Kitabı oku: «Eros», sayfa 5

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»Pero díganme, Miguel, Gabriel, Rafael, Kemuel, Zedequiel, Uriel y Yofiel: ¿acaso no hubo un suceso, en el cual todos nosotros concordamos en que si inclinamos con nuestro verdadero yo, ante nuestro creador, seríamos absueltos? ¿Acaso no han enfocado sus energías en hacernos declinar en nuestras intenciones, para volver a ser lo que fuimos alguna vez? —Con cada pregunta que formulaba la voz de Astaroth, las nubes en el cielo se unían generando relámpago sin sus respectivos truenos, brincando de nube en nube—. Bien. Lo único que solicitamos es disolver este ente no concebido de la gracia de nuestro creador y todo volverá a ser como lo fue en el principio.

—Estamos aquí para mostrar que nuestros sentimientos son fidedignos —dijo Belcebú—. Nosotros tres vinimos para expresar la emoción de todos los nuestros.

—¿Has traído a todo tu reino, Lucifer? —preguntó Gabriel centrando su mirada de escepticismo en él.

—No —respondió—. Solo nosotros tres hemos hecho acto de presencia, para no alterar más de lo necesario la energía de este plano. Y nunca ha sido mi reino.

—Contestadme los siete: ¿tanto vale esa insignificante manifestación de existencia como para seguir manteniendo esta gresca? —Las expansiones y contracciones del torbellino de sombras de Belcebú eran cada vez más rápidas—. Luzbel, he venido hasta aquí para aniquilar a aquel bebé que duerme tan plácidamente en su cuna o aniquilar a aquel bebé que duerme tan plácidamente en su cuna después de haber acabado a los siete líderes militantes.

—Yo también —dijo Astaroth haciendo que los relámpagos en las nubes cambiaran de azul eléctrico a rojo fuego.

—Aguarden los dos. —La mirada de Lucifer se concentraba primero en el torbellino para inmediatamente cambiarla al cielo oscuro—. Aun podemos llegar a un acuerdo. Permítanme manejar esto. Sé que puedo convencerlos. —Observó a los siete arcángeles.

—No puedes —dijo Belcebú—. No con esto.

—Tiene razón —afirmó Astaroth.

De las nubes negras surgieron ráfagas de fuego en forma de serpientes que enseñaban sus colmillos para escupir su veneno. Algunas eran angostas, del grosor del brazo de un hombre, pero otras tan anchas que podían caber perfectamente los automóviles estacionados. Una de ellas, la más ancha de todas, bajó estrepitosamente para chocar con el edificio departamental. El impacto lo recibieron Uriel y Yofiel, con sus manos extendidas al cielo, contuvieron el descenso de la monstruosa llamarada.

Como represalia por el frenado, Belcebú se apartó a toda velocidad de Lucifer, dando giros que hacían al minitornado balancearse de un lado para el otro. Su embestida iba dirigida a los cinco restantes, pero bastó con que Zedequiel extendiera sus brazos a modo de abrazarlo para retenerlo. Sus brazos y manos anaranjadas abarcaron más de la mitad del remolino. Los dedos los tenía dentro de las sombras, extendidos y tensionados. Inclinando hacia delante su torso con la ayuda de sus piernas, logró hacer retroceder a Belcebú.

—¡Aaaaaaaaaaaaah! —gritó el arcángel entrecerrando sus ojos amarillos. De su boca exhaló fuego de color azul claro, mismo que fue absorbido por los giros del ciclón.

Belcebú pasó de ser un aterrador torbellino de sombras a un descontrolado remolino de llamas azules. Al quererse liberar del abrazo de Zedequiel, retrocedió sin control hacia el borde del techo. Poco antes de llegar al final de la construcción, recobró el control de sí. Los arcángeles volvieron a escuchar el bullicio nocturno de la ciudad, salvo por los truenos que deberían acompañar los relámpagos de Astaroth. Todas las llamas azules fueron concentradas y expulsadas por la parte superior del torbellino hacia el cielo.

