Kitabı oku: «Eros», sayfa 7
De repente, todo su cuerpo se puso tenso. Sentía cómo su epidermis se le ponía como piel de gallina. Si hubiera podido ver por debajo de aquella bata percudida de laboratorio, habría visto cómo se le estaban erizando los finos bellos de sus brazos.
Era un triunfo el poder respirar.
Tenía la sensación de que su rostro se encontraba sumergido en un balde con agua. Por un instante, realmente creyó que se estaba ahogando. Percibiendo de manera inexplicable cómo su pecho y corazón eran estrujados por una fuerza invisible. Repentinamente, le surgió un deseo incontrolable de querer gritar para pedir ayuda, pero no podía tan siquiera separar sus labios para exhalar alguna palabra.
«¿Qué me está pasando?».
Algunas de las principales cualidades con las que todo el mundo relacionaba a Laura eran las del racionalismo y ecuanimidad. Siempre lo analizaba todo, dentro y fuera de su trabajo. Características que la definían como una profesional muy centrada. Dando grandes expectativas en su especialidad en Neurocirugía ante la vista de todos sus compañeros, incluso a la de su jefe, el doctor Enós Draven.
En aquellos momentos, ni toda su inteligencia, razonamiento y autocontrol le permitieron comprender por qué el repentino aceleramiento en su corazón. El temblor incontrolable en su cuerpo era tal que ocasionó que la tabla para notas que llevaba entre sus manos cayera. Renunció a ella por miedo de agacharse y que algo malo le sucediera. Su rostro y mirada estaban alineados frente a la puerta del cuarto de Eros, sintiéndose observada por todos lados. No se atrevía a mirar hacia ningún otro punto que no fuera la puerta. Como si su instinto de supervivencia le dijera que, pasara lo que pasara, no debía voltear la mirada. Las lágrimas le empezaron a brotar sin justificación aparente, y conforme sus ganas de llorar superaban por mucho a su autocontrol, gesticuló sus labios a modo de que lo que saliera de su boca parecería una mezcla entre el llanto y la súplica.
Y fue como Laura recitó el avemaría.
—Ave, o Maria, piena di grazia, il Segnore è con te. —Sentía que las lágrimas no dejaban de fluir de sus ojos—. Tu sei benedetta fra le donne e benedetto è frutto del tuo seno, Gesù. —De la nariz le escurría moco, que bajaba por sus labios, acumulándose en el mentón antes de caer—. Santa Maria, Medre di Dio. —Le resultaba casi imposible el poder tomar aire para continuar con la oración. Respiró profundo y al momento de exhalar fue acercando su mano temblorosa hacia la perilla de la puerta—. Prega per noi peccatori…
—¡Laura, vámonos de aquí! —gritó una especie de hombrecillo que se había sujetado a su cintura para sacudirla.
A la vez que ella daba el mayor grito de su vida, empujó a aquel pequeño ente con apariencia de niño, terminando los dos en el piso. El dolor infligido por el sentón le sirvió para conseguir un poco de compostura.
Mientras que veía aquella personita retorciéndose, ya que había caído sobre su hombro y eso le propiciaba mucho dolor, la pasante giró su cuerpo y comenzó a moverse a gatas. Abalanzándose hacia la puerta del cuarto de Eros para poderlo abrir. Sujetando mal la manija logró abrirla, pero el giro de su muñeca fue tan torpe que no consiguió aferrarse de ella. Desplomándose de nueva cuenta al piso, pero en esta ocasión impactó su nariz contra la fría baldosa. A pesar del golpe y la sangre que le salía por las fosas nasales, consiguó introducirse al cuarto de observación y cerrar la puerta, recargando todo su peso en ella.
—Laura, ábreme —decía la voz infantil.
—¡No…! —respondía ella gritando y llorando, poniendo toda su diminuta corpulencia en la puerta para que los golpecitos dados del otro lado no la abrieran.
