Kitabı oku: «Novelistas Imprescindibles - Émile Zola», sayfa 7
—Sí, yo soy. Buenos días... Que nadie se moleste. No hay que levantarse.
Y tomó asiento, mientras la familia le saludaba afectuosamente y acababa de tomar el chocolate.
—¿Qué te trae por aquí? —preguntó el señor Grégoire.
—Nada, absolutamente nada —se apresuró a decir Deneulin—. Salí a dar un paseo a caballo, y como pasaba por la puerta de vuestra casa, quise entrar a daros los buenos días.
Cecilia preguntó por Juana y Lucía, sus hijas. Estaban muy bien: la primera no soltaba los pinceles, mientras la otra, la mayor, no pensaba más que en cantar, acompañándose al piano todo el santo día. Y en su voz se notaba un ligero temblor, cierto malestar, que procuraba disimular fingiendo alegría.
El señor Grégoire replicó:
—¿Y en la mina, andan los negocios a tu gusto?
—¡Caramba! Me sucede lo que a todos; estoy fastidiado con esta maldita crisis que atravesamos... ¡Ah! Bien pagamos los años prósperos. Se han hecho demasiadas obras, demasiados ferrocarriles; se ha inmovilizado demasiado capital con la esperanza de una producción formidable. Y, es claro, hoy el dinero está muerto, y no hay medio de hacer funcionar todo eso... Afortunadamente, la situación no es desesperada, y se saldrá de este mal paso.
Lo mismo que su primo, había heredado una acción de las minas de Montsou. Pero como él era ingeniero, muy emprendedor, y deseaba poseer una fortuna real, se había apresurado a vender cuando las acciones se cotizaban a un millón. Hacía ya varios meses que estaba madurando un plan. Su mujer había aportado al matrimonio la pequeña concesión de Vandame, donde no había más que dos minas abiertas, Juan-Bart y Gastón-María, en un estado de abandono tal, con un material tan antiguo y deficiente, que apenas cubrían gastos. Pues bien: ansiaba reparar Juan Bart, poniéndole maquinaria nueva, y ensanchando los pozos, a fin de extraer más y dejar Gastón-María nada más que para desahogo. Indudablemente, decía él, allí se va a sacar oro a paladas. La idea era buena. Pero el millón se había gastado en mejoras, y aquella maldita crisis industrial estallaba precisamente en el momento en que importantes beneficios le iban a dar la razón.
Por otra parte, mal administrador, de una bondad brusca, pero extremada, para sus obreros, se dejaba saquear desde la muerte de su mujer, abandonando la dirección administrativa de su casa a sus hijas, de las cuales la mayor estaba siempre hablando de dedicarse al teatro, y la más pequeña había enviado ya a las exposiciones varios cuadros que no le habían admitido; una y otra, sonrientes siempre, en medio de los apuros propios de los malos negocios, se preocupaban poco de la ruina que les amenazaba, porque pretendían ser muy mujeres de su casa y saber defenderse contra esa calamidad.
—Mira, León —replicó Deneulin, con la voz poco segura—, hiciste mal en no vender cuando yo... Y si me hubieras creído y me hubieras confiado tu dinero, sabe Dios cuantas cosas buenas habríamos hecho en nuestra mina de Vandame.
El señor Grégoire, que acababa de tomar el chocolate con la mayor calma, respondió tranquilamente:
—¡Jamás!... Bien sabes que yo no sé, ni quiero especular. Vivo tranquilo, y sería una estupidez buscarme quebraderos de cabeza con los negocios. Por lo que toca a las acciones de Montsou, por mucho que bajen, siempre nos darán para vivir. ¡No hay que tener tanta ambición! Además, ten presente que, como te he dicho muchas veces, te has de arrepentir, porque las Montsou han de volver a subir, y puedes tener la seguridad de que los hijos de los hijos de Cecilia han de tener mucho dinero.
Deneulin lo escuchaba sonriendo con cierta turbación.
