Kitabı oku: «Las tres estaciones», sayfa 4

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LA SUZANITA

El Peugeot se detuvo en la esquina de la gasolinera. Allí se terminaba el asfalto y empezaba el camino de terracería. Era como la frontera del mundo con otro mundo. De allí en adelante, continuaría a pie.

–Precaución, compañero –había dicho el Gitano la noche anterior, mientras nos acabábamos el café.

El chofer gordo y asoleado se sacó un pañuelo del bolsillo y, sin quitarse el cigarro de la boca, se secó la frente, la barbilla y la nariz. Luego miró el taxímetro, que marcaba dieciocho cuarenta, y dijo:

–Veinte.

Le extendí dos billetes de diez y uno de cinco y dije:

–Gracias.

Él gruñó algo incomprensible. Bajé del coche.

Me quedé parado en la carretera, justo allí, en la frontera entre el asfalto y el camino de terracería, viendo cómo el taxista maniobraba sin ninguna pericia, volvía a subir el Peugeot al asfalto y, al poco tiempo, desaparecía.

Cruzar la frontera entre los dos mundos por la derecha de la gasolinera, doblar a la derecha en el primer callejón, caminar cuatro cuadras, hacer alto, encender un cigarro, continuar, ahora hacia la izquierda por otro callejón sin asfalto, seguir hasta llegar a un bar llamado La Suzanita, tal cual, con z. Alguien estará allí, dijo el Gitano, que era de pocas palabras.

–¿Él va a estar allí?

– Quizás. Es posible. Todo es posible.

– Quiero saber. Tengo que saber.

– Quizás.

El Gitano vació la taza de café, se tocó la punta del bigote con el dedo, prendió un cigarro y no dijo nada. Realmente era de pocas palabras. Poquísimas. En realidad no me caía bien. Me observó durante unos instantes; me sentía medio ridículo y un poco irritado, y al cabo dijo:

–Una y cuarto –y después completó–: Más vale que no te retrases .

Yo había llegado cinco minutos tarde a nuestra cita de aquella noche. Lo miré y dije en voz baja:

–Vete a la mierda.

Yo pensaba en el hombre con el que me reuniría y en la última vez que habíamos estado juntos, un par de meses antes, cuando las cosas eran distintas y todos distribuían promesas en las que creían.

No llevaba reloj, pero al dejarme allá atrás, en la frontera entre el asfalto y la terracería, en la gasolinera, el chofer del Peugeot me había asegurado que faltaban quince para la una.

El sol de octubre empezó a arderme en la cara cuando doblé a la derecha y siguió ardiéndome a lo largo de las dos cuadras siguientes, y también cuando me detuve y encendí el cigarro a destiempo. Miré hacia atrás: un niño venía por la calle, nada más. El niño pasó junto a mí, mirándome los pantalones descoloridos. Esa gente nunca dice nada: es pobre y silenciosa. Las ventanas estaban cerradas y pude ver que allí adelante, bajo un árbol, había un pequeño Fiat 600. La calle estaba muerta, como todo lo demás.

En la siguiente esquina doblé a la izquierda y seguí caminando, el sol me ardía en la nuca, una, tres, cinco cuadras, ¿llegaré a tiempo?, y aceleré el paso, el bar debe estar cerca, pero tengo tiempo, pensé, tengo tiempo y si ya está ahí y llego tarde va a ser desagradable, y caminé aún más deprisa y vi en la siguiente esquina el letrero de Coca-Cola que anunciaba, al fin, La Suzanita.

Había dos puertas abiertas hacia la acera de cemento cubierta por el polvo de la calle y una camioneta polvosa en la otra esquina, y yo intuía que había gente oculta, alerta, en las cercanías.

Dos puertas abiertas y allá adentro, nadie: tres mesas de metal, una barra, repisas con latas y botellas, letreros de cigarros. Me puse a esperar. De pronto, detrás de la barra, surgió un muchacho de unos quince años. Le dije “Buenas”, procurando arrastrar todas las letras para darme un aire de perezosa familiaridad y serenidad, pero él no contestó.

