Kitabı oku: «Eros», sayfa 6
Los segundos se le hicieron eternos a Eros. Por más fuerza que hacía para tratar de liberarse no tenía éxito. El dolor también lo sentía en sus piernas ya que el tercer niño, que tampoco conocía, le dejaba caer todo su peso sobre sus tobillos para impedirle moverse. Al final, no pudo hacer otra cosa más que rememorar qué fue lo que había hecho para ganarse tremenda agresión.
Después de partir el pastel todos los niños se la pasaron corriendo y jugando en el jardín. Gracias a que asistieron poco menos de la mitad de los invitados esperados, muchas mesas se quedaron arregladas, pero no fueron ocupadas ni removidas, a lo que terminaron convirtiéndose en una zona de juegos para los infantes. Eros no jugaba mucho porque con la poca agitación que llegara tener su asma le respondía con malestares en los pulmones, agitándose o dificultándole la respiración, orillándolo a que su existencia fuera muy pasiva. Así que mientras el resto de los infantes corrían de un lado para el otro, Eros seguía comiendo un poco más de pastel que le quedaba en su plato de unicel. Fue cuando a unos bocados antes de acabar su rebana lo abordó Christian.
—¿Aún no acabas de comer, piagnucolone? —le dijo muy sonriente picándole con su dedo índice la mejilla llena de la torta de chocolate.
Eros pasó rápido el bocado para poder responderle.
—Ya te dije que no me gusta que me llames piagnucolone —dijo con una voz temblorosa, muy bajo, como si lo estuviera susurrando.
—Ah, perdón, su majestad, olvidé que como hoy es su día no se le puede molestar.
Se acercaron otros dos niños que Eros no conocía, lo más probable es que eran amigos de su agresor.
—Pero, como tu día fue al principio de la semana —continúo—, hoy ya no me importa.
—Yo no tengo la culpa de que repitas el año porque saliste mal en tu examen de Matemáticas de la semana pasada —le dijo Eros sin pensarlo.
Christian no entendía cómo era posible que supiera eso. Pero recordó que después de haber reprobado recibió una buena llamada de atención por parte de su maestra y del director de la escuela a la que asistía. De ahí, le siguieron los manotazos que le dio su madre, porque también fue víctima del regaño de los trabajadores escolares, y, por último, los diversos castigos que le impuso su padre como medida correctiva. Si en esos momentos se encontraba en la fiesta era por magnificencia de su tío, quien se empeñó en llevarlo como último aire de libertad, antes de que empezara a cumplir con las múltiples sentencias impuestas por su progenitor.
—Testa di minchia, Eros —respondió Christian enfurecido—. Ahora sí te jodiste.
No supo el tiempo exacto que duró. Quizás para el resto del mundo se trataron de unos pocos segundos, menos de un minuto; pero para Eros, con los costados molidos y los pies adoloridos, cada instante que respiraba le parecía eterno. No le quedó otra opción más que quedarse un rato tirado debajo de la mesa viendo los herrajes de esta.
Con esta ya eran cuatro ocasiones en las que terminaba muy mal por decir cosas que no sabía dónde las había escuchado. Por ser tan íntimas que cada vez que las decía terminaba lastimando emocionalmente a los involucrados. Las tres ocasiones anteriores fueron en el transcurso del año y todas en la escuela. La primera fue con unas hermanitas, las cuales les hizo el comentario de que a su gato no le interesaba seguir cerca de ellas después de su muerte, porque no las quería debido al mal trato que le habían dado. La segunda fue con un niño, donde le advirtió que su padre no lo llevaría de vacaciones, y la tercera cuando le dijo a la maestra delante de toda la clase que no sufriera por la infidelidad de su esposo.
—No se preocupe, maestra, su esposo está con otra mujer, pero él no la quiera a ella —dijo efusivamente de pie en su pupitre—. Él sigue pensando en usted.
