Kitabı oku: «Filosofía de la cultura y transmodernidad: ensayos», sayfa 4

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Primera parte

Iberoamérica en la historia universal 1

Conocemos «algo» cuando hemos comprendido su contenido intencional. «Comprender» significa justamente abarcar lo conocido; pero para «abarcar» es necesario todavía previamente situar lo que pretendemos conocer dentro de ciertos límites, es decir, debemos delimitarlo. Por ello, el horizonte dentro del cual un ser queda definido es ya un elemento constitutivo de su entidad noética.

Esta «delimitación» del contenido intencional es doble: por una parte, objetiva, ya que ese «algo» se sitúa dentro de ciertas condiciones que lo fijan concretamente, impidién-dole una absoluta universalidad, es decir, es un tal ente. Pero, sobre todo, el contenido de un ser está subjetiva e intencionalmente limitado dentro del mundo del que lo conoce. El mundo del sujeto cognoscente varía según las posibilidades que cada uno haya tenido de abarcar más y mayores horizontes, es decir, según la concreta posición que haya permitido a este hombre abrir su mundo, desquiciarlo, sacarlo de su limitación cotidiana, normal, habitual. En la medida en que el mundo de alguien permanece en continua disposición de crecimiento, de desbordar los límites, la finitud ambiente, las fronteras ya constituidas, en esa medida, ese sujeto realiza una tarea de más profunda y real comprensión de aquello que se encuentra teniendo un sentido en su mundo; de otro modo, todo recobra un sentido original, universal, entitativo.

Lo dicho puede aplicarse al ser en general, pero, de una manera aún más adecuada, al ser histórico. La temporalidad de lo cósmico adquiere en el hombre la particular connotación de historicidad. Ónticamente, dicha historicidad no puede dejar de tener relación con la conciencia que de dicha historicidad se tenga, pues el poder transcurrir en el tiempo es historia, sólo y ante una conciencia que juzga dicha temporalidad, al nivel de la autoconciencia o conciencia desí-mismo (Selbstbewusstsein), que constituye la temporalidad e historicidad, y por cuanto la «comprensión» es definición o delimitación, el conocimiento histórico —sea científico o vulgar— posee una estructura que le es propia, que le constituye, que le articula. Dicha estructura es la periodización. El acontecer objetivo histórico es continuo, pero en su misma «continuidad» es ininteligible. El entendimiento necesita discernir diversos momentos y descubrir en ellos contenidos intencionales. Es decir, se realiza cierta «discontinuidad» por medio de la división del movimiento histórico en diversas eras, épocas, etapas (Gestalten). Cada uno de esos momentos tiene límites que son siempre, en la ciencia histórica, un tanto artificiales. Pero es más, el mero hecho de la elección de tal o cual frontera o límite define ya, en cierto modo, el momento que se delimita, es decir, su contenido mismo.

En los estados modernos, la historia se ha transformado en el medio privilegiado de formar y conformar la conciencia nacional. Los gobiernos, las elites dirigentes tienen especial empeño en educar al pueblo según su modo de ver la historia. Ésta se transforma en el instrumento político que llega hasta la propia conciencia cultural de la masa —y aun de la «inteligencia»—. Los que ejercen el poder, entonces, tienen especial cuidado de que la periodización del acontecer histórico nacional sea realizada de tal grado que justifique el ejercicio del gobierno por el grupo presente como un cierto clímax o plenitud de un periodo que ellos realizan, conservan o pretenden cambiar.

La historia es «conciencializada» —hecha presente de manera efectiva en una conciencia— dentro de los cauces de la periodización. El primer límite del horizonte de la historia de un pueblo es, evidentemente, el punto de partida o el origen de todos los acontecimientos o circunstancias desde donde, en la visión del que estudia la historia, debe partirse para comprender lo que vendrá «después». Así, la historia de un movimiento revolucionario negará la continuidad de la tradición para exaltar su discontinuidad, y tomará como modelo otros movimientos revolucionarios que negaron las antítesis superadas —al menos para el revolucionario.

Por el contrario, los grupos tradicionalistas resaltarán la continuidad, y situarán el punto de partida allí donde la Gestalt (momento histórico) fue constituida, de la cual son beneficiarios y protectores —tiempos heroicos y épicos, en los que las elites crearon una estructura que, en el presente, los elementos tradicionalistas no pueden ya recrear—. Es dado aún discernir una tercera posición existencial, la de aquellos que sin negar el pasado y su continuidad, siendo fieles al futuro, poseen la razón y fuerza suficientes para reestructurar el presente —pero aquí no pretendemos hacer una fenomenología de dicha «posición» ante la historia.

