Kitabı oku: «Novelistas Imprescindibles - Émile Zola», sayfa 6
—¡Arráncale el moño! —gritó desde arriba Zacarías, dirigiéndose a su querida.
Todas las obreras se echaron a reír; pero la Quemada la emprendí contra el joven.
—Oye tú, gran canalla, más valdría que reconocieras los dos hijos que le has hecho... Si es que eso está permitido, tratándose de una mocosa de dieciocho años que no levanta una cuarta del suelo.
Maheu tuvo que intervenir, para evitar que su hijo bajase a romperle el alma a aquella bruja, como él decía. En aquel momento acudió un capataz, y todas continuaron trabajando. Desde arriba ya no se distinguían más que las redondeces de un batallón de mujeres agachadas, recogiendo piedras y echándolas a un lado.
En el exterior, el viento había calmado bruscamente, y le sustituía una humedad finísima que caía del cielo encapotado. Los carboneros encorvaron la espalda, cruzaron los brazos sobre el pecho, y echaron a andar tiritando de frío debajo de la telilla endeble de su traje. A la luz del día parecían una banda de negros revolcados en el cieno.
—¡Hola! Ahí va Bouteloup —dijo Zacarías con sorna.
Levaque, sin detenerse, cruzó cuatro palabras con su huésped, un muchacho alto, moreno, de unos treinta y cinco años de edad, con aire de hombre apacible y honrado.
—¿Está ya la sopa, Luis?
—Creo que sí.
—Entonces la mujer está hoy de buen humor. —¡Toma, ya lo creo!
Otros mineros, de los que trabajaban de noche, salían de los barrios, e iban entrando en la mina que los Maheu acababan de dejar. Eran los que bajaban a las tres; más hombres que el pozo se tragaba, y que, dedicados a otras faenas, iban a sustituir a los cortadores de arcilla en las profundidades de la tierra. En la mina no se descansaba nunca: siempre estaba llena de insectos humanos, que horadaban la roca a seiscientos metros por debajo de aquellos campos plantados de remolacha.
Los muchachos iban delante. Juan confiaba a Braulio un plan complicado para conseguir que les fiasen cuatro cuartos de tabaco, mientras Lidia caminaba un poco detrás, a respetuosa distancia. Luego seguía Catalina con Esteban y Zacarías. Ninguno hablaba. Al llegar a una taberna que se llamaba La Ventajosa, los alcanzaron Maheu y Levaque, que iban bastante detrás.
—Ya hemos llegado —dijo el primero a Esteban—. ¿Quiere usted entrar?
Allí se separaron. Catalina se había detenido un momento, dirigiendo una última mirada al joven, con sus picarescos ojos verdes que brillaban más que de costumbre, por lo tiznada que llevaba la cara. Sonrió, y desapareció con los otros por el camino en cuesta que conducía al barrio de los obreros.
La taberna se hallaba entre la mina y el pueblo, en el cruce de dos caminos. Era una casita de ladrillos, compuesta de dos pisos, blanqueada con cal de arriba abajo, con las ventanas adornadas con una cenefa de pintura azul; y en un cartel cuadrado, que había encima de la puerta, se leía con caracteres pintados de amarillo: La Ventajosa. Casa de huéspedes de Rasseneur. En la parte de atrás había un juego de bolos cercado por una valla de tablas. Y la Compañía, que había hecho gestiones activas para comprar aquel pedazo de terreno enclavado en sus vastas posesiones, estaba desesperada de ver que no podía acabar con una taberna establecida en medio del campo, a la salida misma de la Voreux.
—Entre —volvió a decir Maheu a Esteban.
La sala, que era pequeña, parecía grande por lo desamueblada y por la blancura de sus paredes. Todo el mobiliario se componía de tres mesas, una docena de sillas, y un mostrador de pino, que no era más grande que una mesa de cocina ordinaria.