Varias horas después de su último evento trágico, estaba esperando a que el agua se le escurriera del cuerpo antes de salir de la regadera. Con un débil movimiento limpio el espejo empañado y la figura que vio reflejado en este, no le era nada grata. Tenía hematomas recorriéndole a lo largo de los costados, otros más se le dibujaron cerca de sus tobillos; su cara se conservó intacta, para no llamar la atención de los adultos.
«Fue listo en eso».
Habiendo pasado un rato de la agresión, Eros juntó fuerzas para levantarse y salir de entre las mesas. Se limpió la cara lo mejor que pudo y se fajó de nuevo su camisa y pantalón. Hizo su máximo esfuerzo para disimular que la fiesta había sido todo un éxito frente a los invitados y principalmente delante su padre. No tenía la intención de darle otra preocupación y no quería que el sufrimiento que sentía por la falta de una madre se acrecentara al pensar que, como padre, no era capaz de cuidarlo como era debido. Así que solo le quedó fingir que no había pasado nada y seguir así hasta que concluyera la fiesta.
Con su pijama azul cielo ya puesta, Eros salió del baño para dirigirse a su cuarto a dormir y esperar que el día por fin terminara. Al caminar por el pasillo escuchaba la voz del doctor Marcus, compañero de años de su padre y que era costumbre suya y de su esposa quedarse hasta el final de cualquier evento para platicar con Enós.
—¿Ya terminaste de ducharte? —gritó su padre desde la sala.
—¡Ya! —contestó Eros como queriendo gritar para pedir ayuda.
—Ok. Ve a la cama, en unos minutos subo… Te vuelvo a repetir, Marcus, que en estos momentos no estoy interesado en…
Eros dejó de escuchar la voz de su padre cuando cerró la puesta de su cuarto. La habitación se encontraba pintada de verde seco y era lo doble del grande de la que tenía cuando era el bebé que llegó a vivir al Rione Cavalleggeri D´aosta. Tenía un abanico de metal en el techo de color blanco y la cama era angosta pero suave, al igual que las almohadas. El mueble lo coronaba una cabecera y un buró de madera de estilo clásico en cada lado. También tenía un librero donde tenía toda clase de juguetes. Un clóset que llegaba casi hasta el techo y un escritorio viejo, que consiguió su padre a muy buen precio en la remodelación del hospital. Con un banquito donde tenía que poner las dos almohadas para quedar a una altura perfecta para el escritorio.
Desacomodó la sábana y la acomodó en un hueco que tenía libre en el librero, precisamente para dejarla ahí hasta la mañana siguiente, para volverla a tender. De ese lado de la casa no se escuchaba nada del tránsito que se generaba por el ambiente nocturno de un sábado por la noche, por lo que la hacía ideal para alguien con el sueño tan liviano que se despertaría con el desprender de las hojas de un árbol. Esperaba con ansias el quedarse dormido, el día había sido largo, agitado y, sobre todo, muy doloroso.
«Veeeteee».
Algo le hablaba suavemente.
«Veeeeteeee».
La palabra se empezaba a entender mejor.
«Veeeeeteeeee».
Eros estando más dormido que despierto comenzó a prestarle atención.
«Veeeeeteeeee».
—¿Qué? —preguntó el niño sin saber a quién o a qué.
«Veeeeeteeeee».
No podía precisar si la voz era de un hombre o mujer. Pero era claro que alguien o algo quería hacerle llegar un mensaje.
De las rendijas de la puerta veía una luz entre roja y amarilla que venía del pasillo.
«Veeeeeeeeteeeeeeee».
La voz andrógina se alzó desmesuradamente. Dejó de ser un suave murmullo para convertirse en una estrepitosa voz que le estaba dando una instrucción directa.
Sin saber por qué, sus manos estaban heladas y sudadas. Por más que intentaba controlarlas, el temblor en ellas no le permitía hacer nada.
