Kitabı oku: «Las tres estaciones», sayfa 8
VIII
Aquel fue un otoño rápido y profundo, un otoño que comenzó sin que el hombre se diera cuenta y que desde el principio no dejó recuerdos.
En la casa blanca que se alzaba en la cuesta que bajaba hacia el mar, la serenidad dio lugar a una nueva rutina, más amarga, más corrosiva.
La brisa marina invadía las mañanas de la casa con su fuerte olor a mar y humedad. La joven pasaba las horas de la mañana en el balcón del piso de arriba. Solía recogerse el pelo con un pañuelo y se ponía a mirar el cielo en busca de algo que nunca apareció. De vez en cuando leía un libro. Ya no dormía desnuda y extendida en la cama del cuarto grande y blanco. Se encogía bajo una cobija tejida a mano y muchas veces se levantaba en la madrugada para cerrar la ventana. Muchas veces también vio al hombre sentado en el balcón, con un suéter grueso y fumando en la oscuridad.
Una noche, la joven despertó con el ventarrón y sintió miedo. Caminó por el corredor hasta el cuarto del hombre, pero el cuarto estaba vacío. Fue al ventanal y lo vio: el hombre estaba en el balcón, encogido detrás del murete, sólo su rostro sobresalía mirando el mar, y entonces ella vio, a lo lejos, contra los primeros signos de claridad de una mañana que parecía no llegar nunca, una nube que se levantaba desde las olas y se acercaba lentamente a tierra. El viento enloquecía los árboles y ella sintió más miedo. Caminó hacia donde estaba el hombre, se agachó junto a él, detrás del murete, él le pasó el brazo sobre los hombros y, en silencio, señaló el mar y la nube que se levantaba cada vez más cerca, y cuando la nube al fin llegó, la joven sintió en la cara las minúsculas gotas de una lluvia fina y filosa, que duró el tiempo exacto que tardó en pasar la nube.
La nube y la lluvia fina fueron como un telón que abrió paso a la mañana. La joven se sintió protegida y al mismo tiempo atraída por un raro desafío, el de esperar a la nube que venía del mar. Por el resto de su vida, ella intentaría calcular el tiempo de aquel vendaval. A veces creía que había sido más rápido. A veces creía que había durado horas.
Cuando todo acabó, el hombre la ayudó a levantarse y, sin decirle nada, la abrazó como quien inaugura la mañana clara, fría y postrera. Así era aquel otoño en la costa.
El chofer llevó a la joven en el gran coche blanco al aeropuerto aquella misma tarde. El viaje entre el aeropuerto y el pueblo duraba una hora. Cuando el coche salió, la joven miró atrás y vio al hombre en el portón de la casa blanca que se alzaba en la cuesta. El hombre hizo un gesto amplio y lento y sonrió.
Ya estaba bien avanzada la noche cuando el hombre volvió a llamar a la casa de la mujer, y esperó a que contestara la empleada. La mujer había ido al cine con su amiga. El hombre dio las gracias, no dejó recado, sólo dijo que volvería a llamar al día siguiente.
Recordaba a la mujer de hacía veintitantos años, su andar desparpajado, sus gestos, su risa, su cara, se recordaba caminando con ella por la arena de la playa, protegiéndose ambos de la lluvia en la parada de autobús de una avenida ajetreada, pero no podía recordar su propia cara de aquel tiempo y era como si, en aquella historia, él hubiera perdido los rasgos de su juventud, y los rasgos que veía junto a la mujer joven eran los de su cara actual.
Se quedó dormido cuando por el ventanal entraban los primeros albores del día –otro día de otoño en la costa, con un cielo claro y un sol blanquecino que no daba ni una gota de calor.
La mañana de aquel día se tomaba su té en el balcón de abajo y recorría con los ojos el periódico cuando la empleada le preguntó qué debía hacer con los papeles que se amontonaban hechos bola junto a la mecedora del cuarto.
El hombre respondió que todo aquello era basura. En ese mismo instante recordó la tarjeta de presentación que estaba arrugada entre esos papeles, pero no dijo nada.
IX
El hombre siempre había tenido una memoria asombrosa para los números telefónicos. Podía, sin mayores esfuerzos, acordarse de hasta cuarenta números sin necesidad de consultar ningún papel. Sabía que el teléfono de la mujer perdida en el tiempo seguía almacenado en esa memoria imposible y que seguiría allí un buen tiempo.
A la semana siguiente marcó el mismo número y esperó, pero nadie contestó. Era viernes por la noche y él calculó que la mujer habría salido con los niños durante el fin de semana y que seguramente la empleada estaría libre.
Por aquellos días, el hombre volvió a trabajar en el pequeño estudio al fondo de la casa y en la enorme sala del piso de abajo, junto al balcón de madera.
En la mesa del pequeño estudio, la correspondencia que el chofer traía todas las mañanas empezaba a formar una pila de dimensiones importantes, pero el hombre ni la miraba. Tampoco leía los periódicos por las mañanas y le dijo a la empleada que no contestaría ninguna llamada, a menos que fuera de la joven. Pero ella no llamó.
