revelado. Vio que ella “encontraría gran oposición y sufriría angustia de espíritu. El ángel dijo: ‘La gracia de Dios es suficiente para ti; él te sostendrá’ ” (SG 2:35). El llamado al ministerio público fue profundamente perturbador. Todo parecía obstáculos insalvables: su juventud, su debilidad física y su inexperiencia.55 Ella tenía miedo, especialmente, de violar el rol que se consideraba socialmente apropiado para la mujer.56 “La idea de que una mujer viajara de lugar en lugar me llevaba a querer echarme atrás. Contemplaba la tumba con deseo. La muerte me parecía preferible a las responsabilidades que debía llevar” (ibíd., p. 36). El amor de Elena por su padre la llevó a confiar en él en cuanto a la orden de contar la visión a otros. Aunque Robert Harmon (p) no podía acompañarla porque debía atender a su familia y sus negocios, él le “aseguró repetidamente [a ella] que si Dios [la] había llamado a trabajar en otros lugares, él no dejaría de abrir el camino”. Sin embargo, a pesar de “estas palabras de ánimo”, el camino de Elena parecía bloqueado por dificultades insuperables, al punto de que, en lugar de temer la muerte por tuberculosis, ella “deseaba la muerte como liberación de las responsabilidades” que enfrentaba (LS80 194, 195).57 Elena luchó durante días con este llamado, sintiendo que la paz y el favor de Dios la habían abandonado. La agonía continuó hasta que ella “[se sintió] dispuesta a hacer todo sacrificio con tal de que el favor de Dios le fuera restaurado”. Entonces, Elena le rogó al ángel en la visión que la preservara “de exaltación indebida” cuando ella relatara a otras personas lo que Dios le había mostrado, y se le aseguró que su oración estaba contestada (ibíd., pp. 195, 196; ver también SG 2:36, 37).
Sus primeros esfuerzos públicos
Confiando en esa promesa, Elena decidió ir a donde el Señor la enviara. Pronto, se abrió el camino para que fuera con su cuñado Samuel Foss a visitar a sus hermanas en Poland, Maine, a unos cincuenta kilómetros al noroeste de Portland. Elena luego se preguntaba cómo pudo hacerlo porque, como explicó después, “había tenido la garganta y los pulmones tan enfermos durante tres meses, que apenas podía hablar” con voz “baja y ronca”. En la reunión a la que asistió en Poland, ella comenzó “a hablar con susurros” pero, después de unos cinco minutos, “el dolor y la obstrucción” salieron de su garganta y de sus pulmones, su “voz se tornó clara y fuerte”, y “[habló] con perfecta facilidad y libertad durante casi dos horas”. Cuando terminó de dar su mensaje, su voz desapareció hasta que, nuevamente, se puso de pie frente a los demás y, entonces, se repitió la misma restauración singular (LS80 197; TI 1:66).58
Poco después de que Elena regresó a Portland, uno de los adventistas locales, William Jordan, debía ir a Orrington, Maine, “por negocios” y, como su hermana Sarah planificaba acompañarlo, invitaron a Elena Harmon a que también fuera. Elena confesó: “Me sentía un poco reticente pero, como había prometido al Señor avanzar por el camino que él abriera ante mí, no me atreví a rehusarme” (LS80 197). En Orrington, ella conoció a James White,59 un joven pastor de la Conexión Cristiana, que también había aceptado el mensaje millerita. James White había trabajado en Portland en el verano y el otoño de 1844, y había quedado impresionado con Elena, aunque ella no recordaba haberlo visto antes de la reunión en Orrington (SG 2:38).60 Él consideraba que Elena Harmon era “una cristiana muy devota” que, a los 16 años, ya era una “obrera en la causa de Cristo en público y de casa en casa”. También notó que ella era una “adventista resuelta”, es decir, que no minimizaba sus creencias milleritas. Pero, aunque no todos concordaban con las creencias adventistas de Elena, James afirmó que “su experiencia era tan rica y su testimonio era tan poderoso, que los pastores y los líderes de las diferentes iglesias la buscaban para que hiciera su obra de exhortación en sus diversas congregaciones” (LS80 126). James White escuchó por primera vez a Elena relatar sus visiones en Orrington (SG 2:38). Dado que ambos eran verdaderos creyentes milleritas, y que él la admiraba como cristiana excepcional, no le llevó mucho tiempo llegar a la conclusión de que las visiones de Elena provenían de Dios. James notó su fragilidad física y su mala salud en un mundo de prejuicios antimilleritas que, a veces, se volvían violentos; entonces, rápidamente se ofreció a organizar las reuniones, y a proveer su caballo y su trineo como medios de transporte. William Jordan tenía que regresar a Portland, pero Sarah podía quedarse y viajar con Elena por un tiempo.
James y Elena viajaron juntos por tres meses, acompañados por varias jóvenes, celebrando reuniones “casi cada día” hasta haber “visitado a la mayoría de los grupos adventistas en Maine y en el este de Nuevo Hampshire”.61 En muchas de estas reuniones, fueron recibidos cordialmente pero, una vez, apenas escaparon de una turba. En Exeter, Maine, encontraron fanáticos que se abstenían de trabajar y gateaban por el piso en “actos de postración” denominados como “humildad voluntaria” (Ct 2, 1874).62 Elena creía que Dios la había llamado específicamente para confrontar a estos fanáticos, a fin de quitar la “mancha” de su influencia y salvar a algunos que estaban sinceramente engañados (ibíd.). En Atkinson, Maine, su intento de ministrar en la congregación de Israel Damman llevó a que se realizaran acusaciones de conducta inapropiada entre ella y James White (ver *Israel Damman). En Portland, Eunice Harmon oyó rumores sobre estos incidentes y envió a Elena una carta, rogándole que “regresara a casa porque circulaban falsos informes”, evidentemente con respecto a su relación con James White.
“En cuanto al matrimonio”, escribió Elena, “nunca lo pensamos porque creíamos que el Señor vendría muy pronto” (Bio 1:84). James registró después que “la mayoría de nuestros hermanos quienes, junto con nosotros, creían que el movimiento del segundo advenimiento era la obra de Dios, se oponía al matrimonio” porque parecía una “negación” de su “fe” de que Cristo llegaría pronto.63 Sin embargo, varios factores cambiaron su actitud hacia el matrimonio. A pesar de tener el cuidado de nunca viajar sin un acompañante, comenzaron a circular rumores. James escribió más tarde: “Como esta manera de viajar nos hizo objeto de los reproches de los enemigos del Señor y de su verdad, el deber parecía muy claro: que quien tenía un mensaje tan importante para el mundo debía contar con un protector legal y que debíamos unir nuestras labores”. Una segunda razón fue que James vio con cada vez más claridad que, como pastor joven que era, pionero en aguas desconocidas, él necesitaba la guía divina que Dios le daba a ella. El 30 de agosto de 1846, James White y Elena Harmon se casaron en una ceremonia civil en Portland, Maine (LS80 126, 238).