Kitabı oku: «La ira del embaucado», sayfa 8
Barahona ubicó el Land a guisa de atalaya en una pelada loma. En derredor no se apreciaba nada que fuera digno de ser vigilado, como no fuera una agostada huerta, donde unos pocos olmos de copas resecas resistían; lo demás eran terrenos baldíos y algún que otro rastrojo. Las granjas más próximas relucían al sol muy a lo lejos, como trocitos dispersos de cristales. Barahona sólo prestaba atención a la profundidad del camino, nítido hasta el puente, como si aguardara la revelación de una amenaza.
Media hora después, con el compartimento del motor despidiendo calor como la boca abierta de un horno —las puertas abiertas apenas lo aminoraban—, sin un mísero sombrajo bajo el que mitigar la absurda y obstinada vigilancia, excepto los esqueléticos arbolejos a tiro de piedra, los cuales arrojaban una sombra pequeña pero alucinante, la contumaz posición decretada por el guardia primero se le hacía incomprensible.
—Si la papeleta dice que la zona a patrullar es «la meseta de los Zorros Muertos», mejor sería que estuviéramos en algún otro sitio donde no nos diera tanto sol. Al fin y al cabo, las granjas que debemos vigilar, como tú mismo has dicho, están mucho más adentro.
Barahona permaneció mudo, inalterable. De las sobaqueras se le expandían círculos de sudor que no tardarían en encontrársele en la botonada de la camisa.
Contra todo pronóstico, movió la cabeza hacia los brillantes puntos enjalbegados que eran los corrales de ganado.
Se quedó un instante como sorprendido de la evidencia de tal apercibimiento, y luego regresó a su terca postura.
—No vayas de listillo, pipiolo. Yo sé muy bien lo que hay que vigilar.
Salva salió de la estufeta, se alzó el tricornio un segundo y con el cetme a la funerala se entretuvo dando cortos paseos, cavilando.
Cavilando que con una cuota tan escasa de riesgo o aventura su ardor policial de poco serviría. Había imaginado que le sucedería una persecución, o al menos que una patrulla tenaz desvelaría alguna secreta e importante vulneración de la Ley, y que tirando del hilo habrían dado con la solución del caso. (Naturalmente, al cabo de varios días; se sabía sagaz, pero a veces los delitos son más complicados de lo que parecen.) Pero con la perseverante indolencia de su compañero, acabarían por regresar a base sin un arresto, sin una denuncia, sin una miserable identificación de sospechosos, de esos que roban coches de lujo… o ganado.
¡Ah, joder! —se maldijo—, soy demasiado novato.
—Perdona, Barahona —se llegó a su ventanilla—. Perdona por no haberme dado cuenta antes. De todas formas, deberías haberme dicho que lo que buscamos desde aquí es el posible paso de vehículos susceptibles de transportar ganado.
El guardia primero sólo movió los ojos para mirarle.
—¿Cómo dices?
—El punto tan idóneo que has elegido. Al igual que el callejón del churrero, nos permite ver sin ser vistos. Esa es la idea, ¿a que sí?
—No me lo puedo creer —dijo Barahona, tornando a mirar al frente.
Salva no volvió a abrir la boca.
Concluido el tiempo fijado en la papeleta, Barahona emprendió el regreso. Del Land o la estufeta bajaron como de una sauna; Barahona contento porque firmaba «sin pena ni gloria». Aunque para Salva había mucho más de la primera.
2
En el pabellón de solteros no deseaba otra cosa que clavarse bajo una fría ducha.
—¿Qué tal la correría? —se interesó Monti, saliendo de su cuarto. Detrás de él parpadeaba el monitor de un ordenador; en una esquina, a ambos lados de un formidable altavoz, se alzaban sendos mástiles, uno con la bandera nacional y el otro con el escudo del Cuerpo.
—Ya me ves. Dos horas a la solanera con el guardia primero, y sin saber el porqué.
Monti se echó a reír.
