Kitabı oku: «Novelistas Imprescindibles - Émile Zola», sayfa 5
V
Maheu, sin mirar el reloj que había dejado en el bolsillo de la chaqueta, se detuvo y dijo:
—Pronto será la una... ¿Está eso ya, Zacarías?
El joven dormitaba hacía un momento, sin dejar de trabajar. En medio de su faena, tendido boca arriba, con la mirada vaga, revivía en imaginación las partidas jugadas el día antes. Saliendo de su letargo, contestó:
—Sí, creo que basta por hoy... Mañana veremos.
Y se volvió a su sitio en el andamio. Levaque y Chaval dejaron también los picos. Hubo un momento de descanso. Todos se enjugaban el sudor con los ennegrecidos brazos, y contemplaban la roca del techo, hablando del trabajo.
—Otra probabilidad —murmuró Chaval— de morir aplastado por los desprendimientos... No se ha tenido en cuenta esto al hacer la subasta.
—¡Canallas! —murmuró Levaque—. Eso es lo que ellos quieren. Enterrarnos aquí.
Zacarías se echó a reír. Se burlaba él del trabajo y de todo lo demás; pero le divertía oír que hablaban mal de la Compañía. Maheu, con su tranquilidad y su calma acostumbrada, explicó que la naturaleza del terreno variaba cada treinta metros, lo cual hacía imposible tener eso en cuenta. Era necesario ser justos, y no exigir imposibles... Luego, como los otros dos echaban improperios contra sus jefes él, inquieto, empezó a mirar en todas direcciones con cierto temor.
—¡Chist! ¡Basta, hombre!
—Tienes razón —contestó Levaque, bajando también la voz—. Hacemos mal.
Sentían siempre el miedo de los polizontes, aun a aquella profundidad, como si la hulla de los accionistas tuviese oídos en todas partes.
—Lo cual no impedirá —añadió Chaval, gritando mucho y con ademán amenazador— que si ese canalla de Dansaert me vuelve a hablar en el tono del otro día, le pegaré un ladrillazo en la barriga... ¿Acaso me meto yo en que él se permita gozar a las rubias que tienen el cutis fino?
Zacarías soltó una carcajada. Los amores del capataz mayor con la mujer de Pierron eran objeto de constante chacota en la mina. Catalina también, al pie del andamio, apoyada en su pala, se reía con toda su alma, y puso a Esteban al corriente del asunto en cuatro palabras, mientras Maheu se enfadaba, poseído de un miedo que ya no se tomaba el trabajo de disimular.
—¡Eh! ¿Callarás?... Si quieres que te suceda algo espera por lo menos a estar solo, y no comprometas a nadie.
Todavía estaba hablando, cuando se sintieron pasos en lo alto de la galería. Casi enseguida, el ingeniero de la mina, Negrelito, como le llamaban los obreros, apareció en lo alto de la galería acompañado de Dansaert, el capataz mayor.
—¡No lo dije! —murmuró Maheu—. Siempre hay quien oiga; parece como si salieran de las entrañas de la tierra.
Pablo Négrel, sobrino del señor Hennebeau, era un muchacho de veintiséis años, guapo y esbelto, con el pelo rizado y el bigote negro. Su nariz puntiaguda y sus ojos animados y brillantes le daban un aspecto picaresco y simpático; era inteligente y de ideas escépticas, que se trocaban en serenidad autoritaria en sus relaciones con los obreros. Iba vestido como ellos, y como ellos tiznado de carbón; y para hacerse respetar, daba ejemplo de valor y de resistencia, pasando por los sitios más peligrosos siempre el primero, despreciando los hundimientos y el grisú.
—¿Estamos ya, Dansaert? —preguntó.
El capataz mayor, un belga de robusta y colorada faz, y nariz gorda y sensual, le contestó con exagerada cortesía:
—Sí, señor... Éste es el hombre que han admitido esta mañana.
Los dos se habían arrastrado hasta el interior de la cantera. Llamaron a Esteban. El ingeniero levantó la linterna, y le miró sin hacerle ninguna pregunta.
