Kitabı oku: «Los muertos no tuitean después de medianoche», sayfa 2

Yazı tipi:

CAPÍTULO 2


Por octava vez esa noche el tren estrella Barcelona Sans-Madrid Puerta de Atocha paró en algún punto indefinido de su trayecto y por octava vez Daniela Quintana se maldijo a sí misma por no haber elegido el AVE de las 04:55 para ir a la capital. Se había dejado guiar por los buenos recuerdos, por los gratos momentos pasados veinte años antes en los convoyes nocturnos, cuando todo era mucho más sencillo, alocado y divertido, y el trabajo, el ocio y el amor cabían en el petate de la mili de su hermano… pero en pleno siglo XXI había sido una pésima y nefasta idea hacer un viaje tan largo, ya no tenía edad para dormir en un camastro mientras la cabina entera traqueteaba y se movía como una hormigonera. Incluso habiendo reservado una cabina para ella sola el viaje resultaba ciertamente incómodo.

Cerró «Asesinato en el Orient Express» y pensó por un momento en las lánguidas damas inglesas que se recorrían medio mundo dentro de él… ¿Cómo lo aguantarían? Sin aire acondicionado ni calefacción, en un viaje de días. Sin duda alguna debían de estar hechas de una pasta diferente, una especie de raza superior que conseguía equivocar a todo el mundo con sus manguitos de zorro, sus tocados imposibles y su té de las cinco, haciendo gala de una falsa fragilidad que se volvía acero en las más duras condiciones.

Definitivamente ella no habría sido una buena dama de alta alcurnia, alguna vez, por su trabajo, se había tenido que mover por las altas esferas y los resultados habían sido satisfactorios, sabía fingir muy bien, camuflarse entre señoronas y mandamases, integrarse con ellos para no dar la nota, aunque prefería el mundanal ruido, la calle y la gente más auténtica.

Estaba ansiosa por llegar a Madrid, por eso cada parada, cada bache, cada frenazo inesperado del tren le ponía los nervios un poco más crispados. Alguien llamó a la puerta de su cabina.

–Sí –respondió.

–Estamos llegando a Madrid, señora.

–Oh… gracias.

Daniela sonrió, nunca se había sentido una señora, en su trabajo ser una señora era síntoma de debilidad. Se puso en pie, bajó la maleta del portaequipajes, metió el libro en el bolsillo exterior, revisó el bolso y miró por la ventana. A pesar de la oscuridad, Madrid era hermoso, casi mágico, y le recibía con un tímido vaivén de luces que caprichosas se encendían en las azoteas y buhardillas. Volver a Madrid era como visitar a una antigua amiga a la que, a pesar de no haber visto en muchos años, una siempre reconocía. Seguro que Malasaña había cambiado mucho, sabía que ahora los hípsters ocupaban el lugar de los punkis y que lo vintage y las pop–up stores estaban de moda. Sacó su cartera, desdobló un papel y releyó la dirección de su destino, cerca de la plaza del Dos de Mayo. Después se dispuso a salir del tren, zigzagueando entre un mar de viajeros somnolientos, asegurándose de que su pistola seguía bien sujeta a su cintura.

CAPÍTULO 3


El chico del corazón luminoso alzó la cabeza y sonrió a Qino como si le conociera de toda la vida. Era bastante atractivo, el oso devolvió la sonrisa aunque tenía serias dudas de que pudiera verle, ya que en su tejadillo apenas había luz. El chico continuó andando por san Vicente, cien metros después se giró y miró de nuevo a Qino. Aunque estaba lejos, aunque no veía su cara, Qino sabía que le miraba a él e incluso habría jurado que le había lanzado un beso con los dedos.

Qino se echó un poco más adelante, apenas podía ver al chico, lo estrecho de la calle y los balcones le impedían saber a ciencia cierta dónde estaba, pero era seguro que le miraba a él… a quién si no. Una tosecilla perfectamente fingida y ensayada le sacó de su ensimismamiento. Qino pegó un respingo y saltó hacia atrás con la mano en el pecho peludo. La tosecilla se tornó a carcajada malvada. En otras circunstancias Qino Montoya habría odiado a la portadora de la risilla, pero a Nina se lo permitía casi todo.