—¿De modo que si te dijera que invirtieses cien mil francos en mi negocio, te negarías?
Pero al ver la turbación de los Grégoire, se arrepintió de haber caminado tan de prisa, y se propuso aplazar para más tarde sus planes de hacer un empréstito, reservándolos para un caso apuradísimo.
—¡Oh! ¡No es que lo necesite!; ¡Era una broma!... ¡Qué demonio! Tal vez tengas razón; el dinero que se gana sin trabajar es el que más engorda.
Cambiaron de conversación. Cecilia volvió a preguntar por sus primas, cuyas aficiones la preocupaban. La señora de Grégoire prometió que llevaría a Cecilia a casa de sus primas el primer día que hiciese sol. Pero el señor Grégoire, con aire distraído, no estaba en la conversación; y al cabo de un momento continuó hablando en voz alta:
—Yo, si estuviera en tu pellejo, no me empeñaría en hacer imposibles, y procuraría entrar en tratos con los de Montsou... Cree que lo desean mucho, y que recuperarías fácilmente el dinero.
Aludía al odio inmemorial que se profesaban los concesionarios de Montsou y de Vandame. A pesar de la poca importancia de esta última Sociedad, su poderosa vecina se moría de rabia viendo enclavado en sus vastísimas posesiones aquel trozo de terreno que no le pertenecía, y después de haber procurado inútilmente arruinarla, se hacía la ilusión de poderla comprar por poco dinero, cuando fuesen mal los negocios de Vandame. Mientras tanto, continuaban haciéndose una guerra sin cuartel, despiadada, por más que los directores e ingenieros de una y otra mantenían corteses relaciones.
Los ojos de Deneulin habían brillado furiosos.
—¡Jamás! —exclamó con énfasis—. Mientras yo viva, los de Montsou no serán dueños de Vandame... El jueves comí en casa de Hennebeau, y noté que trataba de conquistarme. Ya el otoño pasado, cuando estuvieron aquí los consejeros de Administración de la Compañía, me hicieron mil carantoñas... ¡Sí! ¡Buenos están! ¡Conozco yo a esos duques y marqueses, a esos generales y ministros, más que las madres que los parieron! Unos bandidos, capaces de quitarle a uno la camisa, si lo encontraran en un camino.
No transigiría por nada del mundo. Por otra parte, el señor Grégoire defendía al Consejo de Administración de Montsou, compuesto de los consejeros nombrados por el contrato de 1760, que gobernaban despóticamente la Compañía, y de los cuales vivían cinco, que a la muerte de cada uno elegían al nuevo consejero entre los accionistas más ricos e influyentes. La opinión del propietario de La Piolaine, cuyos modestos gustos hemos descrito, era que aquellos señores faltaban a menudo a las conveniencias, por su excesivo amor al dinero.
Melania había empezado a quitar la mesa. Los perros volvieron a ladrar, y ya Honorina se dirigía a la puerta, cuando Cecilia, a quien sofocaban el calor y lo mucho que había comido, se levantó de la mesa:
—No, deja; debe ser mi profesora.
También Deneulin se había levantado. Cuando vio que la joven no estaba allí, preguntó sonriendo:
—¿Y esa boda con Négrel?
—No hay nada decidido todavía —contestó la señora de Grégoire—, un proyecto en embrión... Es preciso pensarlo.
—Es verdad —contestó el pariente con su acostumbrada sonrisa—. Creo que la tía y el sobrino... Y lo que más me sorprende es que la señora Hennebeau, conociendo el proyecto, demuestre tanto entusiasmo por Cecilia.
Pero el señor Grégoire se indignó. ¡Una persona tan distinguida y que tenía catorce años más que su sobrino! Eso era monstruoso, y no le gustaba que se tuvieran aquellas bromas en su casa. Deneulin, sin dejar de sonreír, le estrechó la mano, y se fue.