—Está bien —dijo al fin—. No me gusta que se admita así a cualquier desconocido que ande por los caminos... Que no se repita.
Y no quiso prestar atención a las excusas que se le daban: las necesidades del trabajo, y el deseo de reemplazar a las chicas con hombres para el arrastre. El ingeniero se había puesto a estudiar el techo, mientras los mineros volvían a coger las herramientas. De pronto exclamó:
—Oiga, Maheu: ¿qué quiere decir esto? ¿Se burla de la gente, o le tiene sin cuidado lo que se le manda?... Aquí vais a quedar todos enterrados cuando menos se piense.
—¡Oh, está fuerte! —contestó el obrero— tranquilamente.
—¡Cómo fuerte!... ¡Pues si está ya agrietada la roca, y no hacéis más que poner algún madero que otro, a dos metros de las grietas, y eso como a la fuerza y de mala gana! ¡Ah! ¡Sois todos lo mismo! Os dejáis matar de buen grado por no tomaros la molestia de trabajar en el revestimiento de madera el tiempo necesario... Haced el favor de que no tenga que volverlo a decir. Ahora mismo, poned ahí por lo menos doble número de tablones.
Y al ver la mala voluntad de los mineros, que discutían, diciendo que nadie mejor juez de su seguridad que ellos mismos, el señor Négrel se enfadó del todo.
—¡Eso es! Si os rompéis la cabeza, ¿seréis vosotros quienes sufráis las consecuencias? ¡No, por cierto! La Compañía será la que tenga que señalaros pensiones, a vosotros y a vuestras familias... Os repito que sabemos lo que sois; por tener apuntadas dos carretillas más en un día, sois capaces de soltar la piel.
Maheu, a pesar de la rabia, que le había ido ganando, tuvo paciencia suficiente para añadir con tranquilidad:
—Si nos pagaran como Dios manda, revestiríamos mejor.
El ingeniero se encogió de hombros sin contestar. Ya había salido arrastrándose de la cantera, y no hizo más que decir desde abajo:
—No os falta más que una hora; conque trabajad con alma, porque os advierto que la cuadrilla tiene tres francos de multa.
Un sordo murmullo acogió estas palabras. Solamente la fuerza de la disciplina contuvo a los mineros; esa disciplina militar, que hacía que, desde el aprendiz hasta el capataz mayor, todos se doblegaran ante el señor Négrel. Chaval y Levaque, sin embargo, rabiaron de lo lindo; Maheu les aconsejaba la calma, mientras Zacarías se encogía de hombros alegremente. Pero acaso Esteban era el más conmovido e indignado. Desde que se hallaba en el fondo de aquel infierno, sentía en sí el deseo de una sublevación. En aquel momento miró a Catalina, y la vio resignada con su pala en la mano. ¿Era posible que se sufriera aquel trabajo mortal, en aquella oscuridad profundísima sin ganar siquiera los pocos cuartos precisos para comer?
Négrel se había marchado con Dansaert, que se había contentado con aprobar por señas todo lo que decía su jefe. De pronto se les oyó hablar de nuevo.
Habían vuelto a detenerse, y examinaban el revestimiento de la galería que estaba a cargo de la cuadrilla Maheu.
—¡Cuando os digo que lo mismo les da reventar que vivir! —exclamaba el ingeniero—. Y usted, ¡rayos y truenos!, ¿no sirve para nada aquí?
—Sí, es que... sí, es que... —balbuceaba el capataz mayor—. Está uno cansado de repetirles las cosas.
Négrel llamó con rabia.
—¡Maheu! ¡Maheu!
Todos bajaron del andamio. El ingeniero continuó:
—Mirad esto. ¿Está como Dios manda? El día menos pensado se viene abajo... Economizáis las maderas por economizar tiempo. Ya veis cómo se está cayendo allí mismo ese tablón, por haberlo puesto deprisa y corriendo. A la Compañía le cuesta muy caro la reparación de averías, y vosotros no lo tenéis en cuenta, ni hacéis más que revestir de mala manera y... que dure mientras dura vuestra responsabilidad... Esto no puede seguir así.