Para esos momentos, el ataque de Astaroth ya se había disuelto en las manos de Yofiel y Uriel. Quienes se encontraban cientos de metros por encima del techo del edificio. Flotando por los aires. Donde sus prendas ondeaban vivazmente por la fuerza del viento. Del cuerpo nebuloso de Astaroth salían relámpagos en dirección a los dos voladores, quienes los esquivaban dando piruetas por los aires, a velocidades que eran inalcanzables para las máquinas de los hombres. Uno de los relámpagos que se dirigía a tierra fue tomado antes de caer por el arcángel Rafael, quien con sus dos manos sujetó un extremo y lo llevó de nueva cuenta hacia el cielo volando con él, y liberándolo poco antes de llegar a las nubes. El impacto hizo que Astaroth diera un rugido que hizo estremecer el suelo.

Entre Zedequiel, Kemuel y Gabriel le daban batalla a Belcebú. Cuando el minúsculo tornado volvía al control de sí mismo, Kemuel le llegó por un costado, introduciendo su mano como si se tratara de una espada que daba una estocada a la carne. Desde el interior de la oscuridad, surgió una luz que hizo que el remolino se expandiera a manera de querer tragarse a Kemuel. Del otro lado, Gabriel también introdujo su brazo, aumentando con ello la intensidad de la luz. El tornado que era Belcebú parecía que hartía explosión de todo el fulgor en su interior. La estocada final la dio Zedequiel, al elevarse y aventar más flamas azules al corazón del ciclón.

—Esto ya me está cansando, militantes —dijo Belcebú entre quejidos. Su respuesta para el ataque coordinado fue hacerse tan angosto que las manos de Gabriel y Kemuel salieran de su oscuridad y tan largo que alcanzó el pecho de Zedequiel. Arrojándolo hacia la otra esquina del edificio—. Astaroth, déjate de juegos y pongámonos serios en esto.

—De acuerdo —respondió Astaroth al comentario de Belcebú. De repente, los relámpagos y las llamaradas dejaron de salir, incluso el mismo viento dejó de correr a la altura que se encontraban volando Uriel, Yofiel y Gabriel, quienes revoloteaban por los aires esquivando los ataques—. Estoy listo.

Estando libre de sus opresores, Belcebú se desprendió del edificio para elevarse, alto, muy alto, hasta llegar a los nubarrones que servían de cuerpo a Astaroth. Una vez adentro, el cielo mostraba otra apariencia. Las nubes aborregadas daban el aspecto a una marabunta que comenzaba a correr en círculos. Del centro de la figura elíptica se formaba un ojo, un hueco tan grande que podía engullir al complejo habitacional conformado por los tres edificios y su estacionamiento.

Y el hueco comenzó a descender.

La magnitud del tornado que se estaba formando era indescriptible para los ojos de cualquier ser humano que habitara la tierra. Era un enorme gusano hecho de nubes negras. Cuyo interior exhalaba fuego y del exterior de su cuerpo salían relámpagos en todas direcciones. A paso lento se dirigía hacia los seis arcángeles que estaban volando.

—Habrá que entrar —dijo el arcángel Rafael—. Atacar desde adentro y acabar con él.

—¡Te apoyo! —le gritó Yofiel, quien era el que estaba más cerca de él.

Rafael sabía que sus otros hermanos lo habían escuchado. No hicieron falta más palabras. Rafael, Kemuel, Zedequiel, Uriel, Yofiel y Gabriel, todos juntos emprendieron el vuelo para ser engullidos por el hocico de aquella bestia con cuerpo de sombras y fuego.

Desde el piso del techo, Miguel tenía la vista puesta en cómo sus compañeros habían parado al colosal gusano al momento de ser engullidos por este. En ese mismo instante, Lucifer observaba cómo la entidad que habían elegido sus aliados para pelear era atacada desde su interior.