Un radio viejo chillaba el noticiario de la una, y el muchacho dirigió los ojos hacia una mesa que había en un rincón. Seguí su mirada: en la mesa, una botella solitaria de Corona entre dos vasos vacíos, como si estuviera esperándonos a mí y a alguien más, y sólo eso. Me senté, me serví un vaso.

Mientras me bebía la cerveza, el muchacho desapareció por una puertecita estrecha que había entre las repisas y me dejó solo. El radio seguía chillando los resultados del campeonato regional de futbol y anunció que era la una y media. “No va a venir”, pensé.

Los caminos de terracería seguían sumidos en un silencio de medianoche bajo el sol implacable. Empecé a preguntarme cómo le haría para retomar el contacto con el sindicato cerrado y tantos cambios en la vida. Había llegado de muy lejos y necesitaba salir de allí con información que sólo él podría darme, a cambio de información que sólo yo podría darle a él. Era una reunión crucial, había sido cuidadosamente planeada, con todas las precauciones y algunas más. Quince minutos de retraso y él nunca se retrasaba. Quince minutos era el tiempo que tendríamos para reunirnos.

De pronto, detrás de la barra surgió un ruido de pies ligeros que se arrastraban. Miré: había una joven de unos veinte años, misteriosamente hermosa y serena. Murmuré “Buenas” otra vez, pero otra vez fue en vano. Ella miró hacia la calle y desapareció por la puertecilla que había entre las repisas, para volver a aparecer al poco tiempo indicándome, con un gesto afligido, que me acercara. Miré hacia la calle: todo seguía igual. Rodeé la barra y entré por la misma puertecilla que había entre las repisas. Ella me miraba con ojos asustados. Había un minúsculo collar de gotículas sobre sus labios. Era una niña sombría y guapa. Tenía una cierta furia en los ojos. Me le quedé viendo en espera de alguna palabra, de alguna señal. Ella me miraba con una angustia juvenil mientras buscaba las palabras. El silencio pareció durar media vida, hasta que dijo con voz serena:

–Sucedió algo.

El resto brotó como un torrente: no iba a haber reunión, yo tenía que volver al hotel de la ciudad y esperar hasta las diez de la mañana del día siguiente. Si nadie iba por mí, tenía que volver inmediatamente a la capital y buscar refugio hasta que todo se calmara. Luego me señaló una puerta que daba al patio y me dijo que más allá del patio había otro callejón y que debía caminar rápido hasta la gasolinera, donde me esperaba un taxi para llevarme de vuelta a la ciudad.

Era esbelta, tenía una angustia en los gestos que contradecía la serenidad de su voz y el brillo inmóvil de sus ojos. Me tocó ligeramente la mano, a manera de despedida; luego, en un arrebato inexplicable, me abrazó, antes de empujarme hacia la puerta.

Había otro Peugeot en la gasolinera. El chofer era un joven con la piel curtida por el sol. No dijo nada cuando entré; se limitó a arrancar a la velocidad del relámpago y así siguió durante kilómetros, hasta la ciudad. Se detuvo a tres cuadras del hotel. No le pregunté cuánto le debía. Bajé lo más rápido que pude. Él nada más susurró:

–Suerte. Cuidado.

Llegué al hotel poco antes de las tres y cuarto de la tarde, me eché en la cama y me quedé dormido.

Cuando desperté, ya era de noche. Busqué en la televisión el noticiario de las ocho, y entonces me enteré: lo habían descubierto poco después de las dos, en ese mismo barrio obrero, muy cerca de donde yo había estado. Junto con él, en la misma casa, había otros tres hombres y una joven. Uno de los hombres era el Gitano: reconocí su cara en una vieja foto sin nombre del archivo policiaco. En el noticiario se decía que habían intentado resistirse y que todos habían muerto en el tiroteo, incluso la joven. Se decía que era su hija. Se decía también que a media tarde la policía había localizado un bar que servía de punto de reunión y que en el bar había un muchacho. Al muchacho se lo habían llevado preso. Se decía todo eso en el noticiario de las ocho.