Chaval quiso hablar; pero él no lo dejó.
—¡No! Si sé lo que vais a decir. ¿Que se os pague mejor, eh? Pues os advierto que obligaréis al director a hacer una cosa: a pagaros el revestimiento aparte, y a reducir proporcionalmente el precio de cada carretilla. Veremos si eso os trae mejor cuenta. Entre tanto, rehaced todo esto, y mañana pasaré yo otra vez por aquí.
Y antes de que pasara la dolorosa sorpresa producida por su amenaza, se alejó. Dansaert, que tan humilde estaba en su presencia, se quedó un poco atrás para decirles brutalmente:
—¡Todos los días hacéis que me riña! ¡No serán sólo tres francos de multa lo que os cargue! ¡Tened mucho ojo conmigo!
Cuando él se fue, Maheu estalló a su vez:
—¡Maldita sea!... Lo que no es justo, no lo es, y se acabó. A mí me gusta que haya calma, porque es el único medio de entenderse; pero por mucho que uno haga, acaba por rabiar... ¿Habéis oído? ¡Disminuir el precio de la carretilla, y pagar aparte el revestimiento de madera! Una manera como otra cualquiera de pagarnos menos... ¡Maldita sea nuestra suerte y la hora en que nacimos!
Buscaba alguien con quien descargarse, cuando su mirada tropezó con Catalina y Esteban, que estaban mano sobre mano.
—¿Queréis alargarme unos tablones? ¿Qué os importa a vosotros eso?... Os voy a dar un puntapié...
Esteban fue a recoger tablones, sin enfadarse por aquella rudeza, porque se hallaba tan furioso contra los jefes, que le parecían los mineros demasiado buenos todavía.
Por otra parte, Levaque y Chaval se desahogaban con palabrotas soeces. Todos, hasta el mismo Zacarías, se habían puesto a revestir con verdadero encarnizamiento. Durante media hora no se oyó más que el crujir de los maderos empotrados en la hulla a fuerza de martillazos. Los pobres no hablaban una palabra. No hacían más que exasperarse contra la roca, que hubieran roto, de haber podido, de un puñetazo.
—¡Basta, basta ya! —dijo al fin Maheu, rendido de rabia y de cansancio—. La una y media... ¡Ah!, ¡valiente día! ¡No vamos a coger ni cincuenta sueldos siquiera!... Me voy, porque me da ira ver esto.
Y aun cuando faltaba todavía media hora de trabajo, empezó a vestirse. Los demás le imitaron. Sólo mirar a la cantera les sacaba de sus casillas. Catalina seguía trabajando en el arrastre; pero ellos, encolerizados, le dijeron que lo dejase todo y que saliese el carbón solo, si quería. Y los seis, cada cual con sus herramientas debajo del brazo, emprendieron de nuevo a caminata de dos kilómetros por las galerías, para volver al fondo del pozo por el mismo sitio que habían recorrido por la mañana.
En la chimenea, Catalina y Esteban se entretuvieron un poco, mientras los demás se arrastraban hasta abajo. Era que se habían encontrado a Lidia, que se detuvo para dejarles pasar, y se puso a contarles que la Mouquette había desaparecido echando sangre por la nariz, y que desde hacía una hora estaba lavándose sin que nadie supiera dónde.
Cuando siguieron su camino, la niña continuó empujando su carretilla, destrozada, llena de barro, estirando sus brazos y sus piernas de insecto, semejante a una hormiga negra luchando con un bulto muy pesado que no pudiera arrastrar. Los otros dos seguían andando agachándose por miedo de destrozarse la cabeza contra aquellas piedras, y se dejaban ir con tal violencia por la roca, pulimentada con el roce de tanta gente como se arrastraba, que, según decían ellos bromeando, tenían que detenerse de cuando en cuando para que no les echasen chispas las nalgas.