Una mañana, la joven volvió.
El hombre había salido a caminar por la carretera que iba al pueblo y después había continuado, en el mismo viejo autobús de la otra vez, hasta la bahía desierta donde una roca dividía la playa. Se quitó los zapatos y caminó por la arena, miró la roca y continuó hasta el final de la playa, luego volvió a la carretera y se puso a esperar el autobús, que tardó una eternidad.
Cuando finalmente llegó al pueblo, el hombre estaba exhausto. Llamó al chofer para pedirle que fuera por él.
Acababa de desplomarse en el asiento trasero cuando el conductor le dijo que la joven había vuelto a la casa.
Ella estaba en la terraza del piso de abajo y le sonrió; él se quedó en la entrada del porche y abrió los brazos mientras la joven corría hacia él sin dejar de sonreír.
La joven se había cortado el pelo.
X
Por la noche hizo frío, pero aun así cenaron en el balcón. Después pasaron a la enorme sala del piso de abajo y la joven se dio cuenta de que, durante todo aquel tiempo, no habían usado la sala: en los días de calor e incluso después, cuando llegó el otoño, sólo pasaban tiempo en el pequeño estudio al fondo de la casa o en los balcones o en los cuartos, y pensó que ese era otro signo de que las cosas andaban mal.
–¿Cómo te fue? –preguntó el hombre.
Ella lo miró y dijo:
–Ya me lo preguntaste y ya te lo dije: me fue bien.
El hombre no pareció darle ninguna importancia a su respuesta.
–¿Quieres un licor?
–No. Pude recuperar mi empleo.
–¿No quieres nada?
–No, gracias.
–Yo voy a tomar un poquito más de vino.
–Tengo que empezar a trabajar ya. No sé ni cómo lo logré.
–Voy por otra botella, ahora vuelvo.
–Quiero hablar contigo. Lo necesito.
–Claro. Un minuto, nada más, voy por el vino.
La joven se quedó viendo el ventanal cerrado, viendo su propio reflejo en el vidrio y adivinando, tras la oscuridad de la noche, un mar que había perdido la calma desde hacía varias semanas.
El hombre volvió con una botella de vino y un vaso bajo.
–Qué bueno que regresaste, las últimas dos semanas fueron difíciles. ¿Segura que no quieres vino?
–Segura. No, no quiero.
–Qué bueno que regresaste.
–Es que no regresé.
Él la miró y empezó a sonreír.
–Sólo vine a despedirme. Ya te lo dije, pude recuperar mi empleo, voy a buscar un departamento en cuanto llegue.
Entonces el hombre dejó de sonreír, se sentó en un sillón que estaba más cerca de la pared y extendió los pies sobre la mesa de madera, con cuidado, para no tirar ninguna de las pequeñas piezas de cerámica que había encima.
–Te dije que tenía que hablar contigo. Hubiera preferido que no pasara todo esto, que pudiera ser de otra manera, pero no fue posible. Se acabó. Sólo vengo a despedirme y a recoger lo que dejé.
El hombre no dijo nada. Encendió un cigarro, tomó vino y la observó mientras pensaba: “Entonces, es eso. Es eso. No duró ni cuatro estaciones. Yo sabía que sería así, pero pensé que no tenía por qué serlo, que podría ser distinto”.
“Así que es eso”, pensó él. “A recoger lo que dejé.”
–¿Y sabes qué dejaste?
Ella lo miró un poco sorprendida antes de decir:
–Claro.
“No tienes ni idea”, pensó el hombre. “¿Qué es lo que viniste a recoger? ¿Viniste por ti misma tendida al sol, por ti misma con el cuerpo húmedo, las gotas sobre la piel, cada gota, cada milímetro de esa geografía perdida, por ti misma, por tus dedos y por el mundo que se mueve porque existes? ¿Por eso viniste? Nunca vas a saber qué estás dejando y nunca vas a saber qué es lo que te llevas.”
–Lo siento mucho –dijo ella.
El hombre siguió en silencio, la joven se levantó y caminó hacia la ventana.
–No fue lo que pensé que sería. Fue perfecto, pero se acabó –dijo ella.
–Está bien.
–No, no está bien. No digas que está bien cuando tú sabes que yo sé que no está nada bien. Pero es lo que tiene que ser.
–Está bien.
–¿Sabes qué pasó? –la joven estaba casi gritando.
–Sí –dijo él en un susurro–, viniste a recoger lo que dejaste y te estás marchando.
Entonces ella pensó que el hombre podía ser la persona más insoportable del mundo.
–Esto es lo que pasó: no puedo seguir. Me desenamoré de ti.
“La banalidad no tiene horario ni límites”, pensó él y sonrió.
–Puedes reírte todo lo que quieras, pero eso es lo que pasó. ¿Sabes qué? Las armas de tu seducción ya no funcionan. Ya no me llegan.