—Es que Barahona es un poco rancio. Ese lo único que vigila cuando está de servicio es la llegada de los mandos. Desde que consiguió pabellón, teme verse en algún jaleo de correctivos, y que lo larguen. Como ocurrió hace poco en Villarjo. Dice que es su premio después de toda una vida aguantando putadas. Es un típico caimán y no se diferencia mucho de los de su especie: astutos, escaqueadores, gruñones, y éste, además, de la familia de los acojonados. —Buscó la hora en el reloj de CÁRNICAS MOISÉS, y corrió a la cocina—. ¡El arroz se me va a pegar!
Pues yo no seré nunca un caimán, se dijo Salva, metido en la ducha. Tales bellaquerías no le cuadraban. En cuanto saliera, discutiría el concepto abarcado por esa denominación.
Pero cuando se llegó a la cocina, en chanclas y bermudas, exento de camisa, el Polilla, presuroso por largarse, se limitó a decirle que le dejaba un arroz «a la cubana» que había preparado, y le recordó todo sonriente y divertido que al día siguiente le tocaba a él, y que esperaba que no fuera tan mal cocinero como él al principio. De pronto dejó la faena de arrojar platos y cubiertos a la pila, y exclamó:
—¡Eh, tío! ¿Haces pesas? ¿Eres karateca? ¡Vaya músculos! Parece que los tengas soldados.
Y Salva, con una inmodesta vanidad a guisa de complicidad, tensó músculos.
—¡Qué fibroso! —se admiraba el Polilla—. Vaya abdomen. Si parece mi tabla de lavar. Di, qué haces.
—Bueno, pues tengo conmigo unas mancuernas, que trabajo de vez en cuando. También salgo a correr; natación y bici cuando puedo. En fin, me gusta hacer deporte.
—Jo, tío, tienes que enseñarme —suplicó Monti—. Fíjate —se remangó el polo—: tengo un flotador alrededor de toda la cintura, que no rebajo ni aunque me muera de hambre —se agarró el modesto michelín con algo de grima. No estaba gordo en absoluto, pero ciertamente sus carnes poseían una flacidez excesiva para su normal corpulencia—. ¡Creo que me estoy «acaimanando»! —barruntó con guasa y terror—. A partir de ahora se va a acabar la cerveza, las comidas a base de bollos y batidos, el picar a deshora… Me harás un buen programa de entrenamiento, ¿no?
—Claro que sí —le tranquilizó Salva.
—Vale. A cambio yo te dejo mi ordenador y mis videojuegos —arrastró a Salva hasta su cuarto, donde de una caja de zapatos repleta de disquetes extrajo uno que introdujo en un ordenador llamado AMIGA.
—Este te gustará —dijo, saltando en la pantalla una demo matamarcianos. Se giró con ansiedad—. Entonces, ¿no te importará que use tus pesas, verdad?
—Por supuesto que no. Las dejaré en el salón y podrás cogerlas cuanto quieras. Y mañana mismo tendrás un programa de entrenamiento.
—¡Entero y a base de bien! —festejó el Polilla. Se volvió al ordenador.
Salva le atendía y a la vez repasaba con la vista, fascinado e intimidado por la abigarrada combinación de aparatos de música y de informática que se agolpaban por sobre la mesa, cruzados de cables serpenteantes, y todo ello salpicado de pegatinas y figuritas del Cuerpo: banderitas, emblemas, guardias de plomo, tricornios-llavero, un casco de moto de la Agrupación de Tráfico, otro con las siglas del Servicio de Protección a la Naturaleza…
—Esta es mi especialidad favorita —dijo cuando la apartaba y ponía en su lugar un joystick—. Hacerme motorista todoterreno es mi máxima ilusión. ¿Cuál es la tuya?
—Me gustan muchas; pero la que más, la de Especialista en Actividades Subacuáticas.
El Polilla sopló y lo felicitó de antemano.
—¡Jo!, con tu preparación seguro que lo consigues a la primera —se apartó y le ofreció la silla—. Prueba a echar una partida mientras me cambio de ropa.
Salva no tardó en engancharse.
A la segunda partida, apareció Velasco, y empezó a darle manotazos a la palanca, invitándole a salir a dar una vuelta en cuanto terminara el servicio de Puertas.