—Laura. Soy yo, Eros —seguía insistiendo—. Ábreme, por favor. Ahí viene.
Sin más, los golpecitos insistentes se convirtieron en ruidos de pasitos, que se iban disminuyendo hasta perderse por completo.
Al ya no sentir nada en su espalda, la futura neurocirujana se puso de pie lentamente; la cabeza le daba vueltas cuando terminó de levantarse. Se tocó la nariz y por el dolor que sentía se dio cuenta de que se la había fracturado. Empezó a respirar por la boca y su lengua paladeó el sabor metálico de su sangre. Sin dejar de sentirse mareada, recordó que estaba dentro de la habitación de observación por terror nocturno, donde reposaba Eros.
Por unos instantes, Laura dejó de prestar atención a sus dolores. El tabique fracturado pasó a segundo plano. El dolor de cabeza y el vértigo no eran importantes. Su flagelado rostro se había convertido en un simple malestar. Todo lo sufrido se redujo a nada cuando dirigió su mirada hacia la camilla y se dio cuenta de que no había nadie acostado en ella.
La sábana se encontraba distendida y las ventosas, que debían de estar pegadas al pecho y cabeza de Eros, yacían a un lado de la camilla.
—Esto no puede estar pasando —siendo como un suspiro, dijo mientras se abrazaba a sí misma.
Tomándose unos instantes para limpiarse con mucho cuidado la sangre de su nariz con la manga de la bata de laboratorio, lentamente y sin hacer ningún ruido, Laura regresó a la puerta del cuarto para abrirla despacio.
Como si fuera indispensable para la apertura de la puerta, trató de contener la respiración y maldecía en todo momento el rechinido que hacían las bisagras al girar. Comenzó con una rendija, la cual pudo encauzar su mirada hacia adelante, hacia el pasillo que daba fuera del área de pediatría. Mismo por el que había salido el doctor Draven. Todo se observaba normal, las luces estaban encendidas y las demás puertas cerradas. Tomó aire por la boca, volvió a percibir el sabor metálico de su sangre, pero no le prestó atención. Al exhalarlo, amplió la rendija un poco más, para vislumbrar alguna silueta en el camino.
No había nadie a la vista.
Era su oportunidad. Se armó de valor para abrir la puerta de lleno y salir corriendo.
En el pasillo todo se encontraba en calma.
Laura no se explicaba qué era lo que le había pasado. La única conclusión que deducía en ese momento era que su propia mente le había jugado una broma macabra y muy dolorosa. Aparte de la nariz y la cabeza, comenzó a sentir un dolor muy agudo cerca del coxis al caminar, parecido al de una punción lumbar recibida. De aquellas que había hecho en repetidas ocasiones, pero que nunca se había puesto a pensar realmente cuánto dolor se podía llegar a percibir con ellas.
«Tengo que avisarle al doctor de que su hijo no está».
Dio pasos apresurados con dirección al lobby del hospital para encontrarse con su jefe y decirle que su hijo no estaba en el área de pediatría. Pero aterradora fue su sorpresa, cuando al salir de ese recinto y llegar al pasillo general no encontró ninguna persona.
El pasillo general no tenía más de catorce metros de largo, y era similar al pasaje del área pediátrica. Igual de blanco. Igual de limpio. Con excepción de unos cuantos estantes, llenos de papeles viejos y amarillentos. Desafortunada y aterradoramente, en esos momentos también coincidía con el pasillo pediátrico al no haber nadie en lo absoluto, siendo un pasaje concurrido por todos en ese lado del hospital.
Con ese escenario a la vista, el miedo irracional se apoderó de nueva cuenta de Laura.
—¿Hola? —preguntó al aire. De manera muy queda y más hacia sus adentros que al exterior.