Al salir de la chimenea se encontraron solos. Por un recodo de la galería, allá a lo lejos, desaparecían unas cuantas estrellas rojas. Volvieron a ponerse serios, y continuaron andando, ella delante y él detrás. Las linternas alumbraban muy poco; él la veía apenas envuelta en una especie de niebla, y la idea de que era una mujer le molestaba, porque comprendía que era una estupidez no darle un beso, y le impedía hacerlo el recuerdo del otro.
Mientras andaba, agachándose a veces hasta tocarla, para evitar la inclinación del techo, se persuadía cada vez más de que le había engañado: aquel hombre era su amante. Sin duda la gozaba encima de cualquier montón de mineral, como la cosa más natural del mundo, porque evidentemente ella tenía todo el descoco de una mujer perdida.
Y Esteban, allá en sus adentros, sentía un vago rencor contra ella, como si realmente le hubiese engañado. Ella, sin embargo, se volvía a cada instante, le advertía los obstáculos con que tropezaba, y se esforzaba por complacerle, como si deseara verle amable con ella. ¡Estaban tan solos, y hubieran podido divertirse tan fácilmente, como buenos amigos! Al fin desembocaron en la galería de arrastre. Para él fue un alivio; ella en cambio, al salir de aquellas soledades, le dirigió una mirada triste, como si lamentase la pérdida de aquella buena ocasión, que probablemente no volvería a presentárselas.
Por los sitios donde entraban, renacía la animación de la vida subterránea, el ir y venir de los capataces y el estruendo de los trenes tirados por caballos. Multitud de linternas se movían, brillando como estrellas en un cielo oscurísimo.
A menudo tenían que hacerse a un lado, y pegarse a las paredes de granito carbonífero, para dejar pasar a sombras de hombres y de animales, cuyo cálido aliento sentían en el rostro. Juan, que corría descalzo detrás de un tren, les gritó, al pasar, una desvergüenza, que no pudieron oír a causa del estrépito producido por las carretillas. Seguían caminando, ella ahora silenciosa, él como extraviado, sin recordar ni los corredores, ni las encrucijadas por donde pasara aquella misma mañana, creyendo que se iba alejando cada vez más de la salida, y sintiendo un frío insoportable, frío que se había apoderado de él al abandonar la cantera, y que le hacía tiritar más y más a medida que se iba acercando al pozo de salida. Por entre aquellos estrechos corredores, el aire silbaba como si procediese de una tempestad deshecha. Ya desesperaba de llegar, cuando bruscamente desembocaron en la sala de enganche.
Chaval les dirigió una mirada oblicua, cargada de desconfianza. Los otros estaban allí, sudando, a pesar de las fortísimas corrientes de aire, silenciosos como él y murmurando de rabia. Habían llegado demasiado pronto, y se negaban a subirlos hasta que pasara media hora, porque Se estaban haciendo complicadas maniobras para la bajada de un caballo. Los cargadores seguían llenando las carretillas entre el ruido ensordecedor de la faena y bajo el polvo negruzco y espeso que se desprendía del oscuro agujero. Multitud de hombres se agitaban de una parte a otra, tirando de las cuerdas de señales, sin hacer caso del polvillo húmedo que les empapaba las ropas. La rojiza y escasa claridad de las linternas iluminaba de una manera fantástica aquella sala subterránea, especie de caverna infernal, que parecía habitada por feroces bandidos.
Maheu intentó un esfuerzo supremo. Se acercó a Pierron, que había entrado de servicio a las seis.
—Hombre, tú podrías dejarnos subir...
Pero el cargador, guapo mozo, de miembros fuertes y facciones dulces, se negó, con un gesto de temor.
—Imposible... Pídele permiso al capataz... Me soplarían una multa. Catalina se acercó al oído de Esteban.
—Ven a ver la cuadra —le dijo—. Aquello está caliente.