—Con Monti, desde que se ha encoñado, ya no se puede contar. Por cierto, Poli, ya tengo lo que me pediste.
Monti salió del baño.
—¿Seguro que funcionará?
—Seguro. Pero ten cuidado no te pases —le advirtió Velasco, mostrándole un tubito.
—Cuidado de qué.
—De que si te untas demasiado en el bálano, ja, ja, ja, le duermes el clítoris a la tía, ja, ja, ja; y entonces será peor el remedio que la enfermedad.
Salva se volvió.
—¿Se puede saber de qué habláis?
—¿Puede saberse, Poli? —preguntó Velasco.
—Me da igual, si luego no vas por ahí contando películas —concedió Monti.
—Ya sabes que no tienes de qué preocuparte, Poli. ¡Hostia! —Velasco se dirigió a Salva—. Pareces un madelman. ¿Eres culturista?
—No, pero hago bastante ejercicio.
—¿Y alcohol tomas?
—No.
—¿Y yo podría ponerme como tú en un par de semanas, sin dejar de beber cubatas?
—Ni aunque los dejaras.
—Qué pena. Con un cuerpo así no se me resistiría ninguna piba. Pues bien —exhibió el frasquito—: esto es Topicaína. Un anestesiante para el dolor de muelas. Y lo mejor para los eyaculadores precoces: te pones unas gotas en la punta y te puedes pasar el día empujando, hasta que tu perica se desmaye de orgasmos, y tú sin correrte. Empuja que te empuja —explicaba y balanceaba la pelvis—. Recuerda: cinco minutos antes de meter. Ja, ja, ja. ¿Tú quieres, Salva?
—De momento no lo necesito.
—Eso es porque no te comes nada. A última hora saldremos de parranda reglamentaria y te presentaré a alguna lumi, amiga mía, que te va a poner las pilas. Y a ti no te digo nada —dijo para Montilla, entregándole el botecito—; que tú ya no quieres saber de los colegas. ¡Mira que dejarse cazar tan pronto!
—Bah —rechazó el otro—, qué sabrás tú de lo que es llevarse bien con una mujer.
—Todas son iguales —declaró Velasco—. Tu problema es que has follado poco. Además, créeme si te digo que esa chica no te interesa. Les va el uniforme, eso es todo.
—Vete a la mierda —replicó Monti, fingiendo enojo.
Y como si no hubiera escuchado nada despectivo contra su persona, Velasco interrogó:
—A ver, socios. ¿A qué sabe echar un polvo?
Salva sonrió; Montilla prefirió hacerse el distraído. Y cruzando el salón a la salida:
—A poco, socios, SABE A POCO. Hasta luego. Y recuerda, Susaneguer —iba gritando por la escalera—: ¡ESTA NOCHE PIERDES EL VIRGO!
—Ya ves que tengo razón, cuando te dije que es un fantasma —comentó el Polilla—. Se pasa el día contando historias de folleteo. Dice que todas las mujeres son unas golfas. Creo que es porque una vez tuvo una novia a la que pilló jodiendo con otro. Por lo demás, se puede confiar en él.
—Eso me ha parecido —dijo Salva—. Oye, y Carrasco, ¿cómo es que te merece tan mala opinión? —retomó, curioso.
—Ese es un majadero —comenzó con genuina animadversión—. Raro es el día que no está borracho; encima, es un rojete. A veces dice no sé qué de que la República es bella. No entiendo cómo le permiten seguir en el Cuerpo. Un día me dijo que él antes era como yo y que ahora le va mucho mejor. Un imbécil, te lo aseguro.
De la calle subió un claxonazo.
—Tengo que marcharme. Cuando te aburras, sacas el disco y lo apagas —señaló al interruptor y le abandonó.
—Gracias, Monti. —Oyó los pasos del Polilla, alejándose, envidiándole por su sano amor al Cuerpo.