–¿Qué coño haces? ¡Casi me matas del susto!

–¿Yo? Mira quien habla, Qinito cielo ¡eres un coñazo! –la ventaja de que su vecina fuera, además, su mejor amiga radicaba en que podía mandarle a la mierda o espetarle verdades como puños a la cara, algo en lo que Nina, al igual que la tía Gloria, era experta.

–¿Cómo que un coñazo?

–Totalmente, desde que te dejó Elvis… –dijo Nina con entonación malvada.

–Elvis no me dejó. Lo dejamos –terció Qino.

–Como quieras… desde que él no viene los miércoles, das más vueltas que una peonza, cariño, eres muy coñazo, haces ruido y me despiertas.

–Que yo te… –Qino frenó en seco por un momento había olvidado al misterioso chico del corazón en el cinturón –mierda –dijo asomándose de nuevo –lo he perdido –dijo con medio cuerpo fuera como si de Julieta se tratara, buscando un Romeo barbudo y de mirada ausente. Algo brilló lejos, casi en Fuencarral, era el cinturón. Qino se convenció a si mismo de que lo que habría visto relucir era el corazón de aquel muchacho. En su cerebro se apartaron de un manotazo las posibilidades racionales, un semáforo, una botella rota, el intermitente de un coche… había demasiadas, por eso Qino se aferró, inexplicablemente, al corazón del desconocido. Qino se vistió rápidamente, dejando a Nina con la palabra en la boca, y salió a la caza del joven misterioso.

Nina le llamó, pero el osote no hacía caso. Nina sufría por su amigo, por su Qinito del alma. Nina y Qino habrían sido la pareja ideal, si a ella no le atrajesen los cabrones con la mano muy larga y la vergüenza muy corta y si a él le hubieran gustado las mujeres y la vida en pareja.

Qino bajó las escaleras de madera lo más silenciosamente que pudo, no quería despertar a sus vecinos, en especial a Doña María, la más cotilla y metomentodo de todas ellas, heroína anónima que consiguió dignificar la fachada de su edificio con la placa que recordaba que allí se ambientó Barrio de Maravillas de Rosa Chacel y opinadora, en general, de cualquier aspecto de la vida de Qino y sus amantes. Abrió la mastodóntica y ruidosa puerta con sumo cuidado y cerrando tras de sí, giró a la izquierda. Suponía que el chico no habría llegado muy lejos. Corrió ciertamente desesperado. Qino Montoya no solía correr, eso no iba con él, casi nunca hacia deporte, confiaba en que sus arterias y su corazón no lo necesitaban, aunque el tabaco y los kilos de más opinaban lo contrario.

Llegó a Fuencarral, parando en seco y sin saber a qué lado ir. Oteó el horizonte como si buscara un barco en la costa, pero no encontraba ni rastro de la barba ni del cinturón con el corazón brillante. Respiró hondo y pensó en lo ridículo que era todo. Qué coño hacia a las tantas de la madrugada buscando a un chico al que no conocía ni sabía nada de él.

Su sentido común le empujaba a volver a casa, fumarse otro porro, hacerse una paja e intentar dormir algo, su jornada de trabajo se presentaba larga y agotadora, no porque hubiera casos difíciles, básicamente lo que tenían no eran crímenes, solo muertes accidentales en un instituto o en un centro cultural de Lavapiés, sino porque si eran ciertos los rumores que le había contado el subinspector Nerim, ese miércoles el comisario Velasco nombraría al sustituto temporal mientras la inspectora jefe Arjona estuviera de baja maternal. Y era bien sabido que tanto el inspector Otxoa como el mismo Montoya eran los firmes y lógicos candidatos. Pero su deseo… su deseo le empujaba a cometer una temeridad. La ley del deseo era la más fuerte de todas, la que muchas veces empujaba a cometer verdaderas estupideces o temeridades; y en ese territorio, Qino Montoya, era todo un experto. Hacía unos años casi le había jurado amor eterno a uno de sus novios y por no ser capaz de romper con otro de sus amantes le había convertido en una fiera. Qino Montoya cedía más ante el deseo que ante la lógica.