De la rendija debajo de la puerta se apreciaba diversas sombras que se detenían del otro lado de esta.
—Abre la puerta, piagnucolone, sé que estás ahí. —La voz de Christian se escuchaba en lo que la perilla giraba de un lado para el otro.
El niño Eros ya se encontraba sentado en su cama, sin poder articular palabra, con la espalda erecta y sus manos sujetando a duras penas la delgada sábana, su único escudo ante aquella extraña voz que provenía de todos lados y de las agresiones que pudiera cometerle el inesperado Christian.
—Abre ya, Eros —dijo la voz de Christian con furia—. Tengo un mejor juego para ti.
«Veeeeeeeeteeeeeeee», proseguía diciendo la otra voz.
Todo el cuarto empezaba a temblar. Escuchándose golpes por todas partes.
Eros quería llamar a su padre, pero el miedo no lo dejaba articular palabras.
De repente, la manija dejó de girar y la puerta se abrió… Un monstruoso chillido se escuchó por toda la casa.
VIII
El comedor degli Incurabili era un polígono con siete lados desiguales, donde entraban estrechamente doce mesas cuadradas de aluminio, cada una con dos sillas tan angostas que resultaba imposible para quienes se sentaban en ellas el poder degustar los alimentos comodamente.
Cerca de la puerta de entrada, Enós se encontraba sentado en una de las mesas de metal, solo y masticando la comida del mismo modo que una vaca engullendo pasto. Debía mantenerse con energía para poder lidiar con todo lo que estaba atravesando su reducida familia, y la única forma de ganarla era comiendo, teniendo o no apetito. Su platillo consistía en dos porciones de verduras, cuatro porciones de carne roja a las hierbas finas y una porción de pasta. Un alimento que a simple vista abría la apetencia de cualquier comensal, pero delante del agotado médico solo era un puñado de lechuga reseca con zanahoria rallada, un filete duro con un fuerte sabor a estragón y espagueti blanco a medio cocer.
Aun con su rostro desencajado, su porte como doctor era impecable. Llevaba puesta una camisa de manga larga de seda color verde seco, perfectamente planchada al igual que su pantalón de vestir café. Zapatos de piel boleados y su bata blanca de doctor sin manchas. Su mayor desatino eran los pocos pelos que le invadían el mentón y mejillas, señal de no haberse pasado en varios días la navaja de afeitar.
—¿Te importa si me siento? —preguntó el doctor Ferrara al doctor Draven.
—Adelante —respondió Enós de manera hosca.
Sin darle importancia a la forma de contestar de su subordinado, el jefe del Departamento de Neurocirugía tomó asiento. Vestía un traje de sastre mandado a hacer a la medida. Pantalón y chaleco en color negro, que hacían resaltar la camisa de manga larga color azul que portaba. Depositando su café latte en la mesa, comenzó a hablar.
—¿Cómo sigue tu hijo? —preguntó emulando una sonrisa falsa al exhibir sus dientes amarillos y no abrir en absoluto los ojos.
Más que prestarle atención, Enós se quedaba mirando su platillo y la presentación que este adquiría al revolver la lechuga con el espagueti.
—Tranquilo. —«Vete a la mierda, Issac»—. Se encuentra estable, pero no se sabe si volverá a tener otro ataque. —Se introdujo a la boca un puñado de espagueti.
A pesar de la melancolía, el enojo y la frustración que sentía Enós en esos momentos, estaba perfectamente consciente de que su jefe, el doctor Issac Ferrara, sabía a detalle el estado de su hijo, siendo él quien había hecho los trámites para alojar a Eros en el área de pediatría y para que estuviera bajo observación por terror nocturno.
—Entonces aún hay esperanzas. Es bueno saberlo. —Dio un pequeño sorbo a su latte y lo sostuvo en su mano, revolviéndolo con los girones de su muñeca—. ¿Y cómo vas con tus pacientes?