Al no recibir respuesta, no le quedó más opción que seguir caminando. Sus pasos eran sigilosos, como gato escabulléndose por los tejados. Se sujetó en uno de los anaqueles por unos instantes, por el dolor en el coxis que le resultaba insoportable. Al recargarse en el mueble sintió algo de alivio. Lo suficiente como para que el tabique le recordara que estaba roto. Trató de tocarse la punta de la nariz para darse masaje, pero con el más suave toque el dolor aumentaba. Con su cuerpo reclinado en ese polvoriento y viejo archivero, vio en su reloj que aún no había acabado el horario de comida de muchos otros empleados. Concluyendo que lo más seguro era que podía encontrar a quien sea en el comedor y pedirle ayuda.
Volviéndose a erguir, continuó su andar poniendo rumbo al comedor. Sin embargo, cuanto más avanzaba, el resultado de encontrar compañeros de trabajo, pacientes o cualquier otra persona era el mismo que el de pediatría. El resto de las personas en el hospital habían desaparecido. Una punzada en el corazón le decía que no había ningún otro ser humano en el mundo más que ella.
Era inquietante la paz que se respiraba en lugar. Todo quieto. Todo en absoluto silencio. Y esa inquietante paz se transformó en miedo. Miedo por el ensordecedor silencio que lo inundaba todo. Miedo por sentirse sola. Miedo por no saber qué era lo que le estaba pasando. A Laura le temblaban las manos de solo pensar que el siguiente ruido que escuchara quizás sería el último. No podía dejar que eso le pasara. Algo tenía que hacer, y hacerlo ya. No esperó a que ninguna acústica extraña le llegara primero de manera sorpresiva. Ella hizo el primer movimiento, echándose a correr y no parar hasta llegar al comedor.
Aunque más que correr lo que hacía era trotar. Le resultaba doloroso el mantener una postura derecha. Le sorprendía cómo algo tan sencillo como el respirar le resultara casi imposible en esos momentos. La sangre que le había escurrido por la nariz comenzaba a coagular, tapando sus fosas nasales. Su boca la tenía reseca porque se había convertido en su nuevo canal de respiración. El camino que la llevaba al comedor nunca lo había sentido tan largo como en esos momentos. Parecía que cuanto más rápido intentaba moverse, más lejos estaba de alcanzar su meta. Su maratónica travesía concluyó cuando observó las puertas de cristal, enmarcadas con aluminio y con las palabras grabadas de: «Sala da pranzo».
En vez de desacelerar, Laura dio todo lo que le quedaba para llegar ahí. El dolor en su cintura era fuerte, pero eran más fuertes sus ganas de poder ver a alguien, a quien fuera, incluso al doctor Ferrara. De verlo, le daría un beso en la boca de lo feliz que estaría. Su andar tan desmesurado la hizo impactar contra las puertas de vidrio, mismas que le sirvieron de freno. Haciéndola detenerse un poco más adelante del centro del polígono de siete lados, que le daba forma al comedor.
Tampoco había personas en su interior.
Dando una vuelta sobre sí misma, comprobó que no había ninguna otra alma ocupando algún lugar dentro del claustro.
El comedor no solamente tenía ausencia de comensales, sino que también de varias cosas más. Los estantes para platos limpios estaban incompletos, faltaban sillas, y las que estaban se encontraban perfectamente acomodadas en su lugar. No había cestos para basura. Las charolas para comida carecían de alguna clase de alimento. El lugar daba la impresión de que apenas sería inaugurado como comedor.
Asustada, ya no sabía qué más podía hacer. Esperaba encontrar a alguien y pedirle ayuda, pero esa idea murió al ver la soledad que adornaba todo el recinto.
—No puede ser, esto no me puede estar pasando.
—Laura. —Se escuchó la voz de un niño que provenía detrás de lo que sería la barra de ensaladas.
La joven se paralizó del miedo al ver una manita que salía de un costado del carrito. Era pequeña, pero su forma no era algo que no haya visto antes en las manos de un niño. Detrás de la mano siguió el antebrazo, después el brazo y, por último, la cabeza. Mostrando un rostro idéntico al del hijo del doctor Draven.