Encendió un cigarro. Casi habría podido aspirar todo el humo de golpe, como hacía cuando se pasó al ultralight. La ansiedad le carcomía, las ganas, la necesidad le estaban volviendo loco. Su pulso, acelerado, se subió hasta su garganta, latiendo furiosamente. Sintió miedo, por un momento se asustó, esa sensación nunca la había experimentado de una manera tan fuerte, tan arrebatadora… nunca había sentido un vacío así, incapaz de ser aplacado con nada, y todo desde que se había ido Elvis… sería que se había enamorado de él ¿era eso? Era amor… se negaba a creerlo. Se convenció a si mismo de que en realidad era deseo, no amor, que simplemente lo que le pasaba es que le picaban los huevos, que necesitaba sexo, simple y llanamente. Follar. La más baja de las pasiones y la que más le gustaba. Si no, por qué otra razón se iba a ver lanzado en plena noche a perseguir a un barbudo al que ni conocía. De hecho no le atraía, seguro que sería muy peludo y a Qino le gustaba el vello en su justa medida y lugar. Siempre opinaba que el pelo y los kilos los ponía él.

Como un niño perdido y desorientado en un centro comercial giró la cabeza a ambos lados y ante la total y absoluta falta de pistas decidió que ya que iba tras un corazón se dejaría llevar por el suyo. A pesar del corpachón Qino Montoya a veces podía resultar muy cursi. Robert, su amante escocés le decía que debajo de esa coraza de pelo y carne, se escondía un niño tímido y dulce. El escocés también era bastante cursi, pero después de decir eso le solía follar como si estuvieran grabando una película porno.

Tenía tres opciones, que se multiplicaban por mil entre las calles de Malasaña, Chueca y Tribunal. Qino giró sobre una baldosa, como si bailara un chotis, y se maldijo, no había absolutamente nadie en la calle. Era impensable una calle Fuencarral vacía, pero esa ardiente noche lo había conseguido. Madrid no dormía, no lo necesitaba, siempre dispuesta, siempre despierta… menos esa noche. Durante un minuto sopesó la posibilidad de preguntarle a los vigilantes del Tribunal de Cuentas si habían visto pasar a alguien vestido de rojo y en qué dirección se había ido, pero afortunadamente el sentido común le impidió hacer tamaña estupidez.

«Piensa Qino… piensa… a dónde podría haber ido… ¿a su casa? No, nunca le había visto por aquí… ya, pero ahora están llegando muchos estudiantes y mucha gente nueva al barrio… joder… los bares ya están cerrados… el metro también… puede ser una discoteca… ¡claro!». El razonamiento y la lógica por fin se impusieron a las ansias y a la erección que le atormentaba, se dirigió a la calle Barceló, la única discoteca que conocía estaba allí, así que le pareció la opción más acertada, seguro que al menos habría alguien cerca a quien preguntar. El teléfono de Montoya aulló, haciendo temblar hasta los cimientos del Museo de Historia. Qino desbloqueó la pantalla e incrédulo contestó.

–¿Tía Gloria?

–Si hijo sí, soy yo.

–Pasa algo, mamá está bien –preguntó inquieto.

–Si hijo si, ha pasado lo que tenía que pasar.

–¿Qué, qué? –chilló.

–Tranquilo no es tu madre es la prima Elvira.

–¿Quién?

–La prima Elvira, del tío Jacinto, si hombre si… la de la residencia.

–Ah… si –Qino asintió aunque en realidad no recordaba quienes eran la tal Elvira o el tío Jacinto.

–Pues se ha muerto hijo. Pobre, tenía ya… lo menos noventa años, ya había vivido mucho.

