Kitabı oku: «Conflicto cósmico», sayfa 7
Se lo entrega a la prisión y a la muerte
De nuevo rugió la tormenta de rabia, y Jerónimo fue arrastrado hacia la prisión. Sin embargo, había algunos sobre los cuales sus palabras hicieron una profunda impresión y desearon salvarle la vida. Fue visitado por dignatarios y se le aconsejó que se sometiera al concilio. Se le presentaron brillantes perspectivas como recompensa si lo hacía.
“Pruébenme por las Sagradas Escrituras que estoy en error –dijo él–, y me retractaré”.
“¡Las Sagradas Escrituras! –exclamó uno de los que lo tentaban–, ¿ha de juzgarse entonces todo por ellas? ¿Quién puede entenderlas antes que la iglesia las interprete?”
“¿Son las tradiciones de los hombres más dignas de fe que el evangelio de nuestro Salvador?”, replicó Jerónimo.
“¡Hereje! –fue la respuesta–, me arrepiento de haber abogado tanto tiempo por ti. Veo que estás dominado por el diablo”.[17]
Antes de mucho fue conducido al mismo lugar en el cual Hus había dado su vida. Fue cantando por el camino, mientras su rostro brillaba con gozo y paz. Para él la muerte había perdido sus terrores. Cuando el verdugo, a punto de prender la pira, se le acercó por detrás, el mártir exclamó: “Aplica el fuego delante de mi cara. Si tuviera miedo no estaría aquí”.
Sus últimas palabras fueron una oración: “Señor, Dios Todopoderoso, ten piedad de mí, y perdóname mis pecados; pues tú sabes que siempre he amado tu verdad”.[18]Las cenizas del mártir se juntaron, y como las de Hus, fueron arrojadas al Rin. Así perecieron los fieles portadores de la luz de Dios.
La ejecución de Hus encendió llamas de indignación y horror en Bohemia. La nación entera declaró que él había sido un fiel maestro de la verdad. Se acusó al concilio de crimen. Sus doctrinas atrajeron más atención que al principio, y muchos fueron inducidos a aceptar la fe reformada. El Papa y el emperador se unieron para aplastar el movimiento, y los ejércitos de Segismundo fueron despachados contra Bohemia.
Pero surgió un libertador. Ziska, uno de los generales más capaces de su época, fue el dirigente de los bohemios. Confiando en la ayuda de Dios, ese pueblo hizo frente a los ejércitos más poderosos que pudieran traer contra ellos. Una y otra vez el emperador invadió Bohemia, sólo para ser rechazado. Los husitas desafiaban la muerte, y nada podía oponérseles. El valiente Ziska murió, pero su lugar fue ocupado por Procopio, que en cierto sentido era un dirigente aún más capaz que él.
El Papa proclamó una cruzada contra los husitas. Un ejército inmenso se precipitó contra Bohemia, solamente para sufrir una terrible derrota. Se proclamó otra cruzada. En todos los países papales de Europa se reclutaban hombres y se reunió dinero y municiones de guerra. Multitudes acudieron a defender el estandarte papal.
El vasto ejército penetró en Bohemia. El pueblo se reunió para rechazarlo. Los dos ejércitos se acercaron mutuamente hasta que solamente un río los dividía. “Los cruzados constituían una fuerza muy superior, pero en lugar de lanzarse a pasar el río para entablar la batalla contra los husitas, a quienes habían venido a hacer frente desde tan lejos, se mantuvieron en un lugar observando en silencio a los guerreros”.[19]
Repentinamente un terror misterioso cayó sobre esa hueste. Sin dar un solo golpe, esa tremenda fuerza se disolvió y se esparció como empujada por un poder invisible. El ejército husita persiguió a los fugitivos, y un inmenso botín cayó en manos de los vencedores. La guerra, en lugar de empobrecer, enriqueció a los bohemios.
Pocos años más tarde, bajo un nuevo Papa, se emprendió aun otra cruzada. Otra vez un ejército enorme entró en Bohemia. Las fuerzas husitas se retiraron atrayendo a los invasores más al interior del país, e induciéndolos a creer que ya habían ganado la victoria.