Se veían allí una docena de jarros de cerveza, tres botellas de licor una garrafa y un recipiente de zinc con grifo dorado para la cerveza y nada más; ni una imagen, ni un cuadro. En la chimenea, muy limpia y reluciente, ardía una buena lumbre de carbón, y una capa de arena fina, extendida por el suelo, absorbía la continua humedad de aquella región, en donde el agua brotaba por todas partes.
—Un jarro de cerveza —pidió Maheu, dirigiéndose a una sirvienta rubia, de abultado rostro, en el cual había dejado la viruela su indeleble huella.
—¿Está ahí Rasseneur? —añadió luego el minero.
La criada sirvió lo que le pedían, contestando afirmativamente con la cabeza. Lentamente y de un solo trago, el minero se echó al coleto la mitad del contenido del jarro, para barrer el polvillo de carbón que le obstruía la garganta, y sin ofrecer nada a su compañero. No había en la tienda más que otro parroquiano, otro minero, mojado y sucio también, sentado delante de otra mesa y tomando cerveza, en silencio, y en ademán de Profunda meditación. Entró otro, le sirvieron del mismo modo, y se marchó a la calle sin pronunciar una sola palabra.
En aquel momento apareció en la habitación un hombre gordo, como de treinta y cinco años de edad, completamente afeitado, de cara grande y sonrisa bonachona. Era Rasseneur, antiguo minero, a quien la Compañía había despedido tres años antes a consecuencia de una huelga. Era un buen obrero, hablaba bien, figuraba a la cabeza de todas las comisiones que iban a presentar quejas, a formular reclamaciones, y había concluido por ser el jefe de todos los descontentos. Su mujer tenía por entonces una taberna, como muchas mujeres de mineros; y cuando le plantaron en la calle, se hizo tabernero a su vez; buscó y encontró dinero y abrió su tienda a la entrada de la Voreux, como en son de reto a la Compañía. Prosperaron sus negocios: el establecimiento estaba casi convertido en un casino, y se iba haciendo rico poco a poco.
—Éste es un muchacho que he encontrado esta mañana —le dijo Maheu enseguida—. ¿Tienes desocupada alguna de las dos habitaciones, y puedes fiarle por unos días hasta que cobre la quincena?
En el achatado rostro de Rasseneur se retrató una súbita desconfianza. Examinó atentamente a Esteban con la vista, y contestó, sin tomarse el trabajo de decir lo que sentía:
—No puede ser, porque las dos habitaciones están ocupadas.
El joven esperaba aquella negativa; pero, a pesar de todo, le molestó y, sin saber por qué, sintió tenerse que marchar. No importaba; se marcharía cuando le pagasen los treinta sueldos de aquel día. El minero que estaba bebiendo solo en la otra mesa, se fue a la calle. Uno a uno iban entrando, otros se limpiaban el gaznate con cerveza, y se marchaban por el mismo camino. Aquello era simplemente un ritual de limpieza, sin pasión y sin alegría; la silenciosa satisfacción de una necesidad.
—¿Conque no ocurre nada? —preguntó Rasseneur a Maheu, con una entonación particular, mientras el minero acababa de beberse la cerveza a pequeños tragos.
Maheu se volvió, y vio que no había nadie más que Esteban.
—Sí: ocurre que nos vuelven a fastidiar... con la cuestión del revestimiento de madera.
Y contó lo ocurrido. La fisonomía del tabernero se puso colorada, como si se le subiera la sangre a la cabeza. Al fin no pudo contenerse.
—¡Ah, pues bueno! —exclamó—. Como se les ocurra bajar los precios, peor para ellos.