Luz blanca, fuego anaranjado, relámpagos azules y negras sombras eran el espectáculo que mostraba la contienda entre los seis arcángeles contra los dos querubines.

—¿No los vas a ayudar? —preguntó Lucifer a Miguel con una extraña sonrisa dibujada en sus delgados labios rosados.

—Ellos solos pueden —respondió el arcángel Miguel.

Ambos permanecieron inmóviles durante todo el enfrentamiento que tuvieron sus bandos. Esperando a que uno se descuidara del otro para atacarlo, pero no fue así. Esperaron hasta que la pelea llegara a un punto en el cual el cielo llegó a tener una apariencia apocalíptica.

—No importa que no me creas, Miguel, en serio, nunca quise que esto pasara. No sabes lo que es existir en este miedo que me invade. De ver que, aunque mis intenciones nunca han sido de lastimarlos, siempre ha salido algo mal y terminó dañándolos.

—Sé lo que es el miedo, Lucifer. Lo siento cada vez que estoy cerca de ti. He llegado a concebir la idea de que, en esta ocasión, tú me puedas ganar a mí. Pero, aun así, nunca dejaré de luchar.

—Lo sé. Yo tampoco dejaré de luchar.

El impacto fue directo. La mano de Lucifer sujetó por completo el rostro de Miguel. Los reflejos del cuerpo del arcángel no fueron los suficientemente rápidos como para esquivar el ataque de su contrincante. La parte superior de la palma de la mano de Lucifer le había roto el tabique mientras que sus yemas se hundían en la carne del rostro. El dolor era demasiado. Miguel tomó con sus dos manos el brazo de Lucifer y lo apretó con tanta fuerza como para partirlo en dos. Las patadas que le daba en los costados le habían roto las costillas. Por las hendiduras de los dedos, alcanzaba a ver cómo se producían hematomas en los costados, por los huesos rotos y órganos reventados por los impactos. Pero no lo soltaba. Su dolor aumentó cuando la mano de Lucifer comenzó a quemarse. Lo primero que perdió fue la vista. Las retinas y el resto de los ojos se combustionaban más rápido que la carne y el cabello. Luchó con mayor ferocidad, pero fue en vano.

Lucifer movió su brazo izquierdo como si fuera una espada y cortó de un tajo su brazo derecho. Dejándole la mano y buena parte del brazo quemándose en la cara de Miguel. Escuchando los alaridos de su opositor Lucifer se dio media vuelta, derramando sangre por la herida que se había inflingido.

—Sigo sin querer hacerte esto —dijo Lucifer antes de desaparecer, sumergiéndose en el concreto del techo.

A pesar de que las brasas le consumían el rostro, Miguel sintió cómo su cuerpo se impactó contra el piso al caer. Las llamas le calcinaban la lengua cuando intentó introducir sus dedos pulgares por debajo de la palma de Lucifer. Cuanto más esfuerzo ejercía más se encajaban las uñas y los dedos en su rostro. La presión fue tal que escuchó el crujido del cráneo y pómulos. Con los pulgares adentro, fue capaz de separar unos cuantos centímetros la mano de Lucifer de su boca, cerrándola para apagar el fuego que le estaba abrazando el paladar y la lengua. Consumidas las llamas, volvió a abrir su boca para exhalar un grito junto con un rayo de luz amarilla que salía de su interior. Entre la mezcla de la voz y la luz, mandó a volar por los aires los huesos calcinados de la mano de Lucifer.