—Alonzo, Fazio y Matteo han permanecido estables desde hace dos meses. Nocoletta y Alcina comienzan a presentar síntomas de somnolencia a causa de que les aumenté la dosis de Zolmitriptán. A Romilda, Piero, Jean, Gianna y Lia los está atendiendo Laura por ser de menor gravedad. Todo bajo mi supervisión.
—De acuerdo. Es importante que estés al tanto de todos ellos. Laura aún es muy joven y muy poco experimentada para que esté por su cuenta viendo a los pacientes. ¿Tienes cirugías programadas?
—Ninguna para esta semana.
—Me parece bien. Si necesitas algo házmelo saber. —De un solo movimiento se levantó de su asiento y partió del comedor, despidiéndose dando otro sorbo a su café.
El fin de semana pasado, justamente la noche de la fiesta de cumpleaños de Eros, Enós presenció el primer ataque de pánico de su hijo.
Al escuchar el chillido de ayuda del infante, el padre no supo en qué momento pasó de estar sentado en la poltrona de su sala a estar frente la puerta de la habitación de su estirpe. Dando una patada para poder abrir la puerta, vio la cara pálida y desencajada de su primogénito. Con los ojos abiertos de un modo que nunca antes le había visto, recorriéndole las lagrimas en sus mejillas y emanándole espuma por la boca. Fue así como encontró a Eros antes de que perdiera el conocimiento y empezara a convulsionarse sobre la cama.
A la mañana siguiente y estando más dormido que despierto, encontró a Marcus en la cocina lavando platos y exhibiendo los signos del desvelo: despeinado, brillándole el rostro por el exceso de grasa y bostezando a cada momento.
Siendo su mejor amigo, no se había ido de su casa y lo acompañó hasta que el pequeño se encontrara estable. Por otro lado, Isabela, la esposa de Marcus, se había retirado desde muy temprano para hacer cosas de su propio hogar.
Arrastrando los pies por el cansancio, Enós arribó a la cocina.
—¿Ya despertó? ¿Te ha dicho lo que le pasó? —preguntaba Marcus cuando lo vio entrar.
—Acaba de despertar —respondió Enós en un tono que dejaba mostrar su agotamiento—. Creo que se trata de terror nocturno ocasionado por estrés postraumático. Al parecer, estuvo escuchando voces. Una le decía que se fuera, aunque no sabía a dónde, y la otra era de varias personas que querían hacerle daño.
—No tiene mucha coherencia lo que me dices. Aparte, parece ser más una pesadilla que terror nocturno. ¿Por qué dices que el terror nocturno fue ocasionado por estrés postraumático? ¿Cuál fue el trauma?
—Lo revisé y le quité la pijama —dijo mientras tomaba asiento en una silla, el semblante de su cara era el de un hombre torturado—. Tiene varios hematomas en sus costados y en los tobillos. Casi te puedo asegurar que fueron hechos por el puño de un niño.
—¿Cómo?
—Por el tamaño y distribución de los moretones. Si hubiera sido la mano de un adulto, el área del moretón sería más grande y el daño mayor. Estos son pequeños y la distancia de separación no concuerda con el tamaño promedio del puño de un adulto o un adolescente. Tuvieron que haber sido mínimo dos niños para que pudieran someterlo. Si solo hubiera sido uno, Eros se hubiera podido defender. Lo que todavía no me explico es cómo se originaron los que te tiene en los tobillos.
—Tendrás que informárselo a la policía. Tienen que investigar quién en la escuela le hizo esto.
—No fue en la escuela, Marcus. Pasó en la fiesta.
Marcus vio la expresión de impotencia en la cara de Enós mientras frotaba una mano con la otra. Le costaba creer que la agresión que recibió su ahijado pasara prácticamente bajo las narices de ellos.
—No puedo asegurarlo, pero creo que fue el sobrino mimado de Ferrara —pronunció el padre en forma de susurro.
