Kitabı oku: «Las tres estaciones», sayfa 6

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CUANDO EL CANARIO
I

Son las tres y media de la tarde y él está inquieto. Se mira las manos, me mira a mí, se mesa los cabellos. Le sonrío, tomo un trago de vino. Ya acabamos de comer.

–Todo va a salir bien, tranquilo. Yo sé cuidarme y no está bien que te preocupes.

Sonrío otra vez y digo:

–Yo sé, hijo. Yo sé.

El mesero le trae el postre que pidió: fresas, nueve fresas cuidadosamente distribuidas sobre un colchón de crema.

–¿Quieres una?

–No, gracias, hijo. Están bonitas.

–Sí.

–Toda la vida te han gustado las fresas.

–Hay que ser coherente, ¿no?

Sonreímos los dos. Él sigue inquieto.

–Yo sé, hijo.

–Me gustaría que no te preocuparas.

No sospecha que nunca me he preocupado de más.

–Ella va conmigo.

–Yo sé.

No lo sabía, pero no importa. Ni siquiera sé bien quién es ella.

Son veinte para las cuatro de este sábado de otoño, miro a mi hijo en la víspera de su gran viaje y no sé qué decir. Él mira el reloj de pared del restaurante.

–Tengo que pasar a casa de Theo por un dinero que me debe. Después, en la noche, me voy con Rafael…

Y se interrumpe, como si se hubiera acercado demasiado al terreno de las confesiones más profundas, a sus torres guardianas.

–¿Cuánto te vas a tardar?

–¿En casa de Theo? Ah, entre ir y volver, unos cuarenta, cuarenta y cinco minutos, máximo.

–Entonces llévate el coche, yo aquí te espero.

–¿En serio?

–Claro. Pido otro café, me pongo a leer el periódico hasta que regreses, seguro al rato aparece por aquí alguien con quien conversar.

Él sabe que aquí, al rato, siempre aparece alguien.

–Si no puedes regresar en cuarenta minutos, no te preocupes: tomo un taxi y me voy. Hagamos esto: te espero hasta las cuatro y media. Si puedes, vienes por mí. Si no, nos vemos en la casa.

–¿En serio, en serio?

–En serio. No te preocupes. Son cuarto para las cuatro. Vete tranquilo.

–Gracias, viejo.

–De nada, hijo.

Viejo. Así le decía mi padre a mi abuelo. Así le decía yo a mi padre. Esta es la primera vez que mi hijo me dice así.

Recuerdo el funeral de mi padre: yo ahí, atónito, socavado, lo único que pude decir fue “Chau, viejo”, y mi madre repitió mi frase y ya nunca volvimos a estar tan cerca, nunca antes lo habíamos estado.

–Chau, viejo.

Lo sabía.

–Chau, hijo.

II

Mi niño se va presuroso, me quedo observándolo y pensando que las distancias se han ido insinuando cada vez más y que esta vez es para siempre, y que de alguna manera nos fuimos perdiendo el uno al otro, y que por más que me alegre el viento que levanta al caminar, preferiría que estuviéramos otra vez en la arena, viendo el mar, llenos de asombro.

Son las cuatro y cuarto, me acabo el café, no ha aparecido nadie y ya no quiero nada, mucho menos esperar. Algo se está rompiendo en este preciso instante. ¿Por qué escucho este canto de arreo? ¿De qué rincón de mi memoria viene esta voz? ¿Se extinguirá si estiro los ojos más allá del ventanal y observo el sol que corre débil por la calle?

Pido la cuenta, me arden los ojos, me arden, tengo prisa. Son las cuatro y cuarto y no sé a dónde ir. No estaré aquí cuando él vuelva, cuando llegue alguien.

III

Esta esquina la conozco. Ahora intento recordar exactamente cómo era cuando nada de esto existía y el color de la vida era otro. Allí, donde está la gasolinera, había una panadería. A veces veníamos en la madrugada. La joven –aquella– tenía la extraña manía de sacudir la cabeza hacia los lados, haciendo que su pelo bailara con una suavidad delirante. Luego se lo recogía con la mano y seguía hablando.

