Kitabı oku: «Conceptos fundamentales para el debate constitucional», sayfa 3
DERECHOS FUNDAMENTALES
CLAUDIO ALVARADO R.
En un sentido amplio o general, la noción “derechos fundamentales” se identifica con las expresiones derechos humanos, naturales, morales, o —siguiendo los términos que emplea el artículo 5° inciso 2° de la Constitución vigente— “derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana”. Todas ellas se refieren a aquellas exigencias básicas de justicia cuyo titular es el ser humano y que se le reconocen por el solo hecho de ser tal. Con todo, la voz “derechos humanos” surge en el ámbito internacional, mientras que la expresión “derechos fundamentales” suele reservarse para aquellos derechos básicos que han sido consagrados en el ordenamiento jurídico interno de un país.
Un consenso reciente
Hoy los derechos humanos o fundamentales pueden ser considerados la principal referencia jurídica, política y moral de la civilización occidental. Este acuerdo, sin embargo, es relativamente reciente si se atiende a los procesos de larga duración. Desde luego, con anterioridad existieron célebres instrumentos como la “Declaración de derechos del buen pueblo de Virginia”, de 1776, o la “Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano”, de 1789, redactada en medio del fragor de la Revolución Francesa. Pero este tipo de catálogos, cuyo foco consistía en un elenco de derechos individuales formulados de modo abstracto, fueron duramente criticados por diversas corrientes políticas e intelectuales, desde el joven Marx hasta Edmund Burke. Cabe añadir, además, que la versión original de la célebre Constitución de los Estados Unidos (1787) no contemplaba este tipo de categorías: su “Bill of Rights” se incluyó solo un par de años más tarde. En este contexto, es recién a mediados del siglo XX que comienza a producirse un consenso universal en torno a los derechos humanos o fundamentales.
El hito clave reside en la Declaración Universal de Derechos Humanos, de 1948. Su antecedente inmediato fue el horror que produjeron los brutales crímenes cometidos por los regímenes totalitarios. Ante la imperiosa necesidad de buscar conceptos e instrumentos que ayudaran a evitar la repetición de torturas, desapariciones, campos de concentración y otras vejaciones que conoció el mundo durante la primera mitad del siglo pasado, el recurso a esta noción permitió perfilar un acuerdo práctico entre diversas tradiciones de pensamiento para proteger la dignidad humana. A partir de este momento no solo comenzó a implementarse un sistema internacional de protección —tratados, tribunales y órganos de control—, sino que además se incrementó la tendencia a incluir en las constituciones catálogos de derechos fundamentales directamente exigibles ante los tribunales de justicia (con acción como el denominado recurso de protección en nuestro país). El actual estado de cosas en materia de derechos es fruto de esta evolución.
Derechos y democracia
Considerando la trayectoria anterior, resulta comprensible asumir que los derechos humanos o fundamentales representan un límite al poder político: ellos nos indican ciertas barreras que ni el legislador ni la administración del Estado pueden legítimamente traspasar. Por supuesto, esta percepción tiene fundamento: cuando los catálogos de derechos prohíben la tortura o la posibilidad de ser condenado sin un juicio previo efectivamente trazan un límite infranqueable. Ahora bien, debemos advertir que los casos en que se consagran prohibiciones de esta índole son muy pocos. La gran mayoría de los derechos comprendidos en los instrumentos constitucionales e internacionales pertenecen a una clase que admite diversas lecturas plausibles. Por mencionar apenas un ejemplo, es difícil imaginar que alguien hoy niegue la importancia de la libertad de expresión, pero es habitual encontrar diferentes maneras de entender cuál debiera ser su contenido específico. Así, habrá quienes crean que dicha libertad autoriza la quema de un emblema patrio en el espacio público; para otros —tal como la legislación chilena que proscribe esa práctica—, no.