—Pues no era la profesora tampoco —dijo Cecilia, volviendo a entrar en el comedor—. Es aquella mujer de un minero, que nos encontramos el otro día... aquella mujer de un minero, que viene con sus dos hijos... ¿Entran aquí?
Hubo un momento de duda. ¿Estarían muy sucios? No, no mucho; y además, dejarían los zuecos en la antesala.
El padre y la madre, que habían vuelto a repantigarse cómodamente en sus butacas, se acabaron de decidir por no variar de postura y tener que salir del comedor.
—Que entren, Honorina.
Entonces entraron la mujer de Maheu y sus dos pequeñuelos, los tres muertos de frío, hambrientos, asustados de verse en aquella sala donde hacía tanto calor y olía tan bien a pastel.
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II
En el cuarto de Maheu, que, como hemos dicho, se había quedado todo en silencio y a oscuras, había ido luego entrando poco a poco la claridad por entre las rejillas de las persianas; el aire, sin renovar, se iba haciendo cada vez más pesado, y todos continuaban durmiendo a pierna suelta:
Leonor y Enrique, el uno en los brazos del otro, y Alicia con la cabeza echada atrás, apoyada en su joroba, mientras el abuelo Buenamuerte, que ocupaba la cama de Zacarías y de Juan, roncaba con la boca abierta. No se oía ni el menor ruido en el gabinete donde la mujer de Maheu se había quedado durmiendo y dando de mamar a Estrella, con la cabeza echada a un lado, su hija recostada sobre ella, y durmiendo a su vez después de harta de mamar.
El cu-cu de abajo dio las seis. Por todo el barrio se oyó ruido de puertas que se abrían y cerraban; después el de los zuecos pisando sobre las losas de las aceras: eran las cernedoras, que se iban a la mina. Y volvió a reinar el silencio hasta las siete.
A esa hora se descorrieron las persianas, y a través de las paredes se oyeron toses y bostezos. Pero en el cuarto de los Maheu nadie se despertaba.
De pronto, un ruido terrible de gritos y bofetadas que se oían a lo lejos hizo incorporarse a Alicia. Tuvo conciencia de la hora que era, y, saltando de la cama, fue a despertar a su madre.
—¡Mamá, mamá; es muy tarde, y tienes que salir!... Cuidado, que vas a aplastar a Estrella. Y salvó a la niña, medio ahogada ya por la masa de carne de los pechos.
—¡Maldita suerte! —murmuraba la mujer de Maheu, restregándose los ojos—. Está una tan cansada, que no se levantaría en todo el día... Viste a Leonor y a Enrique, para que vengan conmigo, y tú cuidarás de Estrella, porque no quiero llevarla, no vaya a ponerse mala con este tiempo tan crudo.
Mientras tanto, se lavaba apresuradamente, y se ponía una faldilla azul, ya muy vieja, que era la mejor que tenía, y un gabán de lana gris, al cual había puesto dos o tres remiendos el día antes.
—¿Y la sopa? ¡Maldita suerte! —volvió a murmurar.
Mientras su madre bajaba al comedor, tropezando con todo, Alicia volvió a la alcoba con Estrella en brazos. Ésta se había puesto a llorar otra vez. Pero estaba acostumbrada a los berridos de su hermana, y a pesar de sus ocho años escasos tenía ya astucias de mujer para engañar y entretener a la pequeña. La echó en su cama, aún caliente, y la durmió, metiéndole el dedo en la boca para que chupase.
Ya era tiempo, porque en aquel momento estallaba otra disputa entre Leonor y Enrique, que habían despertado al fin y entre los cuales tuvo ella que poner paz. Aquellos dos muchachos no congeniaban, ni estaban en paz y abrazados más que cuando dormían. La niña, que tenía seis años, se enredaba a pescozones con su hermanito, más pequeño, desde que se levantaban, y el pobre Enrique los sufría sin devolverlos. Los dos tenían la cabeza muy grande y desproporcionado, cubierta de encrespados cabellos pelirrojos. Fue menester, para que se restableciese la paz, que Alicia tirase a su hermana de los pies, amenazándole con arrancarle la piel a fuerza de azotes. Luego hubo llantos y furias al irlos a lavar y a vestir. No querían abrir la ventana, para que no se despertase el abuelo Buenamuerte, que seguía roncando en el camastro de sus nietos.