Mis zapatos. Negros, de buen cuero, con agujeritos bordados en la punta y bien amarrados. Odio los zapatos.

Llevo cinco minutos en esta esquina, intento recordar exactamente cómo era cuando nada de esto existía y el color de la vida era otro, y me acuerdo de que a veces veníamos de madrugada, y escojo el otro lado de la acera, cruzo la calle con cuidado y allá voy, caminando hacia la vida que fue, la vida de antes, y justo allí estaba la casa de mi tío, donde está ese edificio tenebroso, la casa que fue, la vida que era, de este lado de la calle, y camino con pasos firmes, mis zapatos elegantes, odio los zapatos, y miro hacia adelante, siempre hacia adelante, porque nada importa, más que lo que está adelante.

IV

Son las cuatro y media y tengo que acelerar el paso. Mis zapatos elegantes. Ahí en la esquina, en esa otra, ahí, nace una calle cerrada. En la calle cerrada había una casa con un portón de madera al frente y en el portón, pintado, un sol. Pensándolo bien era un sol medio ridículo. Pero en aquel entonces no era más que un sol. Y existía la joven, otra, y sus grandes ojos y sus dedos finos y su aire de desamparo que me amparaba. ¿Dónde andará? Había un girasol en el pequeño jardín y sigo de largo por la esquina, sin desviar los ojos hacia la calle cerrada, el portón, el sol pintado en el portón, el girasol plantado en el pequeño jardín. Todo está ahí, nada está ahí.

V

Son las cuatro con treinta y cinco y mi hijo ha de estar volviendo para recogerme en el restaurante donde ya no estoy ni estaré nunca, si es que volvió. Mañana se va de viaje.

Mi niño.

VI

Cuando Sergio probó por primera vez una paleta helada de uva, sentenció: “Sabe a goma de borrar”. Guto discrepó. Al final, llegamos a un acuerdo: sabe a goma, pero está rica.

De limón. Pido una paleta helada de limón, medio apenado. Mis zapatos elegantes, estos zapatos que odio, no combinan con las paletas heladas de limón. Y a mi hijo, ¿le gustarán las paletas de limón? Hoy tiene muchos años más de los que tenía yo cuando Sergio descubrió que las paletas heladas de uva sabían a goma. ¿Seguirán existiendo las paletas de uva?

Caminar por una acera que flanquea la avenida que no existía, lo que existía era una calle larga de la que partía otra calle cerrada, con una casa con un sol pintado en el portón y un girasol plantado en el jardín: caminar por esta acera que tampoco existía, con una paleta de limón en la mano y la seguridad de que estoy haciendo lo que había que hacer.

Ya no sé qué horas son ni cuánto he caminado. Paro un taxi, le doy la dirección de un hotel en un barrio elegante, como los zapatos que odio. En la boca, el sabor ácido de la paleta. En la boca, sí, un sabor a brasas.

VII

La ventana muestra la noche y el paisaje vacío de la ciudad. La ventana muestra, un poco a la derecha, allá abajo, la torre oscura, la torre de la iglesia recortada contra la noche y, en la torre, el reloj solitariamente iluminado dice que son diez para las dos de la mañana, y me pregunto si funcionará el reloj. He dormido mucho desde que llegué a este cuarto de hotel, un vigésimo piso sobre la ciudad.

Estoy de pie mirando la ventana y el mar de luces, esta nada. Tengo un cigarro encendido en la mano derecha y me siento muy cansado.

Miro el reloj de la torre de la iglesia y me alejo de la ventana. Voy al teléfono, espero uno, dos, tres, cuatro, cinco timbrazos y mi hijo al fin contesta.

Angustiado, el niño. ¿Yo sonaré así de angustiado cuando él desaparece y me habla en plena madrugada desde algún lugar para decirme que todo está bien? ¿Podré decirle que todo está bien?