Giró su cuerpo para ponerse boca abajo, tomando como puntos de apoyo los codos y las rodillas. No podía ver nada. El fuego le había reventado la masa gelatinosa de los ojos de su cuerpo carnal y demoraría en regenerarlos. Con su pulgar derecho tocó su ojo derecho y con el dedo índice y medio el ojo izquierdo. Masajeando ligeramente la parte superior de los párpados, fue descendiendo poco a poco hasta entrar en sus cuencas vacías para aliviar el dolor. Concluido el masaje se puso de pie tambaleante, recuperándose de la conmoción sufrida. Dio unos pasos hacia delante, otros más a su derecha. Detuvo su andar y como si estuviera caminado sobre un lago congelado de hielo delgado se dejó introducir en el agua de acero y concreto. Bajó más de diez pisos para terminar su chapuzón en una sala, entre la mesa de centro y la televisión de veintiún pulgadas del departamento de Enós Draven. Caminó de lado entre la mesita y el largo mueble de color verde con cuadros grises, brincó el peldaño que indicaba el cambio de nivel para al comedor, cocina y cuartos.

Lentamente llegó al cuarto donde dormía el infante, percatándose de que no había ninguna clase de sonido. Era confuso eso por el arcángel. Si Lucifer intentara llevarse el alma del niño, requeriría realizar algún tipo de ritual, ritual que no sería instantáneo y que, por lo tanto, él alcanzaría a llegar y volverlo a confrontar.

Otra opción hubiera sido que Lucifer tomara al pequeño Eros y se fuera con él para exterminar su alma. Aunque para ello ya tenía previsto un plan. Algunos cuantos sucesos atrás, el arcángel Miguel optó por usar su ubicuidad y cambiar su apariencia imponente y altiva por la de un hombre mayor. Con brazos fuertes y requemados por el sol. De estatura promedio y robusta. Aparentando conocimientos de albañilería y construcción, y, por último, presentándose con el nombre de Marcus para poder ser tratado con mayor familiaridad por el doctor Enós Draven.

Durante su papel como constructor, Miguel no solamente colocaba mezcla en ladrillos y embebía la madera, sino que también aprovechó para crear un escudo que pudiera proteger al niño del exterior, y si alguien tratara de llevárselo de ahí, iba a sufrir mucho al momento de entrar en esa minifortaleza. La energía que protegía el recinto era para enfrentarse a Lucifer, así que una vez que se acercara sentiría un extraordinario dolor que muy pocas veces en su existencia lo habría sentido y eso le permitiría al arcángel llegar al rescate.

El temor de Miguel pasó de ser algo racionable a frenético y después descontrolado. Sentía que la barrera protectora que había puesto para Lucifer ya no estaba, la habían eliminado. Llegando a la puerta tomó la perilla y la hizo girar rápidamente. Si el arcángel Miguel hubiera tenido ojos en esos momentos, se le hubieran desorbitado por su expresión de asombro y de terror.

—He fallado —dijo el arcángel con voz baja.

VI

Enós Draven había cumplido en adornar el cuarto del infante como le había propuesto al arcángel Miguel en su disfraz de constructor.

La estancia tenía una cajonera pintada de blanco en el cuerpo y de rojo en las caras de los cajones, pegada a la pared que separaba su departamento con el del vecino. La cuna no era mayor a un metro de largo y sus barrotes cuadrados eran lo suficientemente altos como para no permitir a ningún niño mayor de dos años que saliera de ella trepándolos. El clóset en la oquedad de la pared era dos puertas de bisagras, barnizadas de un color que resaltaba el café de la madera. El ventilador de techo estaba operando a velocidad media con sus cinco aspas y tenía las tres bombillas encendidas. Por último, estaba la mecedora. No era de madera como lo había planeado el doctor Draven en un principio, al final había optado por una de metal. Estaba pintada toda de blanco, a la que le cocoló un cojín verde tierno en forma de asiento y el ruido de su vaivén era absorbido por la alfombra aterciopelada en el piso. Sobre ella permanecía inmóvil el bebé Eros Draven, acurrucado en los brazos de un ente que no era su padre, pero tampoco se trataba del brazo aún entero y el otro cercenado de Lucifer.