–¿Armas de seducción? Nunca pensé que yo tuviera armas de seducción.
–Ah, sí que las tienes y sabes muy bien cómo usarlas, pero conmigo ya no funcionan.
–Está bien. Lo siento.
“Armas de seducción”, pensó. “Dios mío, líbrame de oír esta clase de cosas.”
–Preferiría que hubiera sido distinto.
–Yo también.
–Pero no lo fue. Y ahora me marcho, voy a retomar las cosas donde las dejé.
–Está bien.
Estuvieron otro rato sentados en silencio en la sala, el hombre tomando vino y la joven mirando la oscuridad, y luego ella subió sin decir nada y él siguió fumando y tomándose el resto del vino.
Era muy tarde cuando él subió, entró en su cuarto, abrió la ventana que daba al balcón y a la noche fría, saltó, se escabulló hasta la ventana del cuarto de la joven, abrió la ventana intentando no hacer ruido y se metió despacio en su cama. La joven estaba despierta y le sonrió a la almohada.
“Debería haberle dicho: no pude soportar que te encerraras en tu mundo estableciendo límites y fronteras”, pensaba la joven. “Era como si me escondieras, como si marcaras los espacios, dejándome claro hasta dónde podía ir, o como si quisieras robarte poco a poco mi juventud y entonces tuve miedo y por eso me voy; había demasiados secretos, zonas prohibidas, distancias.”
No amanecieron juntos: cuando el hombre despertó en la cama de la joven, ella ya se había ido. En realidad, no se llevó casi nada. El hombre vio su ropa colgada en el armario, vio algunos libros apilados bajo la mesita de luz, el sombrero de paja rosa con una cinta azul colgado de un clavo atrás de la puerta. Pero él sabía que se había marchado para siempre.
XI
El hombre no llegó a saber cómo fue aquel invierno en la costa. La joven se marchó muy temprano, mientras él dormía, y luego él quiso acomodar las cosas de la joven como si ella fuera a volver en cualquier momento.
Sacó sus vestidos de los ganchos, los dobló uno a uno con cuidado, y era como si cargara cuerpos vacíos de vida; pensó que sería mejor dejarlos colgados y entonces se dio por vencido. No quiso abrir los cajones, lo dejó todo y salió del cuarto pensando que nada de lo que estaba pasando era verdad y que la joven volvería antes de la hora de comer.
Pasó el resto del día en el balcón del piso de arriba, sentado en una silla de lona, con una manta azul sobre las rodillas, leyendo un libro, adivinando el rumbo de los vientos y pensando que el invierno sería cruel y que sería mejor no esperarlo. No habría una cuarta estación en la costa. No para él, al menos.
Al anochecer se metió en su cuarto y tomó el teléfono. Intentó acordarse del número de la mujer que se había perdido en el tiempo y de la que lo sabía todo o casi, pero no pudo.
Supo que ya nunca podría recordar el número y también supo que no buscaría a nadie que pudiera sabérselo. Lo corroía la pereza o el miedo o las dos cosas.
A la mañana siguiente, muy temprano, le pidió al chofer que lo llevara al aeropuerto.
“Cuando vi que se había cortado el pelo entendí que se había acabado”, pensó. “Fue como si se hubiera vuelto más vieja o más triste, lo entendí al instante.”
Llevaba una pequeña maleta de lona y le dijo a la empleada:
–No sé cuándo voy a volver. Tal vez en primavera. Ocúpese de todo.
ÍNDICE
I. DICEN QUE ELLA EXISTE
TELEFUNKEN
ELJURAMENTO
LA MUJER DEL MAESTRO
CUANDO EL MUNDO ERA MÍO
DICEN QUE ELLA EXISTE (CINCO HISTORIAS DE SOLIDARIDAD)
MI PIE DERECHO
II. LA PREGUNTA
LA NOVIA DEL BATALLÓN
LA SUZANITA
LA PREGUNTA
III. LAS TRES ESTACIONES
COSAS DEL MUNDO
EN EL JARDÍN
AQUELLA MUJER
CUANDO EL CANARIO
LAS TRES ESTACIONES
Eric Nepomuceno nació en Brasil, en 1948.
Es escritor, traductor y periodista, autor de los libros de cuento Quarenta dólares e outras histórias (1987), Coisas do mundo (1994), A palavra nunca (1997) y Quartafeira (1998), entre otros, así como del reportaje O massacre (2007).
Ha radicado en Argentina, México y España.
En 1965 se inició en el periodismo y desde entonces ha colaborado en medios internacionales como El País, La Jornada, Crisis y Página 12. Ha traducido al portugués a autores como Juan Gelman, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Eduardo Galeano, Juan Rulfo y Jorge Luis Borges. En tres ocasiones obtuvo el Prêmio Jabuti de la Câmara Brasileira do Livro, en la categoría de traducción. En 2012 Almadía publicó su libro de cuentos Bangladesh, tal vez.

LAS TRES ESTACIONES
de Eric Nepomuceno