Kitabı oku: «Pasiones sin nombre», sayfa 5
2.2.2 Razón y sinrazón en la semiótica de las pasiones
La irrupción de la dimensión pasional, se nos dice, no produce solamente, en efecto, perturbaciones en la organización narrativa de los textos-objetos (o en las prácticas) que el semiótico tiene por costumbre analizar; va a alterar también las condiciones de edificio del metadiscurso descriptivo mismo, poniendo de golpe al teórico en la obligación de reorganizar, al menos en parte, su propio lenguaje y sus conceptos. La contratapa de Semiótica de las pasiones llega incluso a hablar de ¡“una revisión completa del edificio semiótico”! Se podría creer que se trata allí de un simple argumento de venta, pero todo indica que no es ese el caso: lo “patémico” es realmente el diablo en casa.
En el plano de los discursos enunciados, en primer lugar, es poco decir que los autores ven en la pasión la causa de los más graves “disfuncionamientos”. Captada “en su desnudez”, la dimensión pasional reclama por su parte una denuncia precisa y decisiva. La consideran como “la negación de lo racional y de lo cognitivo”, ni más ni menos (SdP, 18): Pasión contra Razón, en suma, según un retorno inesperado de lo que proclama desde tiempos inmemoriales la doxa, y no Pasión versus Acción, como pediría una aproximación estrictamente sintáctica a los juegos de las relaciones en cuestión, y como será, por lo demás, aplicado luego en la parte analítica del mismo libro. En los capítulos 2 y 3, respectivamente consagrados al estudio de la avaricia y de los celos, lo que vemos efectivamente construir es una sintaxis (modal) del hacer y de los estados de los sujetos (más precisamente, de sus estados “de alma”); dicho de otro modo, una semiótica de las pasiones que se sitúa en la prolongación directa de la semiótica de la acción ya en plaza desde larga data y conocida con el nombre de gramática narrativa.
Algo totalmente diferente ocurre en las dos secciones iniciales y más teóricas de la misma obra –la introducción y el capítulo primero–. Lo que allí domina no es la preocupación de construir, sobre la base de descripciones textuales precisas, una sintaxis de la pasión en cuanto discurso. Es más bien la confianza, de algún modo ciega, en la validez de un paradigma fundador constituido previamente a todo análisis, y que opone, a la manera de una polaridad de tipo mítico, la sabiduría bien temperada, la sofrosine de un sujeto capaz de “mantenerse razonable” en tanto que la “música de fondo patémica” (SdP, 19) no se transforme en él en “ruido y furor” incontrolables, a la sinrazón, a la hybris, del mismo sujeto súbitamente convertido en juguete de una propioceptividad “salvaje” que “reclama sus derechos” (SdP, 18). Porque, antes incluso de que tal o cual pasión particular haya adquirido forma articulada, la dimensión patémica en cuanto tal, acompañada de lo que supone como “precondición” –a saber la foria, una suerte de pulsión en estado puro, direccionalmente aún indeterminada–, constituye para los autores el verdadero doble perturbador en relación con el discurso de la “racionalidad” y con el buen funcionamiento de la “dimensión cognitiva” (SdP, 19). El dualismo que hemos señalado, está anclado en lo más profundo, y es comprensible que, en esas condiciones, no pueda haber conciliación posible, en el plano del relato enunciado, entre la temperancia del sujeto cognitivo y la intemperancia del sujeto patémico, entre el tiempo mesurado de la razón y la desmesura puntual de la pasión, como tampoco la había, en la primera parte de De la imperfección, entre el tiempo extendido, tan aburrido como tranquilizador, de la insignificancia, y el instante bendito, aunque terriblemente perturbador, del deslumbramiento.