Tuvieron que esconderse para ir, pues les estaba prohibido entrar. La cuadra se hallaba a la izquierda, al final de una galería corta. Tenía veinticinco metros de longitud y cuatro de altura; estaba abierta en la roca viva, y podía alojar veinte caballos. La temperatura era allí agradable, en efecto; se sentía ese calor suave que dan los animales, y notábase un olor a cuadra limpia, que les pareció delicioso. El único farol que la alumbraba despedía una luz tranquila, de lamparilla de noche. Los caballos que estaban de descanso ladeaban la cabeza, mirándolos con sus inocentes ojazos, y volvían luego a su pesebre, sin apresurarse y tranquilos, como buenos trabajadores, bien cuidados y queridos de todo el mundo.
Catalina, que se entretenía en leer los nombres de los caballos en las placas de zinc colocadas encima de los pesebres, dio un grito al ver levantarse delante de ella el cuerpo de una persona. Era la Mouquette, asustada, que salía de un montón de paja, donde estaba durmiendo. Los lunes, cuando se sentía muy cansada de los excesos del domingo, se pegaba un violento puñetazo en la nariz, dejaba el trabajo con el pretexto de ir en busca de agua para lavarse, y se iba a acostar allí entre la paja, con los caballos. Su padre, que tenía debilidad por ella, se lo toleraba, a riesgo de que le acarrease un disgusto.
Precisamente en aquel momento entraba el tío Mouque, hombre de baja estatura, calvo, arrugado, pero gordo, lo cual era raro en un minero de cincuenta años. Desde que lo habían hecho mozo de cuadra, la mascada de tabaco no se le caía de la boca y las encías le sangraban de continuo. Cuando vio a los otros dos con su hija, se enfadó.
—¿Qué demonio estáis haciendo ahí, bribones? ¡Vamos, fuera! ¡Tunantas, que os traéis aquí a los hombres!... ¡Está bueno esto de venir a hacer porquerías encima de la paja!
La Mouquette, a quien hacía gracia la cosa, se reía con toda su alma. Pero Esteban, turbado, se marchó de allí, mientras Catalina le sonreía. Cuando los tres llegaban a la sala de enganche, desembocaban en ella Braulio y Juan con un tren de carretillas. Hubo un momento de descanso, para dejar maniobrar el ascensor, y la joven se acercó al caballo, acariciándole y hablándole de él a su compañero. Era Batallador, el decano de la mina, un caballo blanco, que llevaba diez años de trabajar en el fondo. Desde hacía diez años vivía en aquel pueblo subterráneo, ocupaba el mismo rincón en la cuadra, hacía el mismo servicio a lo largo de las estrechas galerías y no había vuelto a ver la luz del sol. Estaba muy gordo, con el pelo muy reluciente, mansote y como resignado con aquella vida tranquila, al abrigo de las desgracias de allá arriba. Además, a fuerza de vivir en tinieblas, había adquirido un instinto admirable. La vía por donde trabajaba le era tan familiar, que empujaba con la cabeza las puertas de ventilación, y la bajaba al pasar por los sitios peligrosos, a fin de no tropezar. Sin duda contaba también las vueltas que daba, porque cuando había hecho el número de viajes reglamentarios, se negaba a hacer ni uno más, y no había otro remedio que llevarle a su pesebre. Según se iba haciendo viejo, sus ojos de gato se veían velados a veces por cierta melancolía. Quizá entreveía vagamente, en el fondo de sus sueños oscuros, el alegre molino de Marchiennes, donde había nacido, un molino situado a orillas del río Scarpe, rodeado de extensas praderas verdes siempre combatidas por el viento. Sin duda veía brillar alguna cosa en el aire, una linterna enorme, el recuerdo exacto de la cual escapaba a su imperfecta memoria de bestia. Y permanecía con la cabeza baja, agitado por un temblor convulsivo, y haciendo esfuerzos inútiles por acordarse del sol.