Por fin el ejército de Procopio avanzó para presentarles batalla. Tan pronto como oyeron el son del ejército que se les aproximaba, aun antes que los husitas estuvieran a la vista, de nuevo el pánico se apoderó de los cruzados. Príncipes, generales y soldados rasos arrojaron sus armaduras y huyeron en todas direcciones. La derrota fue completa, y de nuevo un inmenso botín cayó en manos de los vencedores.
Así fue como por segunda vez un ejército de hombres aguerridos, preparados para la batalla, huyó sin asestar un golpe contra los defensores de una nación pequeña y débil. Los invasores fueron heridos con un terror sobrenatural. El que hizo huir a los ejércitos de Madián ante Gedeón y sus trescientos hombres, de nuevo había extendido su brazo (ver Jueces 7:19-25; Salmo 53:5).
Traicionados por la diplomacia
Los dirigentes papales por fin recurrieron a la diplomacia. Se acordó hacer una transigencia, y ésta entregó a los bohemios al poder de Roma. Se habían especificado cuatro puntos como condición para la paz con Roma: (1) la predicación libre de la Biblia; (2) el derecho de toda la iglesia a participar tanto del pan como del vino de la comunión y el uso del idioma nativo en el culto divino; (3) la exclusión del clero de todos los cargos seculares y de todo puesto de autoridad; y, (4) en caso de crímenes, la jurisdicción de las cortes civiles sobre el clero y sobre los legos por igual. Las autoridades papales estuvieron de acuerdo en que los cuatro artículos debían ser aceptados, “pero el derecho de explicarlos... debía pertenecer al concilio. En otras palabras, al Papa y al emperador”.[20]Roma ganó por simulación y fraude lo que no había podido ganar por la guerra. Colocando su propia interpretación por encima de los artículos husitas, así como por encima de la Biblia, pudo pervertir el significado para cumplir sus propósitos. Un gran número del pueblo de Bohemia, viendo que sus libertades habían sido traicionadas, no aceptó el convenio. Surgieron disensiones y luchas entre los bohemios mismos. El noble Procopio cayó, y las libertades de Bohemia perecieron.
De nuevo los ejércitos enemigos invadieron Bohemia, y los que permanecieron fieles al evangelio fueron objeto de una sangrienta persecución. Sin embargo, su firmeza era inconmovible. Aunque obligados a buscar refugio en las cavernas, seguían reuniéndose para leer la Palabra de Dios y unirse en su culto. Por medio de mensajeros enviados secretamente a diferentes países llegaron a saber que “en medio de las montañas alpinas había una iglesia antigua, que se fundaba en las Escrituras, y que protestaba contra las corrupciones idolátricas de Roma”.[21]Con gran gozo, se inició correspondencia con los cristianos valdenses.
Fieles y firmes al evangelio, los bohemios, aun en la noche de su persecución y en la hora más sombría, dirigieron su mirada al horizonte como personas que aguardan la madrugada.
[1]Wylie, lib. 3, cap. 1.
[2]Ibíd.
[3]Bonnechose, The Reformer Before the Reformation [Los reformadores antes de la Reforma], t. 1, pp. 147, 148.
[4]Ibíd., t. 1, pp. 148, 149.
[5]Ibíd., t. 1, p. 247.
[6]Jacques Lenfant, History of the Council of Constance [Historia del Concilio de Constanza], t. 1, p. 516.
[7] Bonnechose, t. 2, p. 67.
[8]D’Aubigné, lib. 1, cap. 6.
[9]Bonnechose, t. 2, p. 84.
[10]Wylie, lib. 3, cap. 7.
[11]Ibíd.
[12]Ibíd.
[13]Bonnechose, t. 1, p. 234.
[14]Ibíd., t. 2, p. 141.
[15]Ibíd., t. 2, pp. 146, 147.
[16]16 Ibíd., t. 2, pp. 151, 152.
[17]Wylie, lib. 3, cap. 10.
[18]Bonnechose, t. 2, p. 168.
[19]Wylie, lib. 3, cap. 17.