Qino estuvo a punto de reírse, pero no le parecía correcto, después de todo había muerto alguien, pero le fascinaba la facilidad con la que en los pueblos la gente decidida cuando uno había vivido bastante y si ya no era tan terrible que muriera, aceptando la muerte como un paso más en la vida.

–¿Y por qué me llamas?

–Pues para que lo sepas, estas cosas Qino hay que avisarlas en seguida, que si no luego la familia comenta, murmura y te ponen a caer de un burro. ¿Vendrás al velatorio?

–¿Al velatorio?

–Sí, será mañana todo el día hasta pasado, que la entierren.

–Pues no creo tía… trabajo…

–Ya ya ya, tú y tu trabajo, Qino hijo, sé que tu trabajo es muy importante, pero tienes una familia, unos deberes que cumplir. Tu pobre madre no sabes lo que sufre por ti, allí solo, tu solo, tan solo.

La tía Gloria tenía la peculiaridad de pronunciar la palabra solo cargada de dobles sentidos, pero Qino no iba a picar. Su tía quería saber si su sobrino maricón tenía novio, marido o lo que fuera, y él no le iba a dar ese gustazo.

–Tú dile que no se preocupe, que estoy muy bien. ¿Está por ahí?

–No, duerme. Ella quería esperar a mañana para decirte lo de la prima, pero era mejor llamarte cuanto antes.

–Sí, tía si… pero no creo que pueda ir, ya sabes, que los polis nunca descansamos.

–Bueno tú te acercas y ya está, si es solo un ratico.

–Bueno veré lo que puedo hacer. Anda un beso tía.

–Un beso primor. Y échate un apaño ya, anda, dame esa alegría antes de morir.

–Anda, anda… que tú me enterrarás –Qino colgó. Sin querer había estado caminando mientras peleaba para no sucumbir a las triquiñuelas rurales y se había pasado de calle, estaba por Apodaca una calle en la que había una tienda ecológica en la que solía comprar, paralela a Barceló. Caminó para llegar al fondo de la calle y coger Barceló por un lateral, cerca de la sauna HotSteam. A la altura de Churruca se encontró, no con su desconocido de rojo, sino con quien menos esperaba ver a esas horas y en esa calle. Otxoa, el otro inspector de la comisaría, el otro gallito del corral. Muy guapo, muy chulo, con un culazo impresionante y casi siempre buen policía, pero tremendamente bocazas, homófobo, machista y bastante gilipollas.

Qino no pudo resistirse y se acercó a su compañero con todo el regocijo que esa pequeña maldad le producía.

CAPÍTULO 4


Como una polilla alrededor de una lámpara Toño revoloteó por el bar una vez más. Estaba nervioso, no había conseguido dormir, no por el calor, ya que gracias al aire acondicionado su estudio parecía un iglú, sino por los nervios.

Los nervios que le atenazaban el estómago y no le dejaban comer desde hacía casi una semana. Los nervios que le habían provocado diarrea, vómitos e incluso una taquicardia. Los nervios que le despertaban cada diez minutos. Los nervios que le atormentaban ya estuviera despierto o dormido. En su última visita a urgencias le habían dado unas pastillas para que se relajara, pero no podía, nada le calmaba, nada aplacaba los nervios, solamente parecía tranquilizarse un poco con largos paseos, como el que estaba dando esa noche. Después de intentar dormir y de consultar los dobles checks más de mil veces, después de enviar más de una centena de MD que nunca serían respondidos, después de recibir decenas de SMS con el texto «apagado o fuera de cobertura», después de stalkear y llorar había decidido caminar hasta que cayera sobre la cama rendido y cerrando los ojos apagara el cerebro.

Ya se había recorrido casi toda la calle de Alcalá desde su casa, a la altura del número cuatrocientos, hasta la misma puerta y ahora había girado para Chueca, subiendo por Barquillo. Como si de una broma del destino se tratara había ido a dar con un club leather. Uno extremo. Puro sexo sin control o limites, sufrimiento y deseo por quince euros más consumición, ya que los miércoles era la noche feliz. No quiso defraudar al destino y entró en el club, dejó su ropa en una taquilla, sin importarle lo roñosa y sucia que parecía estar y vestido solamente con sus botas y unos calcetines blancos entró excitado y temeroso a la vez. Hacia dos o tres años había estado con Caín, su exnovio, en un club parecido en el que como siempre él había disfrutado más y Toño se había doblegado, pero nunca se había atrevido a hacer algo así el solo.