—Esa es una fuerte declaración, Enós —dijo Marcus asombrado y preocupado a la vez—. ¿Te estás dando cuenta de que hablas del sobrino predilecto de Ferrara? ¿Qué clase de pruebas tienes para decir que fue ese niño?
—Porque Ferrara fue el primero en retirarse de la fiesta. Cuando se despidió, me dijo que a su sobrino le comenzó a doler el estómago y que quería retirarse. Y para lo poco que los he visto juntos, se ve que no se lleva bien con Eros. Creí que lo que les hacía falta era interactuar más entre ellos, pero me he dado cuenta demasiado tarde de que ese niño es solamente un problema para mi hijo.
—Esto no se puede quedar así nada más, Enós. Tienes que…
—No puedo hacer nada, Marcus. Eros ya se bañó y limpió toda evidencia que pudiera probar la culpabilidad del sobrino de Ferrara. Lo único que puedo hacer es separar a ese niño de mi hijo, hablar con Eros para hacer que se sienta mejor y que sepa que juntos superaremos esta situación.
El plan que tenía Enós en primera instancia no dejó muy convencido a Marcus, pero él no había tenido la fortuna de ser padre. Así que prefirió guardarse sus comentarios. En el transcurso de la tarde de ese día, Marcus había partido de la casa dejando solos a su colega y ahijado.
Enós dedicó el resto de la tarde para hacer las labores del hogar y estar al pendiente de su hijo, que seguía descansando. Le había inyectado un fuerte sedante, por lo que podía limpiar rápido sin alterarlo. Aprovechó para terminar de hacer el quehacer restante de la fiesta y cocinarle un caldo de pollo como el que le hacía su madre, para que recuperara el ánimo perdido.
Siendo de noche, se sentó en la poltrona de color vino que tenía en la sala y prendió el televisor para ver la programación nocturna. En medio de los comerciales se percató de un ruido que venía de su espalda.
—Papá, ho fame —dijo Eros somnoliento.
Lo caliente del potaje de pollo no le impidió al infante acabárselo en pocos minutos. Casi llegando al fondo del segundo plato fue cuando quedó satisfecho del todo. Enós lo acompañó con un pedazo de pan y con rissotto que había sobrado de la fiesta. Al haberse consumido el contenido de su plato, Eros lo alejó para limpiarse la boca con la servilleta de tela que tenía entre las piernas.
—Eros, ¿hay algo de lo que quieras contarme? —preguntó Enós a su hijo de manera pausada y con voz queda, como si hubiera una tercera persona con ellos y no quería que esta escuchara.
—No —respondió en seco el niño.
—Hijo. —Tomó su mano—. Como tú, yo también fui niño alguna vez y sé que en ocasiones hay otros niños que no siempre se portan bien con uno. Y en esas ocasiones, suelen ser incluso muy agresivos y pueden causar mucho daño. Y para eso está tu padre. Para ayudarte, para protegerte, para…
—¡No pudiste salvar a mamá! —gritó Eros mientras se soltaba de la mano de su padre—. Te odio. Ya no te quiero. —Dando un salto de su silla se fue corriendo hacia su cuarto.
Enós se quedó boquiabierto con la contestación de su hijo. Esperaba una negativa a su cuestionamiento sobre el porqué de los distintos hematomas que tenía en todo su cuerpo, pero nunca imaginó que le pudiera dar esa contestación. Sentía cómo un cuchillo le atravesaba el pecho, pero en lugar de matarlo lo estaba torturando. Sometiéndolo a un dolor insoportable pero que no lo mataba. Lo mantenía agonizante sin dejarlo fallecer.
«An. Perdóname. Te he fallado».
En la mañana del martes el constante ruido del teléfono sonando logró despertar al cansado doctor Draven, quien dormía en el escritorio del cuarto de su hijo, por culpa de otro episodio de terror nocturo que tuvo el niño. Se incorporó para salirse del cuarto y contestar el teléfono del pasillo.