[20]Ibíd., lib. 3, cap. 18.
[21]Ibíd., lib. 3, cap. 19.
Capítulo 7
En la encrucijada de los caminos
De entre los héroes que fueron llamados a conducir la iglesia desde la oscuridad del papismo hasta la luz de una fe pura, sobresale nítidamente Martín Lutero. Sin conocer ningún otro temor más que el temor de Dios, y no aceptando ningún fundamento para la fe fuera de las Sagradas Escrituras, Lutero fue el hombre de su tiempo.
Sus primeros años los pasó en el humilde hogar de un aldeano alemán. Su padre quería que fuera abogado, pero Dios se proponía hacer de él un constructor del gran templo que se estaba levantando lentamente a través de los siglos. Las durezas de la vida, las privaciones y la severa disciplina fueron la escuela en la cual la infinita Sabiduría preparó a Lutero para la misión de su vida.
El padre de Lutero era un hombre de mente activa. Su sentido común lo indujo a considerar el sistema monástico con desconfianza. Quedó muy disconforme cuando Lutero, sin su consentimiento, entró en el monasterio. Pasaron dos años antes que el padre se reconciliara con su hijo, y aun entonces sus opiniones seguían siendo las mismas.
Los padres de Lutero trataron de instruir a sus hijos en el conocimiento de Dios. Sus esfuerzos, fervientes y perseverantes, tendían a preparar a sus hijos para una vida de utilidad. A veces demostraron excesiva severidad, pero el reformador mismo halló en la disciplina de ellos más cosas dignas de aprobación que de condenación.
En la escuela, Lutero fue tratado con dureza y aun con violencia. A menudo sufrió hambre. Las ideas religiosas que entonces prevalecían, siendo lóbregas y supersticiosas, lo llenaban de temor. Solía ir a la cama con el corazón lleno de pesar, con un constante terror ante el pensamiento de que Dios era un tirano cruel, antes que un Padre celestial bondadoso. Cuando entró en la Universidad de Erfurt, las perspectivas para su vida eran más favorables que en sus años más jóvenes. Sus padres, mediante el trabajo y la laboriosidad, habían adquirido una posición desahogada, y podían prestarle toda la ayuda necesaria. Además, amigos juiciosos aminoraron los efectos sombríos de su educación anterior. Con influencias favorables, su mente se desarrolló rápidamente. Una aplicación incansable lo colocó muy pronto entre los más destacados de sus compañeros.
Lutero no dejaba de empezar todos los días con oración, y su corazón respiraba continuamente una petición por la dirección divina. “El orar bien –decía a menudo– es la mejor mitad del estudio”.[1]
Un día, en la biblioteca de la universidad, descubrió una Biblia latina, libro que jamás había visto. Había oído porciones de los evangelios y de las epístolas, que él creía constituían la totalidad de la Biblia. Ahora, por primera vez, contemplaba la totalidad de la Palabra de Dios. Con reverencia y admiración recorría las sagradas páginas y leía por sí mismo las palabras de vida, deteniéndose para exclamar: “¡Ojalá que Dios me concediera poseer este libro!”[2] Los ángeles se sentaban a su lado. Rayos de luz de Dios revelaron tesoros de verdad a su entendimiento. La profunda convicción de su condición de pecador lo dominó como nunca antes.
La búsqueda de la paz
El deseo de reconciliarse con Dios lo indujo a dedicarse a la vida monástica. En ella se le pidió que realizara los trabajos más humildes y que pidiera limosna de puerta en puerta. Pacientemente soportó esta humillación, creyendo que era necesaria a causa de sus pecados.
Privándose del sueño y recortando aun el tiempo dedicado a sus escasas comidas, se deleitaba en el estudio de la Palabra de Dios. Había encontrado un ejemplar encadenado al muro del convento, y allí recurría a menudo.
Llevó una vida muy rigurosa, tratando, mediante el ayuno, las vigilias y los azotes, de dominar los males de su naturaleza. Más tarde dijo: “Si alguna vez un monje pudiera obtener el cielo por sus obras monásticas, yo ciertamente tenía derecho a ello... Si hubiera continuado mucho tiempo más, mis mortificaciones me habrían llevado aun hasta la muerte”.[3] Pero a pesar de todos sus esfuerzos, su alma cargada no encontró alivio. Finalmente llegó al límite de la desesperación.