Nada más atravesar una gruesa cortina plástica, como las de los mataderos, le abofeteó un fuerte olor a sexo, sucio, cargado, lleno de hormonas, enriquecido con Popper y alcohol. Muy excitante y al mismo tiempo muy agresivo para su sensible pituitaria. Toño paseó observando, tocando levemente con las yemas de los dedos, no se atrevía a participar y eso que la oferta era amplia. A su derecha un par de potros de tortura medievales en los que destacaban sendos hombretones amarrados e inmovilizados con correas y sogas, parecían disfrutar con las pollas y las porras que les violaban sin miramientos. Cerca, colgados de varias cadenas, relucían los culos de varios hombres, algunos imberbes otros esmirriados, atados como si fueran brujas de la inquisición. Rítmicamente un amo enmascarado les azotaba con un látigo y les dejaba caer cera sobre la piel que tornaba del rosado al púrpura a ritmo de gemidos y lamentos. Al fondo varios sillones y una gran cama circular en la que un hombre atado de pies y manos daba vueltas y recibía meadas y corridas a partes iguales.

Pero lo que más llamaba su atención era un hombre embutido en un traje de látex, del que solo se veían sus ojos, que gemía y lloriqueaba mientras le colgaban de unas argollas que había en una cruz de madera. Toño no podía apartar la mirada de ese hombre, su erección debía de ser escandalosa, incluso para un sitio así, porque en seguida tuvo a un esclavo, azuzado por su amo, mamándole la polla. Toño le apartó, no quería perder de vista al otro hombre, el de la cruz. Se acercó, tocó tímidamente el látex, sintió su tacto nacarado, le embriagó su olor levemente picante, se excitó aún más y sin saber por qué lamió el látex que cubría su cuerpo. El sabor era amargo, como el de los condones baratos pero más acentuado, posiblemente porque alguien había eyaculado o meado encima, ya que aun cuando la luz era tenue y difusa, brillaba como si estuviera hecho de plata.

–¿Te gusta? –le dijo una voz viscosa.

–¿Qué? ¿Cómo? –dijo Toño saliendo de su trance.

–Que si te gusta mi perro –dijo de nuevo la voz. Toño no le miraba, no podía apartar la vista del esclavo.

–Si… si… mucho –dijo por cortesía.

–¿Lo quieres?

–¿Cómo?

–Que si lo quieres… ¿eres nuevo aquí verdad? ¿Nunca has usado a un perro como este?

–No… –dijo tímidamente –nunca.

–Pues tuyo es. Úsalo… todo tuyo tío –dijo orgulloso de ceder a su perro.

Toño no sabía que decir, estaba excitado y asustado a partes iguales, no podía pensar bien, el Popper, incluso sin esnifarlo le mareaba mucho, no le dejaba razonar. Su exnovio lo usaba siempre, era como un ritual, se ponía ciego de Popper y le follaba violentamente. Alguna vez insistía en que él fuera el activo, el que se colocara hasta las trancas y se la clavara, Toño lo intentaba, pero el Popper le provocaba vahídos.

Sintió una boca aferrada a su polla de nuevo, otra vez el esclavo que le mamaba sin el haberlo pedido. Le apartó violentamente, miró al esclavo crucificado y buscó sus ojos en la máscara de látex. Sumisos, deshumanizados. Por un momento los vio, sintió pena, asco y dolor. El estómago se le contrajo de la arcada y la angustia. No podía seguir ahí.

Sintiendo la mirada del esclavo clavada en la espalda salió del club, se vistió como pudo y enfiló la calle Pelayo, la que tantas veces había paseado con su exnovio Caín y a la que el subconsciente le había llevado en su paseo nocturno. Aceleró el paso hasta la plaza de Chueca, con suerte el metro ya estaría abierto y podría volver a su casa e intentar dormir un rato.