I. En América —nos referimos a aquella América que no es anglosajona— la conciencia cultural de nuestros pueblos ha sido formada por una historia hecha, escrita y enseñada por diversos grupos que no sólo realizan la labor intelectual del investigador, como un fin en sí, sino que, comprometidos en la historia real y cotidiana, debían imprimir a la historia un sentido de saber práctico, útil, un instrumento ideológico-pragmático de acción —y en la mayoría de los casos, como es muy justificado, de acción política y econó-mica—. Puestos entonces a «hacer ciencia histórica» —o al menos «autoconciencia histórica»—, la primera tarea que les ocupó fue la de fijar los límites y, en especial, el punto de partida.

Es bien sabido que para la conciencia primitiva el punto de partida se sitúa en la intemporalidad del tiempo mítico — in illo tempore diría Mircea Eliade—, donde los arquetipos primarios regulan y justifican simbólica y míticamente la cotidianidad de los hechos profanos (divinizados en la medida que son repetición del acto divino). Así nacen las teogonías que explican el origen del cosmos y del fenómeno humano.

La conciencia mítica no ha desaparecido en el hombre moderno y, como bien lo ha mostrado Ernst Cassirer en El mito del estado, las sociedades contemporáneas «mitifican» sin tener conciencia de ello. «Mitificar» en la ciencia histórica es fijar límites otorgándoles un valor absoluto y, por ello mismo, desvalorizando «lo anterior», o simplemente negándolo. En esto, tanto el revolucionario como el tradicionalista se comportan del mismo modo; lo único que los diferencia es que el revolucionario absolutiza una fecha reciente o aun futura, mientras el tradicionalista la fija en un pasado menos próximo.

II. En las ciencias físico-naturales, uno de los fenómenos más importantes de nuestro tiempo es el de haber destruido los antiguos «límites intencionales» que encuadraban antes el mundo micro y macrofísico, biológico, etcétera. La «desmitificación» (Entmytologisierung) del primer límite astronómico se debió especialmente a Copérnico y Galileo que destronaron a la tierra de su centralidad cósmica —gracias a la previa desmitificación del universo realizada por la teología judeocristiana, como lo muestra Duhem—2, para después destronar igualmente al sol hasta reducirlo a un insignificante punto dentro de nuestra galaxia, que posee un diámetro de más de 100 mil años luz. La «desmitificación» biológica se debió a la teoría de la evolución —bien que rectificando las exageraciones darwinianas—, donde el hombre llega a ser «un» ser vivo en la biosfera creciente y cambiante. La «desmitificación» de la conciencia primitiva, o a-histórica, se origina con el pensamiento semita, en especial el hebreo, pero cobra toda su vigencia en el pensamiento europeo a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX; siendo Hegel, entre todos, el que con sus Vorlesungen sobre la Weltgeschichte3 inicia un proceso de universalización de la autovisión que el hombre moderno tiene de su propia temporalidad.

«Desmitificar» en historia es destruir los particularismos que impiden la auténtica comprensión de un fenómeno que sólo puede y debe ser comprendido teniendo en cuenta los horizontes que lo limitan, y que, en último término, no es otro que la historia universal —que pasando por la prehistoria y la paleontología se entronca con la temporalidad cósmica—. Querer explicar la historia de un pueblo partiendo o tomando como punto de partida algunos hechos relevantes —aunque sean muy heroicos y que despierten toda la sentimentalidad de generaciones— que se sitúan al comienzo del siglo XIX o del XVI, es simplemente «mitificar», pero no «historiar». Por ello mismo, la conciencia cultural —que se forma sólo ante la historia— queda como debilitada, primitiva, sin los recursos necesarios para enfrentar vitalmente la dura presencialidad de lo real.