XI. COMO UN JARDÍN SIN FLORES
1
Alternar con los compañeros era una recomendación que incluso emanaba de los Reglamentos: «Ha de procurar juntarse generalmente con sus compañeros y fomentar la estrecha amistad y unión que debe haber entre los individuos del Cuerpo, aunque también podrá hacerlo con aquellos vecinos de los pueblos que por su moralidad y buenas costumbres deban ser apreciados y considerados».
Pero después de la mareante salida con el compañero Velasco, a Salva le habían surgido serias y bascas dudas: desde que se despertó no dejaba de aletearle en el estómago un vómito imposible. Y es que tras regresar la noche anterior y dialogar largo rato con la taza del váter, ya no le quedaba nada por largar.
Tal como Monti le había prevenido, Velasco resultó ser un tipo cabal y algo tarambana. Y un farolero. Cómo iba a ser verdad que todas las chicas que le presentó, camino de la piscina, que fue el lugar elegido para iniciar la «parranda reglamentaria», se las hubiera tirado. ¡Una docena!
—Aquí en este poblacho, a los picoletos, por la cara lo que haga falta —le puso en antecedentes después de que les franquearan libremente la entrada.
El nombre dado para referirse al Cuerpo le produjo cierta cómica turbación, y aún no había salido de ésta cuando, ya tirados en la hierba, Velasco sacó de la riñonera una bolita verdusca a la que dio llama y luego mezcló con un cigarrillo que desgarró en canal de dos pellizcos.
Aquello sí que lo sobresaltó.
—¡Pero eso es un porro! —dijo, ahogando una exclamación de horror.
—Tranqui, Susaneguer —replicó Velasco, esmerado en el enrollamiento.
Salva no daba crédito. Zumbado por un temor pánico, empezó a recriminarle en susurros acerca de su ilegal comportamiento. ¡Tanto como asaltar un banco!
Velasco le pegó una fuerte chupada y, alargando el brazo por encima del hombro de Salva, invitó a alguien a sus espaldas:
—Eh, guapuras; ¿media caladita…?
Dos chicas —dos despampanantes hembras—, que Salva descubrió al volver la cabeza, rieron afectando repulsa.
Velasco las insistió con un guiño.
—Pero sólo si es entera —rieron ambas, y gatearon felinamente hasta ellos.
Acotado por curvas túrgidas, de prominencias sostenidas por triángulos precarios, simbólicos, enaltecedores, las dos como surgidas de algún papel satinado, hicieron que Salva se viera aspirando delirantes caladas al canuto.
—Eh, colega, pasa, pasa —se lo quitó Velasco para ofrecerlo a las damitas. Y al oído le vaticinó—: Este par de pendones caen. Para mí la del pelo corto, y tú a por la de los rizos —deslindó con un codazo.
La risa —franca, efusiva— que le entró a Salva admiró al trío.
A partir de ahí se le nublaba la concreción del resto de la aventura. Apenas si podía recordar cómo había sido remolcado por Velasco hasta el cuartel. ¡Qué vergüenza! Su primera salida de paisano y casi la pifia.
En una entrada fulgurante que Velasco hizo al pabellón durante su servicio, Salva se apresuró a interrogarlo.
—Anda, jodío, que se te iban las manos. Les dije que éramos picoletos y que te fumabas el primer canuto de tu vida. Y, además, les conté que eras virgen.
—¡Eso te lo estás inventando! —se indignó Salva.
—Por supuesto que les dije eso, hasta tú te echaste a reír. La Rizos no te quitaba ojo. «¡Cómo está el cachitas!», babeaba la golfa, «cómo la tenga así…». Hablé con el de la piscina para que nos dejara revolcarnos hasta cuando hiciera falta. Se nos hizo de noche, rodábamos por la hierba, entre latas de cerveza… Te pusiste a hacer el pino; caminabas con las manos y los pies en alto. Luego la Rizos te llevó detrás de un seto y ya no volví a saber de ti; hasta que la pava volvió para decir que estabas vomitando. Pero dijo que te habías portado como un jabato. Que sí, que sí; que lo dijo. Si no te acuerdas, no es mi problema, socio. Tuve que traerte del brazo. ¿También me vas a negar eso? Naturaca que no. Menos mal que pude colarte por la puerta del patio sin mosquear al caimán de Puertas ni al brigada, que andaba por la oficina.