—Diga —pronunció quedamente el doctor a su desconocido interlocutor.
—Enós. Te habla Ferrara, llevo varias horas queriéndome comunicar contigo. ¿Qué paso? ¿Estás bien? No te presentaste ayer a trabajar ni tampoco te has reportado.
Pese a lo cansado que estaba y lo iracundo que se puso al escuchar el tono con el que su jefe se le dirigía, Enós tomó unos segundos para formular la mejor respuesta para las quejas del doctor Ferrara.
—Una disculpa, Ferrara. Mi hijo se enfermó y lo he estado cuidando —respondió caminando sin hacer ruido hasta llegar al cuarto de Eros para revisar si la chicharra del teléfono no lo había despertado—. No he podido despegarme de él ni tampoco descansar y pasé por alto el llamarle.
—Hay pacientes que necesitan de ti —dijo Ferrera con un tono más suave—. ¿Qué es lo que tiene tu hijo?
—Ha presentado síntomas de terror nocturno durante tres noches seguidas. Le he suministrado un miligramo de Alprazolam ayer y hoy en la madrugada, para que pueda descansar.
—Es mucha dosis para un niño, Enós. Tráelo al hospital, se tiene que internar, aquí lo vamos a revisar.
Enós no se había acabado ni la mitad de su platillo en el comedor degli Incurabili cuando ya se encontraba frío. Terminó levantándose de su asiento y depositó lo que le quedaba de su plato a la basura para salir del área del comedor.
Sabía que los breves minutos que estuvo su jefe con él fueron para aparentar interés por el estado de su hijo y de cómo le iba con sus pacientes. Sin embargo, el trasfondo era que a Ferrara nunca le había interesado hacer una buena relación laboral con Enós. Lo que buscaba era una excusa para poderlo despedir, pero sin quedar como un monstruo insensible ante el dolor ajeno.
La jugada del anciano jefe consistía en darle todo el apoyo posible en su predicamento personal, pudiendo continuar con el seguimiento a los pacientes, mientras que su hijo era atendido. No obstante, si aun con todos los recursos del hospital Enós demostraba un bajo desempeño, Ferrara podría hablar con el comité del hospital para que tuviera un periodo de descanso obligatorio, sin goce de sueldo, y de ahí tomaría la oportunidad para despedirlo. Contratando a alguien a quien él considerara como su digno sucesor, ya que a Isaac le faltaba poco para jubilarse y el siguiente en la lista para tomar el puesto como jefe del Departamento de Neurocirugía era el doctor Enós Draven. Idea que no lo complacía en absoluto.
Sin ponerle un rumbo a sus pasos, Enós terminó irremediablemente en el área de pediatría. Deteniéndose a la mitad del cristal de la venta del cuarto de su hijo. Mirando fijamente y de manera dubitativa la manija de la puerta, ya que las persianas de la cortina se encontraban cerradas. Le tomó algunos instantes tomar el valor suficiente para abrir la puerta que le daba acceso al cubil donde moraba su hijo. Tomó la manija y la abrió con más miedo que ganas, quedándose en el marco de la misma, mirando a Eros acostado en la cama, sedado, con suero suministrado vía intravenosa y con varias ventosas pagadas en la cabeza, cara y pecho. Mismas que se conectaban a un aparatejo que tenía a un lado de la cama, que servía para monitorear y guardar registro de todos sus signos vitales mediante unas agujas, que rayaban un grueso rollo de papel.
«Pobre de mi hijo».
—Doctor Enós.
A impresión de Enós, Laura había aparecido como por arte de magia. Su silueta de mujer la tenía resguardada debajo de la bata percudida de doctora, que le llegaba hasta la mitad de los pulgares si no doblara los puños y por debajo de las rodillas. Sus accesorios eran un reloj de correa negra, de cara cuadrada con relieve dorado, portándolo en su mano izquierda mientras que la derecha sujetaba su tabla para notas. Traía puesto arracadas de oro, cuadradas y grandes, que resaltaban con el negro de su cabellera suelta y su piel blanca.