—Eros, ¿en serio, eres tú? —preguntaba con una voz muy gangosa mientras que ponía sus brazos sobre su pecho. Siendo ellos la última barrera que la protegerían de lo que estuviera pasando, aunque no supiera qué era.
—Sí. Tú eres Laura, ¿verdad?
La pasante asintió con la cabeza.
—¿Qué te pasó? Se supone que estabas con anestesia.
—Y lo estoy.
Ella no entendió esa respuesta.
—¿Cómo que lo estás? Estás aquí. Conmigo —dijo tratando de respirar por la nariz—. No puedes estar allá.
—Lo sé porque me vi acostado —dijo el niño muy seguro de sí mismo, saliendo por completo de su escondite. Tenía los pies descalzos y llevaba puesta su batita de paciente infantil—. Me vi con todos esos cables pegados a mi cabeza. Y de repente escuché una voz que me llamaba desde la parte más oscura de la habitación. Me dio mucho miedo. Salí corriendo de ahí a buscar a mi papá y cuando lo encontré lo vi hablando con mis abuelos. Parecían enojados los dos, no sé por qué, no podía escucharlos. Y por más que intenté que me vieran, jamás me pusieron atención. Solo podía verlos. Quise tocarlo, pero nunca pude. Y después de eso, ella llegó.
—¿Quién es ella? —le cuestionaba Laura con más miedo que ganas.
—No lo sé. No estoy seguro… Mmm… Antes de vivir en Vico Equense, vivíamos mi papá y yo en otra parte de la ciudad. No me acuerdo de cómo se llama, era un edificio alto, había muchas casas ahí. Un día, nuestro hogar se quemó repentinamente. Yo estaba siendo cuidado esa noche por mi nana. Y en esa noche de incendio a mí no me pasó nada, pero a mi nana… Y ahora ella…
Laura se encontraba más confundida que cuando llegó al comedor. No recordaba en qué momento pasó de estar haciendo su guardia cotidiana a estar corriendo por su vida. Dentro de los miedos que la invadían, había algo en su interior que le decía que muy probablemente el niño que le estaba hablando era realmente el hijo de su jefe
—Eros. ¿Tú sabes dónde estamos? —preguntó teniendo un poco más de confianza a su única compañía.
Observó cómo el infante le respondía con un movimiento de cabeza hacia arriba y hacia abajo.
—Estamos en el hospital, pero no en nuestro hospital —le respondió el niño.
Esa no era la contestación que estaba esperando. «Estamos en el hospital, pero no en nuestro hospital». ¿Qué significaba eso? ¿Había acaso más Ospedale Santa María degli Incurabili del que ella conocía? ¿Qué era lo que le estaba tratando de decir aquel niño, con la misma apariencia que Eros Draven? ¿Cómo fue que llegó a esa situación? ¿Era acaso una broma cruel y despiadada de todos sus colegas del hospital? Volvió a pensar que todo se trataba de un muy mal sueño del que no sabía cómo despertar.
—Ven —dijo extendiendo su mano, pero sin moverse de su lugar—. Vamos a buscar la salida.
«Aunque no sé dónde queda».
—Yo también quisiera saber dónde se encuentra.
—¿Qué fue lo que dijiste? —preguntó ella regresando su mano a su pecho.
—Tú dijiste que no sabías en dónde quedaba; bueno, yo tampoco lo sé.
—Es que yo no lo dije, solo lo pensé.
—Perdón —dijo el infante agachando la cabeza—. A veces no distingo cuándo me lo están diciendo a cuándo solo lo están pensando. Con papá me es más fácil. Cuando eso me pasa con él, yo sé cuándo no le debo de responder. Pero para los extraños me resulta más difícil saber.
Laura pasó de un estado de desconcierto a uno de horror. El miedo era tal que quería salir corriendo de nueva cuenta, sin importarle todo el dolor que tenía en su cuerpo y que aumentaría al moverse.
