Kitabı oku: «La visión teológica de Óscar Romero», sayfa 3
Óscar Romero, padre de la iglesia latinoamericana
¿Quién fue Óscar Romero? Se han escrito muchas biografías excelentes sobre él.34 De hecho puede parecer que las narraciones sobre su vida, especialmente de su época como arzobispo, es todo lo que se ha escrito sobre él. En cierto modo esto es comprensible. Los años 70 y 80 marcaron un momento dramático para el pueblo en América Central. La gran desigualdad de ingresos, los intentos fallidos de reforma agraria y los rumores de una revolución al estilo cubano contribuyeron a cambiar el panorama social. Algunos esperaban que la iglesia sirviera como bastión de la estabilidad nacional, mientras que otros soñaban con un movimiento guerrillero cristiano. En este contexto, la elección de Romero para el principal cargo eclesial del país fue recibida con consternación por algunos y alivio por otros. Sin embargo, ambas reacciones leyeron mal al hombre y al momento. Días después de su nombramiento, el 12 de marzo de 1977, su amigo el padre Rutilio Grande y dos compañeros (Manuel Solórzano y Nelson Lemus) fueron asesinados mientras conducían hacia El Paisnal.
Algunos de los biógrafos de Romero se refieren a este momento como su conversión. El camino a El Paisnal fue el camino de Romero a Damasco. Ver esos tres cadáveres convirtió al obispo conservador, tímido y ratón de biblioteca en un profeta en llamas. El propio Romero prefirió hablar de la transformación causada por la visión de estos cuerpos no como una conversión sino como una conciencia creciente de lo que el Señor requería de un arzobispo en ese contexto.35 Sea como fuere, la muerte de Rutilio Grande dejó una profunda impresión en el ministerio de Romero como arzobispo. Situó el servicio de Romero como arzobispo bajo el signo del martirio. Ahora no había ninguna duda al respecto: él era el pastor de una iglesia perseguida. Al asesinato de Grande le siguieron los asesinatos de Alfonso Navarro (11 de mayo de 1977), Ernesto Barrera (28 de noviembre de 1977), Octavio Ortiz (20 de enero de 1979), Rafael Palacios (20 de julio de 1979) y Alirio Macías (4 de agosto de 1979), solo por nombrar a los sacerdotes.
Este libro no es otra biografía de Romero. En su lugar ofrezco aquí una reflexión sobre los títulos que la tradición ha perpetuado de su memoria. A esta tradición se la llama romerismo. La placa que cuelga en la pared de la casa donde vivió durante su época como arzobispo presenta los títulos de “profeta”, “mártir” y “santo”; pero la tradición de Romero también ha incluido otros títulos menos conocidos como “hijo de la iglesia” y “padre de la iglesia”.36 Antes de examinar esto, puede ser útil decir algunas palabras acerca de cómo creció la tradición de Romero.
El romerismo comenzó durante los años en que Romero sirvió como arzobispo.37 Sus fuentes principales fueron el púlpito, el camino y la oficina. La mayoría de las personas encontraron a Romero a través de sus homilías. La multitud desbordante en la catedral y la audiencia de radio sin precedentes proyectaron su voz mucho más allá de la del sacerdote típico o incluso del arzobispo. La tradición de Romero creció no solo a partir de la memoria de su palabra, sino también de los encuentros personales que muchos tuvieron con él. Romero visitó los cantones y las comunidades pobres de su arquidiócesis con mayor frecuencia de lo que era canónicamente requerido. Allí Romero experimentó de primera mano las condiciones de vida de su gente y la gente vio a su arzobispo caminando entre ellos. El arzobispado también contribuyó al desarrollo del romerismo. Durante su permanencia en San Salvador las puertas de las oficinas de la arquidiócesis recibieron a personas que buscaban ayuda para encontrar a familiares que habían desaparecido o en busca de justicia para alguien que había sido abusado o asesinado. Ellos encontraron en Romero un pastor compasivo y un fuerte defensor de su rebaño. Esto muestra que incluso antes de ser asesinado la gente tenía una rica colección de recuerdos y experiencias de Romero. Inmediatamente después de su muerte, las piezas del romerismo comenzaron a ensamblarse como en un mosaico. En la homilía de su misa fúnebre del 25 de marzo de 1980, Ricardo Urioste, vicario general del arzobispo, se lamentó: “Nos asesinaron a nuestro “padre”, nos asesinaron a nuestro “pastor”, nos asesinaron a nuestro “profeta” y nos asesinaron a nuestro “guía.”38 