Al día siguiente, después de una noche sin sueño y traspasada por los recuerdos, por la furia y por el miedo, bajé muy temprano y compré los periódicos. Todos daban la noticia, con más escándalo que información. En uno de los periódicos había una foto de la joven. Era realmente guapa. Tenía diecinueve años.

A las diez y media pagué el hotel y me fui al aeropuerto. Mientras esperaba que saliera mi vuelo, tiré los periódicos a la basura. Pero antes, y nunca tuve tiempo de entender por qué, arranqué cuidadosamente de la página la foto de la joven, la doblé por la mitad y la guardé en mi cartera. Se llamaba Suzanita, y nunca entendí qué fue lo que me impulsó a llevarme su foto.

Yo sabía que era uno de los siguientes en una lista infinita. Sólo quería volver a la capital, alertar a los compañeros, buscar un refugio y pensar qué hacer.

Una semana después, cuando me llevaron preso, la fotografía seguía en mi cartera.

Pude mantenerme a flote hasta que uno de ellos decidió volver a revisar mi cartera. Hasta ese momento la había librado, pero entonces me preguntaron si sabía quién era la joven. Uno de ellos me hizo la pregunta con toda la calma del mundo, mientras los demás sonreían.

Yo sólo dije que era una joven a la que había conocido en una ciudad de provincia. Entonces empezó el infierno.

LA PREGUNTA
I

La cosa –digo, la cosa vista desde mi lado de la historia– empezó cuando me desperté. Ahora lo tengo claro. Empezó cuando me desperté. Eran las seis y diez de la mañana y pedí por teléfono café y jugo de naranja para dos, y me equivoqué a la hora de decir el número de la habitación y tuve que llamar otra vez, y el hombre me preguntó si estaba seguro de que sabía dónde estaba. No fue realmente una contrariedad, sólo la recuerdo para recordar que fue la primera del día. En todo caso, la cosa empezó en ese momento.

Recuerdo que pasé un rato bajo la ducha, esperándola. La ducha siempre ha sido un juego para mí, pero nunca llegó a ser un juego para los dos. En realidad, nuestra historia duró poco. No dio lugar a grandes descubrimientos ni grandes juegos. Pero lo que importa ahora es que pasé un rato bajo la ducha, esperándola, hasta que todo aquello me cansó y entonces vino la segunda contrariedad del día. Es decir, no en el momento en que me cansé, sino inmediatamente después. Justo en el instante en que iba saliendo del baño, envuelto en una toalla, ella entró. La segunda contrariedad se produjo precisamente en ese momento.

Ya no recuerdo cuál fue la tercera. Lo que importa –y eso es algo que siempre me sorprende, cada vez que lo recuerdo– es que, cuando llegamos al aeropuerto, dos horas más tarde, yo era un mar de contrariedades, sin horizonte ni fondo.

En el avión no dijimos casi nada. El viaje era breve, cosa de media hora. En el avión ella me dijo:

–Lo siento mucho, sé que no fue una gran última noche.

En parte era verdad: no había sido una buena última noche. Muchas veces pensé que la contrariedad venía de la noche anterior. Había sido una cosa incómoda, la noche pasada entre silencios, manos repentinamente torpes y un ansia que me llevaba al enojo, fíjate bien, no hubo esa especie de desesperación que marca el inicio de los temporales ni esa calma chicha que precede a la tempestad, esa calma que aparece minutos antes de la desesperación, no, nada de eso. En realidad no hubo nada. Sí, muchas veces pensé que la contrariedad venía de la noche anterior, pero ahora sé que no, que de hecho venía de aquella mañana.