—Aléjate de mí —decía—. Tú no eres…
Fue cuando la abrazaron por detrás.
El zangoloteo por quererse liberar hizo que la mordida parara en su hombro y no en su cuello. Sintió cómo su carne era pellizcada. Concentrándola en su hombro derecho; después, le siguió un grito ensordecedor cuando arrancaron la piel. La siguiente mordida dio con el hueso. La presión que ejercía la mandíbula con los escasos dientes hacía crujir su hombro. El dolor fue más intenso y el grito mucho mayor. La sangre comenzó a impregnarse en su bata percudida y hacía que su blusa se le pegara a la piel.
—¡Ya déjala! —gritó el niño parecido a Eros, quien había tomado una bandeja de comida para golpear a la cosa que sometía a Laura—. Te digo que la sueltes.
Como si el aire tuviera manos, una de las pocas sillas que había en el recinto flotó de la nada y sirvió de mazo, golpeando la cabeza de aquella carbonizada criatura. El impacto fue tal que el ente liberó a Laura, quien volvió a caer al piso, pegándose en la cara y casi arrancándose un pedazo de lengua, por la mordida que se dio. La prospecto de neurocirujana estaba acostumbrada a ver sangre, pero el dolor era algo totalmente diferente. El querer utilizar sus dos manos para levantarse implicaba un esfuerzo sobrehumano y un dolor insoportable.
—Vamos, Laura, levántate —dijo el niño al mismo tiempo que la sujetaba del brazo bueno.
La maltratada mujer se levantó como pudo, aferrándose del pequeño para no volverse a caer. En esos momentos, ya no le prestaba atención a su dolor en el coxis. Entre las fosas nasales obstruidas por la nariz rota y la boca ensangrentada por la lengua cortada, prácticamente ya no podía respirar. El sufrimiento no cesaba, pero el miedo era su principal motor para moverse. Al estar de pie, pudo observar a aquella extraña criatura que también se estaba levantando.
Era un ser con escasos centímetros de altura más que ella, pero por su silueta y la curvatura de su torso le hicieron concluir de manera involuntaria que se trababa de una mujer de edad avanzada y que tenía quemaduras de cuarto grado en todo su cuerpo. Ya no tenía cabellera. El lado izquierdo de su cara se veía derretido, al igual que la cera de una vela encendida que se desliza por el calor de la flama y se secaba a mitad de su recorrido. En las cuencas de los ojos ya no había nada, salvo la oquedad carbonizada. El labio superior era inexistente, y los pocos dientes que tenía eran negros como el carbón.
«Esto no puedo estar pasándome».
Aquella criatura abortada por el fuego se abalanzó directamente hacia ellos, pero de nueva cuenta algo en el ambiente hizo que una de las mesas se levantara. Golpeándola de lleno e impactándola contra la pared, lejos de las puertas de entrada. Dos sillas más despegaron como si fueran proyectiles. Enterrándose sobre la abominación, quedando sus patas incrustadas en medio de la carne y la pared. Atrapándola y haciendo que todo esfuerzo por liberarse fuera inútil.
Por un instante y como si fuera un destello, Laura pudo ver a las demás personas del hospital, dentro del comedor. A los trabajadores comiendo y uno que otro visitante. Pero, al igual que Eros, solo podía verlos y no escucharlos. Inmediatamente se le dibujó en su rostro una sonrisa al mirarlos y estiró su mano para tratar de tocarlos, pero sin más ese mundo repleto de comensales y existencia normal se desvaneció.
Un quejido de aquella criatura la hizo recordar en qué predicamento se encontraba. La observó y se percató de que aquel ser se encontraba atrapado. Por más que se retorcía para liberarse de los barrotes que atravesaban su cuerpo y que se habían enterrado en la pared, no podía escaparse de allí. Siendo ese el momento perfecto para que la pasante junto con el infante salieran del comedor.
