Kitabı oku: «Los que van a morir te saludan», sayfa 3
C. La dimensión concientizadora en el quehacer académico
La dimensión concientizante del quehacer intelectual se liga con la reflexión o más bien con la «autorreflexión» (en el sentido del psicoanálisis o de la crítica-autocrítica política) y se liga simultáneamente con la aspiración a vivir en forma más plena el afán emancipador, la búsqueda de la libertad, de la felicidad, de la realización humana. En consecuencia, la dimensión concientizante puede emparentarse con lo que los marcusianos llaman una «ciencia de la liberación».
Pero la dimensión concientizante obtiene su identidad en la medida que no se concibe como quehacer científico sino como proyección de este. Ignacio Sotelo dice (América Latina. Un ensayo de interpretación, Madrid, 1980. Centro de Investigaciones Sociológicas, p. 27-28) que: «si la meta de la ciencia natural es el control y el aprovechamiento de la naturaleza, el fin de una ciencia del hombre no es controlarlo, instrumentalizarlo, sino considerarlo fin en sí mismo».
Siguiendo este planteamiento, podríamos concluir que son disciplinas científicas las naturales, y disciplinas concientizantes las humanas, pero sería una falsa solución, pues el planteamiento de Sotelo, con todo lo sugerente y desafiante que es, como tantas otras cosas del pensamiento marcusiano, conduce a callejones sin salida.
El principal es la desnaturalización de lo científico. Lo científico alude a regularidad o determinación y ello no es accidental. En consecuencia, se riñe, al menos desde cierto punto de vista, con la libertad. En un cierto sentido, el saber, y en particular el saber científico, lo es de las determinaciones, de lo sido, y no de la apertura infinita a las posibilidades. De lo indeterminado nada puede saberse.
En todo caso, únicamente podría buscarse la libertad como negación de las determinaciones halladas por la ciencia. Es decir, el afán liberador vendría justamente de una dimensión diferente, desde la concientizante, no desde la estructuración intrínseca del quehacer científico.
D. Concientización: identidad y conciencia crítica
El estado de concientización es una dialéctica entre identidad personal y cuestionamiento. Quien carece de identidad ejerce la pura crítica destructiva o irresponsable (la verborrea vacía) o la pura aceptación ingenua, o ambas torpezas a la vez. Identidad es, entre otras cosas, estar bien en la propia piel cultural. Solamente montados sobre una cierta experiencia, un saber, biografía, historia, identidad, es imaginable la crítica fecunda. Quien nada ha vivido ni nada se ha vivido, no puede realizar una buena crítica.
En la concientización se da una doble dimensión de la conciencia: conciencia de los estados de cosas y conciencia de sí. El concientizarse es comprender las cosas de cierta forma por relación a uno mismo y comprenderse de cierta forma en el mundo.
La concientización no es asunto de saber simplemente, tampoco de sentirse tal o cual cosa. No es ser erudito, ni poseedor de la identidad muy sólida. No es lo uno puramente ni puramente lo otro; tampoco ambas cosas a la vez. El estado de concientización es una dialéctica entre identidad, saber y cuestionamiento. Es, en consecuencia, una posición ante la realidad.
No hay que confundir conciencia de estados de cosas con saber, ni conciencia de sí, con saber acerca de uno mismo. Conciencia y conocimiento son cuestiones distintas a pesar de ser inseparables.
E. Concientización y «conciencia verdadera»
No son cosas idénticas, aunque en cierto modo son dos maneras diversas que dos modalidades distintas han tenido para decir algo muy cercano.
La concientización estrictamente no es cuestión de verdad o de falsedad. No es saber muchas cosas verdaderas, tampoco es tener una verdadera imagen de sí mismo; no es conciencia verdadera opuesta a falsa conciencia. Más bien es estar en sí mismo, montado en las condiciones de posibilidad para pensar y actuar, para criticar y proyectar.
«Conciencia verdadera» es un concepto que todavía pertenece al iluminismo; concientización, no quiere serlo.
Paulo Freire y Augusto Salaor Bondy, que tanto nos han enseñado, cuando se refieren a estos temas tienden a caer en la metafísica lukacsiana. Conciencia y concientización no son adequatio de la formulación del intelecto con el ser de la cosa, sino que identidad del ser humano.
Salazar señala: «La educación nueva tiene que ser concientizadora, tiene que despertar en el niño más pequeño la conciencia de la situación que vive y de lo que es liberador y de lo que es opresor»1.