La consecuencia del escenario descrito puede resumirse así: la relación entre la política democrática y los derechos humanos o fundamentales es bidireccional. Por un lado, estos derechos sin lugar a duda constituyen un límite y una orientación para el poder del Estado: le señalan, citando al filósofo del derecho John Finnis, los contornos del bien común. Por otro lado, sin embargo, los mismos derechos necesitan de la actividad política. Tanto para definir el detalle de su contenido —quién está obligado a satisfacer el derecho, quién es su beneficiario, etc.— como para garantizar la efectiva vigencia de las prohibiciones más significativas. Es decir, aquellas en las que se juega el núcleo de los derechos humanos: la erradicación de la esclavitud, de las desapariciones forzadas y de otros crímenes semejantes.
En el contexto de un régimen democrático resulta indispensable recordar esa doble relación entre derechos y política. Ella es la que permite conjugar la protección de los aspectos básicos de la dignidad humana, de una parte, con la idea de que los principales llamados a concluir y determinar las directrices de la vida social son los representantes políticos de los ciudadanos (el Ejecutivo y el Congreso), de otra. Todo esto, además, implica que, si bien los tribunales han de jugar un papel relevante en el resguardo de los derechos fundamentales, es el sistema político en su conjunto el que ha de velar por su vigencia y protección.
SOBERANÍA
GERMÁN CONCHA Z.
La noción de soberanía alude a una cualidad del poder del Estado. En su virtud, dicho poder ha de entenderse superior a cualquier otro en el orden temporal. Es la idea que usualmente se busca transmitir al emplear la expresión “soberano”: la no sujeción o sometimiento a otro.
La doctrina ha afirmado que, dentro de las características de la soberanía, cabe mencionar que ella es única, indivisible, indelegable y absoluta.
Tradicionalmente se ha afirmado que la incorporación de este término a la discusión política se debe a Jean Bodin, y data del siglo XVI (1576). Jean Bodin (o, en español, Juan Bodino) fue un destacado político e intelectual francés que vivió entre 1529 y 1596. Enseñó Derecho Romano en la Universidad de Toulouse y fue miembro del Tribunal Superior de Justicia de París. Escribió en el contexto de las guerras de religión entre calvinistas y católicos en Francia. Sostuvo que, si bien la autoridad se basa en un pacto que determina quién ejerce el gobierno, una vez concretado, quien lo hace debe tener todo el poder y ser obedecido por todos. Es decir, se trata de un poder soberano (sin otro a quien deba someterse), y quien lo tiene (sea el pueblo, un grupo, o una persona) es el soberano.
Se ha destacado que la idea de soberanía fue usada inicialmente como una justificación para el proceso de concentración del poder en el monarca que se produjo después de la Edad Media (y en el contexto de la crisis del sistema feudal). Así, se empleó para sostener que si al rey le correspondía la soberanía (era el soberano), entonces los demás poderes del reino debían someterse a él.
El absolutismo monárquico asoció el carácter soberano del poder real al origen divino del mismo. Es decir, si el rey recibía su poder directamente de Dios, entonces era lógico que él fuera el soberano y que, por lo mismo, solo rindiera cuentas a Dios mismo.
Se ha afirmado que si bien la Revolución francesa cambió al titular de la soberanía (ya no será el rey, sino el pueblo), no afectó su carácter ilimitado. En este sentido, se entendió que si el poder se originaba en el denominado pacto social que, siguiendo las teorías de Rousseau y de Hobbes, suponía que las personas entregan todos sus derechos al Estado, entonces el poder que correspondía al soberano (ahora el pueblo) no quedaba sujeto a otro.
No obstante, durante el proceso revolucionario surgieron consideraciones doctrinarias acerca de la necesidad de establecer algún tipo de límite a la actuación de quien era titular del poder soberano. John Locke, por ejemplo, sostuvo que en virtud del pacto social solo se entregaba el derecho a la autodefensa, pero se mantenían los derechos naturales de las personas, esto es, la vida, la libertad y la propiedad. Y el abate Sieyès1 planteó la necesidad de asociar dicha titularidad no al pueblo, sino a la nación, de manera de vincular el ejercicio del poder soberano no solo con la generación presente, sino también con la consideración de las generaciones pasadas y futuras.