–Necesito que vengas.

–Pero, ¿dónde estás?

Él, angustiado, escucha lo que le pido: que venga y traiga una maleta pequeña, la gris que uso para los viajes cortos, con dos pantalones, tres camisas, esas cosas, y que venga, que venga rápido, sí, quiero hablar con él, no, por teléfono no, que venga.

VIII

Son las dos con veinte, mi hijo ya llegó, está aquí, lo tengo delante y no sé qué decir. Él hace un esfuerzo enorme e inútil por parecer tranquilo.

–Mamá no sabe qué hacer. Dice que ahora sí te volviste loco.

–Después hablo con ella.

Él se me queda viendo en silencio.

–Es que ya se acabó –intento explicarle.

–Yo no tengo por qué escucharlo. Ve y díselo a ella. No a mí.

Truchas. Cuando tenía diez años le encantaban las truchas. Creía que eran el platillo más elegante del mundo. Mi niño.

IX

Dentro de algunas horas partirá hacia su gran viaje y yo aquí, ¿de qué viaje he llegado? ¿A que viaje me he arrojado? ¿Cuáles son las cenizas del naufragio?

X

Calma. Es lo único que siempre he querido tener: calma. Pero lo único que siempre he logrado es decir una cosa y pensar otra. Mi padre decía que las paletas heladas sólo podían ser de coco o de piña. Un personaje extraño, mi padre. Mi viejo.

Calma, tranquilidad: eso es lo único que siempre he querido tener. Lo único que siento ahora es sueño.

XI

Diez años. Cuando José Carlos se murió, yo tenía diez años. Él se comía la punta de los lápices y masticaba la goma. Dijeron que se había muerto por eso. Mi madre no me dejó ir al velorio ni al funeral. Lucía dijo que José Carlos estaba completamente azul. Quedó muy impresionada. Yo tenía diez años y Lucía me parecía un poco dientona. Después sentí por ella un amor infinito, que se acabó. José Carlos se comía la punta de los lápices y masticaba la goma y se murió, y muchos años después, en la playa, me encontré con una señora que me llamó y me preguntó si me acordaba de ella, le dije que no y ella me dijo que se llamaba Aparecida y que era la madre de José Carlos.

Yo no me acordaba de ella ni de nada, y luego me pregunté si Lucía habría seguido siendo un poco dientona para siempre, y por qué los amores que se acaban nunca llegan a su fin.

A veces intento dormirme y sueño con José Carlos; en los sueños nunca tiene cara, porque en realidad no recuerdo cómo era esa cara, y son sueños tremendos, como ahora, porque yo también me comía la punta de los lápices y, más de una vez, mastiqué la goma, sobre todo en las clases de matemáticas.

XII

Es curioso el amanecer en las ciudades. He visto amanecer en cantidad de ciudades y siempre es curioso. Estaba esa ciudad que se escurría hacia el mar y el hotel se hallaba en lo alto de una colina, sólo casas blancas y palmas de dátiles en la ladera y al amanecer la luz salía de algún lugar que nunca ubiqué, pero de pronto, con un ruido de desgarre, amanecía. Y estaba otra ciudad, la mía, y cierta vez, después de años de ausencia, me quedé del otro lado de la bahía y vi amanecer sobre mi ciudad, contra mi ciudad, y aquello era lo más hermoso del mundo, y cuando me di cuenta estaba llorando en silencio, dolía, la cosa más hermosa del mundo, y ahora amanece aquí, y otra vez es curioso, es suave, desde algún lugar detrás de la ventana del hotel en el que estoy viene la luz y es como si iluminaran un escenario vacío, de vez en cuando pasa un coche, recuerdo que es domingo, veo en la torre de la iglesia que son las siete de la mañana, dentro de tres horas mi hijo se va de viaje, sé que no sé por qué hice lo que hice, pero sé que tenía que hacerlo y me siento otra vez muy cansado. ¿Cómo explicarle a mi mujer lo que sucedió, así tan de repente?, pero era algo que estaba por llegar, como las mareas, y ahora amanece y siento sueño y desamparo.