Ella me dijo eso de que no había sido una gran última noche y parecía claro que se refería a que había sido una última noche de ese viaje, en ese hotel, y yo contesté cualquier cosa y de pronto comprendí que ahí se acababa la historia, en esa mano izquierda que me recorría la mano derecha mientras el avión corría por la pista con una prisa que yo no tenía.

Es cierto que nos encontramos otra vez, pasado un año, en una situación extraña, en un lugar que me dolía locamente y del que todavía no acabo de salir. Recuerdo que fui a cenar y me la encontré en el restaurante del hotel, justo en la mesa de la entrada, con dos muchachos, y los tres hablaban francés en voz baja, y la miré y pensé en todo lo que había sucedido un año antes, y ella estaba más triste y más delgada y posiblemente más vieja; pensé que quizá yo también estaría así, mucho más, y que no podríamos decirnos “Hola” ni nada, porque bajo ninguna circunstancia debíamos dar muestras de que nos conocíamos; yo no sabía qué estaba haciendo ella ahí y ella no sabía qué estaba haciendo yo ahí, y la miré, y durante un segundo nuestros ojos se encontraron y entonces me pregunté, en voz baja, qué estaría haciendo ella allí.

En ese entonces yo creía saber qué estaba haciendo yo ahí. Aún hoy, pensándolo bien, creo que lo sé. Lo que no sé es cómo fui a parar ahí.

II

El lugar, otro lugar en otro tiempo, tenía un nombre que mi memoria ya dejó ir. Podría, claro está, conseguir un mapa, pero eso ya no tendría gracia. Baste recordar que estaba cerca de Vancouver, al sur de Vancouver, así que digamos que era Vancouver. Fue una de esas veces que llegué sin acabar de llegar y ahí anduve, bajo una lluviecita fina canadiense, y encontré la casa sin problemas, las instrucciones habían sido precisas, exactas, y la lluviecita fina y yo dimos vueltas, mirando bien la casa blanca, la cerca pintada de blanco, el jardín cuidado, las ventanas cerradas, las cortinas claras, y después de verla una y otra vez abrí el portón de madera clara y atravesé el jardín pisando la hierba húmeda y entré por la puerta de la cocina, como indicaban las instrucciones, y en la casa no había nadie, como indicaba el aviso, y encontré una cafetera con café, y luego fui a la sala y por el ventanal vi, allá abajo, detrás de los pinos, el mar, el Pacífico triste y gris pero hermoso, un plomo que se movía suave y decidido, y sabía que tendría que esperar infinitas horas, y entonces me instalé en la sala frente al ventanal, bebiendo primero café y luego vino de una botella que saqué de la maleta de lona, y allí, mientras esperaba frente al ventanal que dejaba ver un césped cuidado y pinos que escurrían hasta el mar, me pregunté en voz baja cómo sería Vancouver y a continuación le pregunté al ventanal cuánto tiempo tendría que esperar, y si la espera valdría la pena y yo mismo me respondí que sí, que claro que valdría la pena, era una cuestión delicada y rápida, y fue entonces cuando le pregunté al mar de plomo cómo había ido yo a parar ahí.

III

Ahora que lo pienso, veo que siempre ha habido algo que me impulsa hacia adelante. Hasta hoy. Si no estoy deprimido –cosa que me sucede con cierta frecuencia– tengo que seguir adelante y ver qué pasa. Nunca me he arrepentido de intentarlo, por cierto. De lo que me arrepiento es de las veces en que no intenté. En el fondo, lo que sí me gustaría es abandonarlo todo, si estuviera seguro de que la depresión no volvería. Pero ese es un riesgo que no estoy dispuesto a correr.

Y entonces me acuerdo de ciertos riesgos y de ciertas cosas y siempre siento que sería mejor detenerme.