Le molestaba la presencia de Esteban. Sin embargo, siguió hablando, dirigiéndole de vez en cuando una mirada oblicua. Hablaba con reticencias, empleando palabras convencionales al ocuparse del director Hennebeau, de su mujer, de su sobrino Négrel, pero sin nombrarlos, y diciendo que las cosas no podían continuar así, y que el día menos pensado reventaría la mina. La miseria era insoportable ya... Citó las fábricas y las minas que se cerraban... los obreros que estaban sin trabajo. Desde hacía más de un mes estaba regalando seis libras de pan diariamente. Le habían dicho el día antes que el señor Deneulin, propietario de una mina cercana, no sabía cómo salir del paso. Además, acababa de recibir una carta de Lille, llena de detalles bien poco tranquilizadores.
—Me ha escrito... ya sabes... aquella persona que viste aquí una noche.
Pero en aquel momento fue interrumpido. Entraba su mujer, una jamona delgada y ardiente, de nariz larga y pómulos amoratados. Era en política mucho más radical que su marido.
—La carta de Pluchart, ¿eh? —dijo ella—. ¡Ah! Si fuera ése el amo, no tardarían las cosas en arreglarse bien. Esteban ponía atención a lo que decían, y comprendiendo el significado de todo aquello se entusiasmaba con aquellas ideas de miseria y de venganza. Aquel nombre que acababa de oír le hizo estremecer, y, como a pesar suyo, dijo en alta voz:
—Yo conozco mucho a Pluchart. Todos lo miraron, y tuvo que añadir:
—Sí: soy maquinista, y ha sido contramaestre mío... Un hombre muy capaz; he hablado muchas veces con él.
Rasseneur le miró con fijeza. De pronto en su fisonomía se notó un cambio radical, una expresión de súbita simpatía. Al fin dijo a su mujer:
—Maheu me ha presentado al señor, que es trabajador de su cuadrilla, para ver si estaba desocupado alguno de los cuartos de arriba, y si podíamos fiarle hasta que cobre la quincena.
Entonces el trato quedó terminado en un momento. Había un cuarto, porque aquella mañana se había marchado un huésped. Y el tabernero muy excitado, se fue entusiasmando gradualmente, repitiendo que él no pedía a los patrones más que lo posible y lo razonable, y que no lo podía conseguir. Su mujer se encogía de hombros, diciendo que ella no cedía, y exigiría siempre lo que le correspondía por derecho.
—Buenas tardes —interrumpió Maheu—. Todo eso no nos quitará que tengamos que bajar a la mina, y mientras haya que bajar, habrá gente que reviente... Mira, mira, si no, qué sano estás tú, porque hace tres años que no bajas.
—Sí, me he mejorado mucho —contestó Rasseneur con complacencia.
Esteban salió hasta la puerta para dar las gracias al minero que se marchaba; pero éste meneaba la cabeza sin contestar palabra, y el joven se quedó mirándole mientras emprendía el camino en cuesta que conducía al barrio de los obreros. La señora Rasseneur, que tenía que servir a unos parroquianos, le rogó que esperase un momento, y que iría enseguida a enseñarle su cuarto, donde podría lavarse.
¿Debía quedarse en la mina? Cierta vacilación se había vuelto a apoderar de él; cierto malestar, que le hacía sentir el deseo de la libertad por los caminos, y el goce del sol del aire libre. Le parecía que llevaba viviendo allí largos años desde su llegada a la mina, en medio de una tempestad, hasta las horas pasadas en el fondo de la Voreux, trabajando como un esclavo, arrastrándose por aquellas oscuras galerías. Y le repugnaba volver a empezar, porque aquel trabajo era demasiado duro, porque su orgullo de hombre se sublevaba ante la idea de convertirse en un animal, al cual se le tapan los ojos para aplastarlo.
Mientras Esteban pensaba en todo esto, sus ojos, que vagaban por el llano inmenso que tenía delante, empezaron a darse cuenta de lo que veían. Se quedó asombrado, porque no se había figurado un horizonte como aquél, al indicárselo el viejo Buenamuerte la noche antes, en medio de las profundas tinieblas. Delante de sí veía la Voreux, en un repliegue del terreno, con sus edificios de madera y de ladrillos, el departamento de cerner, con sus persianas, la entrada cubierta con un techo de pizarra, la sala de la máquina con su inmensa chimenea de un rojo pálido, todo ello amontonado, todo ello de aspecto malsano.