Entre tanto, las maniobras continuaban en el pozo de descenso. El martillo de señales había dado cuatro golpes; estaban bajando un caballo, lo cual era siempre emocionante, porque a veces sucedía que el animal, aterrado, llegaba muerto al fondo de la mina. Allá en lo alto, envuelto en una red a propósito, se agitaba como loco, procurando escaparse; luego, cuando advertía que le faltaba tierra que pisar, se quedaba como petrificado, temblando, azoradísimo, con los ojos fijos en el espacio. El que bajaban aquel día era muy grande, y había sido necesario, al engancharlo en la polea, doblarle el cuello, volviéndoselo hacia un costado. El descenso duró cerca de cuatro minutos, porque se había disminuido la velocidad de la máquina por precaución. Por lo mismo, entre la gente que había abajo aumentaba la emoción. ¿Qué sucedía? ¿Irían a dejarlo en el aire, colgado en medio de las tinieblas? Al fin apareció, inmóvil como una estatua, con los ojos dilatados por el espanto. Era un caballo bayo, de unos tres años apenas, que se llamaba Trompeta.
—¡Cuidado! —gritó el tío Mouque, encargado de recibirlo—. Traedlo más hacia acá, sin desatarlo todavía. Pronto estuvo Trompeta acostado en el suelo como una masa informe. Seguía sin movimiento, y en medio de la pesadilla que producía aquella sala oscura y fantástica, parecía enormemente grande. Empezaban a desatarlo, cuando Batallador, desuncido hacía un momento, se acercó a él, y alargó el cuello para oler al compañero que bajaba de la tierra. Los obreros hicieron corro, y empezaron a bromear. ¡Cáscaras! ¿Qué olor le encontraría, que no cesaba de olfatear? Pero Batallador se animaba cada vez más, y se hacía el sordo a las burlas. Sin duda le encontraba el olor agradable del aire libre, el olor del olvidado sol. Y de pronto rompió en un relincho sonoro, en un relincho alegre, que tenía tanto de gozoso saludo como de gemido de compasión. Era la bienvenida, la alegría de aquellas cosas antiguas que recordaba vagamente, la expresión de melancolía que le inspiraba aquel pobre prisionero, que no saldría ya de allí hasta después de muerto.
—¡Ah! ¡Qué animal este Batallador! —gritaban los obreros, al ver los cariñosos extremos de su caballo favorito—. Ahí está hablando con su compañero, como si fuera una persona.
Trompeta, desatado ya por completo, seguía inmóvil, echado de costado, como si continuara envuelto en la red y agarrotado por el miedo. Al fin le obligaron a levantarse, y el tío Mouque se llevó a las dos bestias que tanto habían simpatizado.
—¡Vamos a ver! ¿Podemos irnos ya?
Era preciso desocupar las jaulas, y además, faltaban diez minutos para la hora de la subida. Poco a poco se iban desocupando las canteras, y llegaban mineros de todas partes. Ya había allí cincuenta o sesenta hombres mojados y tiritando, con cara de tísicos, que era la enfermedad predominante entre ellos.
Pierron, a pesar de su aspecto bonachón, dio una bofetada a su hija Lidia, por haber dejado el trabajo demasiado pronto. Zacarías se entretenía en dar pellizcas a la Mouquette, por divertirse y entrar en calor. Pero el disgusto general iba en aumento, porque Chaval y Levaque contaban a los demás la amenaza del ingeniero: que se iba a bajar el precio de las carretillas; que se iba a pagar aparte el trabajo de revestimiento; y por todas partes eran acogidas tales noticias con exclamaciones de indignación y de amenaza. En aquel rincón estrecho y subterráneo se iniciaba una sublevación. Pronto dejaron de contenerse, y aquellos infelices, ennegrecidos por el calor, traspasados por la humedad, comenzaron a acusar a la Compañía de matar en el fondo de la mina a la mitad de sus obreros, y dejar morir de hambre a la otra mitad. Esteban, conmovido, escuchaba atentamente.
—¡Daos prisa! ¡Vamos, rápido! —repetía el capataz Richomme, dirigiéndose a los cargadores.
Y apresuraba la maniobra, haciendo como que no oía las amenazas de los descontentos. Al fin, los rumores crecieron tanto, que tuvo que mezclarse en la cuestión. A espaldas suyas decían que aquello no podía continuar y que el día menos pensado se armaría una tremenda.