Por ejemplo: en aquella época soñé muchas veces lo mismo. Era un sueño en el que volvía a casa –fíjate bien, no me refiero a esta, mi casa de ahora, ni a mis múltiples casas de adulto, sino a mi casa de adolescente– y entraba y no reconocía nada, sólo el armario de mi cuarto. Y me dirigía directamente al armario, abría las puertas y, en el sueño, empezaba a llorar. Y en ese instante despertaba con la sensación terrible de haber llorado en sueños. Lo soñé muchas veces, sin entender qué clase de sueño era aquel.

Tal vez adivinaba lo que sucedió después. Digo, eso de llegar y no encontrar nada mío y tomar la ropa y cargarla con el cuidado y la delicadeza de quien carga un cuerpo muerto y vacío y desconocido. Nada mío, nada mío. Y entonces empezaba eso de doblar las prendas y cada prenda era una prenda, y parado allí en medio del cuarto que aparecía en medio de ese sueño que se repite sin fin, parado ahí en medio del sueño, me preguntaba, antes de empezar a llorar y de despertarme, cómo había ido a parar ahí.

Así son las cosas, ciertas cosas, en la vida.

IV

¿Qué ruido hace el alma humana cuando se rompe? He aquí una pregunta que ni el Turco Adoum, que todo lo sabe, pudo responder. Ella y yo nos repetimos esta pregunta hasta el cansancio en cierto balcón que daba al Mediterráneo, una noche de octubre. Al día siguiente seguí mi camino, tenía asuntos que resolver. Pero no respondí a la pregunta sobre el alma cuando se rompe, ni escuché ninguna respuesta ni nada cuando, al subirme al tren, me pregunté cómo había ido a parar ahí.

V

Claro que muchas veces me preocupó el tiempo o, más bien, la posibilidad de que me faltara tiempo, de que el tiempo no fuera suficiente.

Pero ya no. Ya no hay tiempo. Hay y siempre habrá alguien esperando a que el sol reviente en la curva del horizonte y se propague sobre las montañas o en el reflejo del mar. Siempre habrá alguien vigilando que eso suceda, para después relatarlo.

En realidad, no importa tanto. No importa nada.

Sé perfectamente por qué vine a parar aquí. Lo que no puedo acabar de entender es cómo pasó.

Pero eso tampoco importa ya.

VI

Son tres y son jóvenes, y uno de ellos, en realidad, es más feo que cualquier horror que puedas imaginarte.

No sé cómo llegaron, pero sé que vinieron a matarme y que no puedo hacer nada para evitarlo. En el fondo, sabía que esto pasaría.

Vinieron y yo estaba aquí. Ahora ya no importa.

III LAS TRES ESTACIONES

COSAS DEL MUNDO

Con el tiempo y la costumbre, he aprendido a preferir los viajes diurnos y las ciudades que tienen el aeropuerto lejos, donde es necesario atravesar campos para llegar al centro, o las ciudades que tienen el aeropuerto a la orilla del mar, donde una brisa iluminada acompaña al viajero.

No hay muchas ciudades así y no siempre puedo elegir mi destino, de manera que la elección reduce mi preferencia a una cosa íntima y esperanzada: depende más de la suerte que del deseo. Y además, el trabajo es trabajo y hay que ir a donde esté. Soy el segundo en la lista de los mejores vendedores del sureste. Llegué a esa posición en muy poco tiempo y sé que algún día seré el mejor en todo el territorio nacional. Además tengo la suerte de que, con frecuencia, me mandan como hoy a algún país vecino.

Con el tiempo y la costumbre he aprendido a detestar los aeropuertos, aun los que antes eran mis predilectos, y a odiar esa tensión suave e insistente que fluctúa sobre todas las filas de abordaje. Dentro del avión, la cosa cambia. Tengo todos los trucos para acomodarme del mejor modo posible y mis cualidades de agudo observador me permiten hacer indagaciones interesantísimas durante los vuelos. Tomemos como ejemplo los vuelos cortos, de menos de una hora. No hay cómo equivocarse: los pasajeros que eligen su asiento entre las filas doce y dieciséis, como yo, se dividen de una manera absolutamente nítida. Los que se sientan en el asiento de en medio –estamos hablando, claro, de esos aviones que tienen dos hileras de tres asientos a cada lado del corredor– son los que, en los vuelos vespertinos, piden alguna bebida alcohólica. Los de la ventana y el corredor se limitan, por lo menos ochenta y cuatro por ciento de las veces, a los refrescos. Son poquísimas las mujeres que piden whisky y todas ellas fuman. Los hombres con barba toman cerveza o Campari.