—Perdón que lo moleste —continuó—, pero una pareja mayor está preguntando por usted, en el lobby.
Cerró la puerta del cuarto rápidamente y tomó una postura como si se tratase de un militante de la Guardia Suiza, cuyo único trabajo era impedir el acceso a cualquiera durante el cónclave.
—¿Te dijeron sus nombres?
—Me parece que el señor se llama Carlo.
«¿Por qué ahora?».
—Vale. —Se quedó pensativo unos instantes mirando hacia la nada—. ¿Me estabas buscando nada más para decirme eso?
—No exactamente —dijo Laura mientras se pasaba los dedos por la cabellera—. Esa pareja se veía muy molesta y hablé con ellos para tranquilizarlos un poco. Una vez que los pude calmar me fui a buscarlo antes de que el doctor Ferrara tuviera que toparse con ellos. —Laura no era tonta. Era consciente de que entre su jefe y el jefe de su jefe no había una buena relación y, aunque prefería mantenerse al margen de la situación, optaba por ponerse del lado de Enós—. Supuse que estaría en el comedor porque aún no ha concluido su hora de comida. Pero no lo encontré. Así que imagine que podría estar aquí y…
—Vale, vale —la interrumpió sujetándola de los hombros y haciéndola a un lado para dirigirse al lobby—. Hazme un favor. Quédate con Eros en lo que yo regreso.
Cortos pero muy rápidos fueron los pasos que dio Enós para llegar hasta el lobby degli Incurabili.
La entrada principal de la institución médica era una gran dovela de casi cuatro metros de alto y dos metros y medio de ancho. Con dos puertas de metal adaptadas a la forma del pasaje, que permanecían abiertas a todo el mundo hasta entrada la noche. En el lado de la recepción había un sillón de espera en cada costado. En el mueble derecho encontró a una pareja mayor de pie. La señora traía puesto un juego de dos piezas, que consistía en un vestido que le llegaba por debajo de las rodillas y un saco, todo de color azul claro y calzando sandalias cerradas por enfrente. El señor llevaba puesto un conjunto de pantalón y saco de pana color marrón oscuro, con una playera roja tipo polo. En su cabeza se vivía una batalla entre la alopecia y las canas, contra las hebras rubias que aún le quedaban. Delante de sus ojos color verde marrones tenía unas gruesas gafas bifocales.
—Enós —dijo la mujer al ser la primera en reconocerlo.
—María. Carlo —saludó a los dos de manera educada pero seria—. ¿Puedo saber la razón de su visita?
—¿Y qué otra razón puede ser, Enós? —respondió el señor de manera hosca y agresiva—. Queremos saber cómo se encuentra nuestro nieto.
Carlo D’amaco, padre de la difunta Annalisa D’amaco y abuelo de Eros Draven, era un hombre pasado de los sesenta años. Con unos pocos centímetros más de estatura que Enós, de barriga amplia, brazos flacos y de manos pequeñas para su corpulencia. Era propietario de un modesto grupo de taxistas que se movían por toda Nápoles, haciéndolo no muy adinerado pero consiguiendo poderse dar un estilo de vida con una solvencia económica que Enós aún no alcanzaba.
—Por el momento Eros se encuentra en observación —respondió Enós tratando de orillarlos a la salida.
—Desde que nació, Eros siempre ha estado en observación o delicado de salud —respondió María—. Se nota que tus cuidados no han surtido efecto.
—Le he dado toda la atención médica a mi alcance, él se encuentra en buenas manos.
—Nunca ha estado en buenas manos, Enós —dijo Carlo apuntando con el dedo índice directo a la cara—. Mi hija, An, nunca lo estuvo contigo, mucho menos mi nieto.