Urioste continuó hablando de Romero como “hombre de una profunda fe, de una profunda oración, de una constante comunicación con Dios”.39 Podría haber sido “acusado de blasfemo, un perturbador del orden público, un agitador de las masas”, y ridiculizado como “Marxnulfo Romero” (Arnulfo era su segundo nombre), pero para el clero y los religiosos de su arquidiócesis, su martirio fue la culminación de “una vida de profeta, de un pastor, de padre de todos los salvadoreños, especialmente de los más necesitados”.40 Un pequeño artículo biográfico publicado una semana después de su muerte lo describe de la siguiente manera: “Fue realmente un pastor, un profeta, un amigo, un hermano, un padre de todo el pueblo salvadoreño, especialmente de los más pobres, débiles, y marginados. Fue la voz de los sin voz… Era un hombre de oración, sólo así se comprende su fortaleza ante tanta dificultad. Hombre de gran calidad humana, sabía acoger a las personas, descubrirles sus valores”.41 La rica herencia que se vislumbra en estas descripciones fue ocultada en su entierro.42 Durante los tres años siguientes tras su muerte la jerarquía de la iglesia guardó silencio sobre su líder martirizado. Los aniversarios de su muerte en el Hospitalito, el centro de cuidados paliativos para el cáncer donde vivió y murió, fueron actos de bajo perfil. El nombre de Romero no era pronunciado en público. Su memoria sobrevivió en hogares de familia y organizaciones clandestinas. Pero las cosas comenzaron a cambiar en 1983 con la visita de Juan Pablo II a El Salvador. La imagen del pontífice polaco arrodillado ante la tumba del prelado salvadoreño fijó los ojos del mundo y de El Salvador en una tradición que había sido reprimida pero no quebrada. Las placas que adornaban la tumba dieron testimonio de la continua devoción de la gente y su gratitud por su intercesión en favor de sus vidas, en la muerte y por la vida más allá de la muerte. La visita no programada del Papa a la catedral donde Romero fue enterrado alentó al romerismo a abandonar las catacumbas y hacerse público. El periódico arquidiocesano Orientación comenzó a publicar extractos de sus homilías. La Universidad de América Central “José Simeón Cañas” (más conocido como UCA) construyó una capilla en honor a su memoria y remeras fueron impresas con su rostro. Durante la mayor parte de los años 80 quienes difundieron más enérgicamente el romerismo fueron las organizaciones políticas de izquierda. Naturalmente, el Romero que transmitían estaba pintado de colores populistas y revolucionarios. De hecho, uno de los principales obstáculos para su canonización fue la explotación por los sectores de izquierda de su martirio y memoria.
Una nueva etapa en el romerismo se inauguró con la firma de los acuerdos de paz en 1992. El colapso de la Unión Soviética y el fin de la guerra civil abrieron las puertas a una mayor difusión de su memoria. Se organizaron celebraciones masivas para los 15 de agosto, el aniversario de su nacimiento, y los 24 de marzo, el de su muerte. Estas fechas se convirtieron en días santos en el calendario del romerismo. Curiosamente la Fiesta de la Transfiguración (la fiesta nacional en que Romero publicaba sus cartas pastorales) nunca se ha incluido en este calendario. La creciente aceptación pública de estas celebraciones contribuyó a la consolidación de una geografía del romerismo. El Hospitalito y la catedral (y en menor medida su casa natal) se convirtieron en lugares de peregrinación que atrajeron a católicos y no católicos de todo el mundo. Las personas que conocieron a Romero fueron de especial valor en la transmisión de esta tradición y contribuyeron a crear organizaciones formales con este propósito. La última etapa del romerismo fue posible gracias a los procesos de beatificación y canonización. En la proclamación apostólica de su beatificación, el Papa Francisco llama a Romero “obispo y mártir, pastor según el corazón de Cristo, evangelizador y padre de los pobres, testigo heroico del reino de Dios, reino de justicia, fraternidad y paz”.43 El arzobispo Paglia, quien fue biógrafo de la ceremonia, habla de Romero como defensor de los pobres, el defensor pauperum, como los antiguos padres de la iglesia.44 La investigación que apoyó los procesos y las ceremonias que rodean su beatificación dio la aprobación oficial a las tradiciones heredadas, al mismo tiempo que los transformó incorporándolas al culto de la iglesia universal.