Pero hoy me espera un vuelo un poco más largo: dos horas y media, sin escalas, hasta la capital de un país vecino. Sale a una hora ingrata: las ocho con cinco de la mañana. Pero, con el tiempo y la costumbre, uno se adapta a cualquier horario.

Llego al aeropuerto a las seis con diez, no hay fila en el mostrador del check-in. Esto me provoca una ligera e inmediata irritación: significa que podría haber dormido un poco más. Aquí estoy, a las seis con veinte: ya entregué mi equipaje, tengo el pase de abordar en el bolsillo del saco –fila catorce, corredor de la derecha, como debe ser–, y no tengo rigurosamente nada que hacer hasta que llegue el momento de subir al avión.

Siento un imbatible dejo de sueño; el aeropuerto está casi vacío, lo cual significa que no hay condiciones para ejercer mi agudo sentido de observación. Compro el periódico y voy a la cafetería. A las seis con veintiséis me encuentro a Jorge, que viene de traje azul claro y lentes de sol, sin estar crudo. Me saluda con una sonrisa que irremediablemente se convierte en un breve bostezo. Nos sentamos juntos en la barra, le paso las páginas de la sección de economía, abro la sección de deportes, Jorge pregunta:

–¿Siempre llegas tan antes de que salga tu vuelo?

–No, es que me despisté –gruño.

Jorge va a la misma ciudad que yo, en el mismo vuelo, pero eligió un lugar en la sección de no fumar. Me cae bien Jorge, aunque en realidad no hay manera de que alguien me caiga bien a las seis y media de la mañana, después de cinco escasas horas de sueño. Además, siempre prefiero viajar solo. Hablar con alguien obstaculiza mi agudo sentido de la observación –a menos, claro, que se trate de alguien a quien acabo de conocer ahí mismo, en el avión.

Son las seis con treinta y ocho y pienso que encontrarme con Jorge fue una buena señal. En realidad, cada vez que estoy de malas y con un dejo de sueño invencible, cualquier cosa me parece una buena señal. Últimamente lo he notado.

Son las siete con veinte, pido la cuenta mientras Jorge remata el segundo café. Este es un aeropuerto especialmente irritante: todo está a kilómetros de distancia, al fondo de corredores anchos, largos, claros e inexplicables.

Estamos a la mitad de uno de esos corredores cuando anuncian nuestro vuelo por primera vez. Ahora el ajetreo empieza a aumentar y sería el momento ideal para quedarme sentado mirando cuidadosamente a la gente, observando sus hábitos, tomando nota de sus tics y sus trucos. Ya recorrimos una distancia parecida a la extensión de la Gran Muralla China y todavía nos falta otro tanto para llegar a la puerta G-3, que nos llevará a nuestro avión. Mi atención se desvía hacia la joven que camina unos metros más adelante de nosotros. Viste pantalones negros, chamarra y lleva un sombrero de ala blanda. Bajo el sombrero, el pelo de la joven, recogido con un listón, le resbala hasta la mitad de la espalda. La joven camina con calma, con una bolsa de tela verde colgada del hombro derecho. Camina hacia la otra ala del aeropuerto, donde están los mostradores para hacer reservas en los vuelos. Me gustaría saber qué hace una persona a las siete con veinticinco de la mañana reservando un vuelo en el aeropuerto, en lugar de resolverlo por teléfono.