En el plano metadiscursivo y teórico, es cierto que el proyecto declarado de los autores parece orientarse, no obstante, en el sentido, exactamente inverso, de una superación de esa visión dualista bastante gastada; hay que reconocerlo. “Poder hablar de pasión –escriben con todas las letras–, es tratar de reducir [el] hiato entre el ‘conocer’ y el ‘sentir’” (SdP, 21). Lo tomamos en cuenta, sin tratar de incriminar el hecho de que es, sin embargo, esa dicotomía la que les sirve precisamente –como a nosotros– de punto de partida, pues para franquearla es necesario sin duda hacer referencia a ella. En cambio, habrá que admitir, de todos modos, que no se cuestiona verdaderamente dicha visión dualista, sino que más bien se garantiza cuando se plantea, como requisito teórico previo a todo análisis, la necesidad de “pronunciarse sobre la prioridad de derecho de lo sensitivo en relación con lo cognitivo, o inversamente” (SdP, 22). No queda ninguna duda de que los autores son, en principio, partidarios de la “cohabitación” (SdP, 22) entre las “dos lógicas” en discusión. Queda en pie la cuestión de saber si se dan los medios más eficaces para instaurarla, o si, en realidad, se mantienen encerrados en el interior del marco dicotómico que desean sobrepasar.
Sería en vano buscar la respuesta a esta cuestión en los capítulos analíticos que siguen a esas consideraciones generales, porque Greimas, a propósito de la avaricia, y luego Jacques Fontanille, en lo que concierne a los celos, olvidando aparentemente las promesas de su Introducción y del capítulo inicial, regresan, en lo esencial, a un estadio metodológico y teórico anterior, al de la gramática narrativa de los años 1970-1980. De hecho, las dos descripciones en cuestión se desarrollan en el único terreno modal –a lo cual nada se puede objetar, excepto porque, en lo que aquí nos interesa directamente, eso lleva a los autores a privilegiar a tal punto la dimensión del conocer en relación con la del sentir (lo “cognitivo” en detrimento del “sentir”) que, finalmente, el problema de las formas de la “cohabitación” esperada entre esas dos dimensiones ni siquiera es planteado–.
Al concentrar de ese modo su trabajo en la modalización, que, al decir de ambos semióticos, se centra exclusivamente en la “organización categorial” de los discursos, Greimas y su colaborador no podían sino dejar de lado otros dispositivos igualmente previstos por ellos, no categoriales, bautizados en este caso como modulaciones, y que tienen, en principio, el interés de “sobrepasar las simples combinaciones de contenidos modales” (SdP, 21). Dado que, nos dicen ellos en la primera parte, esos “arreglos estructurales de otro tipo”, esas “modulaciones”, “escapan a la categorización cognitiva” –dicho de otro modo, que pertenecen esencialmente al sentir–, no podemos menos que lamentar vivamente que no reaparezcan en su práctica descriptiva ulterior. Sin embargo, aunque las modulaciones en cuestión pudieron haber sido integradas por los autores a los parámetros de sus análisis, hay otro elemento pertinente, a saber, la dimensión estésica, que no debieron dejar tampoco de lado –elemento, no obstante, esencial, por poco en serio que se tomen las declaraciones proclamadas al comienzo, en particular aquella que conduciría a aprehender “la pasión en cuanto tal sometida al sentir” (SdP, 93-94)–.
El tratamiento semiótico del sentir no puede, en efecto, reducirse al registro, en forma de modulaciones, de las variaciones de intensidad (o de “tensividad”) susceptibles de afectar cuantitativamente las condiciones de nuestra percepción del mundo exterior. El mundo percibido, que reconstruimos espontáneamente a cada instante como mundo significante, nos solicita, por cierto, energéticamente, en función del grado variable –la intensidad– de su presencia en torno de nosotros o delante de nosotros. Pero tales variaciones “tensivas” presuponen evidentemente la presencia de algo que percibir (más o menos “intensamente”), y ese “algo” no puede ser sino un conjunto de propiedades o de cualidades materiales inherentes a los objetos perceptibles. Dicho de otro modo, para tomar el título de una obra cofirmada por Jacques Fontanille, pero reubicándola, si se puede decir, en el lugar adecuado para nuestro propio uso, no es la cantidad mensurable la que está primero, sino la cualidad sensible y significante de las cosas; y es esa cualidad la que puede, secundariamente, ser objeto de todas las “modulaciones” cuantitativas que se quiera, y no a la inversa4.