—Tú, que eres razonable —dijo, dirigiéndose a Maheu—. Haz que se callen. Cuando no se cuenta con la fuerza, es necesario tener paciencia y ser prudentes.
Pero Maheu, que iba ya estando asustado, y que miraba recelosamente en torno suyo, no tuvo que intervenir, porque de pronto callaron todos; Négrel y Dansaert, que volvían de su visita de inspección, desembocaron por una galería, sudando también los dos, y los dos negros y con la ropa mojada. El hábito de la disciplina hizo formar en fila a los mineros, mientras el ingeniero pasaba por delante sin hablar una palabra. Hizo una seña indicando que quería subir, y Pierron, que se había quitado prudentemente de en medio, mientras duraba el tumulto, se precipitó a obedecer. Négrel se colocó en un departamento de la jaula, Dansaert en otro; tiraron cuatro veces de la cuerda de señales, y la jaula se elevó en el aire, en medio de un silencio profundo.
En la jaula en que subía, hacinado con otros cuatro, Esteban resolvió volver a corretear por los caminos, reanudando su vagar de hambriento. Lo mismo daba reventar de una vez que volver a bajar al fondo de aquel infierno, si de todos modos no había de ganar ni para pan. Catalina, que había entrado en otro departamento, no estaba como a la bajada, pegada a él y comunicándole el agradable calor de su cuerpo. Esteban prefería dejarse de tonterías y marcharse; porque con su superior instrucción no se sentía tan resignado como aquel rebaño humano, y acabaría por matar a algún jefe.
De pronto se quedó como ciego. La subida había sido tan rápida, que se vio deslumbrado por la claridad del sol, y sin poder abrir los párpados, habituados ya a la oscuridad. No por eso dejó de experimentar un gran consuelo al sentir la jaula descansando sobre sus goznes. Un obrero de los de arriba abrió las puertas, por donde se precipitaron los mineros.
—Oye, Mouque —le dijo Zacarías al oído—; hasta la noche, en el Volcán, ¿eh?
El Volcán era un café cantante de Montsou. Mouque guiñó el ojo izquierdo, sonriendo silenciosamente. Bajo de estatura y regordete como su padre y como su hermana, tenía la fisonomía desvergonzada de los granujas que viven al día sin preocuparse del mañana. Precisamente entonces salía también la Mouquette, a la cual dio un azotazo mayúsculo en prueba de ternura fraternal.
Esteban apenas reconocía aquellos lugares que había visto de noche. El vestíbulo era sucio y estaba ennegrecido: una claridad dudosa y polvorienta, por decirlo así, penetraba por las amplias ventanas. Solamente la máquina lucía allá abajo sus brillantes y cuidados cobres: los cables de acero, untados de aceite, corrían veloces, semejantes a cordones untados de tinta. El estrépito de las ruedas destrozaba los oídos sin cesar, mientras que de la hulla, paseada en las carretillas, se escapaba un polvillo de carbón, que lo ennegrecía todo: suelo, techo y paredes. Pero Chaval, que había ido a mirar la tablilla donde estaba apuntado el resumen de la extracción, Volvió hecho una furia. Había visto que les rechazaban dos carretillas, una porque no llevaba la cantidad reglamentaria, y la otra porque no estaba bien limpia la hulla.
—Día completo —gritó—. Otros veinte sueldos menos... Pero, ¡es claro!, lleva uno a trabajar consigo gandules que no saben hacer nada, que se sirven de sus brazos como un cerdo puede servirse de su rabo.
Y una mirada oblicua dirigida a Esteban completó su pensamiento. Éste estuvo a punto de contestar a puñetazos. Luego se dijo que para qué, puesto que pensaba marcharse. Las palabras de Chaval acabaron de decidirle.
—Hombre, no se pueden hacer bien las cosas el primer día —dijo Maheu, para poner paz entre ellos—: mañana lo hará mejor.