Salazar lo dice como si eso fuera algo determinado, como si el profesor pudiera saberlo, como si fuera algo que llega a saberse. Porque Salazar cree saber definitivamente lo que es liberador y dominador, por dogmatismos de ese calibre; por identificar concientización con adopción de una ideología es que se pasa rápidamente al adoctrinamiento. Salazar confunde la cosa con alguna de sus manifestaciones. Concientizar no es enseñar, porque estar consciente no es simplemente conocer informaciones ni actuar correctamente, no es sinónimo tampoco de vida moral.
La concientización no garantiza toda liberación.
F. Concientización e identidad
La identidad (como individuo, grupo o como cultura) nunca es absoluta. Nunca logra cerrarse totalmente en la medida que su «soporte» está en permanente movimiento; por lo demás, la esquizofrenia y la alienación cultural son tentaciones permanentes.
Si bien identidad es estar bien en la propia piel, ello no quiere decir que pueda ocurrir ni que sea deseable un hermetismo. La concientización es en cierto modo afirmadora de una identidad madura y simultáneamente cuestionadora permanente. A la vez, el proceso de concientización no carece de riesgos por ambos extremos: confirmar en una existencia satisfecha y pagada de sí misma, produciendo una crítica meramente formal al escepticismo cínico o relativizar radicalmente toda existencia normal, llevando a un estado de cuestionamiento enfermizo de crítica y autocrítica destructiva y masoquista, produciendo así una crítica incapaz de encontrar los fundamentos de sí misma al escepticismo ingenuo.
La aspiración límite de la concientización es lograr una identidad en la verdad. Es decir, por una parte, que el ser humano se sienta bien en su piel habiendo simultáneamente alcanzado una cabal compresión de lo que es en el mundo, pudiendo de este modo actuar correctamente: sabiduría y conocimiento.
G. Ciencia de la naturaleza del ser humano
El ser humano es también naturaleza. En consecuencia, diversas ciencias que se ocupan de esta se ocupan asimismo de aquél. Las ciencias de la naturaleza también apuntan a liberar, todo conocimiento busca en cierto modo la liberación de algo y la dominación de otro algo.
El acceso teórico a la naturaleza y a la cultura no es idéntico. Los procedimientos de aproximación a una y a otra pueden tener elementos diversos en algunas de sus partes.
Hay bastante consenso en que esta diferencia reside fundamentalmente en la mayor o menor cercanía afectiva que hay con una y otra, y que las especificidades metodológicas se originan parcialmente a partir de la consideración de este asunto.
Al ser humano no le interesa (ni puede) aproximarse a la naturaleza y a la cultura absolutamente de la misma forma. Hay distintos intereses del conocimiento que se acentúan más en una que en otra aproximación.
Tengamos simultáneamente en cuenta que no todo lo específicamente humano es simplemente «cultura», en el sentido de construcción consciente. Hay una buena parte de lo humano que es simplemente «segunda naturaleza», dimensión que existe muy independiente de nuestra voluntad. El complejo de Edipo es una segunda naturaleza.
H. Historiografía y dimensión científica
Entendemos por «dimensión científica» en la historiografía la existencia de:
a) Un conjunto de proposiciones sintéticas (no analíticas).
b) Un conjunto de proposiciones verificables o refutables, según los casos y los niveles, sobre la base de informaciones provenientes de la investigación.
c) Procedimientos que operan con las reglas lógicas.
d) Procedimientos de ética y cuestionamiento inacabados.
I. Ciencias de lo empírico y ciencias formales
Las ciencias naturales y las ciencias sociales son ambas ciencias de lo empírico. Las matemáticas, la lógica y la geometría son disciplinas formales. Las naturales y las sociales no son idénticas, pero pretender que se normen por un paradigma cabalmente diverso significa establecer un divorcio entre ellas, dejando de haber razón para llamarlas ciencias a unas y otras. En definitiva, la adopción de cualquier paradigma específico no puede olvidar dos cosas:
–Que se habla de ciencias, y en tal sentido se está reconociendo cierto parentesco entre ellas. Se está reconociendo asimismo que son diversas de otros quehaceres como el filosófico y el literario.
–Que ambas son empíricas y que, por lo tanto, la confrontación con el dato es irrenunciable. Lo otro sería hacerlas a priori.
J. La historiografía, ciencia empírica
Según Ladriere, la ciencia «puede ser considerada como la suma actual de conocimientos científicos, como una actividad de investigación o hasta como un método de adquisición del saber»2.