III. En América —no hablamos de la anglosajona— hay muchos que fijan su «punto de partida» en algunas reestructuraciones que han tenido mayor o menor éxito; sean las de México, Bolivia o Cuba. Explican la evolución y el sentido de nuestra historia aumentando desmesuradamente dichos acontecimientos, y negando el periodo anterior; es decir, el liberal capitalista o de la oligarquía más o menos positivista, no en tanto positivista, pero sí en cuanto oligarquías. Las figuras que han tomado parte o que han originado dichas revoluciones —por otra parte no criticables, sino más bien dignas de honor— son elevadas al nivel del «mito», y se transforman en bandera de estos movimientos. No queremos negar la importancia de la reestructuración en América —tanto de un punto de vista político, económico, cultural, etcétera—. Sólo queremos indicar el «modo» que dichos movimientos utilizan para explicar su propia existencia dentro del proceso histórico —si es que emplean alguno—. Se desolidarizan, en primer lugar, de todo lo pasado, y, con ello, se tornan «inocentes» —un estado análogo a la impecabilidad paradisiaca— de todo el mal e injusticia presente y pasada. Pero al mismo tiempo, por su mesianismo coesencial, se muestran como los portadores esperanzados de todo el bien futuro. Absolutizan o exaltan el tiempo de la agonía inicial, del caos desde el cual emanará el orden, elemento esencial en el temperamento dionisiaco: la revolución es la muerte de donde procede la vida —como la semilla del culto agrario.

IV. Otros, en cambio, luchando contra revolucionarios han edificado su construcción sobre el confuso límite que abarca la primera parte del siglo XIX, desde 1808 a 1850, aproximadamente, tiempo en el que se produce la ruptura política y cultural con el pasado colonial. Allí encuentran su origen los liberales criollos, el capitalismo nacional, el político oligárquico (que produjo el tan necesario movimiento de universalización y secularización en el siglo XIX) y el intelectual positivista que da espaldas al pasado hispánico.

Su tiempo «mítico» no puede ser sino el de la independencia, negando el tiempo colonial, y con ello a España y el cristianismo. En ese espacio mítico, en ese panteón se eleva el culto a hombres heroicos que han sido configurados con perfiles de una tal perfección que cuando el científico historiador se atreve a tocarles —mostrando los relieves auténticos de su personalidad— es juzgado casi de sacrílego. El proceso es análogo: se absolutiza un momento original; siendo aquí la etapa agónica o épica, la época de la emancipación. Todo esto es una exigencia para dar un sentido a cada nación en sí misma, naciendo así un aislacionismo de las diversas repúblicas americanas, enclaustradas en sus propias «historias» más o menos desarticuladas con las otras comunidades de la historia universal, las «historias» que los estudiantes reciben muchas veces en las aulas pareciera más un anecdotario que una «historia» con sentido. Es que, al haber elegido un límite demasiado próximo, impide la auténtica comprensión4.