—Gracias, Velasco. Pero sabes que no hubo ni la mitad de lo que has contado. Aunque no lo creas, no estaba tan mal y lo recuerdo casi todo.
—Casi todo, ¿eh? —atacó Velasco, socarrón—. Y qué hay de cuando te aplastabas encima de la Rizos.
—Creo que te refieres a un juego que propuso…
—Sí, que por aquí se llama el «metesaca». ¡Ja, ja! Anda, Susaneguer, que porque decían que tenían que irse, que si no pinchamos por la cara allí mismo. Nos reímos, eso fue todo. Y te aseguro que nadie que nos pueda causar problemas nos vio. Respecto a las pericas, si te pasas esta noche por la discoteca Bordaluna, seguro que algo te comes. Dijeron que bajarían a eso de las doce y media. Yo, porque tengo nocturno… Y para colmo de mala suerte, el teniente nos ha mandado a Morratal. No podré escaquearme, que si no me pasaba por el garito, me sacaba a la pelona y me la tiraba en el cuatro latas, que no iba a ser la primera. Bueno, ya que estás mejor, irás, ¿no? Confío en que dejes el pabellón bien alto por los dos.
—Pues no.
—¿Cómo que no? ¿¡Eres maricón, o qué!?
Lo requerían a voces por el hueco de la escalera y se alejó llevándose las manos a la cabeza.
Sin duda, la extravagancia de Velasco había sido toda una aventura que sobrepujaba lo tangencialmente profesional para internarse de pleno en su andadura vital. Y era demasiado. Demasiado fuerte empezar a bandearse con semejante abrumadora suerte. Podría llegarse a la cita —supuesta cita—, hacer un poco el ridículo y después mentir como un bellaco. Pero tal argucia no encajaba en sus ambiciones. Aspiraba a vivir con veracidad. Veraz consigo mismo. No engañarse, reconocer las limitaciones de uno, no abandonarse al albur, conformaban sus fundamentos.
O tal vez todo se reducía a un miedo inconfesable.
Un conato de náusea se le alzó en el vacío estómago.
Zozobró hasta la cocina, se hizo una infusión de manzanilla, y cuando empezó a sentirse mejor acometió los preparativos del almuerzo, en virtud del acuerdo guisandero alcanzado con Monti.
Pidió socorro a la mujer de Goyo, sus vecinos de planta, la cual ejercía de manera atenta y maternal de pinche indispensable en los inciertos experimentos de condumio caliente del Polilla. La mujer se ofreció largo y tendido en explicaciones y Salva pasó toda la mañana oscilando entre el remordimiento por su deplorable conducta y su iniciática tarea de cocinero.
Creo que estoy un poco verde en algunos asuntos —se dijo—. De todas formas, Velasco no está en mi línea.
Tales frívolos comportamientos no se avenían con su talante. Se reconocía más cerca de Monti o de Jorge, a pesar de que los conocía menos. En ellos había entrevisto la noción de su trayectoria profesional.
Por eso no bajaría al Bordaluna.
De momento se entregaba con minuciosa y pulcra disposición al aderezo de los macarrones. Luego, con semejante ansia, a su inminente servicio con Gregorio. Se había comportado deshonrosamente y el hecho de que no hubiera trascendido apenas si aliviaba su herido pundonor. No volvería a sucederle. Velasco que no lo esperara. La olla olía bien.
¿Sabría igualmente?
A él sí mientras los comía.
Cuando Monti regresó de su servicio, no pudo resistir el salir al suyo sin antes saber de la degustativa opinión del Polilla. Y éste, primero con recelo y en seguida con agrado, reconoció con franqueza indubitable:
—Pero esto está de vicio. Es decir: ¡entero y a base de bien! ¿Seguro que lo has hecho tú? Di, di la verdad.
Monti ya no se levantó de la mesa para acabar de quitarse el uniforme. Atacó la pasta al tiempo que mascaba un «buen servicio» a un Salva que expiativo y ufano partía cetme en prevengan.