—Te he dicho hasta el cansancio que lo de An no fue mi culpa. Si hubiera podido, hubiera dado la vida por ella.
Los viejos rencores empezaban a emanar en la cara de ambos.
A pesar de que no había tenido enfrentamientos con sus suegros, siempre existió una relación tensa, pero que se sabía sobrellevar de alguna manera. De la pérdida de Annalisa, Carlo tomó una postura de odio y coraje contra Enós. Culpándolo de lo sucedido exclusivamente a él. Y las tensiones se volvieron insoportables cuando en una noche desafortunada el departamento en Rione Cavalleggeri D´aosta donde vivía el viudo y su hijo fue consumido por llamas por circunstancias inexplicables, costando la vida de la nodriza de Eros. Precisamente un día que había tenido una discusión con Carlo. Desde entonces, Enós tomó la posición de ya no fraternizar más con los padres de An. Cobrando el dinero del seguro del departamento, reunió los pocos ahorros que tenía y con ayuda de un préstamo del banco fue como compró su casa en el residencial privado de nombre Vico Equense, a las orillas de Nápoles.
—¡Pero no lo hiciste! —El grito de Carlo atrajo la mira de todos en el lobby—. Tu afán de tener hijos nos costó la vida de nuestra hija. Y ahora por tus descuidos como padre le va a costar la vida a Eros. ¿Cuántas personas más tienen que morir para darte cuenta de que no sirves como padre ni mucho menos como doctor? Enós, tú no salvas vidas, las acabas.
—Una cosa es que hables mal de mi trabajo y otra muy diferente que me digas que quiero que mi hijo muera. —La cara de Enós era un tomate fresco y sentía que las orejas le ardían.
—Esa es la verdad, Enós, y no dejaré que eso pase. —Metiendo su mano derecha en el bolsillo trasero de su pantalón, sacó una hoja doblada y arrugada.
—¿Qué es esto? —preguntó Enós sin tomar aquel pedazo de papel doblado.
—Esta es una demanda por la custodia de mi nieto. —Le aventó el citatorio al pecho—. Así es, Enós, no pongas esa cara, te quitaré a mi nieto.
IX
—Vale, vale. Hazme un favor. Quédate con Eros en lo que yo regreso.
Laura no tuvo tiempo de responderle a su jefe cuando este dejó de sujetarla de los hombros y tomó camino fuera del área de pediatría.
«Pobre hombre».
No era la primera vez que Laura trataba de ponerse en los zapatos de Enós. Pensaba en aquellos cansados pies que yacían dentro los mocasines con los que regularmente iba al trabajo. Adoloridos por toda la carga emocional que tenían que soportar, adicional al peso de su cuerpo y ropajes. Intentó imaginarse cómo sería tener que lidiar con la impotencia de no poder ayudar a su único hijo, estando enfermo, siendo él médico. El tener que cuidarse la espalda de su propio jefe, que más que querer ayudarlo solo estaba buscando la manera de cómo perjudicarlo y hacerle perder su empleo. Y como tiro de gracia, estaba aquella pareja de adultos mayores que, con tan solo mencionarlos, cambió la expresión de su rostro, pasando de tristeza a desesperación.
A la joven pasante solo le quedaba la opción de ser una espectadora silenciosa de todo lo que ocurría y esperar a ver cómo se desenlazaba aquella triste historia.
Sus pensamientos de simpatía hacia su jefe fueron interrumpidos por un rápido descenso y ascenso en la energía eléctrica. Mismo que provocó un cambio súbito en la intensidad de las luces del pasillo, llamando su atención y haciéndola recordar lo sensibles que eran los equipos a los que estaba conectado el infante.
«Tengo que revisar que no se hayan apagado los equipos en el cuarto».
Estando a punto de tocar la manija de la puerta del cuarto, fue cuando todo comenzó.