XIII

En realidad, el atardecer es más rápido que el amanecer. ¿O no?

De alguna manera, entiendo que el precio de la lucidez es la soledad.

Siete de la mañana. En tres horas, mi hijo se va de viaje. En el fondo, y sin quererlo, odio los días felices que va a vivir.

Pienso en ciertas cosas, estoy tan cansado.

El jilguero es el ritmista de los pájaros. Domina los misterios de la percusión, de los timbres y de los contratiempos como ninguna otra ave. Su canto es ágil y tiene un balance extraordinario, increíble.

En cambio, el canario es un clásico. El canario es para Haydn lo que el jilguero es para Stravinski. Los dos tienen tal sentido del equilibrio, que jamás cantan al mismo tiempo. A veces, cuando canta el canario, el jilguero decide hacer pequeñas intervenciones percusivas, pero sin exageraciones, para no poner en riesgo el brillo de la interpretación de su compañero. Creo que ambos se entienden muy bien.

Y ahora ya amaneció. Llegó el día, y el día es hoy. Tal vez sea exactamente al revés: el amanecer es mucho más rápido que el atardecer.

Recuerdo cierto atardecer: se va el sol, y de pronto ya es de noche, y hay una finísima luna nueva que se esconde y se muestra detrás de las nubes, y seguimos al acecho, esperando al cometa Kohoutek que ya se ve a simple vista, pero todavía no tiene cola y así no tiene ninguna gracia.

Imagínate: el jilguero, ritmista de los pájaros.

Jamás me hubiera imaginado que mi vida se vendría abajo o se levantaría de entre las ruinas un día, un amanecer en un cuarto de hotel y este viaje, el nuevo, el último, y pasó enero y el lugar que tú y yo abandonamos, y nos fuimos, y pasó enero y sus noches oscuras y yo buscándome, y las madrugadas, la ciudad allá abajo, con sus contornos vacíos, un cometa sin cola no tiene, con razón, ninguna gracia.

XIV

Ella tenía unos ojos enormes y una cama extremadamente chica. Mis pies sobraban. Era un edificio antiguo, oscuro, bajo, y el amanecer venía de pronto mucho más rápido que cualquier atardecer, que cualquier crepúsculo. Y yo salía a pie y caminaba hacia la playa, y desde lejos sentía la brisa del mar invadiéndolo todo, mi futuro recuerdo, y nunca más pude olvidar el edificio, mis escapadas furtivas, aquellos días de amaneceres sin fin.

Ella también era sin fin, y todo lo demás. Y de repente, aquí, contornos vacíos.

A veces, cuando canta el canario, el jilguero decide hacer pequeñas intervenciones percusivas, pero sin exageraciones, para no poner en riesgo el brillo de la interpretación de su compañero.

Creo, sí, que ambos se entienden muy bien.

XV

Voy a esperar a que acabe de amanecer. De todos los amaneceres, ¿qué quedó? La ladera suave, casas blancas, palmas de dátiles; los contornos de otra ciudad, la definitiva, la mía, la que mi recuerdo guardó como cicatriz; y los contornos de esta, vacíos de todo.

Pero sin exageraciones: serenamente vacíos y dolorosos.

Dentro de un año será otra vez enero y, de repente, otra vez: en la boca un sabor a brasas, en los pies el recuerdo de brisas marinas y yo siempre oyendo, cada noche oscura, mis pasos en busca de mí mismo como si vinieran del fondo de un patio y el canto hecho de filos de cuchillos, el corte, el coche subiendo despacio la colina, la mata de toronjil, mi mano fuera de la ventana del coche, la advertencia de mi madre: “Cuidado, que eso corta como navaja”, y ya el tajo, la sangre, ¿y qué cosa no corta como navaja, madre mía?