—¡Vamos, ya está esto! ¿Habéis acabado? —gritó la mujer de Maheu.
Había abierto las ventanas y avivado la lumbre, echándole más carbón. Su esperanza consistía en que el viejo no se hubiera comido la sopa. Pero como encontró el pucherete completamente limpio, puso a cocer un poco de verdura que tenía escondida. Tendrían que resignarse a beber agua, porque no debía de quedar café, ni mucho menos manteca; así es que se quedó sorprendida al ver que Catalina había hecho el milagro de dejar un poco de cada cosa. En cambio, el armario estaba completamente vacío: nada, ni una corteza de pan, ni un hueso que roer. ¿Qué iba a ser de ellos, si Maigrat se empeñaba en no fiarles más, y si las señoras de La Piolaine no le daban siquiera un par de francos? Porque cuando su marido y sus hijos volviesen del trabajo, había que comer irremisiblemente.
—¿Bajáis, o no? —gritó de nuevo—. Ya debía haberme ido.
Cuando Alicia y los dos niños entraron en la sala, dividió la verdura en tres platos. Ella no quería, porque no tenía ganas, según dijo. Aunque Catalina había vuelto a pasar por el colador el café del día antes, volvió a hacer lo mismo, y se bebió dos tazas seguidas de aquel brebaje, que parecía agua sucia. Pero, en fin, bueno estaba; al menos le quitaría el hambre, y la haría entrar en calor.
—Oye —dijo, dirigiéndose a Alicia—, ten cuidado de que no se despierte tu abuelo y de que no se rompa Estrella la cabeza; si se despierta y llora mucho, aquí tienes un terrón de azúcar, lo deshaces en agua, y le das unas cucharadas... Ya sé que eres buena, y que no te lo comerás tú.
—¿Y la escuela, mamá?
—¿La escuela? Otro día irás, porque hoy te necesito.
—¿Quieres que haga yo la comida, si vienes tarde?
—La comida, la comida... No; espera a que yo vuelva.
Alicia, que tenía la precoz inteligencia de casi todos los niños enfermos, sabía guisar muy bien. Pero debió de comprender lo que significaba la negativa de su madre, y no insistió. Estaba ya en pie toda la gente del barrio; bandadas de muchachos se dirigían a la escuela, haciendo sonar estrepitosamente sus zuecos en las losas de la calle. Dieron las ocho; de la casa contigua, donde vivían los Levaque, salía el ruido de animadas conversaciones. Las mujeres empezaban a trabajar en sus casas, afanándose alrededor de sus cafeteras, con los brazos en jarras y meneando las lenguas como aspas de molino. Una cara ajada, de labios gruesos, de nariz chata, se acercó a la ventana de la sala de los Maheu, diciendo:
—¡Hola, vecina! ¿Sabes que hay novedades?
—Bueno, bueno; luego me las contarás —contestó la mujer de Maheu—, tengo que salir.
Y temiendo caer en la tentación de ponerse a chismorrear, agarró de la mano a Leonor y a Enrique, y salió con ellos. En el piso de encima, el viejo Buenamuerte seguía roncando como un bendito.
Al salir a la calle, la mujer de Maheu se quedó sorprendida, notando que el viento había cesado completamente. Estaba deshelando, pero hacía un frío intensísimo; el cielo tenía color de tierra, las paredes chorreaban a causa de la humedad, los caminos estaban intransitables por el mucho barro, un barro especial, que sólo se conoce en el país del carbón, negro y tan áspero, que se dejaba uno en él la suela de los zapatos. Al poco rato tuvo que dar una bofetada a Leonor, porque la chicuela se entretenía en recoger el barro con la punta de sus zuecos, como si fueran una pala.