Su cuerpo era antropomorfo, hecho por una especie de arena de mar extrafina; portando unos cuantos harapos desgarrados de color negro desteñido. Como cabeza tenía un montículo de arena que carecía de cabello, boca, ojos, nariz y oídos. Sus pies estaban descubiertos, aunque no tenía dedos en ellos y se apoyaba en los talones para mover la mecedora. Con un brazo tenía cargado el bebé, y con la mano libre le acariciaba su cabello castaño.

—¿Por qué te lo has llevado? —preguntó el arcángel Miguel con voz quebrada.

No necesitaba sus ojos carnales para saber quién era. Mucho antes del instante que le dio existencia al arcángel Miguel y al serafín Lucifer, él ya existía. Durante el primer enfrentamiento que hubo entre los hermanos del mismo instante, mientras que unos estuvieron a favor de Miguel y otros a Lucifer, él nunca apoyó a ninguno de los bandos. Permaneciendo neutral en todo momento. Cuando llegó la caída de Lucifer, y el exilio de él y de los suyos, fue hasta entonces que intercedió ante el Creador de Todo para que se les ofreciera el perdón. Cosa que no entendían. A Lucifer, Belcebú, Astaroth y otros tantos más fueron alejados de la gracia de su progenitor y de todo lo que amaban, pero él decidió tomar un camino diferente. Una senda la cual lo evocó a estar siempre en medio de su progenitor y de Lucifer, pero nunca cerca de alguno de los dos.

A lo largo de los sucesos, los hombres y el resto de todas las especies conscientes de su existencia le habían puesto varios nombres; en aquel planeta lo conocían por La Muerte. Aunque el significado que le daban a esa palabra no existía realmente, consideraba que un mote más adecuado para él hubiera sido La Transición o El Cambio; pero no era así como lo consideraban las diversas culturas de los humanos. Sin embargo, el nombre por el que lo conocían el arcángel Miguel y Lucifer era Atiel.

—No me lo he llevado. Vengo a mantenerlo en este mundo —dijo Atiel deteniendo el vaivén de la mecedora para levantarse suavemente. Miguel notó cómo el bebé al dejar de ser tocado en la frente hizo movimientos con sus brazos de querer más cariño. Poniéndolo en la cuna y con un dedo suyo de arena, liso y sin uña, le acarició las mejillas regordetas—. Esta noche iba a trascender de manera natural. —La arena que tenía por cabeza vibraba en ondulaciones cada vez que pronunciaba palabras.

—Eso no puede ser —dijo Miguel sorprendido—. Rafael estuvo con él lo que duró su gestación dentro de la incubadora. Lo cuidó, lo sanó. Le dio las fuerzas más que suficientes para existir en este mundo.

—Sí, lo hizo. Y lo hizo bien. —Se retiró de la cuna para acercarse más al confundido arcángel—. Pero yo soy más sabido. Comprendo mejor las cosas, mejor que ustedes, mejor que Lucifer… Tienes un feo rostro, Miguel, permíteme ayudarte.

La mano de arena fina acarició la carne charrasqueada, dejando partículas en todo el rostro de Miguel. El arcángel pudo sentir cómo la carne de su rosto se movía estrepitosamente, sanando. Incluso las masas gelatinosas de los ojos que ya estaba creciendo por obra propia de Miguel se expandieron rápidamente y se detuvieron al momento de volver a tener sus iris color azul. Aunque sin sus ojos podía apreciar el entorno que le rodeaba, era mejor tenerlos para que no se le escapara ningún detalle.

—La energía de esta pequeña alma se encuentra cambiante —continuó Atiel—. Cambios a los que no están acostumbrados estas clases de cuerpos. Si no hubiera llegado, su pequeño corazón hubiera dejado de latir.

—Rafael podría haberlo sabido.

—Como te lo acabo de decir, soy más sabio. Ustedes no tienen la capacidad de predecir estos escenarios. Ven las posibilidades mientras que yo veo lo definitivo.