Se esforzaba en acertar y complacer. Confiaba en sus facultades de aprendizaje, de intuición. Con ella supliría su falta de experiencia. Por ello ponía oídos atentos a cualquier enseñanza o aleccionamiento.
Gregorio, o Goyo, como le gustaba ser llamado al menudo y bigotudo guardia segundo, le instruía con una especie de irónica sagacidad.
—La miga de los mejores servicios está en cerrar papeleta dejando escrito SIN NOVEDAD. Cuanto menos te compliques, mejor.
—Pero con esa actitud nunca apresaremos a los ladrones de ganado —objetó Salva.
—Y qué, figura. Lo importante es cobrar a final de mes —empezó por rebatir Goyo—. Métete en un jaleo y si sale bien, alguien se colgará tus medallas, pero no tú. Y si sale mal… ¡Ah, amigo! El cuerno con el que te crujen les justifica, y a ti te hunden. Cuando veas una movida gorda, escurre el bulto. Te lo digo desde mis diecisiete años de antigüedad. Imagínate que topáramos con los asaltadores (Dios no lo quiera). Probablemente habría unos cuantos tiros (sabemos que actúan así por dos casos, uno en Villarjo, en donde el dueño, que vigilaba su granja, acabó con un brazo partido por una bala y ahora está manco. Y el otro caso ocurrió en demarcación de Dosarcos; allí, el mayoral tuvo más suerte, pero la ristra de culatazos y el susto que le dieron, creo que aún le dura). Como te decía: si las cosas nos salieran bien, los detenemos y en el atestado queda claro lo que hacían o iban a hacer, recibiríamos, a lo sumo, unas palmaditas y poco más. Otros se apuntarían el tanto. Pero si el servicio se tuerce, es decir, un balazo para nosotros o para alguno de ellos, prepárate a capear interminables expedientes disciplinarios. O la cárcel. —Se levantó las guías del mostacho y suspiró—: Te hundirían. Y si no que se lo pregunten a Carrasco.
Tan apáticas pretensiones percutían en su cabeza al ritmo del traqueteante Land Rover. No tenía necesidad de que se las repitiera, pero sí de arrancarle cierto, intrigante pronunciamiento.
—Entonces, ¿para qué estamos?…
—¡Yo, para sacar la hipoteca y mi familia adelante! —gritó Goyo—. Ah, y para que no se echen a perder mis melones. ¡Mis melones! Y, jodo, qué melones tengo. Luego te daré uno, hombre.
Y lanzó la estufeta a través del puente del molino, anunciándola con un estruendo de excavadora y dejando una humareda como de meteorito. Pero esta vez no torcieron por el camino de la vega, sino que siguieron por el asfalto.
—Nos dirigimos al límite con Villarjo —informó Goyo—. Diez minutos de presentación y luego, como es habitual, nos acercaremos a aquella finca —señaló a su izquierda, una larga y blanquísima edificación en pleno campo—. Es la granja Las Torcaces; por cierto, una de las pocas que no han tocado.
Una docena de kilómetros después, el jefe de pareja daba la vuelta y se detenía en el arcén de un cambio de rasante.
—Es por si se para la estufeta, para que podamos arrancarla al tirón. No te sonrías. Maldita la gracia que tiene. Que eres muy joven y aún no has visto nada… Ver, ver —canturreó con desazón—. Cada uno cuenta la feria como le va. Y a mí me ha ido de chasco en chasco. Dedicas tu juventud a poner toda la carne en el asador, y al final (cosa de diez años para los que hemos sido más torpes) te das cuenta de que otros se han ido colgando laureles a tu costa, y tú a verlas venir. Y lo que me jugaba era nada menos que mi vida. Recuerdo uno de los últimos casos, la detención de una cuadrilla de gitanos. Sí, ya lo creo que estoy vivo de milagro…
—¿Y cómo fue? —preguntó Salva, de pronto ávido de pormenores verdaderamente sugestivos.