A nuestro modo de ver, no solamente se puede dar cuenta de los “más” y de los “menos” de manera accesoria. Medir intensidades (o limitarse, de hecho, más modestamente, a compararlas, dado que, en ese dominio, nadie dispone, propiamente hablando, de unidades de medida) no constituye un gran avance, semióticamente hablando, mientras no se pueda decir nada preciso de los contenidos mismos sobre los cuales recaigan los cambios de intensidad en cuestión. Y no obstante, en esa dirección se ha orientado, a grandes rasgos, a partir de la aparición de Semiótica de las pasiones, la problemática conocida con la etiqueta de “semiótica tensiva”. Esa tendencia focaliza, por principio, las variaciones cuantitativas que afectan, si entendemos bien, el grado de percepción por los sujetos de los efectos inducidos por los elementos que componen su “campo de presencia” –y eso con la ayuda de toda una panoplia de “gradientes” de aires aritméticos, con esquemas de amplificación y de despliegue, de atenuación y de reducción, etc.−5.
Por nuestra parte, al contrario, sostenemos la idea de que la prioridad corresponde a la construcción de modelos cualitativos, comparables en sus grandes líneas a aquellos que antaño fueron elaborados para sentar las bases teóricas de una semiótica visual6. Se trataba entonces de dar cuenta de la organización estructural de las cualidades plásticas propias de los objetos visibles. Hoy se trata, más generalmente, de saber con qué categorías se pueden explicar semióticamente los efectos cualitativos –los efectos de sentido simplemente– inducidos por nuestro contacto con el conjunto de las cualidades sensibles (más allá o más acá de lo meramente visible) inmanentes a los seres o a las cosas con las que nos enfrentamos. ¿Con qué categorías analizar el discurso estésico que nos dirige el mundo percibido? Tal es actualmente la tarea primordial que tenemos que emprender, porque es prácticamente la única vía posible, en semiótica, para abordar con eficacia la dimensión sensible de nuestra interacción con el mundo7.
Es cierto que en la parte inicial del libro sobre las pasiones, lo que los autores llaman “estesis” no está del todo ausente. Le consagran una página entera en el marco de una reflexión muy general sobre las “precondiciones” de la emergencia del sentido. En ese pasaje, que, por confesión de los mismos autores, se sitúa en el límite de la fabulación mítica (se trata de la construcción del “imaginario de la teoría” (SdP, 16)), la relación estésica es descrita “como el movimiento inverso de aquel que resuelve los sincretismos”, o, un poco más adelante, “como ‘resentir’ del estado límite y espera del retorno a la fusión, que reposa en la fiducia” (SdP, 28-29). Lamentablemente, la continuación no añade nuevas luces a esas evocaciones bastante sibilinas. Y los dos análisis que constituyen el cuerpo del libro tampoco aportan gran cosa, pues, como hemos visto, se centran de hecho en un nivel de pertinencia gramatical (actancial y modal) purificado de toda determinación de orden estésico: opción tanto más inesperada cuanto que las dos pasiones particulares que los autores han decidido analizar, la “avaricia” y los “celos”, hubieran podido ser consideradas como pasiones fundamentalmente ancladas en relaciones estésicas con el cuerpo del otro, sentido o “resentido” en su materia misma, oro o carne.
Por todas estas razones, no podremos encontrar en Semiótica de las pasiones instrumentos conceptuales capaces de ayudarnos a la elaboración de una semiótica que no siga oponiendo lo cognitivo a lo sensitivo, lo racional a lo pasional, lo inteligible a lo sensible, lo energético a lo material, o lo tensivo a lo estésico, sino que más bien trate de articular esas dimensiones de tal manera que permitan dar cuenta de los modos de significación de lo sensible en cuanto tal. Las premisas de una orientación semejante hay que buscarlas en otro sitio: precisamente en la segunda parte del otro libro, De la imperfección. Allí, en la sección acertadamente titulada “Las escapatorias”, nos percatamos de que el esquema un tanto desesperado (aunque solo sea por su naturaleza estrictamente binaria) comienza a ser cuestionado, e incluso es superado. No de manera explícita y sistemática, es cierto, pero al comienzo en un tono discretamente irónico (Greimas aplica a la “gran estética” casi el mismo tono que otros aplican a los “grandes relatos” heredados de una tradición ideológica secular obsoleta), y luego, más profundamente, por el acento puesto en la idea de un hacer estético inscrito en la duración y marcado por un cierto voluntarismo. El catastrofismo comienza entonces a dejar lugar a una orientación constructivista. Tal es el principio de la segunda lectura que se puede hacer de ese libro.