V. Hay otros que amplían el horizonte hasta el siglo XVI. Casi todos los que han realizado este esfuerzo han encontrado después suma dificultad en saber integrar el siglo XIX y, sobre todo, el presente revolucionario; pues el mero tradicionalista no alcanza a poseer la actitud histórica indispensable para gustar e investigar la totalidad de un proceso que no puede alcanzar sentido sino en el futuro. Llamaremos «colonialistas» o «hispanistas» a todos aquellos que han sabido buscar los orígenes de la civilización hispano-americana más allá del siglo XIX. Para ellos la época épica significará la proeza de Cristóbal Colón, de Hernán Cortés o Pizarro. No se hablará ya de un Castro, ni de un Rivadavia, sino de Isabel y Fernando o de Carlos y Felipe. ¡Es el siglo de oro! —en lo que tiene de oro objetivo, que es mucho—, y de «mítico» (pues no se alcanza muchas veces a discernir en su misma plenitud los fundamentos de su decadencia, por otra parte necesaria en todo lo humano). Así como el liberal del siglo XIX negaba a España, el hispanista negará la Europa protestante, anglicana o francesa. Así como el revolucionario negará el capitalismo, o el liberal el cristianismo, así el hispanista negará el renacimiento, que desembocará en el mecanicismo industrial —aceptando y aún dirigiendo, principalmente gracias a Salamanca y Coimbra, el renacimiento filosófico y teológico, hasta cuando fue desplazado al fin del siglo XVII —. El «hispanista» —en oposición a la posición «europeísta» que pretende considerar todo el fenómeno del continente— no puede explicar la decadencia de América hispana desde el siglo XVIII y, sobre todo, no comprende la evolución tan diversa de América anglosajona, ni puede justificar las causas de su rápida expansión, en aquello que tiene de positivo. «Mitificando» el siglo XVI desrealiza América y la torna incomprensible en el presente, y permanece como sobrepasado o ahogado en dicho presente que le consterna, o, al menos, le manifiesta la inmensa distancia de las «dos» Américas —en lo que se refiere a instrumentos de civilización y nivel de vida—. En tres sentidos hay que desbordar el siglo XVI español para comprender la historia de Iberoamérica5. En España, hay que internarse en la edad media, descubriendo las influencias islámicas. En Europa, hay que ir al temprano renacimiento de los estados pontificios, pero sobre todo al triángulo que forman Génova-Venecia-Florencia6, que explican ya desde los siglos X y XI la civilización técnica universal que crece en nuestros días. En América misma no deben dejarse de lado las grandes culturas —tanto la azteca como la inca—, y sus tiempos clásicos —el área mayoide y preazteca y el Tihuanaco—, que determinarán las estructuras de la conquista, la colonización y la vida americana hispánica. Pero aun las culturas secundarias, como la chibcha, o las más primitivas significarán siempre el fundamento sobre el que se depositarán muchos de los comportamientos actuales del mundo rural o del urbano popular. El historiador podría conformarse con esto, mientras que el filósofo —que busca los fundamentos últimos de los elementos que constituyen la estructura del mundo latinoamericano— deberá aún retroceder hasta la alta edad media, la comunidad primitiva cristiana en choque contra el imperio, el pueblo de Israel dentro del contexto del mundo semita —desde los acadios hasta el islam—. En fin, explicar la estructura intencional (el núcleo ético-mítico) de un grupo exige un permanente abrir el horizonte del pasado hacia un pasado aún más remoto que lo fundamente. Es decir, explicar la historia de un pueblo es imposible sin una historia universal que muestre su contexto, sus proporciones, su sentido —y esto en el pasado, presente y próximo futuro—. Ese permanente «abrir» impide la «mitificación» y sitúa al pensador como ser histórico ante el hecho histórico, es decir siempre «continuo», y, en definitiva, ilimitado. En esto estriba la dificultad y la exigencia del conocimiento histórico.

VI. Por último, se ha originado en América un movimiento de gran valor moral, social y antropológico, que se ha dado en denominar indigenista. En México y en Perú posee fervientes y muy notorios miembros que por su ciencia o prestigio honran el continente. Sin embargo, dentro de los marcos que nos hemos fijado en este corto trabajo, debemos considerar el aspecto mítico del indigenismo.

Cuando se descubre la dignidad de personas humanas, de clase social, de alta cultura del primitivo habitante de América, y se trabaja en su promoción, educación, no puede menos que colaborarse con un tal esfuerzo. Pero cuando se habla de las civilizaciones prehispánicas como la época en la que la paz y el orden, la justicia y la sabiduría reinaban en México o Perú, entonces, como en los casos anteriores, dejamos la realidad para caer en la utopía, en el mito. Hoy es bien sabido que las civilizaciones amerindianas no pasaron nunca el estadio calcolítico7, y que por la falta de comunicación se producía una enorme pérdida de esfuerzos, ya que cada grupo cultural debía ascender sólo una parte de la evolución civilizadora. Al fin, las civilizaciones se corrompían a sí mismas sin contar con la continuidad que hubiera sido necesaria8. El imperio guerrero de los aztecas estaba lejos de superar en orden y humanidad al México posterior a la segunda audiencia, desde 1530. Y si el imperio inca puede mostrarse como ejemplo —mucho más que el mexicano—, el sistema oligárquico justificaba el dominio absoluto de una familia, los nobles y los beneficiarios del estado. El indigenista negará por principio la obra hispánica y exaltará todo valor anterior a la conquista (hablo sólo de la posición extrema). La América precolombina tenía de 35 a 40 millones de habitantes, alcanzando hoy los 25 millones —del 100 por ciento, el indio ha pasado a ser algo más del seis por ciento—. En verdad, el habitante de la América no anglosajona no es el indio sino el mestizo. La cultura y la civilización americana no es la prehispánica, sino aquella que lenta y sincréticamente se ha ido constituyendo después. Eso no significa que deba destruirse o negarse el pasado indio; muy por el contrario, significa que debe tenérselo en cuenta e integrarlo en la cultura moderna por la educación, en la civilización universal por la técnica, en la sociedad latinoamericana por el mestizaje.