Cuando parecía que todo estaba perdido, Dios le dio un amigo. Staupitz ayudó a Lutero a comprender la Palabra de Dios, y le pidió que dejara de mirarse a sí mismo y fijara la vista en Jesús. “En vez de torturarte debido a tus pecados, arrójate en los brazos del Redentor. Confía en él, en la justicia de su vida, en la expiación de su muerte... El Hijo de Dios... se hizo hombre para darte la seguridad del favor divino... Ama al que te amó primero”.[4] Sus palabras hicieron una profunda impresión en la mente de Lutero. Su alma atribulada se vio inundada de paz.
Ordenado sacerdote, Lutero fue llamado a ejercer un profesorado en la Universidad de Wittenberg. Comenzó algunas pláticas sobre los salmos, los evangelios y las epístolas, que fueron escuchadas por multitudes y causaron deleite entre sus oyentes. Staupitz, su superior, lo instó a ocupar el púlpito y predicar. Pero Lutero se creía indigno de hablar al pueblo en el nombre de Cristo. Fue sólo después de una larga lucha que accedió a los pedidos de sus amigos. Era poderoso en las Escrituras, y la gracia de Dios descansaba sobre él. La claridad y el poder con los cuales presentaba la verdad convencían a sus oyentes, y su fervor conmovía los corazones.
Lutero, que todavía era un hijo sincero de la iglesia papal, nunca tuvo el pensamiento de que alguna vez podría cambiar. Inducido a visitar Roma, realizó su viaje a pie, alojándose en los monasterios del camino. Se llenaba de admiración ante la magnificencia y el lujo que presenciaba. Los monjes vivían en departamentos espléndidos, se vestían con ropajes costosos y participaban de festines en torno a meses bien servidas. La mente de Lutero se llenaba cada vez más de perplejidad. Por fin contempló a lo lejos la ciudad de las siete colinas. Se postró sobre la tierra, exclamando: “¡Roma santa, yo te saludo!”[5] Visitó las iglesias, escuchó las historias maravillosas repetidas por sacerdotes y monjes, y realizó todas las ceremonias requeridas. Pero por doquiera observaba escenas que lo llenaban de estupor: la iniquidad que reinaba entre el clero y las bromas indecentes que gastaban los prelados. Se llenó de horror por la profanidad de éstos aun durante la misa. Halló disipación y libertinaje. “Nadie puede imaginar –escribió– qué pecados y qué acciones infames se cometen en Roma... Tienen el hábito de decir: ‘Si hay un infierno, Roma está edificada sobre él’ ”.[6]
La verdad acerca de la escalera de Pilato
Se había prometido una indulgencia por parte del Papa para todos los que subieran de rodillas la “escalera de Pilato”, que se decía había sido milagrosamente transportada desde Jerusalén hasta Roma. Lutero estaba un día ascendiendo sus escalones cuando le pareció oír una voz atronadora que decía: “El justo por la fe vivirá” (Romanos 1:17). Se puso en pie con vergüenza y horror. Comenzó entonces a ver más claramente que nunca antes la falsedad de confiar en las obras humanas para la salvación. Apartó su mirada de Roma. Desde ese momento la separación fue aumentando hasta que se cortó toda conexión con la iglesia papal.
Después de regresar de Roma, Lutero recibió el grado de doctor en Teología. Ahora se hallaba en libertad para dedicarse al estudio de las Escrituras, las cuales tanto amaba. Había formulado un voto solemne de predicar con fidelidad la Palabra de Dios, y no la doctrina de los papas. No era ya sencillamente el monje, sino el heraldo autorizado de la Biblia, llamado como un pastor para alimentar el rebaño de Dios que estaba pasando hambre y sed de la verdad. Declaró finalmente que los cristianos no deben recibir otras doctrinas que aquellas que están basadas en la autoridad de las Sagradas Escrituras.