2.3 “MEHR LICHT!”
2.3.1 Un auto-aprendizaje
En contrapunto con la temática de la “fractura” y del “accidente” –bruscas discontinuidades, irrupciones imprevisibles, eventos puntuales–, que dominaban hasta entonces, vamos a ver ahora cómo se diseña una problemática articulada en términos de intencionalidad y de progresividad, una y otra orientadas por la preocupación de una inteligibilidad que no se detendrá en la frontera de lo sensible, sino que intentará por el contrario englobarlo. A pesar de lo que la experiencia pueda tener, en cuanto tal, de “cognitivamente inaprehensible” (De l’I., 72), no hay que “cerrar los ojos”, grita Greimas (De l’I., 95), sino tratar de comprender, como semióticos, la manera en que hace sentido.
Primera diferencia notable que marca el paso de la “fractura” a las “escapatorias”: la captación de una forma sensible del sentido a través de la experiencia estésica va a ser planteada ahora como posible, no solamente en circunstancias excepcionales y fortuitas, sino también “en nuestros comportamientos de todos los días” (De l’I., 78). La experiencia estética no será ya, o no lo será necesariamente, una gracia providencial. Puede proceder igualmente de la iniciativa del sujeto y de un trabajo de construcción que depende solo de él. En ese caso, nada de eventos estéticos fortuitos ni de deslumbramientos que esperar. Y de hecho, al relato anterior, canónicamente proppiano (suspenso, peripecia, resolución), sucede ahora el de un verdadero no evento: menos heroico y menos espectacular que el destino del sujeto transportado por el éxtasis o los trances de la pasión, pero también menos estereotipado; podemos asistir ahora a una lenta y perseverante búsqueda de sentido, alejada de todo sentimentalismo y de todo recurso a la trascendencia. Para el sujeto de esta búsqueda, la cuestión central ya no será aquella, especulativa, de la prioridad de lo cognitivo o de lo sensitivo, vistos como polos irreconciliables, sino una “cuestión de método”: ¿cómo dar cuenta de la inteligibilidad de lo sensible a través de la observación de los comportamientos humanos “vividos” o de sus simulacros, por ejemplo, literarios, “dignos de fe” (De l’I., 72)?
Y lo mismo ocurre con la posición del semiótico en cuanto sujeto supuesto de un “saber”. En lugar de considerar lo sensible como un plano autónomo que se debe mantener a distancia, en posición de objeto, al cual se superpondría, como en Semiótica de las pasiones, un plano cognitivo concebido como jerárquicamente superior y como reservado a una instancia cognoscente desligada de la experiencia misma a analizar, Greimas propone, en De la imperfección, la figura de un sujeto, por así decir, completo, o simplemente humano: a la vez “inteligente” y “sensible”, indisociablemente implicado en la experiencia del mundo sensorialmente perceptible y comprometido en la búsqueda reflexiva del sentido que allí se inscribe. “Mehr Licht!”* (D l’I., 95), sí, pero sobre la experiencia misma de un sujeto que conjuga ahora tanto la disponibilidad para sentir como la disposición para comprender. Nos enfrentamos, pues, con un trabajo de edificación o incluso de deducción semiótica, con una suerte de aprendizaje que tiene en mente un mejor control de la competencia latente que cada uno de nosotros posee para sentir en torno a sí la presencia del sentido, y para comprender aquello que puede ser significado a través de esa presencia sensible.
2.3.2 Sentido y no-sentido
A fin de extraer de estas observaciones una interpretación crítica de conjunto, podríamos decir, de manera deliberadamente un tanto provocativa, que la primera parte de De la imperfección trata en el fondo de las formas posibles del no-sentido, poniendo de relieve dos de ellas, complementarias entre sí: la primera procede de la pura continuidad –es la supuesta uniformidad pesada y engorrosa de lo cotidiano, capaz de “desemantizar” todas las cosas–, mientras que la otra, su contraria, nace de la discontinuidad radical –de una dispersión que impide que el sentido “cuaje”–. Por el contrario, la segunda parte del libro apunta al restablecimiento de un mundo que hace sentido, y sugiere para eso un doble proceso de negación creadora que desemboca en la producción, por un lado, de formas de lo no continuo que permitan la aparición de efectos de sentido “modulados”, y por otro, de articulaciones no discontinuas, potencialmente generadoras de “armonías” significantes.