CAPÍTULO 5


Como un obús Montoya lanzó su enorme manaza contra el hombro del inspector Otxoa. Sin poder ni querer disimular una sonrisa malvada le preguntó a bocajarro, gozando cada palabra.

–Vaya Otxoa… tú por aquí, por una calle de maricas… –dijo señalando la sauna.

–Sí, yo por aquí, algún problema – replicó Otxoa clavando sus ojos incendiados por el odio en los del oso, siempre risueños. Otxoa y Montoya habían sido compañeros de academia y de patrulla, pero desde hacía algunos años, la estupidez congénita de Otxoa, unida a su descerebrada homofobia y a su ausencia de educación, les habían convertido en enemigos acérrimos. Por eso mismo Qino no podía desperdiciar esa oportunidad.

–Hombre… tú dirás… un miércoles… a estas horas… por esta calle…

–Qué coño insinúas capullo. Mira, no me toques los cojones.

–No tranquilo, ya te he dicho muchas veces que no eres mi tipo, que me van más machos, que tú mucho lirili y poco lerel…

–Montoya no pudo acabar su frase, Otxoa se abalanzó sobre él. A pesar de que era algo más bajo y bastante más delgado que Montoya le aprisionó contra la pared, clavándole el antebrazo en la garganta. Montoya intentó zafarse, pero tenía la mano izquierda aprisionada con su propio culo contra la pared de cemento, rugosa y con pequeños cantos que se le clavaban en la piel. Otxoa le había capturado la mano derecha, retorciéndosela hacia afuera, de tal manera que estaba inmovilizado, como un chorizo en una redada.

Otxoa le tenía muchas ganas a Montoya, todos sabían el pique que tenían por resolver casos, cuantos más mejor, de ello dependía la supervivencia de sus respectivas unidades, Alfa y Roja. De Otxoa fue la gracieta de cambiar el nombre de la unidad de Montoya a Rosa, algo que a ninguno de los tres les había hecho gracia lógicamente, pero era algo con lo que tenían que lidiar, si la casualidad, el destino o la providencia divina habían puesto a un gay, una lesbiana y un bisexual en la misma unidad debía ser por alguna razón que a los tres se les escapaba. Afortunadamente ellos habían demostrado su valía, más allá de las chanzas y gilipolleces de Otxoa y sus palmeros, Ruíz y Silva, y sus desaforadas ansias de quedar como los más machos de la comisaría.

Montoya intentó moverse, pero notó que las piedras de la pared se le clavaban en la muñeca. Con la voz muy calmada le dijo a Otxoa.

–Qué coño haces… anda suéltame.

–¿Qué… ya no te ríes maricón? Ahora estamos en la calle… no tienes a la bollera y al julandrón para ayudarte. Solos tú y yo, gilipollas.

–Otxoa anda, apestas a dios sabe qué, anda, afloja… no seas tonto.

–Tonto yo… maricón… me tienes hasta la polla…

–¿Ah sí?

–Sí, gilipollas, ¿qué… tienes miedo, la pobre Montoyita está asustadita?

Montoya no le dio tiempo a reaccionar. A pesar de su envergadura era bastante ágil y flexible, con un rápido movimiento se zafó de la mano que le aprisionaba su brazo derecho, pudo liberar su cuello y dar la vuelta a la situación, de manera que Otxoa acabó literalmente aplastado por la barriga de Montoya contra la pared, con los brazos retorcidos sobre la cadera, y el orgullo ligeramente lastimado.

–Y ahora qué cabrón… sabes que soy más fuerte que tú, siempre lo he sido. No dices nada, ¿eh gilipollas?

Montoya se había acercado a la mejilla de Otxoa, la mezcla de sudor, alcohol y colonia barata le producía escalofríos, era empalagosa y excitante. Montoya la aspiró como si esnifara cocaína y notó que se empalmaba, de hecho las manos de Otxoa le quedaban a la altura de su pubis y le rozaban el paquete, era inevitable, se había excitado con la situación.