En nuestro medio, el concepto «ciencia» se utiliza a veces como sinónimo de «verdad»; como un conjunto de proposiciones referentes a fenómenos naturales, por oposición a lo que se refiere al ser humano; como un conjunto de enunciados que puedan ser verificados o falseados por investigaciones empíricas; como conjunto de procedimientos que nos permiten acceder a un saber fundado sobre el dato.
Denominamos «ciencias empíricas» a todas aquellas que tienen que vérselas con cosas y no con entes de razón; aquellas, por lo tanto, que pueden proceder a la verificación o falseamiento de sus postulados. Decimos «empíricas» y no «experimentales» puesto que en historiografía, en lingüística, en paleografía, en astronomía, por ejemplo, la experimentación es prácticamente imposible, pero no la verificación o el falseamiento de teorías y/o proposiciones a partir de investigaciones empíricas. La experimentación no es la única posibilidad de lo empírico.
Con esto no estamos diciendo, por cierto, que la historiografía se agote en la dimensión de ciencia empírica. De hecho, tal como hoy se practica, deja ampliamente cabida a una dimensión hermenéutica, como también a la dimensión concientizante y aun filosófica.
V. La historiografía: no solamente ciencia
Mucho se ha pretendido que la historiografía sea una ciencia; ciencia no necesariamente en el sentido de las formales y ni siquiera que sea idéntica a las naturales, pero sí que cumpla con dos requisitos: no ser pura doxa sino episteme y, por ello, ser saber compartible y no cuestión de cada individuo.
Pero paradójicamente se le pide también que sea capaz de entregarnos la dirección que entrañaría la historia. Es decir, no interesaría un saber solamente descriptivo o explicativo, sino que la aspiración es siempre –sin preguntarse mucho por la legitimidad o la viabilidad epistemológica de tal aspiración– que el saber historiográfico nos entregue un rumbo.
Esta exigencia no se la hacemos a otras disciplinas a las que consideramos únicamente instrumentales y cuya finalidad es del todo exterior a ellas. Claro está que la física o la fisiología algo pueden decirnos sobre el destino del mundo o del ser humano, sobre su ser y su finalidad, pero si nada les preguntamos y nada nos dicen, no importa, dado que lo pretendido con ellas es otra cosa: tenemos una concepción que puede prescindir de lo que ellas nos «digan» o nos «callen». Pero cómo dejar de esperar que la historia nos hable y que la historiografía nos transmita su mensaje. ¿Dónde iríamos a buscar el sentido?
Las ciencias naturales se desprenden (otros dicen, «se emancipan») de la filosofía y se forjan una independencia. Esto se hace posible en la medida que ellas poseen un «interés» de conocimiento (para decirlo en términos de Habermas) o una «finalidad» que no requiere de la metafísica; interés o finalidad que es el «dominio» de la naturaleza.
El problema es que la historiografía tiene dos dimensiones. Por una parte, apunta al conocimiento, a la verdad, y quiere ser ciencia; pero por otro lado, apunta a la existencia, al actuar, a la política, y quiere ser concientización. Lamentablemente no es cuestión de desligar ambos aspectos. Porque ¿para qué podría interesarnos la parte puramente científica, desligada de la otra?
O tal vez podría perfectamente interesarnos y solamente sería necesario fijar en qué condiciones se hace ello posible o digno de ser tomado en cuenta.
Si postuláramos un sentido no proveniente de la historia, por ejemplo, el del cogito gozo-dolor, podríamos hacer una historiografía que se limitara a constituirse en un saber operativo; utilizable para fines que ese saber no determina sino que son relativamente exteriores a él. Podríamos extraer el sentido de la religión o de la metafísica y utilizar la historiografía únicamente como instrumento para llevar a cabo ese sentido, como lo hacemos con las ciencias transformables en técnica.
La demarcación entre la dimensión científica y la concientizante es en buena medida una cuestión de consenso. No es necesario adscribir a una ortodoxia cientificista que sostenga que la historiografía deba ser ciencia y sólo ciencia; disciplina empírica confrontable inmediatamente con los hechos, ni que diga que todo lo que no corresponde a este género de quehacer debe ser calificado y expulsado. Ello importaría cerrarle un gran campo de trabajo a la historiografía, condenándonos a la ignorancia y al silencio en vastos sectores. En este sentido hay que ser particularmente reservados frente al lema wittgensteiniano: puede expresarse todo aquello que es pensable.
En el quehacer historiográfico es importante que entren las diversas preguntas que pueden hacérsele a los diversos pasados. Es importante asimismo que se tenga conciencia del nivel en que se trabaja y que el historiador no se crea sentado sobre la positividad3. Tener conciencia cuándo se encuentra en el nivel de lo empírico simplemente confrontable; cuándo está en el terreno de la hermenéutica: cuando en el de las definiciones y la búsqueda de un lenguaje; cuándo en la preocupación metodológica; cuándo en el desciframiento posible.