Y en eso el arcángel Miguel no podía contradecir a Atiel. Lo cierto era que todos los ángeles y arcángeles tienen una capacidad de predecir de manera muy acertada el futuro de los hombres y de otras tantas especies. Pero esa clarividencia era más bien una deducción. Ya que su panorama de visión, que era muchas veces más amplia que el de las especies de baja oscilación, les permitía percatarse de aquellos detalles y actos que repercutirían en las vidas de otros con mucha antelación y de esa manera determinar un futuro cercano a lo que sería. Pero al final ese proseguir de los sucesos podía ser cambiado en cualquier momento por las acciones del libre albedrío. Por lo que sus conjeturas serían siempre aproximadas, pero nunca exactas.

Pero Atiel era diferente. El papel que interpretaba siempre había sido el del cambio. No importaba cuántas variables interactuaran en los sucesos de las cosas, su única constante era el cambio. Y él era el mejor para entender eso.

—¿Te pidió que vinieras a cuidar de él?

—Él nunca me ha pedido eso. Yo vine porque así lo quise. Así como han existido quienes los he dejado en este plano por mi propia obra, él también tenía el derecho a seguir con su existencia en este nivel. Sus posibilidades son tantas que sería una pena el dejarlo partir.

—¿Y Lucifer? ¿Qué paso con él?

—Cuando me vio se quedó estático. Agachó la cabeza para esquivar su mirada de mí y se fue como llegó: cayendo entre los pisos… Oh, mira, la pelea terminó.

Sin darse cuenta Miguel, el cielo ya se encontraba despejado. Con la luna aún a la vista pero cerca del amanecer. Las flamas y los rayos se habían extinguido por completo. Belcebú y Astaroth ya se habían retirado de la zona de la pelea.

Aunque para ellos la duración de la escaramuza había sido extremadamente breve, para los seres humanos les habría llevado desde la noche del día anterior hasta el alba del siguiente. Debido a que esta se había librado en otro plano. Uno donde el mundo y los hombres existían para ellos, pero ellos no existían en el mundo ni con los hombres. Solo Miguel regresó al mismo plano de los hombres para tener contacto físico con Eros, mientras su padre permanecía en un estado de sueño profundo en la otra habitación.

No veía a sus amigos en los cielos. Al rastrear sus presencias, notó que la mitad ya se encontraban en el techo del edificio donde él se encontraba con Atiel. La otra mitad permanecían en el edificio de lado. Todos adustos y muy lastimados.

—Tres de los cuatro grandes estuvieron aquí, y los hicieron mierda a los siete. Sí, a los siete, no me veas así, Miguel. A Lucifer solo le bastó con cortarse un brazo para dejarte inmóvil. Es notorio que quiere hacer esto haciéndoles el menor daño posible. Si se hubieran puesto a pelear en serio los tres, este planeta hubiera quedado estéril. Me hubieran hecho trabajar demasiado en una sola noche, o lo que queda de ella. Ya casi amanece, es mejor retirarnos de este lugar.

—No me puedo ir de aquí. Si dejo solo al niño, Luci…

—Lo harás. Lucifer no pondrá pie ahora que sabe que yo no tengo intención de que esta alma pase por la transición de dejar su cuerpo carnal para pasar a lo siguiente.

—Yo soy su protector por nacimiento.

—Y lo hiciste lo mejor que pudiste. Pero ahora le toca a este pequeño luchar con sus propias fuerzas. Y desde ahora te lo digo. Como la energía de su alma se encuentra en constante cambio va a tener un cuerpo enfermizo. Va a padecer y mucho. Y cada vez que se enferme no harás nada para sanarlo. Él solo lo tiene que hacer.

—Estaré con él lo necesario, como si fuera cualquier otro al que cuido, pero no será menos.

—Lo considero justo. Ya llegará el suceso en que esta pequeña alma acudirá a ti en busca de respuestas. Pero, hasta que dicho suceso llegue, lo dejaremos tener una existencia tan humana como los demás.

