Kitabı oku: «Plick y Plock», sayfa 10
– ¿Quién habla de eso, hijo mío? – dijo el capitán persignándose – ; soy demasiado buen cristiano, aprecio demasiado la salvación del cuerpo y del alma de mis marineros para exponerlos así.
– En hora buena, capitán, eso es; cuide sobre todo de la salvación del cuerpo, ¿entiende usted? del cuerpo de sus marinos, es lo más importante – dijo Santiago un poco más tranquilo.
– Hijo mío – repuso el capitán – , usted no me ha comprendido; yo estoy lejos de exigir de usted que estrangule al descreído con sus propias manos. ¡Virgen santa! no, sin duda; ese contacto me hace estremecer de horror; pero la bala de su mosquete o la hoja de su puñal evitará esa mancilla a sus cristianas manos.
Santiago, más exasperado aún por la decepción que experimentaba, exclamó:
– ¡Ni el hierro, ni el plomo, ni yo daremos muerte a ese excomulgado! ¡No iré a bordo, por las mil llagas de San Julián, no, no iré! – añadió golpeando violentamente el suelo con el pie.
– Santiago, amigo mío – dijo fríamente el capitán – ; tengo el derecho de vida y muerte sobre todo hombre de mi tripulación que se me rebele o se niegue a ejecutar mis órdenes.
Y diciendo esto, le mostró dos pistolas que había sobre el cabrestante.
Ante aquella espantosa alternativa, Santiago prefirió el abordaje, y descendió a la chalupa que le esperaba, con la sombría resignación del hombre a quien llevan a la muerte.
Al alejarse de la escampavía, el desgraciado Santiago, acordándose de los consejos y las predicciones de Pérez, que el miedo había grabado en su mente, esperaba a cada momento una súbita descarga de mosquetería. Se acercó, no obstante, a lo largo de la tartana, sin que se oyese ni un solo disparo. Entonces, arrojando su amarra, recomendó su alma a Dios, porque, según los informes topográficos y precisos del artillero, era en aquel momento cuando las amplias bocas de los esmeriles debían hacer un fuego del infierno.
Esperó, pues, y besó su rosario exclamando:
– ¡De rodillas, hermanos míos, somos muertos!
Los diez hombres que le acompañaban, aprovechando a todo evento esta advertencia, se arrojaron al fondo de la chalupa.
Silencio, siempre silencio. No se oía… no se veía nada… más que la luz que brillaba siempre en la cámara, y que de cuando en cuando aparecía obscurecida por una sombra que la ocultaba.
Santiago, un poco más tranquilo, se atrevió a levantar la cabeza, pero la bajó prontamente al oír un crujido de la tartana, y luego la volvió a levantar, sin ver esmeriles ni escotillas.
Como nada da tanta tranquilidad como un peligro pasado o evitado, Santiago se enderezó presa de un ardor marcial, y trepó a bordo de la tartana seguido de sus diez hombres, a quien su ejemplo electrizaba. Llegados al puente, no encontraron más que despojos, jarcias destrozadas por el viento, un desorden, en fin, que anunciaba que aquel buque había sufrido cruelmente los efectos del levante. Pero de pronto se oyó un ruido desordenado en el sollado.
Los diez marineros y el segundo de la Urna de San José se miraron palideciendo; no obstante, gritaron con voz un poco temblorosa, es verdad:
– ¡Viva el rey! ¡Adelante la Urna de San José y el valiente Santiago!
Porque los compañeros de armas del valiente Santiago, que se apretujaban los unos contra los otros, al oír aquel ruido imprevisto, se aproximaron tan bruscamente a él, que el desgraciado héroe fue precipitado por la escotilla que tenía a sus pies, y desapareció.
Sus marineros, tomando aquella caída por una prueba de abnegación y de intrepidez, siguieron al nuevo Curcio a los gritos de ¡viva Santiago! y saltaron en el sollado como los carneros de Panurgo.
Santiago se había levantado prontamente, y aprovechando el error de sus hombres, les dijo en voz baja:
– Hijos míos, el valor y la sangre fría no son nada; ya habéis visto todos que, aun a riesgo de caer sobre millares de picas o de sables, me he precipitado ciegamente en el sollado… eso es audacia, sencillamente.