Podemos esquematizar esta interpretación de la manera siguiente:
En Greimas, la primera de esas formas, la del no-sentido, ligada a un tipo de manifestación de lo continuo que él denomina “rutina” (en posición 1 en el esquema), está explícitamente vinculada a la idea de un mundo desemantizado, totalmente idéntico a sí mismo, muerto en cierto modo, o en todo caso que “no representa la vida”, puesto que apela a la constitución de “otro lugar imaginario alimentado de espera y de esperanza” (De l’I., 84). La otra forma de negación del sentido (en posición 3 en el esquema) es la de un mundo no “desemantizado” por la repetición o por la permanencia de lo mismo, es decir, por el exceso de previsibilidad, sino convertido en sinsentido por la imprevisibilidad de los “accidentes estéticos” que provocan ahí aleatoriamente las inscripciones siempre posibles de una alteridad radical.
Es cierto que, contrariamente a las perturbaciones de orden pasional del otro libro, ninguno de los accidentes estéticos en cuestión nos es presentado como sinsentido en sí mismo, puesto que, al contrario, cada uno de ellos hace figura de brusca revelación del sentido por la mediación de lo sensible. Por ejemplo, la suspensión de la última gota de la clepsidra provoca en Robinson, el héroe del relato de Michel Tournier, la intuición súbita de un “mundo otro”, es decir, “verdadero”, deslumbrante justamente porque hace sentido, a diferencia del mundo “ordinario”, del que se podría decir, por contraste, que apenas tiene una pizca de “significación”. No por eso el conjunto de los “accidentes” analizados (tanto en el texto de Tournier como en los otros cuatro) deja de inscribirse dentro de un sintagma narrativo global que encadena una sucesión de experiencias absolutamente heterogéneas y hasta contradictorias entre sí. De donde surge, por decirlo familiarmente, su carácter de “sin pies ni cabeza”: del tedio del día a día al deslumbramiento inesperado, del marasmo al éxtasis, y luego, del éxtasis al marasmo; si tales idas y venidas tienen algún sentido, ¡lo que quieren decir es por lo menos enigmático!
Tanto y más que en cada uno de esos casos, el accidente propiamente dicho –la catástrofe o el milagro responsable del “deslumbramiento”– no parece resultar de nada que lo preceda. “Evento” inexplicado que cae “del cielo” sin que se lo pueda prever ni pueda uno prepararse para él, es decir, sin hacerlo venir. Después, una vez que ha ocurrido, deja que el sujeto recaiga como aturdido en un estado que no tiene, de nuevo, ninguna relación con la experiencia anterior. Como pura secuencia de discontinuidades, un sintagma semejante, considerado como un todo, solo puede producir, por decirlo de otro modo, un efecto de falta de ilación que constituye, propiamente hablando, en el plano de la vivencia, el equivalente de un caos semántico. Es comprensible que, en tales condiciones, el sujeto, milagrosamente privado de todo control sobre su entorno y sobre sí mismo, únicamente pueda guardar, a lo sumo, de su “deslumbrante” aventura, un poquito de “nostalgia” (De l’I., 17, 90).