VI. Historiografía y mistificación
Mistificar es enmascarar, la ciencia no es necesariamente desenmascaradora; los resultados de la ciencia pueden ser instrumentalizados ideológicamente; ciencia e ideología no son opuestos irreductibles; la ciencia puede ser utilizada para ocultar.
No podemos oponer «ideología» versus «ciencia», como oponemos pensamiento dominador-domesticador y pensamiento liberador; no hay correspondencia necesaria entre saber científico y liberación. Se dirá entonces que la verdad emancipa, que sólo ella nos hará libres. Pero cuidado, no cualquier verdad en cualquier circunstancia es por sí emancipadora o automáticamente liberadora. Además estamos hablando de la ciencia y no de la verdad. No es apropiado confundir ciencia con verdad, es hora de concebirla simplemente como conjunto de enunciados con determinadas características. La polaridad ideología-ciencia es aceptable o comprensible en lugares y tiempos donde el poder se legitima a partir de un discurso construido sobre falsedades crasas; allí donde ciertos mitos –ligados normalmente con supuestos factores sobrenaturales– se constituyen en legitimadores de la dominación; en dichos casos, el descubrimiento o la teoría científica vienen a socavar los fundamentos de la mistificación: el evolucionismo va a destruir la narración bíblica, el materialismo histórico destruye una cierta concepción del origen divino del poder o del Estado. En la cultura o en las sociedades tecnológicas, en cambio, la polaridad ideología-ciencia pierde en gran medida esa función e incluso puede llegar a invertirse, pues, por un lado, los descubrimientos científicos son utilizados como instrumentos de dominación –en tanto son la base de tecnologías destinadas a hacer más fácil la opresión– y por otro lado, en la medida que el discurso científico se ideologiza haciéndose de él una fórmula de justificación del estatus, pasando del indicativo al imperativo.
Porque no identificamos ciencia con verdad –y tampoco por lo demás no-ciencia con falsedad– es que no creemos, como postula el sarmientismo, que la ciencia y la técnica sean las soluciones para el continente latinoamericano. Asimismo es imposible que podamos conformarnos con una aproximación teórica a la realidad empírica a que se contente con ser científica, no podemos conformarnos con una historiografía, una sociología, una psicología o una antropología que sean puramente científicas. Queremos un quehacer historiográfico o antropológico que sea científico, pero que, a su vez, pueda constituirse en factor coadyuvante al proceso de concientización. Nuestro afán es impedir que dichas disciplinas contribuyan a la mistificación, cosa que no se logra simplemente desarrollándolas como ciencias. Queremos, en cambio que posibiliten el cara-a-cara del latinoamericano con su historia, con su realidad, con su ser y, por tanto, consigo mismo.
La historiografía mistificadora es aquella que nos engaña respecto al carácter del pasado o, cosa que es parecida, impide comprenderlo. Es aquella que muestra un falso pasado o que, mostrando facetas verdaderas, nos engaña respecto a su globalidad; aquello que no permite acceder a la significación de los acontecimientos. La mistificación se realiza respecto del pasado, sea porque lo parcializa mañosamente, obviando o trastrocando datos, sea porque lo eufemiza diciendo las cosas con conceptos incapaces de expresarlas, dulcificándolas o tergiversándolas.
Su finalidad: impedir la comprensión; su método: seleccionar los datos para que confirmen y nunca falsifiquen las tesis; su lenguaje: aquel lo suficientemente elástico para que permita el paralogismo y la huida –mediante la reinterpretación infinita de lo afirmado– en caso de estar en peligro de ser acorralados, y aquel lo suficientemente blando como para no poder calar el hecho en su radicalidad.
Buscamos una historiografía que faculte la concientización.
VII. Historiografía y utilidad
Harta más lejanía existe entre la historiografía y la acción que la que media entre la acción y la sociología o la economía o la psicología. Tales ciencias han sido pensadas, desde su origen, específicamente como fundamentos de una actividad terapéutica para las distintas parcelas de la realidad humana. La historiografía no puede igualmente «hacerse» acción, no es capaz de convertirse en técnica que opera sobre la realidad. La historiografía no opera sobre la historia, no genera saber transformable en técnica.