—¡Verás, verás tú, grandísimo tunante, si te cojo y te rompo el alma, para que no hagas más bolitas!
Era que Enrique había recogido un puñado de barro, y se entretenía en hacer bolas con él. Los dos chiquillos, escarmentados por igual, entraron en orden, y ya muy formales, siguieron andando con trabajo porque los piececillos se les clavaban en el fango a cada paso.
Por el lado de Marchiennes, la carretera se extendía, bien cuidada, durante un par de leguas; pero por el de Montsou, el camino tenía mucha cuesta, y estaba lleno de baches; en cambio, estaba mucho más animado, porque a sus bordes comenzaba el pueblo. Multitud de casitas, pintadas unas de amarillo, otras de azul, otras con cal blanca, animaban el paisaje. Se veían también algunas casas más grandes, de dos pisos; estaban destinadas a vivienda de los jefes de taller. Una iglesia, también de ladrillos, que parecía un modelo de fábrica de nueva arquitectura, con su campanario cuadrado en forma de chimenea, y ennegrecido por el polvillo de carbón que invadía toda la campiña, era el edificio más saliente de todos. Ya dentro del pueblo, y aun en los caseríos de la carretera, predominaban las tiendas de bebidas, las tabernas, los despachos de cerveza, tan numerosos, que entre las mil casas del pueblo había quinientas tabernas lo menos.
Al aproximarse a las canteras de la Compañía, que eran una vasta serie de almacenes y talleres, la mujer de Maheu se decidió a coger un chico de cada mano. A la entrada de aquéllas se veía el palacio del director, señor Hennebeau; una especie de chalet enorme, separado del camino por una verja, y seguido de un jardín, donde crecían algunos árboles raquíticos. Precisamente a la puerta había un carruaje, del que se apearon un caballero y una señora envuelta en un abrigo de pieles: sin duda, alguna visita de París que había llegado aquella mañana a la estación de Marchiennes, porque la señora Hennebeau, que salió a recibirlos, lanzó una exclamación de sorpresa y alegría.
—¿Queréis andar, demonios? —gruñó la mujer de Maheu, tirando de sus dos hijos, que se atascaban en el fango.
Llegó a casa de Maigrat muy emocionada. Maigrat vivía al lado del palacio del director; una tapia separaba el hotel del señor Hennebeau de la estrecha vivienda que habitaba el comerciante, quien tenía un almacén y una tiendecilla, cuya puerta daba a la carretera. En ella vendía un poco de todo: especias, salchichería, frutas, pan, cerveza y objetos de fantasía. Había sido vigilante en la mina Voreux, y luego, al abrir tienda, empezó con una muy pequeña; pero después, gracias a la protección decidida de sus jefes, la había agrandado, aumentando su comercio, y acabando por matar la venta al por menor en Montsou. Acaparó las mercaderías, y su importante clientela de obreros le permitía vender a precios más baratos y abrir créditos mayores que todos los demás tenderos. Por otra parte, seguía siendo el protegido de la Compañía, que le había hecho de nueva planta la tienda y el almacén.
—Aquí estoy otra vez, señor Maigrat —dijo la mujer de Maheu con humildad, al verle en la puerta.
Él la miró sin contestarle. Era un hombre alto, grueso, fornido, que pretendía ser enérgico, y que cuando tomaba una resolución, ésta era siempre irrevocable.
—Vamos, no me despida como ayer. Necesitamos comer pan, de aquí al lunes... Es verdad que hace dos años le debemos sesenta francos; pero...
Y siguió hablando con frase entrecortada y voz poco segura. Aquélla era una deuda antigua, contraída durante una huelga. Veinte veces habían prometido pagarla; pero como no podían, apenas le daban cuarenta sueldos cada quincena. Además, les había sucedido una desgracia; habían tenido que pagar veinte francos a un zapatero que quería embargarles, y por eso no tenían ni un céntimo. Si no, hubieran podido tirar hasta el sábado, como los demás compañeros.