Otxoa no decía nada, intentaba escapar pero era realmente difícil huir del abrazo de un oso como Qino Montoya, el aire se había espesado con las hormonas de ambos hombres como en un cuarto oscuro de madrugada. Montoya volvió al ataque.

–¿Bueno, no vas a decir nada? No ves que el maricón te tiene contra la pared… te podría follar ahora mismo cabrón… –Montoya volvió a acercar su mejilla a la de Otxoa… volvió a respirar su genuino aroma… su erección resultaba dolorosa, por un momento perdió la cabeza y juntó su mejilla con la de Otxoa dejando la lengua fuera, apenas un instante, un breve segundo que acabó cuando Montoya vio al final de la calle un corazón rojo y brillante que le despistó, lo justo y necesario para que Otxoa se escapara de su prisión.

–Gilipollas, te vas a cagar, esta te la guardo cabrón, esta… esta te la guardo –dijo mientras se quitaba los restos de gravilla de la mejilla. Otxoa desapareció por la calle, dirección Bilbao maldiciendo y cagándose en toda la familia de Montoya.

Qino permanecía ajeno a las amenazas de Otxoa, había encontrado al misterioso chico que con paso firme se acercaba a él. Por fin Qino pudo verle bien y comprobar que no se había equivocado, era muy atractivo, el tipo de chico guapo que sabe que es guapo y que no hace nada por disimularlo, de esos que subirían una foto a Twitter o Instagram marcando paquete y musculitos con la excusa de enseñar su nuevo tatuaje o la merienda. Su amplia sonrisa relucía entre una poblada barba a la más pura moda malasañera, y todo él iba vestido de rojo, de pies a cabeza. En el cinturón brillaba un corazón anatómico, hecho con pequeñas luces y plástico.

Por fin estaban cara a cara.

–Yo… ehm… –la proverbial timidez de Qino Montoya atacó fieramente y simplemente acertó a balbucir unas torpes palabras. Afortunadamente el chico sonrió. La mejor manera de desarmar a Qino Montoya era sonreírle. Como era un osazo de metro noventa y peludo llamaba la atención, bonachón, confiado y simpático, de tal manera que rara vez notaba cuando estaban ligando con él. Una sonrisa le dejaba noqueado, porque él nunca pensaba que podía ligar.

El desconocido disparó sin piedad, sorprendiendo al inspector y atacando donde menos se lo esperaba. Directamente le besó, metiendo la lengua, juguetona, hasta su campanilla. Sus narices chocaron y respiraron entrecortadas, el ruido y la situación hicieron que Qino se excitara aún más. El chico lo notó, deslizó sus manos por el cuerpo de Qino, por sus pezones y su barriga hasta llegar a su paquete, metió la mano dentro del pantalón.

–Mmm –dijo sonriendo al descubrir que Qino iba sin calzoncillos.

El inspector habría querido follarle ahí mismo, pero era absurdo viviendo a tan solo unos cientos de metros.

–Vayamos a mi casa… vivo aquí al lad… –el chico puso sus dedos, levemente impregnados con el líquido preseminal de Qino, sobre los labios de este. El sabor salado y fuerte calló de inmediato al oso.

–Shhh… en tu casa no… en mi hotel., vamos.

–En tu hotel… ¿de dónde eres?

–¿Yo? –Al chico pareció divertirle la pregunta –yo soy de Marte.

–Cómo te llamas… mi nombre es Qino –su ingenua educación de pueblo le empujaba a presentarse y ser correcto incluso en situaciones tan extrañas como esa. El chico no respondió, simplemente tiró de su mano para que Qino le siguiera, y así lo hizo, a pesar de lo que le dictaba el sentido común, a pesar de que en su cabeza una vocecilla aguda y chillona le recordaba los peligros de ligar a las tantas de la madrugada con desconocidos, a pesar de que le habría gustado follarse a Otxoa, siguió al desconocido del corazón en la cintura.