Este amanecer sin los contornos de la cicatriz, mi ciudad, aquella, la definitiva, y yo aquí, otro tajo, otro filo de navaja. ¿De dónde, este canto que dilacera?

Ciertas auroras traen rebaños, decía el canto de arreo.

Las mías trajeron promesas de noticias que no llegaron. No hubo última luna, últimas lunas, últimas luces.

Todo desaparecerá poco a poco, en la negrura del sueño. Después será otra vez el turno de la luna. A veces, cuando el canario canta.

LAS TRES ESTACIONES

(Para Chico Buarque de Hollanda)

I

Aquel fue un verano diferente, único. Un verano que empezó antes de tiempo y que desde el principio dejó claro que se extendería, atropellando calendarios, previsiones y recuerdos.

La casa se alzaba blanca a la mitad de la cuesta, rodeada de grandes almendros. La cuesta bajaba hacia el mar, suave al principio, abrupta al final. En la casa, la rutina se estableció durante los primeros días de sol, cuando la fuerza del verano se mostró en toda su impertinencia.

Todos los días, poco después de las ocho de la mañana, el chofer salía en el coche blanco e iba al pueblo, circulando veloz por los cuatro kilómetros del camino que corría sobre las rocas, bordeando el mar. Volvía siempre a las nueve con el pan, la correspondencia que recogía en el correo y, a veces, con una caja de naranjas. Los miércoles, la cocinera gorda, negra y serena lo acompañaba. Se sentaba en el asiento de adelante, junto a él, y viajaba en silencio, suspirando y mirando el mar. De regreso traía dos bolsas de frutas y verduras y un pescado envuelto en papel claro.

Ese día, el coche blanco estaba tardando un poco más en volver.

La casa era silenciosa y tenía grandes ventanales y dos balcones enormes que se abrían hacia el mar.

* * *

Todos los días, a las diez de la mañana, la joven aparecía en el balcón de abajo. Era un balcón de madera, que estaba precisamente frente al almendro más grande y la inmensidad del mar.

La joven era hermosa como el mundo, silenciosa como la casa y tenía veinte años. A veces aparecía con un vestido corto y claro sobre el cuerpo bronceado. A veces se ponía un bikini oscuro y un sombrero de paja.

La mesa era larga, y la joven se sentaba a tomar café y jugo de naranja; luego roía con pereza un trozo de queso e, invariablemente, dejaba una fruta a la mitad. Fingía leer el periódico y sólo después subía al balcón de arriba, donde extendía cuidadosamente una estera para asolearse. Había varias sillas de lona de diferentes colores y modelos en el balcón, pero la joven siempre prefería echarse al sol tendida sobre una estera.

Allí era donde el hombre solía reunirse con ella. Siempre se despertaba más tarde, cuando la joven ya había concluido la cuidadosa labor de extender la estera, tender su cuerpo esbelto, quitarse la parte de arriba del bikini y untarse lentamente un aceite con perfume de almendras en el cuerpo.

Ya hacía algún tiempo que el hombre había cumplido los cuarenta y su ritual matutino era rígido: a las once, después de saludar a la joven en el balcón del piso de arriba, bajaba, se tomaba un té y un jugo de naranja, se comía medio melón, hojeaba el periódico y se iba al pequeño estudio que había al fondo de la casa, donde oía música y fumaba, lejos de la joven. Leía la correspondencia, contestaba algunas cartas, pero no hacía el intento de trabajar.

Dormían en cuartos separados. Aquel verano, la joven era una recién llegada en la casa blanca de la cuesta. Había aparecido a mediados de la primavera, poco después de que se marchara la mujer del hombre. Hubo un último diálogo entre él y aquella mujer, pero la joven no lo sabía.

–¡Tiene veinte años! ¡Yo tengo ropa de hace veinte años! ¡Tú tienes discos de hace más de veinte años!

Él se le quedó viendo y dijo en voz baja:

–Escuché esa misma frase en una película. Que, por cierto, era muy mala.