—¿Para dónde vamos? —preguntó el niño que parecía ser Eros, pujando por la fuerza que hacía para servir de apoyo a Laura.
—A la capilla —respondió ella como si trajera la lengua y las mejillas anestesiadas.
X
Laura sabía a la perfección que para poder estar en la capilla de Santa María del Popolo o en la capilla de Santa María dei Bianchi era necesario cruzar la mitad del hospital. Recorriendo el mismo pasillo general, donde corrió temerosa por su vida hacia al comedor en busca de ayuda. Atravesar la entrada principal, donde el niño que aseguraba ser Eros había visto a su padre, el doctor Draven, hablando con sus abuelos maternos, y por último salir hacia la explanada del complejo hospitalario. Para girar a la izquierda y avanzar hasta terminar en medio de las puertas de ambos recintos santos.
En condiciones normales, a cualquier persona no le tomaría más de cinco minutos llegar a cualquiera de las dos minúsculas iglesias, desde donde se encontraban ellos. Pero en el estado en que se encontraba le resultaba imposible calcular el tiempo que les tomaría llegar.
—¿Ella… era… tú… nana? —preguntaba la joven al niño que la acompañaba con más jadeos que con palabras.
—Solo se parece a ella, pero no es ella —contestaba el infante esforzándose por hablar mientras le servía de apoyo—. Está disfrazada para no decirnos quién es.
Con lo previamente sucedido, a la malherida pasante ya no le quedaba mucho pensamiento analítico para discernir qué tan verosímil era la respuesta de su pueril soporte. Todo lo que le estaba sucediendo escapaba de su comprensión y raciocinio. Las opciones sobre qué pensar eran menos que escasas y, en vista de las circunstancias, solamente le quedaba pasar del pensamiento analítico al espiritual.
—¿Monstruo? ¿Demonio? —preguntaba tratando de ser los más concisa posible, le dolía la lengua para hablar y con cada palabra que pronunciaba perdía fuerzas para caminar.
—Algo así. Es malo, muy malo. Ya lo había sentido antes, pero nunca así de fuerte. A veces, era un ruido que aparecía de la nada cuando yo estaba solo. O una voz que me llamaba a mitad de la clase. O un viento frío cuando hacía calor. O un toque sobre mis hombros o en mi cabeza. Fuera lo que fuera, siempre era malo. Siempre asustándome. Pero desde mi cumpleaños todo fue peor. Él estaba ahí cuando me pegó Christian.
Aquellas palabras le dieron la claridad a Laura para entender qué era lo que había pasado para que Eros terminara en el cuarto de observación por terror nocturno. También comprendió por qué el encargado del área pediátrica era el único quien lo revisaba y de los rumores que había escuchado donde señalan al doctor Draven como un padre agresivo. Su mayor vislumbramiento fue que la reciente dicha del doctor Ferrara se debía a que si comprobaba que Enós era violento con su hijo implicaba una mancha tan grande para su jefe que sería despedido.
—¿El… sobrino… de… Ferrara?
—Podía sentirlo cerca de mí —le respondió Eros—. Escuchar su risa. Recuerdo que el aire tenía un aroma raro. Y luego los golpes… Cuando Christian se había ido él todavía seguía ahí. Y de repente se fue, pero volvió esa noche con más fuerza, me asusté mucho, Laura. Tenía mucho miedo.
La joven detuvo su caminar y se balanceó hacia la pared, siendo ayudada por el niño para que se recargara sobre el muro. Estaban muy cerca de llegar al lobby y unos metros más adelante pasarían por el conducto de la entrada principal del hospital; sin embargo, el procesar la información recibida la había agotado.
—¿Has… —trataba de hablar con la lengua de fuera— comentado… —le faltaba el aire para poder dialogar— algo…?
—No es necesario que lo digas —dijo el pequeño y fatigado Eros—. Solo piénsalo.