VII. Desde una consideración del acontecer humano dentro de los marcos de la historia universal, América ibérica adquirirá su relieve propio, y las posiciones que parecieran antagónicas —como las captadas por los indigenistas extremos, hispanistas, liberales o marxistas— serán asumidas en la visión que las trasciende unificándolas. Es la Aufhebung, la anulación de la contradicción aparente, por positiva asumpción —ya que se descubre el phylum mismo de la evolución—. No es necesario negar radicalmente ninguno de los contrarios —que son contrarios sólo en la parcial mirada del que ha quedado como aislado en el estrecho horizonte de su Gestalt (momento histórico) en mayor o menor medida artificial— sino más bien asumirlos en una visión más universal que muestre sus articulaciones en vista de un proceso con sentido que pasa inapercibido a la observación de cada uno de los momentos tomados discontinuamente.

Si se considerase así la historia iberoamericana, adquiriría un sentido, y al mismo tiempo movería a la acción. Sería necesario remontarse, al menos, al choque milenario entre los pueblos indogermanos, que desde el Indo hasta España se enfrentaron con los pueblos semitas —que en sucesivas invasiones partían del desierto arábigo para disputar la Media Luna—. El indogermano es una de las claves de la historia universal, no sólo por cuanto toca al Asia y Europa, sino porque su mundo —de tipo a-histórico, dualista— tiene muchas analogías con los del mundo extremo oriental y americano prehispánico. Por el contrario, el semita, descubre un comportamiento sui generis fundado en una antropología propia. Lo cierto es que paulatinamente se produjo la semitización del Mediterráneo, ya sea por el cristianismo o el islam. El mundo cristiano se enfrentó desde el norte al pueblo semita del sur —el islam organizado en califatos—, naciendo así la Europa medieval, heredera del imperio, y que con Carlos V realiza su último esfuerzo para desaparecer después. España fue el fruto tardío y maduro de la cristiandad medieval, pero al mismo tiempo (quizá por condiciones mineras o agrícolas) inexperta en la utilización de los instrumentos de la civilización técnica, en la racionalización del esfuerzo de la producción maquinista, fundamento de la nueva etapa que iniciaba la humanidad, especialmente en el campo de la economía y las matemáticas. El nacionalismo de la monarquía absoluta mantuvo unida América hispánica, pero su propia ruina significó la ruina de las Indias occidentales y orientales. El oro, la plata y los esclavos —base de la acumulación del poderío económico e industrial europeo, que desorganizó y destruyó el poder árabe y turco— dieron a España un rápido y artificial apogeo, transformándose la península en camino de las riquezas, en vez de ser su fragua y su fuente. La crisis de la independencia fue, por su parte, la división artificial y anárquica de los territorios gobernados por los virreinatos, audiencias y obispados y, por último, significó un proceso de universalización cultural eliminando la vigilancia tantas veces eludida de la inquisición —y al mismo tiempo de la universidad española— para dejar entrar, no siempre constructivamente, el pensamiento europeo (especialmente francés) y estadunidense.

VIII. La historia de América ibérica se muestra heterogénea e invertebrada en el sentido de que por un proceso de sucesivas influencias extranjeras se va constituyendo, por reacción, una civilización y cultura latino americana. Dicha cultura, en su esencia, no es el fruto de una evolución homogénea y propia, sino que se forma y conforma según las irradiaciones que vienen desde afuera, y que cruzando el Atlántico adquieren caracteres míticos —el laicismo de un Littré, por ejemplo, o el positivismo religioso de un Comte, nunca llegaron a ser practicados en Francia con la pure-za y pasión que fueron proclamados en Latinoamérica—. Pareciera que una ideología en Europa guarda una cierta proporción y equilibrio con otras, en un mundo complejo y fecundo —porque de la vejez de Europa sólo hablan los que no la conocen—. En América, dichas ideologías —como un electrón desorbitado— producen efectos negativos, ideologías utópicas y, al fin, nocivas. Esto es una nueva prueba de que, para comprender los siglos XIX y XX, es esencial tener en cuenta el contexto de la historia universal.

Una visión que integre verticalmente —desde el pasado, remoto y horizontal, en un contexto mundial— la historia de América ibérica no existe hasta el presente. Mientras no exista, será muy difícil tomar conciencia del papel que nos toca desempeñar en la historia universal. Sin dicha conciencia la conducción misma de la historia —tarea del político, del científico, etcétera— se torna problemática. De allí la desorientación de muchos en América Latina.