Pero en torno de aquellos edificios se extendían unos terrenos que él no había creído tan grandes, convertidos en un lago de tinta por el polvo del carbón, erizados de altos aparejos sosteniendo poleas que servían para la carga y descarga de los vagones de mineral, y ocupados a grandes trechos por enormes provisiones de madera, que parecían la cosecha recogida de bosques inmensos. A la derecha, la plataforma exterior de la mina le cerraba el horizonte. Luego, más allá, se extendían campos sin fin de trigo y de remolacha, arrasados en aquella época del año. Más lejos, al fondo de aquel panorama, salpicado aquí y allá de alguna verde pradera, veía unas manchas blancas, que eran pueblos, Marchiennes al norte, Montsou al sur, mientras el bosque de Vandame, al este, bordeaba el horizonte con la oscura línea de sus árboles sin hojas. Y bajo el lívido color del cielo, a la escasa claridad de aquella tarde de invierno parecía que toda la negrura de la Voreux, todo el polvo del carbón, habían caído sobre el llano, pudriendo los árboles, oscureciendo los caminos, sembrando negrura por todas partes.
Esteban miraba; y lo que más le sorprendía era un canal, el río Scarpe canalizado, que no había visto la noche antes.
Desde la Voreux a Marchiennes, aquel canal se extendía recto, como una cinta de plata mate de dos leguas de longitud. Cerca de la mina había un embarcadero, donde se amarraban algunas embarcaciones, que se cargaban directamente desde las carretillas, que llegaban hasta ella por medio de una vía especial. Luego el canal formaba ángulos y más ángulos, y toda la vida de aquella llanura inmensa parecía concentrada en aquella vía de agua geométricamente trazada, y que la atravesaba en todas direcciones, llevando la hulla que se arrancaba de las entrañas de la tierra.
Las miradas de Esteban subían desde el canal al barrio de los obreros, construido en una colina, y del cual sólo podía distinguir los tejados, alineados con gran regularidad a los lados de la carretera. Luego dirigía de nuevo la vista a la Voreux, y la detenía en la parte baja de la pendiente arcillosa, en dos enormes montones de ladrillos, fabricados y cocidos allí mismo. Un ramal del ferrocarril de la Compañía pasaba por detrás de una empalizada para el servicio de la misma. Aquello no era ya, como la noche antes, lo desconocido de las tinieblas, los inexplicables estruendos misteriosos, el brillar de astros ignorados. Los altos hornos y los braseros de carbón se habían apagado al amanecer.
Lo único que no descansaba era el escape de la bomba de vapor, que seguía resoplando como cuando la vio por vez primera.
Esteban se decidió de pronto. Quizás había creído ver, allá en lo alto del camino que conducía al pueblecillo, los ojos claros de Catalina o acaso fuera un viento de rebelión, que se diría soplaba de la Voreux. No sabía lo que era; pero deseaba volver a bajar a la mina para sufrir y luchar, pensando con rabia en aquellas gentes de quienes hablara Buenamuerte, en aquel Dios misterioso, al cual daban toda su sangre, sin conocerle, diez mil hombres hambrientos.
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II PARTE
I
La casa de los Grégoire, una posesión magnífica que se llamaba La Piolaine, se hallaba a unos dos kilómetros de Montsou, hacia el este, en el camino de Joiselle. Era un caserón grande y cuadrado, construido a principios del siglo anterior, y sin estilo arquitectónico definido.