Multitudes ansiosas estaban pendientes de sus labios. Las buenas nuevas del amor del Salvador, la seguridad del perdón y de la paz por medio de su sangre expiatoria, regocijaban sus corazones. En Wittenberg se prendió una luz cuyos rayos habían de aumentar en brillo hasta el fin del tiempo.
Pero entre la verdad y el error existe un conflicto. Nuestro Salvador mismo declaró: “No he venido para traer paz, sino espada” (S. Mateo 10:34). Dijo Lutero, unos pocos años después de iniciada la Reforma: “Dios... me empuja y me obliga... Deseo vivir tranquilo; pero me veo lanzado en medio de tumultos y revoluciones”.[7]
Indulgencias para la venta
La Iglesia Romana hacía un comercio de la gracia de Dios. So pretexto de reunir fondos para la erección de la iglesia de San Pedro en Roma, con autorización del Papa se ofrecían en venta indulgencias por el pecado. Iba a edificarse un templo para el culto de Dios con el precio de crímenes. Fue esto lo que despertó a los más capaces enemigos del papado y los indujo a librar la batalla que conmovió el trono papal y la triple corona de la cabeza del pontífice.
A Tetzel, el funcionario destinado para dirigir la venta de las indulgencias en Alemania, se le habían probado las ofensas más viles contra la sociedad y la ley de Dios; sin embargo, fue usado para promover en Alemania los proyectos mercantilistas del Papa. Este representante papal repetía falsedades deslumbrantes y cuentos maravillosos para engañar a un pueblo ignorante y supersticioso. Si la gente hubiera tenido la Palabra de Dios no habría sido engañada, pero la Biblia había sido prohibida.[8]
Cuando Tetzel entraba en una ciudad, un mensajero iba delante de él anunciando: “La gracia de Dios y del santo padre está a vuestras puertas”.[9] La gente daba la bienvenida al pretencioso blasfemo como si fuera Dios mismo. Tetzel ascendía al púlpito en la iglesia y alababa las indulgencias como el más precioso don de Dios. Declaraba que en virtud de sus certificados de perdón, todos los pecados que el comprador quisiera cometer después, le serían perdonados, y que “ni siquiera era necesario el arrepentimiento”.[10] Aseguraba a sus oyentes que sus indulgencias tenían poder para salvar a los muertos; en el preciso instante en que el dinero llegara al fondo de su cofre, el alma en cuyo beneficio ese dinero había sido pagado escaparía del Purgatorio camino al cielo.[11]
El oro y la plata fluyeron a la tesorería de Tetzel. Podía obtenerse una salvación comprada con dinero más fácilmente que la que requería arrepentimiento, fe y esfuerzo diligente para resistir y vencer el pecado.
Lutero se llenó de horror. Mucha gente que pertenecía a su propia congregación había comprado certificados de perdón. Estas personas pronto empezaron a venir a su pastor, confesando pecados y esperando absolución, no porque fueran penitentes y anhelaran reformarse, sino confiando en la indulgencia. Lutero rehusaba absolverlos, y los amonestaba a que, a menos que se arrepintieran y se reformaran, perecerían en sus pecados.
Esta gente volvía a Tetzel con la queja de que su confesor había rechazado sus certificados, y algunos valientemente exigían la devolución de su dinero. Lleno de ira, el fraile expidió terribles maldiciones, hizo que se prendieran hogueras en las plazas públicas, y declaró que él “había recibido una orden del Papa de quemar a todos los herejes que tuvieran la presunción de oponerse a sus santísimas indulgencias”.[12]
Comienza la obra de Lutero
La voz de Lutero se oía en solemnes advertencias desde el púlpito. Presentaba delante del pueblo el carácter ofensivo del pecado y enseñaba que es imposible que el hombre, por sus propias obras, aminore su culpa o escape al castigo. Nada sino el arrepentimiento para con Dios y la fe en Cristo pueden salvar al pecador. La gracia de Cristo no puede comprarse; es un don gratuito. Aconsejaba al pueblo a no comprar indulgencias, sino a mirar con fe al Redentor crucificado. Relataba su propia y dolorosa experiencia, y aseguraba a sus oyentes que fue por la fe en Cristo como él había encontrado la paz y el gozo.