—¿Le has comentado algo a tu padre de las cosas que te han pasado? —dijo mentalmente Laura, resignada a creer que lo que le había dicho el infante era cierto.
—Ya he tratado de explicarle estas cosas que siento, pero no me cree —respondió con un tono melancólico—. Que solo son malos sueños o que estoy jugando. Que las cosas que le digo que puedo hacer no son ciertas.
Mientras escuchaba lo que le decía el niño, Laura hacía el esfuerzo por quitarse la bata de laboratorio. La prenda era solamente un lastre que le restaba fuerza. Se agudizó el dolor al momento de retirarse la bata de la zona de la mordida, donde la sangre se encontraba seca y servía como pegamento entre la tela y su piel.
—¿Cómo que las cosas que puedes hacer? ¡Ah! —No pudo contener el grito cuando se quitó por completo la bata. Despegando su piel adherida con su sangre de la ropa, la blanda costra que se había formado se desgarró, liberando un hilo de sangre que le recorrió su hombro y que llamó la atención del niño, mostrando su expresión de asustado—. No te asustes. Voy a estar bien —le dijo cuando dejó caer por completo la prenda—. Me estás diciendo que lo que pasó hace un rato en el comedor… ¿Qué es lo que atacó a tu nana? ¿Fuiste tú? —seguía hablando con su pensamiento mientras respiraba agitadamente.
—Sí.
—Va fan culo —dijo en voz alta, pasando por alto el hecho de que él podía escucharle sus pensamientos—. ¿Cómo es eso posible?
—No lo sé. Es la primera vez que lo hago así. Solamente escuchaba a las personas cuando se hablaban para ellos mismos. Como contigo hace un rato. En otras ocaciones, sé cosas que las personas jamás me han dicho y que no quieren que nadie más sepa de ellas. Y, sin embargo, lo sé. Incluso sé cuándo van a pasar algunas cosas. Pero el decirlas me han ocasionado muchos problemas. Mejor me quedo callado. ¿Puedo decirte algo? —Permaneció callado hasta mirar cómo ella asintió con la cabeza—. Yo puedo verlos a todos: a las enfermeras, a los doctores, a los guardias, a los pacientes, a los familiares de los pacientes, incluso a las palomas en las ventanas.
A Laura le resultaba difícil de creer todo lo que le decía el infante.
—Hace un rato me dijiste que estábamos en el hospital, pero no en nuestro hospital. ¿Puedes explicármelo? —se lo pedía a la vez que se sostenía de nueva cuenta de él para seguir caminando. Era indispensable el seguir avanzando. No sabían cuánto tiempo les quedaba antes de que aquello regresara a querer terminar lo que empezó.
—Es fácil. Es igual que cuando juego con mis carritos sobre la alfombra de la sala, cerca del televisor. Me imagino que ese lugar es una larga carretera, con curvas y con terrenos peligrosos, volcanes, incluso hasta con un lago. Bueno, esa vez fue cuando tiré un vaso con agua y mi papá me regañó. Pero en realidad sigue siendo la alfombra de la sala. Lo mismo sucede aquí. Esa cosa juega sobre el hospital, pero en lugar de crear algo diferente simplemente lo imagina igual que el hospital. Por eso te digo que estamos en el hospital, porque seguimos en él. Pero este no es nuestro hospital porque alguien más se lo imaginó y nos puso aquí para jugar.
—Y saliendo del hospital, ¿encontraremos las iglesias?
Asintió con la cabeza.
—Sí. Su tapete es el hospital completo. Incluyendo las iglesias. No sé hasta dónde llegue, pero las iglesias deberán de estar allí.
Con esa afirmación, Laura se volvió a parar cuando estuvieron de frente a la gran dovela de la entrada principal, con sus dos enormes puertas de metal abiertas. Viendo los imponentes portones, sus dolores pasaron a segundo plano ante la idea que la abordó abruptamente.