VII

Todas las velas se apagaron al segundo soplo. Siete eran las velitas rojas que despedían tranquilamente su humo por encima del pastel de chocolate, cubierto con merengue del mismo color y adornado con cerezas y hojas de menta en su centro.

—¡Bravo…! —gritaban y aplaudieron con entusiasmo los invitados de la fiesta.

Terminando de devorar el pastel, los niños pasaron a jugar en el jardín, mientras que los adultos platicaban de su trabajo, parientes, pacientes y demás.

Por la ventana de la cocina, el doctor Enós Draven veía a los niños jugar y a los adultos convivir con otros adultos, como era el caso de su actual jefe. Quien con un cigarro en mano y mostrando sus dientes amarillentos se rodeaba de su comitiva personal que lo acompañaba a todos lados, siempre expresándole adulación y a la espera de poderse ganar un favor suyo. Su entrañable amigo Marcus se la pasaba junto con su esposa, degustando una rebanada extra de pastel, y el resto de las personas reposaban la comida con una plática amena y uno que otro trago de alcohol.

Durante el lavado de la vajilla que utilizó para despositar los platillos de la fiesta, a su alrededor pasaba uno que otro invitado ya fuera para tirar basura, dejarle algún traste sucio o simplemente para saludarlo y felicitarlo por la celebración que organizó para su hijo.

—¿Necesitas ayuda? —dijo una voz femenina al doctor.

—¿Qué? —dijo Enós de manera automatica, rompiendo el trance que consiguió mirando a los niños jugar—. Oh, no, Laura, gracias. ¿Te gustó la comida?

—Sí. Todo estuvo muy rico —dijo la invitada desechando el sobrante de merengue del pastel en una bolsa de plástico negra—. Un poco condimentado el rissotto para mi gusto, pero sabía bien. ¿Tú mismo lo cocinaste?

—¿Yo? Qué va —le respondía tomando un tazón que comenzó a lavar—. No digo que no se me dé la cocina, me gusta mucho cocinar, pero el día no me alcanzaría para cocinar todo esto.

Laura era su pasante desde hacía menos de un año. Había dado con ella por recomendación de Marcus. En su primera entrevista, no obtuvo una buena impresión de ella con sus capacidades como médico, ya que era bastante introvertida y no le gustaba darse mucho a notar. Pero, siendo optimista, decidió realizar un salto de fe con ella, salto que hasta ese día no se había arrepentido de darlo. No le tomó mucho descubrir que su pupila contaba con una mente rápida y manos agiles, y por encima de ello era leal con su equipo de trabajo.

Para la fiesta de cumpleaños del hijo de su jefe, la joven llevaba puesto un conjunto de camisa de manga corta y un short de vestir, hechos de la misma tela roja en la que se le pintaba círculos blancos pequeños. Fajada con un cinturón de piel color blanco y de hebilla dorada. Era una mujer de baja estatura, pero su esbelto cuerpo, piel blanca y cabellera negra y larga la hacían lucir bastante llamativa a la mirada de todos los hombres.

—¿Quieres que te ayude? —preguntó la joven poniéndose a su lado y extendiedo las manos para secar el tazón recién lavado.

—No es necesario. Gracias, Laura. —Le retribuyó con una sonrisa cansada.

—Claro que sí —respondió ella quitándole el refractario de las manos—. Deja todo esto para más tarde y sal al jardín. La tarde está agradable y todo mundo está saliendo al jardín.

A pesar de la buena camadería que llevaban en el trabajo, Enós no había puesto al corriente a Laura sobre los hechos que lo dejaron viudo, ni tampoco creía propicio decirle que mientras que su único hijo festeja un año más, a la vez, se cumplía un aniversario luctuoso más de su difunta esposa Annalisa.

—Muy bien —respondió dejando de lado los platos sucios—. Salgamos.

Afuera en el jardín, se podía disfrutar de la tarde del sábado.