En el siglo XX, Hans Kelsen sostuvo que la noción de soberanía estaba estrechamente unida a la idea de Estado. En este sentido, afirmó: “la moderna teoría política explica la soberanía como una propiedad del poder del Estado y, por tanto, indirectamente, como propiedad del Estado mismo, desde el momento que lo identifica con su poder. Dicha Teoría considera, con razón, como uno de sus grandes progresos, el haber determinado la soberanía como una de las propiedades del Estado y no de uno cualquiera de sus órganos —el príncipe, el pueblo—, como en las doctrinas anteriores”2.
A su turno, y entre nosotros, Alejandro Silva Bascuñán insistió en el riesgo de abuso de poder que suponía entender la soberanía como ilimitada, más allá de quién se entendiera que era su titular. Al efecto, afirmó: “el concepto de soberanía política llevó una deformación congénita: discurrido para apoyar el absolutismo real, se convirtió en instrumento apto para hacer eficaz cualquier forma de opresión que le sucediera. Y así se llamarían monarquías los gobiernos de soberanía residente en el rey; aristocracia, si es atribuido a pocos selectos; y democracia si se deposita en el común del pueblo. Pero siempre el yugo insoportable se descargaría sobre la persona determinada que ha de sufrirlo, entregada inerme a la voluntad irrefrenable del déspota unipersonal o colectivo”3.
Se suele afirmar que tras la Segunda Guerra Mundial se hizo patente la importancia de entender que el ejercicio de la soberanía debía estar sujeto a límites, y que ese fue, precisamente, el rol que se entendió les correspondía a los llamados Derechos Humanos.
La Constitución chilena buscó conciliar esa lógica con la tradición del derecho natural, al consagrar, en el inciso 2° del artículo 5° de la Constitución, que: “El ejercicio de la soberanía reconoce como limitación el respeto a los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana. Es deber de los órganos del Estado respetar y promover tales derechos, garantizados por esta Constitución, así como por los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes”.
“Tras la Segunda Guerra
Mundial se hizo patente la
importancia de entender
que el ejercicio de la
soberanía debía estar
sujeto a límites, y que
ese fue, precisamente,
el rol que se entendió
les correspondía
a los llamados
Derechos Humanos”.
GERMÁN CONCHA Z. (P. 45)
1 Emanuel José Sieyès. Fue un abad católico que vivió entre 1748 y 1836. Fue un escritor político muy influyente en el proceso de la Revolución Francesa. Su obra “¿Qué es el Tercer Estado?”, se suele considerar como el manifiesto de facto de la Revolución. En 1799 fue uno de los instigadores del Golpe de Estado que llevó a Napoleón Bonaparte al poder.
2 Kelsen, Hans. 2005. Teoría General del Estado. Ediciones Coyoacán, p. 133.
3 Silva Bascuñán, Alejandro. 1997. Tratado de Derecho Constitucional. T. I. Editorial Jurídica, p. 216.
ESTADO DE DERECHO: JURIDICIDAD, CONTROL Y RESPONSABILIDAD
DOMINGO POBLETE O.
La idea de Estado de Derecho consiste básicamente en que tanto gobernantes como gobernados se rigen por el Derecho. Ello sirve de garantía para las personas, pues el poder solo podrá ejercerse si ha sido atribuido previamente por la Constitución o la ley y deberá someterse estrictamente al marco, procedimiento y finalidad fijados por dichas normas jurídicas. La vigencia efectiva de un Estado de Derecho requiere de tres pilares básicos: la juridicidad, el control y la responsabilidad.