Mientras Tetzel continuaba sus impías pretensiones, Lutero resolvió efectuar una protesta más eficaz. El castillo de la iglesia de Wittenberg poseía reliquias que en ciertos días santos eran exhibidas al pueblo. Se concedía plena remisión de pecados a todos los que visitaban entonces la iglesia y se confesaban. Se acercaba una de las más importantes de estas ocasiones, la Fiesta de Todos los Santos. Lutero, uniéndose a las multitudes que se dirigían a la iglesia, clavó en sus portales 95 declaraciones contra la doctrina de las indulgencias.
Estas tesis atrajeron una atención universal. Se leían y se repetían por todas partes. Se creó una gran excitación en toda la ciudad. Mediante estas proposiciones se demostraba que el poder de otorgar el perdón del pecado y de anular su penalidad nunca había sido encomendado al Papa ni a ningún hombre. Se mostraba claramente que la gracia de Dios se concede gratuitamente a todos los que lo buscan por medio del arrepentimiento y la fe.
Los puntos escritos por Lutero se esparcieron por toda Alemania, y después de unas pocas semanas se divulgaron por toda Europa. Muchos devotos romanistas leían estas declaraciones con gozo, reconociendo en ellas la voz de Dios. Sentían que el Señor había extendido su mano para detener la ola creciente de corrupción que partía desde Roma. Príncipes y magistrados se regocijaban secretamente de que se pusiera coto al poder arrogante que negaba cualquier apelación de sus decisiones.
Los eclesiásticos astutos, viendo sus ganancias en peligro, se encolerizaron. El reformador tenía que hacer frente a terribles acusadores. “¿Quién no sabe –respondía él– que un hombre apenas presenta alguna idea nueva sin... ser acusado de excitar querellas?... ¿Por qué Cristo y todos los mártires encontraron la muerte? Porque... presentaron novedades sin haber aceptado humildemente primero el consejo de los representantes de las opiniones antiguas”.[13]
Los reproches de los enemigos de Lutero, la deformación que realizaron de sus propósitos y las observaciones maliciosas que hicieron de su carácter lo abrumaron como un diluvio. Él había esperado con confianza que los dirigentes se unieran alegremente con él en la reforma. Había previsto con anticipación una época más brillante amaneciendo para la iglesia.
Pero el ánimo se cambió en vituperio. Muchos dignatarios de la Iglesia y del Estado pronto se dieron cuenta de que la aceptación de estas verdades prácticamente minaría la autoridad de Roma, detendría millares de canales que ahora fluían hacia la tesorería y así restringiría el fausto de los dirigentes papales. El enseñar al pueblo a fijar su mirada sólo en Cristo para la salvación, derrocaría el trono del pontífice y finalmente destruiría la propia autoridad de ellos. De manera que se aliaron mutuamente contra Cristo y la verdad, oponiéndose al hombre que el Señor había enviado para iluminarlos.
Lutero temblaba cuando se contemplaba a sí mismo: un hombre opuesto a los poderes tremendos de la tierra. “¿Quién era yo –escribe– para oponerme a la majestad del Papa, ante el cual... los reyes de la tierra y todo el mundo tiemblan?... Nadie sabe cuánto sufrió mi corazón durante esos primeros dos años y en qué desaliento, y debo decir en qué desesperación, me hallé sumido”.[14] Pero cuando el sostén humano fallaba, el reformador ponía su mirada solamente en Dios. Podía descansar con seguridad en el brazo todopoderoso.
A un amigo Lutero le escribía: “Tu primer deber es comenzar con oración... No esperes nada de tus propios trabajos, de tu propia comprensión; confía solamente en Dios, y en la influencia de su Espíritu”.[15]Aquí hay una lección de importancia para los que sienten que Dios los ha llamado a presentar ante los demás las solemnes verdades para este tiempo. En el conflicto con los poderes del mal se necesita algo más que el intelecto y la sabiduría humanos.