Observo la silueta que camina frente a nosotros y, de pronto, mi agudísimo sentido de observación dispara todos los gatillos de mi memoria: conozco esa forma de caminar, conozco a esa joven.

–No puede ser –murmuro.

–¿Qué? –pregunta Jorge.

–Ella.

–¿Ella quién?

Acelero hasta alcanzar a la joven, le toco con cuidado el hombro, ella voltea y pone una cara de asombro que dura fracciones de segundo, antes de desplegar una sonrisa, aquella, la misma.

Jorge se detiene a nuestro lado mientras abrazo a la joven diciendo cosas creativas e ingeniosas, como “¡Dios mío! ¿Tú aquí?”

–Me voy adelantando –dice Jorge y yo ni siquiera volteo a verlo.

–Un año –dice ella, finalmente–. ¡Un año!

–Te ves bien –afirmo.

–Tú también –dice ella. Y, después de una sonrisa–: Salió rimado, ¿viste?

No sé qué decir, le pregunto qué hace.

–Acabo de llegar y decidí aprovechar y confirmar mi vuelo de esta noche.

Me cuenta a dónde va, le indico que tiene derecho a hacer una escala en la ciudad a la que voy, ella argumenta que tendría que cambiar toda su agenda; insisto:

–Eso es precisamente lo que te estoy diciendo: cambia el boleto, pide la escala, quédate dos o tres días conmigo.

La joven no dice nada, se queda mirándome, sonríe de nuevo.

–Anda, di que sí –pido.

–Vas a perder tu vuelo, ya hicieron la última llamada.

–Pero antes di que sí, que vas a llegar hoy en la noche.

–Ni siquiera tengo que cambiar de vuelo, sólo hay que pedir la escala.

–Por eso.

–Mi vuelo sale a las ocho de la noche.

–¡Por eso!

–Tengo que cancelar compromisos, mover un montón de cosas…

–Pues muévelas.

–Sería genial –dice ella, con los ojos bajos.

–Por favor.

Ella guarda silencio, luego dice:

–Nunca me pediste nada así: “Por favor”.

–Te lo estoy pidiendo. Por favor, por favor, por favor.

–Vas a perder tu vuelo.

–Entonces di que hoy en la noche te vas a reunir conmigo.

–Voy a ver.

–Hotel Continental. Está en la costera, al final de la bahía. Los taxistas lo conocen. Te va a gustar.

El avión despega en trece minutos. Antes de correr hacia la puerta de abordaje, contemplo a la joven, que sigue con los ojos bajos. No nos despedimos, no nos tocamos, no dijimos nada más. Ahora le estoy entregando el pase de abordar al empleado de la aerolínea, él me dice “Rápido, por favor”, y yo me vuelvo para mirar a la joven. Sigue donde la dejé y hace un gesto con la mano.

Soy el último en abordar. La azafata, que me recibe sonriendo, tiene una plaquita dorada con su nombre prendida en el uniforme. Se llama Anna y parece más joven de lo que probablemente es. Camino por el pasillo hasta encontrar el asiento 14-D, pasillo derecho, y noto con cierto alivio que no hay nadie en el asiento de al lado, el E, ni en el F, que es el de la ventana. Me gusta variar durante el vuelo. A veces me paso al asiento de la ventana, miro el paisaje allá abajo y después regreso a mi asiento, para poco después volver al de la ventana.

El desayuno de esta aerolínea incluye croissants y buenas mermeladas. Una vez viajé en clase ejecutiva y el desayuno incluía cerezas y pastelitos de durazno. Pero no tengo nada de hambre. Se me fue el sueño, no pienso más que en la joven. Entre un recuerdo y otro, decido que dedicaré una atención especial al omelet cuando sirvan el desayuno. Hace algún tiempo llegué a hacer un análisis cuidadoso de los desayunos que servían distintas aerolíneas, y el omelet de esta era mi favorito. Luego abandoné el análisis, entre otras cosas porque rara vez viajo tan temprano. En los últimos tiempos me he dedicado al análisis de los periódicos que entregan a bordo. Aún no he llegado a ninguna conclusión, pero sigo estudiando el asunto con el cuidado que amerita.