El principio de juridicidad exige el sometimiento pleno de los diversos órganos del Estado al Derecho, a la Constitución y a las normas dictadas conforme a ella. Una consecuencia directa de la juridicidad, quizás la más relevante, consiste en la protección de los derechos de las personas y en su consideración como un límite a la acción del Estado en la promoción del bien común.
Sin embargo, la sola consagración de la juridicidad en un texto constitucional no basta para que sea efectiva, para que rija en la realidad. En efecto, si no existen mecanismos para verificar constantemente su respeto por parte de los órganos estatales y sin una consecuencia que se derive de su infracción, tal consagración no deja de ser una mera declaración, a lo más una aspiración programática. Precisamente, los principios de control y de responsabilidad hacen efectiva la juridicidad, permitiendo que se manifieste en la realidad la idea del Estado de Derecho y se respeten los derechos fundamentales de los ciudadanos.
El control consiste, en términos simples, en verificar el cumplimiento de reglas, estándares o principios. Así, el control permite contrastar la forma en que una autoridad estatal actuó con la forma en que debió hacerlo, pudiendo identificarse una eventual infracción y corregirla, expulsando el acto del ordenamiento. Ahora bien, el objeto del control —lo que se controla— puede ser variado: desde la legalidad de la actuación (el cumplimiento de las normas que la rigen) hasta el mérito, la oportunidad o la conveniencia de una decisión, incluyendo también la eficiencia o eficacia de esta. Lo relevante es que tal control pueda desplegarse de manera efectiva e integral, a través de todos los órganos estatales y respecto de todo acto de ejercicio de poder público. Para ello, es necesario que existan múltiples órganos de control, por una parte, y variados mecanismos para activar dichos controles, por otra, incluyendo vías de acción para los ciudadanos. Esta multiplicidad de entidades y vías de control busca responder a una clásica inquietud de la filosofía política, consistente en evitar órganos inmunes al control, sea cual fuere la función que cumplan o su relevancia.
Actualmente, las sociedades democráticas consideran el control como una función esencial del Estado, mostrando una creciente preocupación por diseñar sistemas institucionales en que los diversos órganos puedan controlarse unos a otros (por ejemplo, bajo la idea de los pesos y contrapesos). Sin perjuicio de ello, debe destacarse el rol fundamental que corresponde cumplir al Poder Judicial en el control del ejercicio del poder público. En efecto, los tribunales de justicia representan la máxima garantía de control, ante un tercero imparcial y con un debido proceso, a fin de detectar actuaciones ilícitas o abusos de poder, anular actos y amparar a las personas en el ejercicio legítimo de sus derechos.
Decíamos que para hacer efectiva la juridicidad —el sometimiento del poder al Derecho—, no basta declararla, sino que resulta necesaria la existencia de un sistema de control, capaz de detectar infracciones. Pues bien, el control por sí solo tampoco será suficiente si no va acompañado de la obligación de hacerse cargo de los efectos de la infracción, ya sea por parte del agente estatal respectivo o, incluso, por parte del Estado mismo. Esta es precisamente la función de la responsabilidad en el derecho: forzar a los sujetos a asumir las consecuencias de sus acciones u omisiones.
Existen diversas manifestaciones de la responsabilidad jurídica. La penal apunta a castigar a quien ha cometido un delito, manifestándose a través de una condena que puede incluso privar al sujeto de su libertad.
La administrativa, por su parte, se detona por la infracción de los deberes de los funcionarios públicos, y consiste en soportar desde multas hasta la pérdida del cargo, según la gravedad de la falta. La responsabilidad política recae en las altas autoridades del Estado y consiste en la expulsión de sus funciones, generalmente por incumplimiento de deberes o atentar contra el interés general. La responsabilidad civil, finalmente, consiste en hacerse cargo de los daños que una acción pudo provocar en una persona y se traduce en el deber de compensarlo, a través del pago de una suma de dinero. Esta es la forma en que se verifica la responsabilidad del Estado, ante actuaciones u omisiones que puedan lesionar a una persona, surgiendo el deber de indemnizarla íntegramente.