Es verdadero, sin embargo, que la historiografía se inició como quehacer en el explícito afán de ser útil para la acción; explícito afán por conocer el pasado con el fin de saber cómo actuar en el presente o en el futuro; explícito afán por comprender los sucesos memorables para que hombres ilustres pudieran, a su vez, llevar a cabo hechos todavía más dignos de ser recordados. Es esa la pretensión de la magistra vitae.
No es menos cierto, como contrapartida, que la historiografía no ha logrado establecer conexiones técnicas, operativas, entre el saber y la acción como con tanto éxito lo ha hecho la psicología, por ejemplo. Se impone entonces la pregunta de cuál es la manera en que se interconectan historiografía y acción, y en seguida, a qué sentido puede afirmarse que la historiografía presta alguna utilidad.
La mediatización entre ambas dimensiones no puede ser sino a través de la conciencia, como toda relación entre saber y hacer. Pero de qué modo se produce esta mediatización; porque lo que parece evidente es que leer un texto de historiografía no es lo mismo que leer una guía turística o un folleto para manejar bulldozers; parece evidente que la historiografía no puede leerse como manual de instrucciones. A pesar que la mediación entre las instrucciones entregadas en un manual y el bien operar una máquina también se dan a través de la conciencia, conciencia que debe producir una cierta adecuación entre la instrucción y la acción. Pero si el texto de historiografía no es un recetario y si la existencia humana o la acción humana en general no es un simple operar artefactos, cómo se produce entonces la mediación entre ambas dimensiones, de qué modo la conciencia aprehende la historiografía, de qué modo la procesa y de qué modo la traspasa al actuar.
El manual es un recetario. El texto historiográfico es un discurso que informa, provoca, cuestiona, entrega referentes, muestra comportamientos, elucida mecanismos, etc., pero en ningún caso puede indicar al lector cuál es su deber o cuál es el proceder más eficiente. Es un discurso que nos entrega la imagen de otros hombres: cosas que hicieron, formas de hacerlas, evoluciones, empresas, caminos. Nos muestra la imagen de otro ser humano y en cierta forma nos hace mirarnos ante un espejo.
El saber historiográfico sólo podría operar como lo hacen las ciencias naturales más clásicas si pudieran aislarse suficientemente determinados elementos para poder «experimentar» con ellos, sin que influyeran factores diversionistas. Esto casi nunca puede hacerse y ello entre otras cosas por la capacidad de rebelión consciente del mismo ser humano; este, como objeto de experimentación, puede echar a perder cualquier estudio que se esté realizando, en la medida que opte por cambiar sus reacciones. Cualquier situación histórica es, en sentido estricto, irrepetible; por eso la historiografía no puede ser magistra vitae, sino haciendo algunas epojés.
Sin embargo, lo que hace posible la acción o la interacción entre seres humanos es la existencia de constancias y regularidades. Los seres humanos no son pura libertad o indeterminación ejercida continuamente. Y es porque en gran medida son «estáticos» o en movimiento «rectilíneo y uniforme» o en «aceleración regular», que es posible el conocimiento y la interacción. De este modo, la historiografía se hace necesaria, primero, en la medida que nos muestra cómo otros hombres se han comportado en otras situaciones que, o bien pueden en grado importante repetirse, o en todo caso representan una manifestación de la condición humana. Es decir, llevando las cosas al límite, podría confeccionarse un listado tan acabado de acciones memorables, con tal cúmulo de variables y combinaciones, que fuera de gran utilidad para resolver gran cantidad de situaciones de manera casi mecánica. Imagino que este será un ideal muy querido por la tecnocracia y los gobiernos dictatoriales, lo cual no pretendo desprestigiarlo, pues no por eso deja de ser un gran logro de la ciencia y la técnica. En todo caso, el conocimiento de la condición humana, de su profundidad, de su «totalidad», de sus constantes y de sus evoluciones a lo largo de los siglos, entrega un saber que no es exactamente del tipo instrumental como aquel del que acabamos de hablar, aunque también puede orientarse en ese sentido. No es que el utilitario sea dominador y este otro sea liberador. Este, sin embargo, tiene por fin no el recetario sino el orientar una existencia, no el sentido de «resolver» situaciones solamente, sino que permitir una vida feliz. Es una sabiduría. Se trata de transformar la información ya no en recetario sino más bien en sabiduría prudencial. No es la intención del técnico que desea resolver problemas de la realidad, manipular hechos, dominar cosas. Es más bien la del ser humano que quiere aprender a vivir.
Se hace necesaria la historiografía también en la medida que sus informaciones pueden constituirse en base de un proceso de reflexión que permita una mayor plenitud al ser humano. Esto, pues contribuye a relativizar toda forma de existencia dada: todo complejo, toda injusticia.