Pero Maigrat, sin abrir la boca, sin mirarla siquiera, recostado en el quicio de la puerta, y con los brazos cruzados sobre el pecho, contestaba que no con la cabeza a cada una de aquellas súplicas.
—Nada más que pan, señor Maigrat. Ya ve que soy razonable; no quiero café... sólo dos panes de tres libras todos los días.
—¡No! —exclamó él al fin con toda su fuerza.
Su mujer había aparecido en aquel momento; era una pobre criatura, endeblucha, que pasaba los días sobre su libro de cuentas sin atreverse siquiera a levantar la cabeza. Pero se marchó enseguida, compadecida de aquella infeliz, que le dirigía miradas suplicantes. Se decía de ella que prestaba de buen grado el lecho conyugal a las muchachas de los parroquianos. Era cosa sabida: cuando un minero deseaba una prórroga de crédito, no tenía más que mandar a su hija o a su mujer, fuesen guapas o feas, con tal de que se mostraran complacientes.
La mujer de Maheu, que seguía suplicando con la vista, se sintió turbada ante la insistencia de los ojillos de Maigrat, que la contemplaban de un modo extraño. Aquello la puso fuera de sí; lo hubiera comprendido antes de tener siete hijos, cuando era joven y guapa. Y se marchó de allí arrastrando a Leonor y a Enrique, que se entretenían en recoger las cáscaras de nuez que había en el suelo de la tienda.
—Acuérdese de lo que le digo, señor Maigrat; esto le traerá alguna desgracia.
No le quedaba ya más esperanza que los señores de La Piolaine. Si éstos no le daban siquiera un par de francos, se morirían todos de hambre en su casa.
Había tomado el camino de Joiselle. Allá, a la izquierda, en un recodo de la carretera, estaba el palacio del Consejo de Administración, magnífico edificio, donde todos los años se reunían señorones de París, y príncipes, y generales, a celebrar con grandes banquetes el aniversario del establecimiento de la Compañía. Mientras caminaba, iba gastando mentalmente los dos francos: primero pan, luego un poco de café, enseguida manteca y patatas para las sopas de por la mañana y el guisote de al mediodía, y tal vez pudiera permitirse también el lujo de un poco de carne de cerdo: su marido necesitaba tomar carne en alguna comida.
Se encontró con el cura de Montsou, el padre Joire, que pasaba por allí, remangándose la sotana con la delicadeza propia de un gato mimado y bien nutrido que teme mojarse la cola. Era un hombre de buen carácter, vivía en paz con todo el mundo, y procuraba ocuparse lo menos posible de las cosas de la vida.
—Buenos días, señor cura.
El padre Joire no se detuvo: dirigió una sonrisa a los niños, y la dejó plantada en medio del camino. La mujer de Maheu no tenía religión; pero, sin saber por qué, había supuesto que aquel cura iba a darle algo. Y continuó su camino por en medio del lodazal que produjeran las últimas lluvias.
Tenía que andar dos kilómetros más, y le era necesario tirar de los chicos, que ya no podían con su alma, y que, rendidos de cansancio, habían dejado de estar alegres y juguetones.
A un lado y otro del camino se veían casas iguales a las de antes: los mismos edificios de ladrillos con sus grandes chimeneas, ennegrecidas por el humo y el polvillo del carbón. Y más allá los campos áridos, inmensos, semejantes a un desierto negro, sin que la monotonía del paisaje se alterara en lo más mínimo hasta que la vista tropezaba en el horizonte con la línea verde oscuro del bosque de Vandame.
—Llévame en brazos, mamá.