Por otra parte, la beatificación expuso las tensiones que existen dentro del romerismo. Rodolfo Cardenal señala tres versiones sobre su persona en pugna: el nacionalista, el espiritualista y el liberacionista.45 Es así que la declaración del Vaticano reconociéndolo como mártir obligó al gobierno a moldear su propia versión de Romero como héroe nacional. De hecho, todos los viajeros que se encuentran frente a las puertas de salida del Aeropuerto Internacional Monseñor Óscar Arnulfo Romero pasan frente a un mural que muestra al arzobispo al servicio de los pobres. Junto al mural hay una placa con una disculpa del gobierno por su complicidad en la guerra civil. Romero, en esta versión de la historia, es un patriota cuya memoria promueve la unidad nacional dentro de una sociedad fragmentada. Al afirmar que está inspirado por Romero, el gobierno busca que parte de su aura se borre y otorgue credibilidad a su agenda política. Incluso los medios de comunicación se han apoderado de las faldas hagiológicas de Romero y han promovido su figura ampliamente sin tener en cuenta que antes mancillaron su imagen y sin explicar las razones detrás de su cambio de actitud. La versión nacionalista de Romero lo coloca en el altar mayor de la opinión pública, generalmente reservado para los padres fundadores de El Salvador y la selección nacional de fútbol. Dentro de la Iglesia Católica, el proceso de beatificación promovió una imagen de Romero que, en opinión de Cardenal, está excesivamente espiritualizada. Esta versión presentaba a un obispo que era piadoso, compasivo, tradicional y leal al magisterio. Estas características pertenecen a Romero, pero no se puede pintar un retrato completo solo a partir de ellas. El promotor de la versión espiritualista en la que se centra Cardenal es Roberto Morozzo della Rocca. Para Cardenal, la biografía escrita por Morozzo titulada Primero Dios, es deficiente en muchos aspectos: tiene tendencia a espiritualizar a Romero, a minimizar su conversión, a resaltar las tensiones con los teólogos de la liberación y con los grupos de izquierda. De lo que Cardenal acusa a Morozzo no es de una mala historiografía sino de una mala ideología. Su lectura espiritualista de Romero descarta a priori aspectos vitales de su vida con el fin de hacerlo aceptable a un sector de la iglesia que nunca tolerará ni siquiera esta versión diluida de su ministerio.
Finalmente, está la versión liberacionista. Para Cardenal, no hay duda de que esta es la versión más auténtica. “Mientras la Iglesia institucional se desentendía de Mons. Romero, otros sectores eclesiales mantuvieron viva su memoria y cultivaron su tradición. La obstinación de las comunidades, de grupos de laicos, sobre todo de mujeres, de unos cuantos sacerdotes, de religiosos y de religiosas, y en general, de los pobres, mantuvo viva la memoria del arzobispo mártir”.46 A pesar de que Romero pertenece a la iglesia universal y al mundo, la responsabilidad principal de salvaguardar su memoria recae en la Iglesia salvadoreña y en particular en los pobres. El Salvador tiene un largo camino por recorrer antes de que los brillantes títulos atribuidos a Romero se puedan declarar sin sonrojarse. Romero será en verdad “el santo de todo El Salvador” y un “símbolo de paz” recién cuando se haga justicia, se pida perdón y se ofrezca un abrazo sincero. “Solo entonces, Monseñor dejará de ser piedra de tropiezo y de escándalo, porque habrá pasado a ser la roca sobre la cual se levanta un El Salvador reconciliado con su pasado y su presente y abierto al futuro del reino de Dios”.47
Esta visión general del romerismo describe una tradición viva que no se puede reducir a algunos lemas o leyendas. Además de las obras escritas de Romero (homilías, diarios, cartas y columnas en periódicos) y el testimonio de quienes lo conocieron, hay una vasta producción de obras culturales que llegan a una audiencia mucho mayor que los dos primeros medios de comunicación.48 La cara de Romero se puede ver en todo El Salvador en murales, retratos, carteles y remeras. Su historia se cuenta a través de la música en diversos géneros, desde la clásica Violeta para Monseñor Romero hasta el popular Corrido a Monseñor Romero. Se han escrito novelas y se han hecho películas sobre él. Es importante señalar que al transmitir la historia de Romero su historia no es solo de él, sino también de las personas a quienes sirvió y por quienes murió. La densidad y diversidad del romerismo son signos de vitalidad, no de incoherencia, y no nos impiden identificar sus temas recurrentes. Óscar Romero es un profeta. Esta es una de las imágenes más comunes y duraderas de él. La canción El profeta del grupo musical Yolocamba-Ita (el mismo grupo que escribió la música para el Gloria ya mencionado), nos ofrece una imagen vívida:49
“Por esta tierra del hambre
yo vi pasar a un viajero.