No por eso dejaban todos de sentirse menos poseídos del deseo de reñir. Cuando entraron en la lampistería para dejar las linternas, Levaque la emprendió con el farolero, a quien acusaba de haber limpiado mal la suya. No se tranquilizaron un poco hasta llegar a la barraca, donde seguía ardiendo una lumbre magnífica. Sin duda acababan de cargar la estufa, porque estaba enrojecida, y aquella espaciosa estancia, sin ventanas, parecía de fuego, por efecto del reflejo de la lumbre en las paredes. Todos empezaron a gruñir de gusto mientras se tostaban las espaldas, de donde se escapaba denso humo. Cuando no podían resistir más por detrás, se calentaban por delante.
La Mouquette, con la mayor tranquilidad del mundo, se bajaba el pantalón de trabajo para secarse bien. Los muchachos bromeaban con ella, y acabaron por prorrumpir en estrepitosa carcajada, al ver que de pronto les enseñaba el trasero, lo cual era en ella la señal extrema del desprecio.
—Me voy —dijo Chaval, que había guardado las herramientas en su armario, y que se había puesto los zuecos.
Nadie se movió. Solamente la Mouquette se apresuró a salir detrás de él, con el pretexto de que iban juntos hasta Montsou. Pero continuaron las chanzas, porque todos sabían ya que Chaval estaba harto de ella.
Catalina, preocupada, acababa de hablar en voz baja con su padre. Éste pareció sorprendido; pero dijo que sí con un movimiento de cabeza, y llamando a Esteban para entregarle el lío de su ropa:
—Escuche —le dijo—; si no tiene usted un céntimo, hasta que cobre la quincena va a tener tiempo de morirse de hambre. ¿Quiere que le busque casa y comida en cualquier parte, donde le fíen hasta que cobre?
El joven se quedó un momento turbado. Precisamente iba a pedir su jornal de aquel día, para marcharse. Pero tuvo vergüenza delante de la muchacha, y se contuvo, mirándola con fijeza. Acaso creyese que tenía miedo al trabajo.
—No le prometo nada —continuó Maheu—. Pero nada se pierde por buscar, ¿no le parece?
Esteban asintió a la propuesta. Maheu no conseguiría lo que deseaba, y, además, aquello a nada le comprometía. Siempre tendría en su mano el marcharse, después de charlar un rato y comer un bocado. Luego sintió no haberse negado desde el principio, al ver que Catalina sonreía alegremente, con la satisfacción de haberle sido útil. ¿Para qué todo aquello?
Uno a uno, los mineros, después de calentarse un poco y calzarse, iban abandonando la barraca. Los Maheu también cerraron su armario, y desfilaron seguidos de Levaque y del hijo de éste. Pero al atravesar el departamento de cerner, les detuvo una escena violenta.
Era el tal departamento un tinglado muy grande, sostenido por unas vigas ennegrecidas completamente por el polvo de carbón y resguardado a medias del aire por grandes persianas que se movían continuamente a impulsos del viento. Las carretillas llegaban directamente desde la oficina de recepción, y eran vaciadas por los trabajadores en los aparatos de cerner, especie de cribas enormes; y a un lado y otro de cada una de ellas, las operarias, subidas en banquetas y armadas de palas, recogían las piedras y echaban en las cribas el carbón bueno, que iba cayendo a los vagones de un ferrocarril que arrancaba desde allí mismo.
Entre los demás operarios estaba Filomena Levaque, delgaducho y pálida, con cara de tísica. Con la cabeza protegida por un trapo de tela azul, con los brazos negros hasta el codo, trabajaba junto a una vieja, una bruja: la madre de la mujer de Pierron, la Quemada, como se la llamaba en el barrio, horrible con aquellos ojos de murciélago y aquella boca apretada como la bolsa de un avaro. En aquel momento se peleaban las dos; la joven, acusando a la vieja de que le echaba piedras en su montón, y que no conseguía, por lo tanto, adelantar nada en la faena. Como les pagaban por montones, era un reñir incesante. Se arrancaban el pelo y a menudo las manos tiznadas se señalaban en las mejillas blancas.