De los grandes terrenos que le habían rodeado en otro tiempo, no quedaban más que unas treinta o treinta y cinco hectáreas, cerradas por una tapia. Había dentro de aquel muro una huerta y algunos árboles frutales muy estimados, porque decía la gente que daban las frutas y las legumbres más ricas de la comarca. No tenía parque; en su lugar se había conservado un pedazo de bosque. Una avenida de tilos bastante bien cuidados, conducía desde la verja de entrada a la puerta de la llanura estéril, donde apenas existía algún árbol que otro desde Marchiennes a Beaugnies.
Aquella mañana, los señores de Grégoire se habían levantado a eso de las ocho. Ordinariamente no se levantaban hasta una hora después, porque eran dormilones como ellos solos; pero la tempestad de la noche anterior les había desvelado. Y mientras el marido, al levantarse, salió a la huerta para ver si el viento les había hecho algún destrozo, la señora de Grégoire bajó a la cocina, en zapatillas y con una bata de franela. Aquella buena mujer, que pasaba ya de los cincuenta y ocho años, baja y regordeta, había conservado una cara sonrosado, de muñeca de porcelana, a pesar de la blancura mate de sus cabellos.
—Melania —dijo a la cocinera—; puesto que tiene usted masa, debería hacernos hoy un pastel. La señorita tardará aún media hora en levantarse. Y tomaría un poco con el chocolate... ¡Eh! ¡Qué sorpresa!
La cocinera, una vieja que los servía desde hacía treinta años, se echó a reír.
—Verdaderamente será una grata sorpresa —dijo—. Tengo el horno encendido, y además, Honorina puede ayudarme.
Honorina, muchacha de veinte años de edad, a quien la familia había recogido siendo niña, y que estaba educada en la casa, hacía en la actualidad las veces de doncella. Todo el personal de la servidumbre se componía de las dos mujeres y un cochero, Francisco, que además ayudaba a todo lo que era menester; un jardinero y su mujer cuidaban del jardín, de la huerta y del corral; y como en aquella casa había costumbres patriarcales, toda aquella gente, señores y criados, vivían en paz como buenos amigos.
La señora Grégoire, que había meditado en la cama lo de la sorpresa del pastel, se quedó en la cocina para ver meter la masa en el horno. Aquella habitación, la más importante de la casa, era muy grande, estaba muy limpia y atestada de cacerolas, sartenes, y todo género de utensilios culinarios. Olía bien por todas partes. Los armarios y las alacenas estaban llenos de toda clase de provisiones.
—¡Que esté muy doradito!, ¿eh? —dijo la señora, despidiéndose para entrar en el comedor.
A pesar de que una estufa templaba toda la casa, en la chimenea del comedor ardía un magnífico fuego de hulla. Por lo demás, no se veía lujo ninguno; una mesa grande, para comer, las sillas, un buen aparador de caoba, y solamente dos amplias poltronas de muelles daban fe del gusto por el bienestar y las largas digestiones reposadas.
Casi nunca iban a la sala; generalmente recibían allí, en familia.
El señor Grégoire entraba en aquel momento, vestido con un chaquetón de abrigo. Muy bien cuidado para sus sesenta años, y con facciones de hombre honrado a carta cabal. Había visto al cochero y al jardinero; ningún desperfecto importante: todo se reducía a una chimenea derribada. Por las mañanas le gustaba dar una vueltecita por La Piolaine, que ni era una posesión demasiado grande para proporcionarle quebraderos de cabeza, ni tan pequeña que le hiciera carecer de ninguna de las ventajas del propietario rural.
—¿Y Cecilia? ¿No se levanta hoy esa chiquilla? —preguntó—. No sé cómo será eso. Me parecía haberla oído hace rato.
La mesa estaba puesta; había tres cubiertos encima del blanco mantel. Mandaron a Honorina fuese a ver qué le sucedía a la señorita. Pero la doncella bajó enseguida, conteniendo la risa, y hablando en voz baja, como si estuviera todavía en la alcoba de su ama.
—¡Oh! ¡Si los señores vieran a la señorita!... Duerme, duerme, como un lirón... Parece mentira... ¡Da gusto verla!