Rodearon los recién estrenados jardines de Ribera y siguieron callejeando hasta llegar a un hostal de la calle Pelayo, el coto privado de los osos. Mucho se había criticado la creación de un gueto dentro de otro gueto, porque visto desde fuera la calle Pelayo se había convertido en una reserva urbana de señores con barriga y pelos, amén de sus agregados en cuero y tachuelas. Resultaba curioso, cuando no ridículo, que el mundo gay fuera el primero en pedir su inclusión en todos los aspectos de la vida social y civil cuando, a veces, era el primero en discriminar, ya fuera a las pasivas, a las musculocas, a las bolleras o a los armarizados.

A esas horas además de algún club o discoteca, lo único que había abierto eran los mal llamados hostales, ya que los viejos hostales de los sesenta habían sido reformados, en su mayoría, para albergar a los nuevos chicos de provincias, que ya ni eran tan ingenuos ni tan pobres. Los nuevos hostales de Chueca se codeaban con algunos hoteles, cobrando sin pudor lo mismo que un cuatro estrellas de Castellana. El Rainbow llamaba la atención porque tenía su fachada enteramente cubierta con pequeños cristalitos, a modo de trencadís, que relucían a la luz de las farolas. Qino y su desconocido entraron en la recepción, el soñoliento recepcionista le dio la tarjeta al chico, no pareció preocuparle mucho que ambos llevaran la ropa a medio meter y que estuvieran visiblemente cachondos.

Los recepcionistas de los hoteles de Madrid eran como sacerdotes que veían y escuchaban, pero nada sabían ni decían. Como si hubieran sellado sus labios en pro de los encuentros fugaces, morbosos y pasionales. El recepcionista ya había visto más escenas parecidas y ya ni se escandalizaba porque en Madrid, de cuando en cuando, la calle bullía sexo y deseo. Y en plena calle Pelayo, entre bares de osos, leathers y saunas, era evidente que no eran los primeros que llegaban con un calentón, y algo le decía a Qino que tampoco era el primero en follar con el chico de rojo. A Qino no le importaba ser uno más, lo que necesitaba en esa insoportable noche de insomnio y calor era sexo, simple y llanamente follar.

Una de sus mayores pulsiones en la vida era el sexo. Montoya disfrutaba del sexo, del más cariñoso al más cañero, del casual al romántico. Con Robert o con Elvis estaba servido, pero ahora estaba obligado a una castidad que le hinchaba las pelotas en el sentido más físico y doloroso de la expresión.

Durante un segundo la bruma de los celos le cegó.

Mientras subían a trompicones las inmaculadas escaleras de madera, que habían sido restauradas concienzudamente, se comían el uno al otro, mordiéndose los labios, metiéndose mano y desnudándose, Montoya dudó un segundo si eso serían cuernos. A pesar de que Robert se lo había dicho mil veces, a pesar de que su no–novio tenía otros dos o tres no–novios, a pesar de que le había dicho explícitamente que podía follarse a quien quisiera, que él no era su marido y que no tenía que serle fiel, a pesar de todo sentía que le estaba poniendo los cuernos. Y de manera fugaz, casi imperceptible, casi inapreciable, volvió a rondar por su cabeza una palabra, encendida como un neón en un bar de los ochenta:

NOVIO.

Si sentía que le estaba poniendo los cuernos a Robert es porque pensaba que eran novios y eso… eso no es lo que él quería. Así que volvió a la realidad, al misterioso chico de rojo y a la escalera interminable que subía hasta el séptimo cielo. Todavía quedaban edificios seculares sin ascensor, como ese hotel o el bloque de Qino. El séptimo piso estaba pintado de blanco, como todo el interior del edificio, contrastaba con la antigüedad del bloque, que sería de un siglo como poco, las puertas de las habitaciones eran de espejo y el efecto de sus cuerpos, empujados por la pasión y el deseo, arrastrándose por el pasillo con la luz difusa del techo les puso aún más cachondos.

Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
289 s. 50 illüstrasyon
ISBN:
9788416164301
Yayıncı:
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre