Kitabı oku: «Conflicto cósmico», sayfa 9
Lutero es intimado a comparecer
El concilio ahora exigió que el reformador compareciera ante él. El emperador por fin consintió, y Lutero fue citado. Con la notificación se expidió un salvoconducto. Estos documentos los llevó a Wittenberg un comisionado para conducir a Lutero a Worms.
Conociendo el prejuicio y la enemistad que había contra él, los amigos de Lutero temieron que su salvoconducto no fuera respetado. Pero él replicó: “Cristo me dará su Espíritu para vencer a estos ministros del error. Yo los desprecio durante mi vida; triunfaré sobre ellos en mi muerte. En Worms están ocupados en obligarme a retractarme; y ésta será mi retractación: Yo dije anteriormente que el Papa era el vicario de Cristo; ahora declaro que él es el adversario del Señor, el apóstol del diablo”.[7]
Además del mensajero imperial, tres amigos determinaron acompañar a Lutero. El corazón de Melanchton estaba unido al de Lutero, y él anhelaba seguirlo. Pero sus ruegos le fueron negados. Dijo el reformador: “Si yo no regreso, y mis enemigos me dan muerte, sigue enseñando tú, y manténte firme en favor de la verdad. Trabaja en mi lugar... Si tú sobrevives, mi muerte será de poca importancia”.[8]
Siniestros pensamientos embargaban los corazones de la gente. Se supo que los escritos de Lutero habían sido condenados en Worms. El enviado, temiendo por la seguridad de Lutero en el concilio, le preguntó si todavía quería continuar su viaje. Él contestó: “Aunque se me ha puesto bajo censura en todas las ciudades, continuaré”.[9]
En Erfurt, Lutero pasó por las calles que había recorrido a menudo, visitó su celda del convento, pensó en las luchas por las cuales había pasado y en virtud de las cuales la luz que ahora brillaba en su alma inundaba también a Alemania. Se le instó a predicar. En realidad, al principio se le había prohibido que lo hiciera, pero luego el heraldo le dio permiso, y Lutero, el fraile que una vez fuera el sirviente del convento, ahora ocupó el púlpito.
El pueblo escuchó como hechizado. El pan de vida había sido servido a las almas hambrientas. Cristo fue elevado delante de ellos por encima de los papas, legados, emperadores y reyes. Lutero no hizo referencia a su propia situación peligrosa. En Cristo se había perdido de vista a sí mismo. Se escondió detrás del hombre del Calvario, tratando solamente de presentar a Jesús como Redentor del pecador.
El valor de un mártir
Mientras el reformador continuaba su marcha, una ansiosa multitud lo rodeaba, y voces amigas lo amonestaban en contra de los romanistas. “Ellos te quemarán –le dijo uno–, y reducirán tu cuerpo a cenizas, como hicieron con Juan Hus”. Lutero contestó: “Aunque ellos enciendan un fuego tan grande que alcance desde Worms hasta Wittenberg... yo lo atravesaré en el nombre del Señor; compareceré delante de ellos... confesando el nombre de Cristo Jesús”.[10]
Su aproximación a Worms creó una tremenda conmoción. Sus amigos temblaban por su seguridad. Los enemigos temían por la causa de ellos. Por instigación de los papistas, se lo instó a alojarse en el castillo de un caballero amigo, donde, según se declaró, todas las dificultades podrían ser amigablemente arregladas. Los amigos describieron los peligros que lo amenazaban. Lutero, sin inmutarse, replicó: “Aunque haya tantos diablos en Worms cuantas tejas hay en los techos, aun así entraré allí”.[11]
Al llegar a Worms, una vasta multitud acudió a los portales de la ciudad para darle la bienvenida. La excitación era intensa. “Dios era mi defensa”, dijo Lutero al apearse de su carruaje. Su llegada llenó a los partidarios del Papa de consternación. El emperador citó a sus consejeros. ¿Qué conducta debía seguirse? Un rígido papista declaró: “Hemos hecho largas consultas sobre este asunto. Que su Majestad Imperial se deshaga de este hombre de inmediato. ¿No decidió Segismundo hacer que Juan Hus fuera quemado? No estamos dispuestos siquiera a respetar el salvoconducto de un hereje”. “No –dijo el emperador–, debemos mantener nuestra promesa”.[12]Se decidió que el reformador fuera escuchado.
Toda la ciudad estaba ansiosa por ver a este hombre notable. Lutero, cansado del viaje, necesitaba tranquilidad y descanso. Pero había disfrutado solamente unas pocas horas de reposo cuando los nobles, los caballeros, los sacerdotes y los ciudadanos se reunieron y lo rodearon ansiosamente. Entre éstos había nobles que habían exigido valientemente del emperador una reforma de los abusos eclesiásticos. Tanto enemigos como amigos vinieron a ver al monje indómito. Su posición era firme y valiente. Su rostro pálido y delicado revelaba una expresión bondadosa y hasta llena de gozo. El profundo fervor de sus palabras trasmitía un poder que aun sus propios enemigos no podían soportar completamente. Algunos se convencieron de que una influencia divina lo acompañaba; otros declararon, como los fariseos que dijeron de Cristo: “Demonio tiene” (S. Juan 10:20).
Al día siguiente se nombró a un funcionario imperial para que condujera a Lutero a la sala de audiencias. Todos los pasillos estaban colmados de espectadores ansiosos por observar al monje que había osado resistir al Papa. Un general anciano, héroe de muchas batallas, le dijo bondadosamente: “Pobre monje, vas a hacer frente a una empresa más difícil que cualquiera de las que yo u otros capitanes hayamos llevado a cabo en nuestras batallas más sangrientas. Pero si tu causa es justa... ¡avanza en el nombre de Dios y no temas nada! Dios no te abandonará...”[13]
Lutero hace frente al concilio
El emperador ocupó el trono rodeado por los más ilustres personajes del imperio. Martín Lutero ahora había de responder por su fe. “Esta audiencia era en sí misma una señal de victoria sobre el papado. El Papa había condenado al hombre, que estaba ahora en presencia de un tribunal que, por el hecho mismo, se había constituido por encima del Papa. El Papa había puesto a Lutero bajo entredicho, y lo había privado de toda sociedad humana; sin embargo, fue citado a comparecer con un lenguaje respetuoso y recibido en la asamblea más augusta del mundo... Roma ya estaba descendiendo de su trono, y era la voz de un monje la que causó su humillación...”[14]
El humilde reformador parecía abrumado y confuso. Varios príncipes se acercaron a él, y uno susurró en sus oídos: “No temas a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma”. Otro le dijo: “Cuando los entreguen ante los reyes y gobernantes, no piensen cómo o qué han de hablar; el Espíritu de vuestro Padre hablará por ustedes” (ver S. Mateo 10:28, 18, 19)
Un profundo silencio embargó a la numerosa asamblea. Entonces un funcionario imperial se levantó, y señalando los escritos de Lutero, exigió que el reformador contestara dos preguntas: Si él los reconocía como suyos, y si estaba dispuesto a retractarse de lo que había escrito. Después de leérsele los títulos de los libros, Lutero, a la primera pregunta contestó que los libros eran de él. “En cuanto a la segunda –dijo él–, yo actuaría en forma imprudente si contestara sin previa reflexión. Podría afirmar menos de lo que las circunstancias demandan, o más de lo que la verdad exige. Por esta razón ruego a su Majestad Imperial, con toda humildad, que me dé tiempo para que pueda contestar sin ofender la Palabra de Dios”.[15]
Lutero convenció a la asamblea de que él no había actuado por pasión o impulso. Tal tranquilidad y dominio propio, que no se esperaba en un hombre valiente e inflexible, le permitió más tarde contestar con una sabiduría y una dignidad que sorprendió a sus adversarios y condenó su insolencia.
Al día siguiente el reformador había de presentar su respuesta final. Por un tiempo su corazón desmayó. Sus enemigos parecían que estaban por triunfar. Las nubes lo rodearon y parecieron separarlo de Dios. Con angustia de espíritu derramó sus clamores entrecortados y desgarradores, que nadie puede comprender plenamente sino Dios.
“Dios Todopoderoso y eterno –imploró él–, si he de poner mi confianza solamente en la fuerza de este mundo, todo está perdido... ha llegado mi última hora, y mi condenación ha sido ya pronunciada... Oh Dios, ayúdame a afrontar toda la sabiduría del mundo... la causa es tuya... y es una causa justa y eterna. ¡Oh Señor, ayúdame! Dios fiel e inmutable, en ningún hombre coloco mi confianza... Tú me has elegido para esta obra... manténte a mi lado, por causa de tu bien amado Hijo Cristo Jesús, quien es mi defensa, mi escudo y mi torre de fortaleza”.[16]
Sin embargo, no era el temor al sufrimiento personal, la tortura o la muerte lo que lo abrumaba con terror. Sentía su insuficiencia y temía que debido a su debilidad, la causa de la verdad pudiera ser perjudicada. No por su propia seguridad, sino por el triunfo del evangelio luchaba él con Dios. No quería aparecer solo delante del concilio, y en su total impotencia, su fe se aferró de Cristo, el poderoso Libertador. La paz inundó de nuevo su alma, y se regocijó de que se le permitiera elevar la Palabra de Dios ante los gobernantes de las naciones.
Lutero pensó en su respuesta, examinó los pasajes de sus escritos y extrajo de las Escrituras pruebas apropiadas para sostener su posición. Entonces, colocando su mano izquierda sobre el sagrado volumen, elevó la diestra al cielo y se comprometió “a permanecer fiel al evangelio y libre para confesar su fe, aunque sellara su testimonio con su sangre.”[17]
Lutero comparece de nuevo ante la Dieta
Cuando Lutero fue conducido de nuevo ante la Dieta, estaba sereno y manso, a la vez que valiente y digno, como testigo de Dios ante los grandes de la tierra. El funcionario imperial ahora demandó su decisión. ¿Deseaba él retractarse? Lutero pronunció su respuesta en tono humilde, sin violencia o pasión. Su porte era tímido y respetuoso; no obstante, manifestó una confianza y un gozo que sorprendió a la asamblea.
“Serenísimo emperador, ilustres príncipes, benignos señores –dijo Lutero–, comparezco delante de ustedes en este día, de acuerdo con la orden que me fue dada ayer. Si, debido a mi ignorancia, violara los usos y procedimientos de las cortes, ruego que me perdonen; porque no he sido criado en los palacios de los reyes, sino en el retiro de un convento”.[18]
Entonces declaró que en algunos de sus libros publicados había hablado de la fe y las buenas obras; y que aun sus enemigos los declararon provechosos. El retractarse de ello sería condenar las verdades que todos confesaron como verdad. La segunda clase consistía en escritos que exponían corrupciones y abusos del papado. Revocar esas declaraciones sería fortalecer la tiranía de Roma y abrir una puerta más amplia a grandes impiedades. En la tercera clase él había atacado a individuos que defendían los males existentes. En cuanto a éstos, confesó francamente que había sido más violento que lo que convenía. Pero ni aun estos libros podía desautorizar, pues los enemigos de la verdad aprovecharían la ocasión para maldecir al pueblo de Dios con una crueldad aún mayor.
Continuó: “Me defenderé a mí mismo como Cristo lo hizo: ‘Si he hablado mal, denme testimonio del mal’... Por la misericordia de Dios, los conjuro, serenísimo emperador, y a ustedes, ilustrísimos príncipes, y todos los hombres presentes de cualquier categoría, a probarme por los escritos de los profetas y los apóstoles que yo he errado. Tan pronto como esté convencido de esto, me retractaré de todo error, y seré el primero en tomar mis libros y arrojarlos al fuego...
“Lejos de desmayar, me regocijo al ver que el evangelio es ahora, como fue en los tiempos pasados, causa de problemas y disensiones. Este es el carácter, éste es el destino de la Palabra de Dios. ‘No vine a traeros paz, sino guerra’, dijo Jesucristo... Cuídense de que, al intentar apagar las disensiones, persigan la santa Palabra de Dios, y atraigan sobre ustedes un terrible diluvio de peligros irresistibles, desastres en el tiempo presente y la desolación eterna”.[19]
Lutero había hablado en alemán; ahora se le pidió que repitiera lo mismo en latín. Repitió, pues, su discurso con la misma claridad como la primera vez. La providencia de Dios lo dirigió en esto. Muchos príncipes estaban tan cegados por el error y la superstición que al principio no vieron la fuerza del razonamiento de Lutero, pero la repetición les permitió percibir claramente los puntos presentados.
Los que en forma caprichosa cerraron los ojos a la luz, se airaron por el poder de las palabras de Lutero. El que había sido elegido como portavoz de la Dieta dijo con indignación: “No has respondido a la pregunta que se te ha hecho... Se te exige que des una respuesta clara y precisa... ¿Te retractarás o no te retractarás?”
El reformador contestó: “Puesto que vuestra Serena Majestad y vuestras altezas exigen de mí una respuesta clara, sencilla y precisa, se los daré, y es la siguiente: No puedo someter mi fe ni aun al Papa o los concilios, porque es tan claro como el día que ellos frecuentemente han errado y se han contradicho mutuamente. A menos que esté convencido por el testimonio de las Escrituras... yo no puedo ni quiero retractarme de nada, pues no es digno de un cristiano hablar contra su conciencia. Esta es mi posición, no puedo hacer otra cosa; que Dios me ayude. Amén”.[20]
Así mantuvo su firmeza este hombre recto. Su grandeza y la pureza de su carácter, su paz y el gozo de su corazón resultaban manifiestos para todos mientras daba testimonio de la superioridad de la fe que vence al mundo.
En su primera respuesta, Lutero había hablado en una forma respetuosa y casi con sumisión. Los romanistas consideraron que el pedido de tiempo era meramente el preludio para su retractación. Carlos mismo, notando con un poco de desprecio el hábito raído y sencillo del monje, había declarado: “Este monje nunca me convertirá a mí en un hereje”. Pero el valor y la firmeza que ahora desplegaba, el poder de su razonamiento, llenó a todo el mundo de sorpresa. El emperador, movido a la admiración, exclamó: “Este monje habla con un corazón intrépido y un valor indomable”.
Los partidarios de Roma estaban derrotados. Trataron de mantener su poder, no apelando a las Escrituras, sino haciendo amenazas, al argumento infalible de Roma. Dijo entonces el orador de la Dieta: “Si tú no te retractas, el emperador y los Estados del imperio consultarán qué conducta habrán de seguir contra un hereje incorregible”.
Lutero respondió con calma: “Que Dios sea mi ayudador, porque no puedo retractarme de nada”.[21]
Se le pidió a Lutero que se retirara mientras los príncipes consultaban. La negación persistente de Lutero a someterse había de afectar la historia de la iglesia a través de los siglos. Se decidió darle una oportunidad más para retractarse. De nuevo se formuló la pregunta. ¿Renunciaría él a sus doctrinas? “No puedo alterar mi respuesta –contestó él–, mantengo lo que he dicho ya...”
Los dirigentes papales estaban acongojados porque su poder era despreciado por un monje humilde. Lutero había hablado a todos con dignidad y calma cristianas, y sus palabras estaban libres de pasión y exageraciones. Se había perdido de vista a sí mismo y sentía que estaba en la presencia del Ser Infinito que es superior a los papas, a los reyes y a los emperadores. El Espíritu de Dios estaba presente, impresionando el corazón de los grandes del imperio.
Varios príncipes valientemente reconocieron la justicia de la causa de Lutero. Otros no expresaron en ese momento sus convicciones, pero más adelante llegarían a ser indomables sostenedores de la Reforma.
Federico, el elector, había escuchado con profunda emoción el discurso de Lutero. Con gozo y orgullo presenció el valor y el dominio propio del docto ajusticiado, y determinó mantenerse firme en su defensa. Vio que la sabiduría de los papas, los reyes y los prelados había sido anulada por el poder de la verdad.
Cuando el legado percibió el efecto producido por el discurso de Lutero, resolvió emplear todos los medios a su alcance para lograr la condena del reformador. Con elocuencia y habilidad diplomática presentó al joven emperador los peligros de sacrificar, por causa de un monje insignificante, la amistad y el sostén de Roma.
Al día siguiente de la respuesta de Lutero, Carlos V anunció a la Dieta su determinación de mantener y proteger la religión católica. Debían emplearse vigorosas medidas contra Lutero y las herejías que él enseñaba: “Sacrificaré mi reino, mis tesoros, mis amigos y mi cuerpo, mi sangre, mi alma y mi vida... procederé contra él y sus adherentes como herejes contumaces, por la excomunión, el entredicho y todos los medios calculados para destruirlos”.[22] Sin embargo, el emperador declaró que el salvoconducto de Lutero debía ser respetado. Se le debía permitir que llegara a su hogar con seguridad.
El salvoconducto de Lutero en peligro
Los representantes del Papa de nuevo demandaron que el salvoconducto del reformador fuera desestimado. “El Rin debe recibir sus cenizas, así como recibió las de Juan Hus hace un siglo”.[23] Pero los príncipes de Alemania, aunque eran declarados enemigos de Lutero, protestaron por semejante violación de la fe pública. Señalaron las calamidades que habían seguido a la muerte de Hus. No se atrevían a traer sobre Alemania una repetición de esos terribles males. Carlos mismo, en respuesta a la vil propuesta, dijo: “Aunque el honor y la fe desaparezcan en todo el mundo, deben encontrar un refugio en el corazón de los príncipes”.[24] Aunque fue urgido por los enemigos papales de Lutero a hacer con el reformador lo que Segismundo había hecho con Hus, evocando la escena en la cual, en la asamblea pública, Hus había señalado sus cadenas y recordado al monarca el compromiso violado, Carlos V declaró: “No quiero sonrojarme como Segismundo”.[25]
Sin embargo, Carlos rechazó deliberadamente las verdades presentadas por Lutero. Él no quiso abandonar el sendero de la costumbre para andar en los caminos de la verdad y la justicia. Debido a que sus padres lo hicieron, él quería sostener el papado. Así se dispuso a no aceptar más luz de lo que sus padres habían recibido.
Muchos hoy también se aferran a las tradiciones de sus padres, y cuando el Señor les envía conocimiento adicional rehúsan aceptarlo porque tampoco fue recibido por sus padres. Dios no nos aprobará si miramos el ejemplo de nuestros padres para determinar nuestro deber en lugar de estudiar la Biblia por nosotros mismos. Somos responsables por la luz adicional que de la Palabra de Dios ahora brilla sobre nosotros.
El poder divino había hablado por medio de Lutero al emperador y a los príncipes de Alemania. Su Espíritu instó por última vez a muchos en esa asamblea. Y como Pilato siglos antes, Carlos V, cediendo el orgullo mundano, decidió rechazar la luz de la verdad.
Los proyectos hostiles que se tramaban contra Lutero circulaban ampliamente, causando excitación por toda la ciudad. Muchos amigos, conociendo la crueldad traidora de Roma, resolvieron que el reformador no debía ser sacrificado. Centenares de nobles se comprometieron a protegerlo. En las puertas de las casas y en los lugares públicos había letreros, algunos de los cuales condenaban y otros apoyaban a Lutero. En uno se hallaban las siguientes significativas palabras: “¡Ay de ti, tierra, cuando tu rey es un muchacho!” (Eclesiastés 10:16). El entusiasmo popular en favor de Lutero convenció al emperador y a la Dieta de que cualquier injusticia manifestada hacia él haría peligrar la paz del imperio y la estabilidad del trono.
Esfuerzos para transigir con Roma
Federico de Sajonia ocultó cuidadosamente sus verdaderos sentimientos hacia el reformador. Al mismo tiempo lo vigiló con incansable cuidado, estando alerta en cuanto a sus movimientos y a los de los enemigos. Pero muchos no hicieron ninguna tentativa de ocultar su simpatía por Lutero. “La pequeña pieza del doctor –escribió Spalatín– no podía contener a todos los visitantes que venían a verlo”.[26]Aun aquellos que no tenían fe en sus doctrinas no podían sino admirar la integridad que lo inducía a una muerte valiente antes que a violar su conciencia.
Se realizaron fervientes esfuerzos con el propósito de obtener el consentimiento de Lutero para hacer un arreglo con Roma. Nobles y príncipes le manifestaron que si continuaba sosteniendo sus opiniones contra la iglesia y los concilios sería desterrado del imperio y no tendría defensa. De nuevo fue aconsejado a someterse al juicio del emperador. Entonces no tendría nada que temer. “Consiento –dijo en respuesta–, con todo mi corazón, en que el emperador, los príncipes y aun los más humildes cristianos examinen y juzguen mis obras; pero con la condición de que tomen la Palabra de Dios como su norma. Los hombres no deben hacer otra cosa que obedecerla”.
Respondiendo a otra instancia dijo: “Consiento en renunciar a mi salvoconducto. Coloco mi persona y mi vida en las manos del emperador, pero renunciar a la Palabra de Dios, ¡nunca!”[27] Manifestó su disposición a someterse a un concilio general, con la condición de que se exigiese que ese concilio decidiera de acuerdo con las Escrituras. “En lo que concierne a la Palabra de Dios y a la fe, todo cristiano es juez tan bueno como el Papa, aunque éste esté apoyado por un millón de concilios”.[28] Tanto amigos como enemigos, por fin, se convencieron de que era inútil continuar esforzándose por hacer una reconciliación.
Si el reformador se hubiera sometido en un sólo punto, Satanás y sus huestes habrían ganado la victoria. Pero su firmeza inconmovible fue el medio de emancipar a la iglesia. La influencia de este hombre único, que se atrevió a pensar y obrar por sí mismo, había de afectar a la iglesia y al mundo, no solamente en su propio tiempo, sino en todas las generaciones futuras. Por fin el emperador ordenó a Lutero que regresara a su casa. Esta noticia sería rápidamente seguida por su condenación. Nubes amenazantes se cernían sobre su sendero; pero cuando partió de Worms, su corazón estaba lleno de gozo y alabanza.
Después de su partida, deseoso de que su firmeza no se entendiera como una rebelión, Lutero escribió al emperador: “Tengo la más ferviente disposición a obedecer a Vuestra Majestad, ora sea honrando ora deshonrando, en la vida o en la muerte, y con ninguna excepción salvo la Palabra de Dios, por la cual el hombre vive... En cuanto concierne a los intereses eternos, Dios no desea que el hombre se someta al hombre. Pues una sumisión tal en materia espiritual es un verdadero culto, y éste debe ser rendido únicamente al Creador”.[29]
En el viaje de regreso de Worms, los príncipes de la iglesia daban la bienvenida al monje excomulgado y los gobernantes civiles honraban al hombre a quien el emperador había denunciado. Era instado a predicar y, a pesar de la prohibición imperial, de nuevo subía al púlpito. “Nunca me comprometí a encadenar la Palabra de Dios –dijo–, ni lo haré”.[30]
No mucho tiempo después que el reformador dejara Worms, los partidarios del Papa prevalecieron sobre el emperador para que éste emitiese un edicto contra él. Lutero fue denunciado como “Satanás mismo bajo la forma de un hombre envuelto en hábito de monje”.[31] Tan pronto como su salvoconducto expirara, se prohibiría a todas las personas a alojarlo, a darle alimentos o bebida, a ayudarlo o animarlo por palabra o de hecho. Había de ser entregado a las autoridades, y sus adherentes también debían ser apresados y sus propiedades confiscadas. Sus escritos habían de ser destruidos y, finalmente, todos los que se atrevieran a obrar en contra de este decreto se hallarían incluidos en su condenación. El elector de Sajonia y los príncipes más amigos de Lutero habían salido de Worms poco tiempo después de su partida, y los decretos del emperador recibieron la sanción de la Dieta. Los romanistas estaban jubilosos. Consideraban sellada la causa de la Reforma.
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