Había bastante claridad y no se sentía el calor del sol; un clima ideal para que los niños jugaran por todo el patio y entre las mesas rentadas para la ocasión. Pero, en vez de jugar alegremente, la acción de Eros era la de ocultarse debajo de los manteles blancos, huyendo de sus perseguidores.

—¿Dónde estás, piagnucolone? —Escuchaba una voz de niño cerca de él—. ¿Dónde te escondiste?

«Quédate quieto».

—¿No lo vieron? —preguntó la misma voz infantil.

«No hables».

—No —oía la voz de otro niño respondiéndole al primero.

«No respires».

De repente, una pequeña mano lo tomó de su pie derecho, la única parte de él que no se fijó que se encontraba a la vista, fuera del camuflaje del mantel.

—Lo encontré —dijo una tercera voz impúber.

Como reflejo, movió su pierna bruscamente para liberarse, pero ya era demasiado tarde. Delante de él ya estaban otros dos niños que fácilmente lo sometieron, tirándolo al pasto y tapándole la boca. El último niño en llegar fue el que lo había descubierto, y en esta nueva oportunidad logró sujetar con fuerza suficiente sus piernas para que no se escapara.

Con sus ojos vidriosos, el infante reconoció al niño que lo sujetaba del hombro derecho y le tapaba la boca para socavar sus gritos. Se trataba de Christian. Un niño dos años mayor que él, regordete, con el cabello tieso y de color zanahoria que movía sus fosas nasales con cada inhalación. Era él quien lo estaba llamando por el apodo de piagnucolone. No era compañero de escuela suyo ni mucho menos un amigo cercano, era el sobrino más pequeño del jefe de su padre, quien jugaba el papel del hijo que nunca pudo tener.

Cuando su padre le presentó por primera vez a Christian, este tenía la intención de que ellos dos se convirtieran en grandes amigos, demostrándole tanto a su nuevo jefe como a sus colegas médicos que no tenía ninguna clase de resentimiento por los acontecimientos pasados.

Después de la jubilación obligatoria del doctor Jean Conti, cuyos últimos años laborales fueron en el mismo hospital donde trabajaba Marcus y que lograra llevar consigo a Enós, la consigna de llevar el Departamento de Neurocirugía fue pasada al doctor Isaac Ferrara. Esto a causa de que Enós aún no cumplía un año en el puesto de subdirector.

Ferrara era un hombre de mediana edad al igual que de estatura. Sus ojos azul pálido exhibían una mirada hipócrita y egoísta, siempre tratando de sacar algún provecho a toda situación que se le presentara. Poseía vasto conocimiento derivado a su trayectoria médica, pero esa virtud era sobrepasada en gran medida por su manera elocuente de hablar con las personas indicadas en los momentos apropiados, destrezas que lo posicionaron en el puesto de director del departamento, a pesar de la desaprobación del doctor Conti.

Pero, sin que supiera el doctor Draven, le había presentado a su hijo un niño malcriado y en extremo mimado. Al final, Eros tenía que lidiar con otro tormento más, aparte de los que tenía en la escuela y fuera de ella.

—¿Por qué te escondes, piagnucolone? —le dijo Christian en voz baja. Sonriéndole, enceñando sus dientes de conejos y separados en medio.

«No hables».

—Solo queremos jugar contigo —continuó Christian dándole un rodillazo en un costado—. El juego se trata de cuánto aguantas antes de que nos encuentren. —Le dio otro rodillazo.

«No grites».

—Sí, orfano —dijo el niño que estaba a su izquierda. No conocía a los otros, pero no le costó deducir que era amigo de Christian—. A ver cuánto aguantas. —Le empezó a dar de rodillazos también.

Comenzaba a sentir cómo se le escapaban las lágrimas.

«No llores».

—Orfano, esa estuvo buena —decía Christian riéndose como si se tratara de un grandioso chiste.

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