Y ella los llevaba un rato a uno y otro a otro, por turno. El camino estaba lleno de charcos, y la pobre mujer se levantaba las faldas hasta la rodilla, temiendo llegar demasiado sucia. Dos o tres veces se vio a punto de caer, porque el suelo estaba muy resbaladizo, y cuando al fin llegaron a La Piolaine, tres perros enormes se abalanzaron hacia ellos, ladrando con tal furia, que los niños se asustaron. Hubo necesidad de que el cochero cogiese un látigo.
—Quitaos los zuecos y entrad —les dijo Honorina.
En el comedor, la madre y los chicos se quedaron inmóviles, aturdidos por la brusquedad del cambio de temperatura, y turbados ante las miradas de aquellos dos señores viejos, repantigados en sus sillones.
—Hija mía —dijo la señora Grégoire—, desempeña tu cometido.
Los señores Grégoire dejaban a Cecilia la tarea de dar sus limosnas. Aquello entraba en su plan de buena educación. Era necesario ser caritativo, y añadían ellos mismos que su casa era para los pobres la casa de Dios. Además, se alababan de hacer la caridad de un modo inteligente y cuidadoso, para no ser víctimas de engaños que pudieran alimentar el vicio. Así es que nunca daban dinero, ¡jamás!, ni dos céntimos, porque era cosa sabida que en cuanto un pobre cogía algunos cuartos, iba a gastarlos en vino o en cerveza. Sus limosnas se hacían siempre en especie, y principalmente en ropas de abrigo, que distribuían en invierno a los niños indigentes.
—¡Oh, pobrecillos! —decía Cecilia mirando a Leonor y a Enrique—. ¡Qué pálidos están de haber andado al frío!... Honorina, sube a mi cuarto, y tráeme un paquete que tengo allí.
Las criadas también miraban a aquellos miserables con la compasión poco profunda de gente que tiene la comida asegurada. Mientras la doncella subía al cuarto de la señorita, la cocinera, por curiosidad y haciéndose la distraída, continuaba de pie junto a la mesa, con las manos cruzadas y sin llevarse el pastel.
—Precisamente —continuó Cecilia— tengo todavía dos trajecitos de lana de mucho abrigo... ¡Ya verá qué bien les están a estos pobrecitos!
—Muchas gracias, señorita... Son ustedes muy bondadosos...
Las lágrimas le habían humedecido los ojos; se creía segura de conseguir los dos francos, y no la preocupaba más que la forma en que debía pedirlos, si no se los ofrecían antes. La doncella no bajaba, y hubo un momento de embarazoso silencio. Los dos chicos no quitaban los ojos del pastel.
—¿No tenéis más que estos dos? —preguntó la señora Grégoire, por romper el silencio.
—¡Oh no, señora; tengo siete!
El señor Grégoire, que había vuelto a emprender la lectura de su periódico, tuvo un sobresalto de indignación.
—¡Siete hijos! ¡Virgen Santísima!
—Eso es una imprudencia —añadió su esposa.
La mujer de Maheu hizo un vago ademán de excusas.
—¿Qué quiere usted? —dijo—. Esas cosas no se piensan, y los hijos vienen naturalmente. Además, cuando son mayores, ganan dinero y ayudan a los gastos de la casa.
Su familia, por ejemplo, viviría regularmente, si no fuera porque tenían en casa al abuelo, que ya no estaba el pobre para nada, y si no existieran más que los dos hijos mayores y su hija Catalina, que podían bajar a la mina. Pero era necesario dar de comer también a los pequeños, que no servían aún para nada.
—Según eso —dijo la señora de Grégoire—, hace mucho tiempo que trabajáis en las minas. Una sonrisa silenciosa animó el lívido semblante de la mujer de Maheu.
—¡Ah! ¡Sí... sí, señora! Yo trabajé en ellas hasta la edad de veinte años. El médico dijo que me moriría si seguía trabajando, cuando tuve el segundo parto. Además, por entonces fue cuando me casé, y tenía bastante que hacer en mi casa... Pero la familia de mi marido trabaja en las minas desde tiempo inmemorial. Creo que empezó el abuelo del abuelo de mi marido; en fin, qué sé yo... Desde que se dio el primer golpe de pico en la mina Réquillart.