Ella se fue y, pocas semanas después, llegó la joven con su cuerpo esbelto y recto, su colección de sombreros de paja y su manía de andar descalza.

El cuarto de la joven estaba en el segundo piso. Ella dormía sola en una cama al lado de la ventana. Era un cuarto grande. A veces el hombre caminaba por el balcón hasta la ventana abierta y se quedaba ahí, observando su cuerpo mientras ella dormía. Esas noches solía entrar por la ventana y se acostaba despacio en la cama de la joven. Pero amanecían siempre en cuartos separados.

En el cuarto del hombre, que estaba en el otro extremo del balcón del piso de arriba, había repisas con algunos libros y una pequeña grabadora. El hombre siempre se quedaba hasta tarde leyendo y oyendo música, sentado en la mecedora al lado de la ventana. El ventanal del cuarto del hombre daba a al mismo balcón por el que se escabullía ciertas noches para mirar el cuerpo dormido de la joven. Pero ella nunca había recorrido ese camino, jamás se había metido al cuarto del hombre saltando por la ventana abierta: iba por el corredor, descalza y en silencio, y se ovillaba en el suelo, al lado de la pequeña mecedora, y entonces el hombre sonreía y la conducía a la cama, delicadamente.

El hombre solía fumar en la cama y la joven detestaba el olor del cigarro, pero esa no era la razón por la que dormían en cuartos separados.

La rutina de aquel verano había sido cuidadosamente elaborada por el hombre el invierno anterior, cuando aún había otra mujer y vivían en otra casa. El hombre había tomado la decisión de volverse metódico y sereno, y a veces lo lograba.

Ahora, durante el verano, permanecía en el pequeño estudio al fondo de la casa hasta la una de la tarde y luego iba al balcón de abajo, se sentaba a la mesa y le sonreía a la joven.

Aquel verano comían frutas, verduras y carnes frías finísimamente rebanadas. La cocinera negra y gorda y silenciosa dejaba puestos los platones con ensalada y fruta y sólo se aparecía para llevarles el café, tras cerciorarse discreta de que el hombre había cruzado los cubiertos sobre el plato.

En realidad, el hombre y la joven hablaban muy poco durante aquellas comidas veraniegas. Después del café, el hombre volvía a su pequeño estudio al fondo de la casa, y a veces la joven iba con él. Oían música y charlaban, y entonces la joven volvía al balcón del piso de arriba en busca del sol de media tarde.

Dos veces a la semana, el hombre iba al pueblo a jugar tenis. Esas tardes, la joven iba con él y deambulaba por las pocas tiendas. Luego iba a esperarlo al bar de la pequeña bahía donde los pescadores atracaban sus barcos.

El hombre temía que la joven se aburriera. Procuraba ser atento y delicado, pero sentía que no era suficiente. Por eso, dos o tres veces a la semana iban a cenar al pueblo. En esas ocasiones, ella charlaba alegre y hacía planes para cuando el verano terminara y se fueran a algún otro lugar. El hombre tomaba vino blanco y comía pescado y ensalada. La joven solía comer despacio y le tocaba ligeramente sobre la mesa la mano al hombre.

Algunos sábados, el hombre llevaba a la joven a bailar. En realidad, él no bailaba: sólo miraba los movimientos de la joven y sentía un placer especial al ver sus piernas libres dentro de la tela suelta del vestido corto, más aún cuando daba vueltas y se adivinaba la curva suave de sus muslos, su piel dorada hundiéndose en el último trozo de tela, delicado y blanco. Esas noches, cuando volvían a casa, el hombre colgaba una hamaca amplia en el balcón del piso de arriba y ahí se quedaban los dos, libres en la brisa, hasta poco antes del amanecer; entonces el hombre se levantaba despacio y se iba a su cuarto. Fueron muchas las madrugadas que la joven despertó sola y desnuda, en la hamaca, al salir el sol.

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