El padre y la madre cambiaron una mirada de ternura. Él dijo sonriendo:
—¿Vienes a verla?
—¡Pobrecilla! —murmuró ella—. Claro está que voy.
Y subieron juntos. La alcoba de Cecilia era la única habitación verdaderamente lujosa que había en la casa; estaba tapizada de seda azul, ocupada con muebles de un gusto exquisito, de doradillo con filetes azules también; aquél era un capricho de niña mimada, satisfecho por sus padres. Entre la vaga blancura de la cama, gracias a la claridad que entraba por la entreabierta colgadura, dormía la joven con la mejilla apoyada en su brazo desnudo. No era bonita, pero tenía un aspecto muy saludable; estaba siempre sana, y se hallaba completamente desarrollada a los dieciocho años; tenía unas carnes magníficas, frescas, blancas, el pelo castaño y abundante, la cara redonda con una naricita voluntariosa, ligeramente respingada. La colcha se había caído al suelo, y la joven respiraba tan suavemente, que ni siquiera se agitaba lo más mínimo su ya abultado pecho.
—¡Este maldito viento no la habrá dejado dormir! —dijo la madre en voz baja—. ¡Pobrecita mía!
Pero el padre la hizo callar con un gesto. Uno y otro se quedaron un rato inclinados hacia el lecho, mirando con adoración, en su desnudez de virgen, a aquella hija por tanto tiempo deseada, y que había venido muy tarde, cuando ya desesperaban de que naciese. Y ella seguía durmiendo sin sentirlos, tan cerca de sí, que los semblantes de los dos casi rozaban con el suyo. De pronto, una sombra pasó rápida por su rostro inmóvil; y, temiendo despertarla, el padre y la madre se alejaron de puntillas, sin hacer el menor ruido.
—¡Chist! —dijo él, ya en la puerta—. Por si ha estado desvelada, hay que dejarla dormir ahora.
—¡Todo lo que quiera, pobrecita! —añadió la madre—. Esperaremos.
Y volvieron a bajar, y se instalaron en las poltronas del comedor, mientras las criadas, riendo del pesado sueño de la señorita, ponían, sin impacientarse, el almuerzo a la lumbre para que no se enfriara. Él había cogido un periódico, ella trabajaba en un cubrepiés de ganchillo.
Estaba la habitación muy caliente, y en la casa no se oía ni el más ligero ruido.
La fortuna de los Grégoire, que sería de unos cuarenta mil francos de renta, estaba invertida por entero en acciones de las minas de Montsou. Ellos hablaban con complacencia del origen de su capital, que databa de la fundación de aquella Compañía minera.
Allá en los comienzos del siglo pasado se había desarrollado en el país una especie de locura minera desde Lille a Valenciennes. Los primeros éxitos de los concesionarios, que más tarde formaron la Compañía de Anzin, exaltaron los ánimos. En todos los distritos de la comarca se sondaba el suelo y se formaban sociedades, y surgían concesiones en una noche. Pero entre los maniáticos de aquella época, el barón Desrumaux había dejado recuerdo por su heroica inteligencia. Durante cuarenta años luchó sin cesar contra todo género de obstáculos: con lo infructuoso de los primeros trabajos, con los filones falsos, que había que dejar después de muchos meses de trabajo; con los desprendimientos que cegaban las minas y con las repentinas inundaciones que ahogaban a los obreros; en una palabra: cientos de miles de francos inútilmente enterrados; y enseguida el barullo de la Administración, el pánico de los accionistas y la codicia de los terratenientes, que se negaban a reconocer las concesiones si no se trataba antes con ellos... Al fin acababa de fundar la sociedad Desrumaux, Fauquenoix y Compañía, para explotar la concesión de Montsou; y las primeras minas empezaban a dar algunos, aunque escasos beneficios, cuando dos concesiones contiguas a la suya, la de Cougny, que pertenecía al conde de Cougny, y la de Joiselle, que era de la Sociedad Cornille y Jenard, estuvieron a punto de arruinarle, haciéndole la competencia. Felizmente, el 23 de agosto de 1760 se firmaba un contrato entre las tres sociedades, convirtiéndolas en una sola. La Compañía de las minas de Montsou quedó formada tal y como existe en la actualidad. Para el reparto, se había dividido, según el tipo de moneda de aquella época, la propiedad total en veinticuatro sueldos, cada uno de los cuales se subdividía en doce dineros, y como cada dinero era de diez mil francos, el capital total representaba una suma de cerca de tres millones. A Desrumaux, agonizando ya pero vencedor al cabo, le habían correspondido en este reparto seis sueldos y tres dineros.