La idea de un Estado responsable ante los ciudadanos es una conquista relativamente reciente de la civilización. Históricamente primó la idea del poder público ilimitado frente a la esfera patrimonial privada, expresada en los regímenes monárquicos bajo un principio explícito, inspirado en el derecho romano: “el rey no puede cometer daños”. Incluso superada la monarquía se mantuvo este privilegio en los Estados modernos, ahora sobre la base de la idea de “soberanía”. En este escenario, los daños causados por la actividad estatal recaían en el funcionario, asumiendo que pudiese ser identificado como tal, resultando generalmente insuficiente su patrimonio para asegurar una indemnización efectiva de la víctima.
Actualmente, como resultado de una transformación cultural en la apreciación de los derechos fundamentales y el rol del Estado, se entiende su responsabilidad como una garantía patrimonial de las personas, consistente en que no deberán soportar daños antijurídicos causados por las actuaciones del poder público. Respecto de la procedencia de la responsabilidad estatal, las constituciones suelen distinguir según la naturaleza del órgano que actúa. La responsabilidad del Estado-Administración (Poder Ejecutivo) es la más amplia, disponiendo las personas de acciones para reclamar la indemnización de cualquier daño antijurídico causado por alguna acción u omisión. La responsabilidad por actos del Poder Judicial suele restringirse a casos en que pueda verse afectada la libertad de una persona de modo injustificado. Respecto del Legislador y de la posibilidad de reclamar indemnizaciones por sus actos, se trata de una materia controvertida en doctrina.
Ciertamente, de cara a una discusión constitucional, debiese analizarse la forma de hacer efectiva esta responsabilidad respecto de toda actuación estatal, aportando claridad acerca de las vías de reclamación, el título necesario para exigir la indemnización y su aplicación a cada esfera del poder estatal.
DEMOCRACIA
JOSÉ FRANCISCO GARCÍA G.
El Presidente Abraham Lincoln, en su famoso Discurso de Gettysburg en noviembre de 1863, nos legó la que quizás sea una de las definiciones más famosas y simples de democracia: “el gobierno del pueblo, para el pueblo, por el pueblo”. La Real Academia Española la define como el “predominio del pueblo en el gobierno político de un Estado”.
Desde una perspectiva histórica, se remonta a la antigüedad, y más precisamente a la Atenas de Pericles del siglo V a. C., en el período en que son los propios ciudadanos los que deliberan y deciden acerca de los asuntos públicos de la polis reunidos en asamblea. De aquí su origen etimológico: demos (pueblo) y krátos (gobierno). No tendrá buena fama entre los estudiosos de las ideas políticas en el largo período comprendido entre Aristóteles y El Federalista (Hamilton, Madison y Jay). La democracia deberá esperar hasta el siglo XIX, en medio del surgimiento de los partidos políticos contemporáneos, para gozar del prestigio y la universalidad que tiene hoy. Quizás sea en La Democracia en América, de Alexis de Tocqueville, en dos tomos (1835 y 1840), donde mejor se plasme la descripción de lo que posteriormente será nuestra idea contemporánea de democracia como fundamento de legitimidad del poder político, y sobre la base de los valores de la libertad, la igualdad y la participación. Tocqueville destacará además el conjunto de prácticas e instituciones que la suponen y las tensiones que genera.
Hoy, cuando pensamos en democracia, usualmente la asociamos a una concepción mayoritarista, esto es, el uso de la regla de mayoría para la toma de decisiones colectivas. Esta concepción se basa en diferentes justificaciones: otorga estabilidad a las decisiones colectivas, pues al agregar las preferencias de una mayoría aumentan las probabilidades de acertar en la decisión (teoría del jurado de Condorcet); logra el bienestar de la mayoría (idea consecuencialista o utilitarista), o, el argumento tradicionalmente más fuerte, logra de mejor manera realizar el ideal de igualdad al interior de una comunidad política (todas las cabezas cuentan igual).