Otra vez el señor Grégoire había dejado el periódico, y contemplaba con expresión singular a la pobre mujer y a sus dos hijos, con aquella carne de color de cera, con aquellos cabellos despeinados, roídos por la anemia y con la fealdad triste de la gente hambrienta. Sobrevino otro momento de silencio, interrumpido tan sólo por el chisporroteo de la lumbre en la chimenea. En el comedor se disfrutaba de esa tranquilidad, de ese colorcito agradable, característico en el hogar de los burgueses ricos.
—¿Qué hace esa muchacha? —dijo Cecilia, impaciente—. Melania, sube a decirle que el paquete está en la última tabla del armario, a la izquierda.
El señor Grégoire terminó de formular en voz alta las reflexiones que le inspiraba la vista de aquellos pobres diablos.
—La verdad es que las cosas de este mundo andan mal; pero preciso es confesar también, buena mujer, que los obreros no suelen ser precavidos... Así, en vez de economizar algún cuarto, como hace la gente del campo, nuestros mineros beben, contraen deudas y acaban por carecer de lo necesario para mantener a sus hijos.
—El señor tiene razón —contestó tranquilamente la mujer de Maheu—. No todos andan por buen camino. Eso les digo a muchos cuando se quejan... Yo he tenido suerte, porque mi marido no bebe. Algunos domingos toma una copa de más; pero, en fin, eso sucede rara vez. La cosa es tanto más de agradecer, cuanto que antes de casarnos estaba siempre como una cuba, y ustedes perdonen la expresión... Y, sin embargo, maldito si adelantamos gran cosa con que sea hombre de bien. Hay algunos días, como hoy, por ejemplo, que no se encuentra en casa ni un cuarto, ni un mendrugo de pan.
Quería preparar el terreno para que le ofreciesen los dos francos, y continuó explicándoles la deuda fatal que habían contraído, pequeña al principio, más grande después, y por fin insoportable para sus escasos recursos. Mientras se cobraba puntualmente las quincenas, menos mal; pero en cuanto que por cualquier causa se retrasaba el cobro, aunque sólo fuera un día, no había ya medio de volverse a poner al corriente. La situación iba empeorando cada vez más, y los hombres se cansaban de trabajar, viendo que no sacaban ni lo indispensable para comer. Nada, no había remedio; no volvía uno a nivelarse en toda la vida. Además, era necesario comprender la razón: los carboneros necesitaban un jarro de cerveza de cuando en cuando para quitarse el polvo de la garganta. La cosa empezaba por ahí, y concluía por no salir el hombre de la taberna cuando estaba disgustado. Quizás fuera (y esto lo decía con el debido respeto y sin quejarse de nadie) que no pagaban a los obreros como era debido.
—Yo creía —dijo la señora Grégoire— que la Compañía les daba casa y lumbre. La mujer de Maheu miró oblicuamente la chimenea del comedor.
—Sí, sí; nos dan carbón... no muy bueno... pero, en fin, que arde... En cuanto a la casa, no nos hacen pagar más que seis francos al mes; parece que no es nada, y muchas veces no se pueden pagar... A mí, por ejemplo, aunque me hiciesen pedazos hoy, no me sacarían ni un cuarto. Donde no hay, no hay.
El señor Grégoire y su esposa callaban, cómodamente arrellanados en las butacas, y empezando a sentir cierto malestar ante el espectáculo de aquella miseria. Ella temió haberlos ofendido, y añadió con su aire tranquilo de mujer práctica:
—Todo esto no lo digo por quejarme. Las cosas están así, y es preciso aceptarlas como son, tanto más, cuanto que hiciéramos lo que hiciéramos estaríamos lo mismo... Así es que lo mejor, ¿no les parece?, es dedicarse a cumplir los deberes que Dios nos ha impuesto a cada cual.
El señor Grégoire aplaudió mucho la reflexión.