—¿Y puede aparecer en cualquier momento y en cualquier lugar?
—No lo sé.
—¿Crees que siga en el comedor?
—No lo sé.
El miedo se apoderaba de ella, pero tenía que resistir. Tenía un plan y debía de hacer lo necesario para llevarlo a cabo.
—¿Puedes ver algo?
—Veo a muchas personas, pero no a mi papá, ni a mis abuelos ni a mi nana.
Meditó unos momentos la información que le dio el niño.
—Vale. Hagámoslo.
Pegados lo más que podían uno del otro, cruzaron lentamente el pasillo de la entrada principal.
Laura hubiera querido irse corriendo de aquel lugar, pero su condición no la dejaba moverse más rápido. Con cada paso que daba, se sentía más débil, fruto de la sangre perdida y de sus músculos adoloridos. Tampoco sabía en qué momento y en qué lugar la exnana carbonizada de Eros volvería hacer acto de presencia, eso último la angustiaba.
El conducto de la dovela estaba hecho de cemento, con grandes piedras incrustadas sobre la superficie, todas de color café en diferentes brillos. Había una lámpara de alógeno en el centro, que se encontraba apagada en esos momentos. Aparte de la luminaria, no había otra cosa en el pasillo.
No existía ningún recoveco en las paredes. Algo por lo que la joven daba las gracias, ya que eso eliminaba la posibilidad de recibir la ingrata sorpresa de que algún monstruo saliera de ahí. Aun así, el miedo seguía latente.
Conforme se desplazaban, Laura veía todo borroso. Aunque lo que más la inquietaba era el cómo escuchaba las cosas. Quizás era por la falta de sangre, o por el dolor, o probablemente por una jugarreta de aquel ente disfrazado, con la forma cremada de la difunta nana de Eros; pero sentía que estaba sumergida de cuerpo completo en el agua. Escuchando el desplazamiento de esta cada vez que hacían cualquier tipo de movimiento.
Los pasos de los dos eran cortos y muy tardados, pero al final lograron salir de la entrada principal del recinto médico y tenían a la vista la explanada del Ospedale Santa María degli Incurabili. Aquel polígono consistía en un gran rectángulo con adoquines rotos y otros tantos más descoloridos por el pasar de los años y la poca manutención.
Ya para ese punto, la visión de Laura era totalmente nula. Con dificultad distinguía las formas cercanas a ella, todas eran de color gris oscuro. Por el tamaño, sabía cuáles eran los autos y las ambulancias. Durante unos instantes pensó que perdería el conocimiento y probablemente hasta su vida. Pero no era así. Seguía de pie. Dejándose guiar por el niño que pensaba que era Eros, a quien veía como una forma humanoide pequeña en color grisáceo. Dando un paso y luego otro. Avanzando hacia lo que ella creía que eran las capillas del complejo.
—¿Puedes ver a las demás personas? —El diálogo mental de Laura era más inhibido. Como si fuera algo natural el que se comunicara con el infante de esa manera.
—Sí —respondía con voz muy baja, como no queriendo ser escuchado—. Una ambulancia acaba de llegar, no logro ver bien quién está en la camilla.
—De acuerdo. Sigamos.
Cuando doblaron a la izquierda para dirigirse hacia las capillas, la visión de Laura se volvió inexistente. Se sujetó con fuerza a la manita de Eros, tanto que sintió cómo el niño giró para verla. No quiso pensar en su malestar para no preocuparlo. Bastó con un simple: «Me estaba resbalando» para que ninguno de los dos dejara de caminar.
Le costaba trabajo mantenerse en pie. Podía respirar un poco mejor que antes, pero eso no le mitigaba el dolor que sentía por la nariz rota, la lengua cortada y el hombro despellejado. El hombro mordisqueado era lo más molesto. En cada vaivén de su caminar hacía que involuntariamente se moviera su brazo, doliéndole mucho.