—Fue un bonito servicio —Goyo se mesó el bigotazo—. Durante meses tuvimos una banda desvalijando chalés en Maracaibo. Como la mayoría sólo están ocupados los fines de semana, aprovechaban los otros días para trajinar a sus anchas. En el cuartel no nos enterábamos de los robos hasta que venían los dueños y lo denunciaban. A veces una semana o dos después. Nunca llegábamos a conocer el día exacto de la intrusión. Por más controles que montábamos, jamás obteníamos resultados positivos. Con el permiso del dueño, el brigada nos metió en una de las casas. Tuvo que pasar casi un mes de espera en balde hasta que una noche, casualmente, vinieron a meterse justo a la de al lado. Eran dos y a pie. Decidimos esperar y ver qué pasaba. Ya casi de madrugada una furgoneta vino a recogerlos, la misma que se paseaba muchas mañanas por San Juan voceando «el chatarrero». (Luego supimos que, más que a recoger hierros, a lo que de verdad se dedicaban era a tomar nota de posibles casas.) Se comunicaban por medio de una emisora de radioaficionado: amontonaban, avisaban, cargaban en un pispás y desaparecían. Irrumpimos en plena faena. Los teníamos de rodillas cuando uno de los calorros, todavía no sé de dónde, sacó una recortada y nos pegó dos tiros. Tres semanas estuve de baja y eso que sólo me alcanzaron unos cuantos perdigones en el muslo. Mi compañero, uno que ya no está en el Puesto, perdió un ojo y media oreja. Casi nos cuesta la vida, pero los detuvimos. Posteriormente se les hallaron efectos robados y denunciados en otras viviendas. Les confiscaron, además, furgonetas, maletines de dinero en metálico y una nave que les servía de almacén y desguace de vehículos. Ni una mísera felicitación me cayó.
»Me jugué el pellejo por nada. Pero a otros sí les cayeron medallas, y bufandas, que son unas pagas extra que la Dirección General concede a los que han intervenido en esa clase de servicios. Desde entonces me he jurado que no volvería a pecar de capullo. Estos también caerán. Sólo que yo espero no estar de servicio ese día. No es mucho pedir. Que otros muerdan el polvo. O las mieles. No soy yo envidioso. A todo iluso le llega su escarmiento.
Pero Salva volaba con su imaginación desde que Goyo había aludido a la ingeniosa idea de ocultarse y acechar a los noctívagos malhechores. Emboscado por la noche, se amaga o repta por el labrantío, toma iniciativas en pro de la eficacia, es silencioso como un gato, rápido como una serpiente cuando llega la hora «H». Recibe felicitaciones de sus jefes y un mando le deposita una medalla en su pecho inflado por el espectacular servicio. Su hoja se llena de auxilios «Dignos de ser tenidos en consideración». Al terminar el año, el jefe de la Comandancia le propone, en un escrito dirigido al Director General, para que borren de su ficha «Valor se le supone» y en su lugar sellen «Valor Reconocido».
De golpe se retrotrajo.
—¿Te jugaste la vida y ni siquiera te dieron una felicitación? ¿Hubo medallas y no fueron para ti?
—Así fue.
—¿Y por qué no reclamaste?
—Pero, figura. ¡¿Dónde te crees que estás?!
Salva recordó la interpretación de Barahona: «Si esto funcionara con decencia, sería otro Cuerpo». Compuso una mueca de incomprensión.
—¿Vas cogiendo lo de «Sin Novedad»?
—¿Quieres decir, sin pena ni gloria?
—Más o menos. Mejor sin pena ni gloria que lisiado o muerto.
Ah, estos caimanes, excepto en la forma, en el fondo eran iguales.
Está claro que remontaré sobre todos ellos y sin reservas.
Goyo miró la hora.
—Nos toca Las Torcaces.
Durante el trayecto de vuelta, el caimán le fue poniendo en antecedentes acerca de la finca. Un complejo ganadero y también de recreo en cuyo interior se repartían, convenientemente separados, un matadero, criaderos de cerdos y de vacas, cancha de tenis, piscina y un picadero de caballos. Un complejo muy goloso, pero, al parecer, inexpugnable.