Por el contrario, la segunda parte del libro cambia la vida, o al menos trata de introducir en ella un verdadero sentido por medio de la superación de ambos polos de la categoría continuo versus discontinuo –sobre la cual reposa la filosofía catastrofista precedentemente desarrollada–. Una primera posibilidad (figurada en el esquema por el paso de 1 a 2) es ofrecida por la negación de lo continuo, de lo monótono, de lo rutinario, de lo perfectamente programado, operación susceptible de traducirse en superficie por la aparición de cierta “fantasía”, es decir, por un margen de inesperado en la realización de los programas, por ejemplo por la introducción de variaciones cualitativas, o, por qué no en este estadio, de modulaciones cuantitativas a lo largo del sintagma. Pero es más bien la otra posibilidad sugerida por el modelo la que parece retener la atención de Greimas, la que consiste en explotar la negación de lo discontinuo: superación de lo aleatorio y de lo caótico (paso de 3 a 4). Allí aparece de manera decisiva lo que el autor llama el “hacer estético” del sujeto (De l’I., 79), actividad concertada y orientada que apuntará esencialmente a introducir encadenamientos, “enlaces”, una sintagmática controlada, y –elemento crucial– un espesor temporal en las interacciones entre las gentes y las cosas, de tal manera que resulta posible organizar la búsqueda del sentido, si no programarla, en lugar de quedar reducidos a esperar que la revelación advenga de pura suerte, por gracia o por accidente. Eso supone, cuando menos, el reconocimiento de cierta cohesión (tal vez también de alguna forma de “inherencia”, según expresión de Merleau-Ponty8) entre las magnitudes de diversos órdenes que están en juego: entre un hacer y otro hacer, o entre un hacer y el estado resultante. En otros términos, el estado de alma, la “pasión”, y más generalmente el padecer, cuya experiencia de orden estésico constituye evidentemente una parte esencial, no se plantearán ya como la antítesis de la “razón”, sino que serán considerados desde el punto de vista de la manera como se articulan con el hacer (con la “acción”) del sujeto, y más especialmente con la manera de interactuar con el objeto –o con otro sujeto–, ajustándose en acto. Solo, en efecto, un determinado modo de “ajuste” [adecuación] (el término se encuentra en Greimas: De l’I., 40), una forma u otra de permeabilidad y de sintonía, en definitiva de orden somático, entre elementos copresentes en el espacio o articulados en el tiempo puede dar, poco a poco, un sentido, si no a “la vida” en general, por lo menos a la copresencia de los sujetos, a su estar-conjuntos, y eso no en un “mundo otro”, por así decir trascendente, sino, hic et nunc, en la inmanencia sensible de la existencia cotidiana.
De manera más general, se podría decir que ese paso de lo discontinuo a lo no discontinuo da cuenta del paso de la discordancia a las diferentes formas de armonía donde las partes se arreglarán entre sí para construir un todo que se sostenga a sí mismo. Podemos pensar, por ejemplo, en lo que cambia entre el momento en que los músicos de una orquesta “afinan” sus instrumentos cada uno por su lado (o a lo sumo de dos en dos, o de instrumento en instrumento) y, en esa medida, “no se ponen de acuerdo” entre sí –de donde surge ese efecto de cacofonía y de “caos” (posición 3 del esquema)–, y el momento siguiente (indicado en 4), cuando, por el contrario, comienzan a tocar todos juntos, precisamente cuando se ponen de acuerdo unos con otros, es decir, cuando ajustan sus diferencias (sin neutralizarlas), haciendo que “se acoplen” unos con otros: la cacofonía se transforma entonces en sinfonía. Paralelamente, si por continuo en sentido estricto se designa un sintagma hecho únicamente de la repetición indefinida del (o de los) mismo(s) elemento(s) –monotonía perfecta, representable, por ejemplo, por un mismo sonido indefinidamente “mantenido” (posición 1 del esquema)–, queda claro que un sintagma semejante se opone tanto a la cacofonía representada por lo discontinuo en sentido estricto, pura alteridad de los componentes, de unos con respecto a los otros (posición 3), como a la armonía sinfónica que se puede oír con la aparición de lo no discontinuo, configuración en la que los elementos se ajustan unos con otros, y tienden por eso mismo a crear un efecto de diversidad –de vida– en el interior de una unidad englobante dotada en sí misma de sentido (según la posición 4, de nuevo).