Por aquella época, el Barón tenía La Piolaine, con trescientas hectáreas de tierra, y a su servicio, como gerente a Honorato Grégoire, mozo natural de Picardía, que era el bisabuelo de León Grégoire, padre de Cecilia. Cuando se celebró el contrato de Montsou, Honorato, que conservaba guardados en un calcetín unos cincuenta mil francos, producto de sus economías, se dejó ganar, aunque temblando, por la inquebrantable fe de su amo. Sacó diez mil libras en buenos escudos, y compró un dinero, con el miedo de cometer un robo en perjuicio de sus herederos. Su hijo Eugenio percibió, en efecto, beneficios muy pequeños; y como se había hecho burgués, y había cometido la tontería de comerse tranquilamente los otros cuarenta mil francos de la herencia paterna, vivió con bastante estrechez. Pero los intereses del dinero iban subiendo poco a poco, y la fortuna empezó a sonreír ya a Feliciano, el cual pudo realizar el sueño que, siendo niño, le había hecho concebir su abuelo, el antiguo gerente del Barón, esto es comprar La Piolaine, desprovista por entonces de gran parte de las tierras que le pertenecían, y adquirida como procedente de bienes nacionales, por una cantidad insignificante.
Sin embargo, los años siguientes fueron malos, porque hubo que aguardar el desenlace de las catástrofes revolucionarias, y luego la caída sangrienta de Napoleón. Y nadie más que León Gregoire pudo aprovecharse, en asombrosa progresión, del empleo medroso que había dado su bisabuelo a las economías que conservara en el calcetín. Aquellos miserables millares de francos crecían al compás de la prosperidad de la Compañía. Ya en 1820 producían el ciento por ciento, es decir, diez mil francos. En 1844 rentaban veinte mil, y cuarenta mil en 1850. Hasta hubo años en que los dividendos subieron a la cifra prodigiosa de cincuenta mil francos: el valor del dinero se cotizaba a un millón en la Bolsa de Lille; es decir, se había centuplicado en el transcurso de un siglo.
El señor Grégoire, a quien aconsejaron que vendiese cuando llegó a tan extraordinaria alza la cotización, se negó a ello con la sonrisa bonachona que le era habitual. Seis meses después se produjo una crisis industrial, y el dinero bajaba a seiscientos mil francos de un golpe. Pero él seguía sonriendo y sin arrepentirse, porque los Gregoire tenían una fe ciega en su mina. Ya subirían las acciones con la ayuda de Dios. Además, a esa creencia religiosa, se mezclaba una gratitud profunda hacia el papel que desde hacía más de un siglo daba de comer a la familia sin necesidad de trabajar. Era aquella acción de la sociedad minera algo así como una divinidad propia, a la cual ellos en su egoísmo, rodeaban de un verdadero culto, como el hada bienhechora del hogar, la que los mecía en su mullido lecho de pereza, la que los engordaba en su bien provista mesa de gastrónomos. Esto venía sucediendo de padres a hijos. ¿A qué arriesgarse a tentar a la suerte, dudando de ella? Así es que, en el fondo de su fidelidad, había un temor supersticioso: el miedo a que el millón de la acción que Poseían se derritiese enseguida, al convertirlo en metálico para encerrarlo en el fondo de un cajón. Lo creían mejor guardado en el fondo de la mina, de donde un pueblo entero de obreros, generaciones y más generaciones de seres hambrientos, sacaba para ellos un poquito cada día, según las necesidades.