Humilde, manso y sincero,
valientemente profeta,
que se enfrentó a los tiranos
para acusarles el crimen
de asesinar a su hermano,
pa’ defender a los ricos”.
En la imaginación popular, el solo acto de elevar la voz contra el status quo se considera una acción profética, ya que un profeta es alguien que le habla al poder. Romero encaja en el modelo popular pero lo excede porque también es un profeta en el sentido bíblico. En las Escrituras, un profeta es un heraldo de Dios para el pueblo de Dios. Los profetas no son simplemente críticos sociales piadosos; también son soñadores que se atreven a imaginar un mundo donde Dios es rey y por esta razón son perseguidos. Las homilías de Romero denuncian enérgicamente las injusticias en la sociedad salvadoreña pero aún más enérgicamente anuncian las buenas nuevas de Jesucristo. Quienes mejor confirmaron la vocación profética de Romero fueron sus enemigos; al asesinar su carácter y su cuerpo, irónicamente confesaron, con los dientes apretados, que él era un profeta.
Óscar Romero es un mártir. En El Salvador las numerosas historias de abusos, desapariciones y muertes giran en torno a una sola historia, la de Óscar Romero.50 Hay otros testigos heroicos y muchas más muertes injustas. Pero la historia de Romero cristaliza la relación entre el heroísmo de los mártires y el sufrimiento de la gente. Las narraciones del martirio en El Salvador están reunidas en una especie de orden jerárquico: Óscar Romero, Rutilio Grande, los mártires de la UCA, las hermanas Maryknoll, las masacres de El Mozote, etc. El orden se vio en las predicaciones de Romero en los funerales, donde se destacó el papel de los sacerdotes. El orden también se ve en las tradiciones populares sobre los mártires locales, cuyas historias siempre están relacionadas de alguna manera con la historia de Romero. En la historia de Romero, dos cosas se manifiestan de manera eminente: “tanto la identificación con la suerte del pueblo pobre como la entrega incondicional por la causa de su salvación en todos los niveles, comenzando por el más inmediato y urgente, el mero hecho de vivir, hasta la participación plena en la vida de Dios”.51 En otras palabras, no es que la vida y la muerte de Romero sean más importantes que las de los miles de salvadoreños que vivieron y murieron en esas décadas, sino que la vida y la muerte de Romero arrojan luz sobre esas otras vidas y muertes.
Óscar Romero es hijo de la iglesia. Con esto quiero decir que creció en el seno de la iglesia. Amaba a la iglesia como madre y al Papa como padre. Su adopción del lema ignaciano sentir con la iglesia en 1970 fue una expresión apropiada de su adhesión filial a la iglesia en su rica complejidad. Como hijo, Romero estaba dispuesto a trabajar donde sus padres eclesiales lo necesitaran. En su caso, esto significaba ser un pastor. Es importante recordar que sus tres años como arzobispo representan una pequeña fracción de la vida de ministerio de Romero. Cuando asumió este rol de liderazgo en 1977, Romero ya había pasado veinticinco años en el servicio sacerdotal en la parroquia de San Miguel y ocho años de servicio episcopal divididos entre San Salvador y Santiago de María. Estos treinta y tres años no deben dejarse de lado en la idea errónea de que representan al viejo Romero, conservador y tradicionalista. Por el contrario, creo que estos años son cruciales para comprender al hombre que fue conocido simplemente como Monseñor. Por mucho que cambió a lo largo de su vida y de la transformación que experimentó la noche que estuvo frente al cadáver de su amigo el Padre Rutilio, el arzobispo de San Salvador siempre fue y siguió siendo hijo de la iglesia.