Para prever, por lo demás, algunos de los valores que los términos polares de la categoría de base que aquí opera –lo continuo y lo discontinuo– pueden teóricamente adquirir no solamente bajo el ángulo estésico, sino también más generalmente en términos ideológicos, hay que advertir que tanto uno como otro tienen grandes posibilidades de aparecer, en numerosos contextos, como muy cercanos de lo intolerable, y hasta de lo “mortal” en sus efectos. Así, lo continuo, por poco que se manifieste con insistencia, por ejemplo en el plano de la percepción visual o sonora –ya como repetición indefinida, ya como persistencia inmutable–, se convierte rápidamente en insoportable. Por su parte, el caos total, o la inconstancia radical que sería el equivalente de un discontinuo en estado puro, donde no se pudiese uno fiar absolutamente de nada, donde ninguna regularidad pudiera ser identificable, sería igualmente insoportable. No obstante, aunque esos dos extremos nos parezcan, en ese sentido, igualmente “inhumanos”, no lo son de la misma manera: mientras que lo continuo nos llevaría, en términos schopenhauerianos (y también, como lo hemos constatado, “greimasianos”), a hacernos morir de tedio (porque es siempre lo mismo lo que acontece), lo discontinuo nos llevaría más bien al polo del dolor (la cacofonía perfora los oídos).
Además, las variables de orden aspectual en torno a las cuales se articula implícitamente nuestro modelo (la iteratividad de lo rutinario, la puntualidad de lo accidental, etc.) son bastante generales para que el dispositivo valga, en principio, también para dimensiones de la experiencia distintas de las temporales. Por ejemplo, en primer lugar, para la dimensión espacial. Para seguir por un momento a Greimas en su gusto por las realidades “de todos los días” (lejos, una vez más, de la “gran estética”), retengamos por un instante el tema del ordenamiento de los paisajes urbanos, y consideremos las diferentes maneras como dichos paisajes pueden llegar a hacer sentido, o no. Podemos tener, para empezar, configuraciones de tipo barrio industrial “a la europea”, con filas sin fin de casas idénticas, pegadas unas a otras: realización banal de un continuo donde el exceso de cohesión, y por consiguiente de previsibilidad, contiene todas las probabilidades de inducir un efecto de monotonía desesperante; tal sería el ejemplo típico del paisaje “desemantizado” (posición 1). En el polo opuesto, igualmente estereotipado aunque más pretencioso, tendremos (en 3) el estilo del barrio “chic” –a la americana, se entiende–, mezcolanza más o menos extravagante de estilos desprovistos de toda coherencia, caos urbanístico o capricho arquitectónico, que, en términos estéticos, engendra el sinsentido.
Pero, complementariamente, vemos cómo se podría poner remedio a una y otra de esas formas de lo inhabitable: de un lado (pasando de 1 a 2), por medio de un urbanismo que trate de romper la monotonía, de modular la uniformidad introduciendo un poco de “desorden”, de “inesperado”, o de “pintoresco” en el decorado, en una palabra, de “fantasía”, es decir, de lo no continuo –sin sobrepasar, claro está, ciertos límites, pues en tal caso, correríamos rápidamente el riesgo de caer en lo discontinuo (remontando de 2 a 3 según una implicación lógica, a la vez prevista por el modelo y comúnmente constatable en las realidades empíricas de las que pretendemos dar cuenta)–; y de otro lado (yendo de 3 a 4), por medio de estrategias orientadas, por el contrario, a la promoción de lo no discontinuo, tratando simplemente de introducir, frente a la proliferación de estilos, un mínimo de cohesión: corresponde evidentemente a la municipalidad, instancia homogeneizante, poner en práctica un principio unificador de ese género, aunque solo fuera plantando, por ejemplo, unas filas de árboles, o instalando un sistema de alumbrado público susceptible de dar a la ciudad un semblante de homogeneidad (si no de armonía), a pesar del carácter heteróclito de las opciones “estéticas” locales.
La lectura de De la imperfección invita, pues, a multiplicar las vías de acceso a la inteligibilidad de lo sensible. Hemos distinguido dos grandes líneas de interpretación, una catastrofista –rutina y accidente– y otra constructivista. La segunda se orienta hacia configuraciones en las que la presencia de un sentido se hace sentir de un modo “melódico” o “armónico”, que suponen, a su vez, el reconocimiento de un rol igualmente activo en los dos participantes –sujeto y objeto– implicados en los procesos de construcción del sentido. A esta última lectura nos atendremos en adelante. Ante todo, porque es la única que nos pare-ce conforme con la actitud epistemológica adoptada por Greimas a lo largo de todas sus obras, pero además, y sobre todo, porque, como se verá por lo que sigue, abre numerosas pistas nuevas para el avance de la investigación.