– ¡Viva nuestro Santiago! – repitieron los marinos.
– Callaos, hijos míos, en nombre del Cielo, callaos; lanzáis unos gritos capaces de asustar a las gaviotas. Guardaos vuestros ¡viva Santiago! para más tarde. Ya gritaréis eso en la plaza de San Antonio. Será de un gran efecto; pero, mientras tanto, veamos el medio de forzar el reducto de esos condenados.
Y mostraba la cámara en la cual se hacía siempre un ruido infernal. De pronto, como si se le ocurriese una idea súbita, exclamó:
– ¡Amigos míos, armad vuestras carabinas!.. ¡Fuego sobre ese tabique!
Lo que había decidido sobre todo a Santiago a esta maniobra, es que encontrándose necesariamente detrás de su tropa, se vería libre del primer choque de la salida que podrían intentar los sitiados.
– ¡Fuego! ¡y que el Cielo nos ayude! – repitió empujando a su pelotón.
Y sonó la descarga.
A una distancia tan corta, las balas, llegando en masa sobre el tabique, lo hundieron en parte, y antes de que los marineros hubiesen vuelto a cargar sus armas, una masa espantosa les derribó y pasó por encima de ellos lanzando horribles mugidos.
– ¡Desconfiad! – gritaba Santiago, que estaba guarecido detrás de uno de sus valientes al que hacía servir de escudo – ; desconfiad, es una astucia de guerra; quieren caer de improviso sobre nosotros; volved a cargar las armas.
– Señor teniente – dijo uno de los marinos – , ¡pero si el sitiado tiene el más hermoso par de cuernos que jamás cristiano alguno haya tenido plantados sobre la cabeza!..
– ¡Apresad al monstruo! – gritó Santiago retrocediendo con su escudo viviente – , es el condenado, apresadle… Vade retro, Satanas… ¡Santiago, San José, tened piedad de nosotros!
– Pero, teniente… si esto no es… más que un buey ¡por la Virgen! un excelente buey que se mueve. ¡Con siete balas en el cuerpo!
Y la luz que se trajo de la cámara, permitió comprobar la exactitud de este curioso boletín. Era, en efecto, un buey destinado a la comida de la tripulación de la tartana, y que se habían probablemente visto obligados a dejar al abandonar la embarcación.
– ¡Un buey! ¡un innoble buey! – decía Santiago – . Un plan de ataque combinado con tanta sangre fría y ejecutado con tanta audacia para… ¡para apoderarnos de un buey al abordaje!
– Nos lo llevaremos, ¿verdad, teniente? Nos vendrá al pelo porque ¡hace tanto tiempo que no comemos carne fresca!
– Os guardaréis de ello… ¿lo oís? – repuso Santiago con cólera – . ¡Qué brutos y qué asnos sois! es decir, que queréis exponeros a las burlas de vuestros camaradas presentando ese hermoso trofeo… Me opongo terminantemente; subid al puente, seguidme, cerrad las escotillas, y sobre todo, una vez a bordo, no desmintáis ni una palabra de lo que diré al capitán, tanto en vuestro interés como en el mío.
Santiago volvió a bordo de la escampavía, donde ya comenzaban a estar inquietos, e hizo con una rara imprudencia, un relato detallado de su combate con el gitano y sus demonios.
– En fin – añadió – , en fin, lo cierto es que todos están muertos o fuera de combate.
Al escuchar aquella heroica narración, en que la intrepidez de Santiago se revelaba por primera vez, el capitán Massareo, que conocía perfectamente la cobardía de su segundo, no concebía un cambio tan rápido; pero, acordándose de la quijada de Sansón, de la burra de Balaam, y de tantos otros milagros, acabó por mirar a Santiago como un elegido a quien Dios había animado de pronto con un soplo divino, para darle la fuerza de combatir a un réprobo, a un hijo del ángel rebelde. De modo que una vez que hubo adoptado esta desgraciada idea, creyó ciegamente todas las tonterías y todas las mentiras que Santiago tuvo a bien contarle.
– ¿Y el gitano? – preguntó el capitán.
– El gitano, capitán, estaba probablemente disfrazado, pero yo estoy convencido de que ha muerto también. ¡Diablo de sangre, cómo mancha! – dijo Santiago que quería sin duda desviar la conversación de un asunto tan delicado, y se interrumpió para limpiarse un ancho trazo de sangre que surcaba su vestido, último vestigio de la agonía del pobre cuadrúpedo.