Diversos autores contemporáneos, como Robert Dahl, han sofisticado el ideal regulativo de la democracia mayoritaria, incorporando elementos tales como el que si bien al interior de una comunidad política debe primar la regla de mayoría como regla general de las decisiones colectivas, ello no obsta al respeto de los derechos fundamentales de la minoría afectados por las mismas; el reconocimiento y garantía de derechos políticos (libertad de expresión, reunión, asociación, etc.); la existencia de pluralismo político, esto es, la expresión efectiva de distintas opciones sobre la conducción del gobierno y la posibilidad real de alternancia en el poder; la elección periódica de representantes en un proceso institucional, transparente, con voto secreto, informado, etc.; entre otros.
A partir de esta concepción más robusta de democracia, han surgido diversas concepciones asociadas a los ideales del pluralismo (Berlin), comunidad (Dworkin) o deliberación (Habermas o Nino). Asimismo, esta evolución ha ido de la mano con la evolución del constitucionalismo en general y de la Constitución instrumento, especialmente en su fase de reconocimiento y protección de los derechos fundamentales de las personas. De ahí la idea del Estado Constitucional de Derecho o el que vivimos en la era de la democracia constitucional. En este contexto, las constituciones entran en tensión con un modelo fuerte de democracia mayoritaria, en el que ya no solo importa el gobierno de la mayoría (principio democrático), sino el respeto a los derechos y libertades de las personas (el principio de derechos humanos). Por ello las constituciones deben buscar un equilibrio virtuoso entre ambos principios.
Hoy, en todo el planeta, la democracia constitucional, liberal, representativa que conocemos y que se ha instalado como el modelo de gobierno dominante, se encuentra tensionada (y amenazada) por diversos factores. Entre ellos, seguir contestando de manera adecuada la pregunta básica: ¿quiénes participan?, lo que lleva a pensar en la regulación de la ciudadanía o derecho al sufragio; los déficits de participación ciudadana inherentes a la democracia representativa, que invitan a pensar en incorporar mecanismos de democracia directa en la toma de un creciente número de decisiones; déficits de eficacia, transparencia y rendición de cuentas de los representantes, mandatarios del pueblo; los desafíos que enfrenta la igualdad política frente a las asimetrías de influencia y presión de los grupos de interés; la posibilidad de usar más intensamente la tecnología para hacer frente a estos déficits; entre otros. Pero también vivimos una época en que los nuevos autoritarismos son capaces de hacer golpes de Estado, ya no mediante las armas y la violencia, sino haciendo un uso estratégico del instrumental constitucional y democrático, de forma gradual, para avanzar en sus ideales no democráticos.
Muchas de estas preguntas y desafíos serán parte del debate constitucional en nuestro país. La definición de que “Chile es una república democrática” debiera mantenerse, no así el conjunto de instituciones y reglas que la materializan. Varias de las reformas constitucionales entre 1989 y 2005 tuvieron como propósito reconectar (redimir) nuestras instituciones y reglas fundamentales con la tradición democrática chilena, a partir de la definición inicial de la Constitución de 1980 de promover una “nueva democracia”, autoritaria, protegida, tecnificada, entre otros calificativos, y bajo una concepción de pluralismo político limitado. Así, el debate constitucional en este ámbito debiera girar en torno a la búsqueda de equilibrios virtuosos entre la democracia representativa basal con mecanismos de participación ciudadana más intensos, el uso —en dosis más bajas que las actuales— de mecanismos contramayoritarios, el ámbito de decisiones que se entregará a órganos técnicos, el conjunto de decisiones que serán tomadas a nivel subnacional, los derechos que serán indisponibles para la mayoría, entre otros.