Una vez leí un libro escrito por una norteamericana. El personaje del libro era un autor de libros de viajes. Recomendaba qué llevar en el equipaje, dónde comer, esas cosas. También daba algunos consejos para viajar en avión. Eran interesantes, pero muy superficiales. Yo tengo mis propias ideas al respecto, y algún día me voy a dedicar a preparar una guía del viajero aéreo, con todos los trucos que he aprendido después de ejercer mucho mi agudo sentido de observación. El uso de lentes oscuros a bordo, por ejemplo, merece un capítulo detallado. La elección del lado del avión, según la ruta y el horario, también es fundamental. Cómo conseguir una ración doble de postre, el tipo de zapatos recomendables para la duración del vuelo; en fin, todo aquello que ayuda a volar mejor y disfrutar cada minuto del viaje. Llegué a hacer algunas notas sobre cómo intentar que una azafata te reconozca la segunda vez que coincide contigo, pero me trabé a la hora de establecer las bases para una pasión aérea duradera. En realidad, me enamoré de una azafata de la Braniff que hacía la ruta Buenos Aires-Santiago de Chile. Se llamaba Patricia y era más guapa que cualquier avión. Volamos juntos ocho veces, pero luego la Braniff cerró y le perdí enteramente la pista a la azafata más guapa de los aires.

Por andar pensando en todo eso apenas si pude apreciar el desayuno, que realmente incluía un croissant y mermelada de frambuesa, pero confirmé que el omelet de queso era excelente y que el té estaba en su punto exacto. Y ahora, después de una hora de vuelo, me voy a pasar al asiento de la ventana para pensar en la joven que acabo de encontrarme en el aeropuerto.

* * *

Si hubiera olvidado mis lentes oscuros en casa, la claridad de la mañana aérea constituiría una molestia. Será fundamental registrar este tipo de detalles en el libro que voy a escribir.

Si no me hubiera encontrado con la joven en el aeropuerto, ¿recordaría lo que sucedió hace un año, poco más o menos? Fueron dos las semanas que pasamos en un hotel de una playa extranjera, y nuestro cuarto estaba en la esquina y tenía un balcón, y la tarde que llovió nos quedamos en la cama con la puerta del balcón abierta escuchando el ruido de la lluvia, y yo le dije que, a través de la lluvia, veía cómo serían los tiempos futuros, y cuando la lluvia se acabó corrimos hacia el súbito atardecer en el mar y juramos que no volveríamos a ser tan felices como en aquel momento, y eso pasó hace un año, poco más o menos, y la mañana que siguió al día de la lluvia me fui y no volví a ver a la joven. Muchas veces, en las noches en que no logro dormir, me pregunto qué habría pasado si no me hubiera ido. Pero ya es momento de volver a mi asiento, el 14-D, y fumarme el último cigarro antes de que empiecen los preparativos para el aterrizaje.

Son las once con cinco y decido hacer otra prueba de observación: me quedaré aquí sentado, esperando a que todos salgan del avión.

Las personas pasan y me miran, se dan cuenta de que no me he quitado el cinturón de seguridad. Hago un esfuerzo por privar mi rostro de toda expresión mientras las observo. Simplemente me quedo sentado, mirando el respaldo del asiento de enfrente. Finjo no ver que, allá adelante, Jorge me hace señas desde el pasillo. Cuando sale del avión el último pasajero, la azafata Anna se acerca con cierta cautela y me pregunta si todo está bien. Continúo impasible, ella me repite la pregunta. Y entonces doy un salto y me dirijo con pasos presurosos a la puerta. Ella pone cara de susto y se aleja para dejarme pasar. Desde la puerta me vuelvo y le digo, en voz alta:

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9786078764136
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