Óscar Romero es un padre de la iglesia latinoamericana. ¿Qué es un padre de iglesia? En el Nuevo Testamento la figura de Pablo presenta un importante precedente para este título posbíblico. Pablo llama a los cristianos en Corinto sus “hijos amados”, y les dice “…aunque tengáis diez mil maestros en Cristo, no tendréis muchos padres, pues en Cristo Jesús yo os engendré por medio del evangelio” (1 Cor 4, 15). Pablo llama a los gálatas “hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros” (Gal 4, 19). Tradicionalmente, el término padre de la iglesia se ha reservado para los obispos ejemplares que dirigieron a la iglesia a través de las controversias políticas y teológicas de los primeros seis siglos. Si bien no hay una lista oficial, ciertos rasgos comunes caracterizan a los padres de la iglesia. José Comblin identifica cuatro: una vida santa, una fe ortodoxa, una comprensión de los signos de los tiempos y el reconocimiento popular.52 Los padres de la iglesia no eran teólogos académicos sino pastores o monjes dedicados a la edificación de la iglesia.
El título padre de la iglesia es una manera correcta de recordar a Romero. En la era patrística, los obispos de Asia Menor que asistían a los Concilios de Nicea fueron llamados padres porque su enseñanza fue recibida como apostólica por la iglesia universal. En la era contemporánea, Elmar Klinger argumenta: “Los obispos de América Latina ayudaron a establecer el rumbo futuro de la Iglesia tras el Concilio Vaticano II, que según Pablo VI compartió el mismo estatus que el Concilio de Nicea”.53 En particular, los obispos de América Latina han ayudado a la iglesia universal a asumir la opción por los pobres y reconocer la centralidad de la liberación en el mensaje del Evangelio. Los obispos de la era patrística a menudo pagaron un alto precio por su ortodoxia. Muchos de ellos sufrieron persecución, tortura e incluso fueron asesinados por defender las doctrinas de la iglesia. Estas historias están tan lejos de la sensibilidad pluralista de nuestros días que pueden parecer fantasías ideológicas. Así son presa fácil de las historias revisionistas que restan importancia al motivo teológico de la persecución y las reducen a estrategias políticas de poder. La persecución de obispos como Romero por predicar que Dios ama a los pobres a la vez que odia la pobreza, y el contexto religioso en el que fue asesinado, muestran la vitalidad y actualidad del árbol patrístico. A pesar del abandono y el abuso a que ha sido sometido, el viejo árbol ha ganado años, pero continúa fuerte y vivo.
Debe reconocerse que la categoría de padre de la iglesia no está exenta de problemas. Por un lado, pocas mujeres encajan en esta categoría.54 En la antigüedad, sus voces rara vez se registraban, y a lo largo de la historia no han sido bienvenidas a los cargos institucionales que permitían a los padres de la iglesia hablar con autoridad oficial.55 Además el modelo patrístico privilegia la voz individual por sobre los movimientos comunales y privilegia los textos teológicos por sobre el ministerio de la iglesia y los desafíos de la vida diaria. Sin duda que hablar de Romero como padre de la iglesia latinoamericana no rompe con las limitaciones de este modelo, pero la vida y la enseñanza de Romero nos ayudan a resituar la tradición patrística. Los padres de la iglesia no brotan como Melquisedec, “sin padre, sin madre, ni antepasados conocidos”, en palabras de Hebreos 7, 3. Romero puede ser padre de la iglesia solo porque primero fue hijo de la iglesia. El carácter excepcional de su enseñanza no es el producto de un genio solitario, pues no lo fue, sino el buen fruto que da testimonio de la salud y la vitalidad de la iglesia latinoamericana cuyas ramas lo sostuvieron.