—Debe de ser por lo mucho que la vigilamos —apuntó Goyo.
La resaca, el pertinaz vulturno del motor, el revoco del humo del tubo de escape —no dejaba de dolerle la cabeza— no bastaban para frenarlo de ensoñaciones triunfales. Se ve apostado en las cercanías de Las Torcaces, tirado en una zanja o encaramado a un olivo, inmune al frío y la soledad de la noche, al tedio y a la fatiga, en acecho ansioso de la llegada de la banda de cuatreros, para detenerlos al fin.
Ojalá ocurriera con él estando de servicio. Su esfuerzo resultaría tan palmario y tan imprescindible que nadie podría escamotearle medalla ni recompensa alguna. Se bajó la visera del quepis —la única informalidad que se permitía—. La de su compañero apuntaba al cielo. El sudor que le escurría de la frente hacia el bucleado bigote infería a su rostro un folclórico fulgor. Refería las simpatías para con el Cuerpo del propietario, a quien llamaba respetuosamente «señor Moisés», cuando divisaron en el arcén del carril contrario un coche parado.
Un individuo pugnaba bajo el capó.
Goyo no parecía dispuesto a detenerse.
—¡Tenemos que parar! —exclamó Salva.
—Vamos un poco justo de hora —alegó Goyo, con inexplicable desasosiego.
—Pero ese hombre necesita ayuda —insistió Salva.
Entonces el conductor paró en el arcén. Dio marcha atrás y sin bajarse:
—¿Algún problema, jefe?
El hombre —en realidad un abuelete— se irguió, resoplando.
—¿Problema? —jadeó alborozado—. Son ustedes mi salvación. Tengo una rueda pinchada y no hay forma humana de sacar la de repuesto. —Se le veía que no tenía fuerzas ni para sostener la llave de los tornillos.
Salva se apeó en tanto Goyo parecía meditar con los ojos en el reloj; en seguida lo siguió, sin quepis y sin cetme.
—No puedo aflojar esta maldita tuerca —palpó el pobre hombre una palomilla a la que le faltaban las aletas.
De inmediato, Goyo se fue para la herrumbrosa pieza y con la ayuda de una llave inglesa y una prisa exagerada comenzó a forcejear y a golpearla. Pero al cabo de varios y vanos intentos cesó, tan extenuado como su propietario.
—¡Jodo! —resolló—. Sí que está dura, sí —se retiró con gesto preocupado hacia la finca Las Torcaces, que desde aquel punto se avistaba parcialmente a la vuelta y declive de los taludes.
La granja esplendía sin que revelara catástrofe alguna.
—Será mejor que le llamemos a una grúa. Nosotros tenemos que seguir.
Salva consideró que no todas las posibilidades estaban agotadas, e intervino:
—Voy a intentarlo —y se puso manos a la obra.
La rota palomilla ni temblaba. Se hallaba soldada a la rosca a modo de pieza única. Salva se lo tomó como si la vida le fuera en ello.
Por fin, la tuerca giró; primero remisa; luego, entre chirridos, dócil y ligera.
El anciano dio unos cómicos saltitos de alegría.
—Ah, son ustedes lo más grande de España —intentó coger la rueda, pero Salva continuó con ella rodando hasta el neumático aplastado.
Una alegría la de aquel hombre casi tan inmensa como la que sacudía a Salva. ¡Qué gratificante la coincidencia de los sueños con la realidad!
Goyo sin dejar de mirar la hora.
—Gracias al cielo que aparecieron ustedes —proclamaba emocionado, al tiempo que Salva apretaba tornillos a golpe de maña y gozo—. Estaba desesperado. Con este sol, sin fuerzas y a estas horas que no circula nadie, no sabía qué hacer. Pero la Guardia Civil siempre en su sitio. No es por dar coba, pero ustedes son de lo poco que vale en este país. Y es que ustedes pagan con sus vidas los errores de los políticos, y nadie se lo reconoce. Por eso quiero hacerles un pequeño regalo. —Se echó mano al bolsillo de la chaqueta y tendió a Goyo un billete—. Para que se tomen un trago y…