Por otra parte, la felicidad derramaba sus dones sobre aquella casa. Siendo muy joven, el señor Grégoire se había casado con la hija de un boticario de Marchiennes, una señorita fea y sin un céntimo, a la cual adoraba y que le había hecho muy feliz. Ella se había dedicado exclusivamente al cuidado de la casa, en éxtasis delante de su marido y sin tener más voluntad que la de éste; jamás los había dividido una diferencia de gustos, y el mismo ideal de bienestar confundía sus deseos. Así vivían desde hacía cuarenta años, prodigándose todo género de ternezas y de cuidados recíprocos. Era una existencia perfectamente regulada: los cuarenta mil francos comidos sin ruido y las economías gastadas en Cecilia, cuya venida al mundo había trastornado por una temporada el presupuesto doméstico. Todavía hoy continuaban satisfaciendo todos sus caprichos; otro caballo, dos carruajes más y algunos trajes que le enviaban desde París. Pero aquello era para ellos un motivo de contento, pues nada les parecía demasiado para su hija, a pesar de que los dos tenían tal horror a las innovaciones, que seguían la moda de cuando eran jóvenes. Todo gasto al que no se le sacaba provecho, les parecía estúpido.
De pronto se abrió la puerta del comedor, y se oyó una voz fuerte, que gritaba:
—¿Qué es eso? ¿Almorzáis sin esperarme?
Era Cecilia, que acababa de saltar de la cama, y que llegaba con los ojos hinchados aún de tanto dormir. No había hecho más que recogerse el pelo y ponerse una bata de lanilla blanca.
—No por cierto, —dijo la madre—: ya ves que te esperábamos... ¿Eh, qué tal? Ese maldito viento te habrá tenido sin dormir toda la noche, ¿verdad, hijita?
La joven la miró muy sorprendida.
—¿Ha hecho viento?... Pues no lo he oído; he dormido toda la noche de in tirón.
Aquello les pareció gracioso, y los tres se echaron a reír, y las criadas, que entraban con el almuerzo, soltaron también la risa, como si el que la señorita hubiera dormido doce horas de un tirón fuera un motivo de alegría para todos los de la casa. La vista del pastel acabó de poner alegres todos los semblantes.
—¡Cómo! ¿Está ya hecho? —decía Cecilia—. Buena sorpresa me habéis preparado... ¡Qué rico va a estar, así calentito, con el chocolate!
Y se sentaron a la mesa, donde ya humeaba el chocolate, hablando largo rato del pastel. Melania y Honorina, en pie, daban pormenores sobre el dulce y la manera de hacerlo, y miraban a sus amos atracarse de lo lindo, asegurando que daba gusto hacer pasteles para que los señores les hicieran tan bien los honores.
De pronto los perros comenzaron a ladrar; creyeron que sería la maestra de piano que iba desde Marchiennes todos los lunes y todos los viernes. Cecilia recibía también las lecciones de un profesor de literatura. Toda la educación de la joven se había hecho en La Piolaine, en una feliz ignorancia, entre sus caprichos de niña mimada, que tiraba el libro por la ventana cuando le aburría una lección.
—Es el señor Deneulin —dijo Honorina, que había ido a ver quién era.
Y detrás de ella entró en el comedor, sin cumplidos, Deneulin, un primo de Grégoire, alto, apuesto, de fisonomía animada, y con todo el aire de un oficial de caballería. Aunque pasaba ya de los cincuenta años, sus cabellos, cortados a punta de tijera, y sus grandes y espesos bigotes, conservaban toda su negrura.