– ¿Está usted herido, valiente Santiago? – preguntó el capitán con interés – . ¡A ver!
– No, no, por mi madre, no verá usted nada. Es una insignificancia, una tontería – respondió Santiago con una indiferencia afectada, retrocediendo precipitadamente – ; pero lo que es importante, capitán, es echar a pique ese nido de demonios. Las escotillas están cerradas, es cuestión de unos cuantos cañonazos, y habremos purgado la costa del más grande bandido que jamás haya infestado la costa.
Massareo se moría de deseos de preguntar por qué no habían traído prisioneros que hubieran podido dar fe del feliz éxito de la expedición; pero comprendiendo que tendría que encargarse él de esta segunda misión, y como ello no era muy de su gusto, accedió a todo lo que quiso el valiente y bienaventurado Santiago, y comenzó a cañonear vigorosamente la pretendida tartana del gitano, que no podía resistir largo tiempo un fuego tan nutrido.
IX
EL RELATO
No matarás.
Mand. de la ley de Dios.
Mientras que el bravo Massareo destruía una de las tartanas, la otra salía del canal de la Torre, y navegaba con habilidad a pesar de las ráfagas del levante, cuya violencia disminuía, sin embargo, sensiblemente.
No había nada en el mundo más resplandeciente que la pequeña cámara de aquel buque, en la cual dos invitados estaban comiendo. Un enorme globo de cristal pendiente del plafón, proyectaba una claridad viva y pura sobre un rico tapiz turco, de un azul brillante, en el que se veían bordados hermosos pájaros rojos que desplegaban sus alas doradas, y tenían entre sus patas de plata largas serpientes de escamas verdes como esmeraldas; un diván de raso obscuro, daba la vuelta a toda la pieza.
En el centro, y cerca del diván, se levantaba una mesa servida con gusto y riqueza exquisitos; pero en lugar de ser sostenida sólo por las patas, cuatro ligeras cadenas la ataban al suelo, para librarla de los vaivenes. El tinto de Rota, el Jerez y el Pajarete centelleaban en preciosos frascos de cristal cuyas mil facetas reflejaban una luz cambiante y coloreada como los matices del prisma, mientras que los racimos de Sanlúcar, de granos violados y aterciopelados, las brevas de Medina, las granadas de Sevilla, que el sol había abierto, y las naranjas de Málaga, se elevaban en elegantes pirámides en las cestas tejidas con un ligero hilo encarnado, tal como se ven en Esmirna; el mantel, resplandeciente de blancura, estaba atravesado, según la moda oriental, por brillantes dibujos de oro y de seda.
Unicamente sencillas botellas de un verde obscuro, de cuello largo y estrecho, de tapón lacrado y sujeto por alambre, botellas, en fin, que olían a Francia y a champaña a una legua, contrastaban singularmente con el lujo y el aparato asiático que dominaba en aquella pieza.
Y era efectivamente champaña, porque dos copas cónicas y cilíndricas, que se levantaban sobre su ancho pie de cristal, aparecían gloriosamente llenas, y el licor rosado que hervía y centelleaba, elevó bien pronto su espuma temblorosa por encima de los bordes del vaso.
– ¡Atención, comandante, la marea sube!
Esto decía el joven imberbe que mandaba aquella tartana, sosia de la del gitano, perseguida con tanto encarnizamiento y desgracia por los dos guardacostas, mientras que el comandante desembarcaba el contrabando del convento de San Juan al pie de las rocas de la Torre…
La misma tartana de que el valiente Santiago se apoderara al abordaje con un buey y sus cuernos y que el no menos valiente capitán acababa de destruir a cañonazos.
– Comandante, la marea baja, y si usted no tiene cuidado habrá bajado del todo en un instante – repitió el muchacho, y de un trago apuró lo que él llamaba la marea, de modo que su vaso quedó seco – . ¡Cómo amo este vino de Francia! Porque nuestro Jerez y nuestro Málaga, con su color amarillo sombrío, me parecen tan tristes como el canto de una dueña; mientras que el color rosado y riente de este champaña me llenan el alma de alegría. ¡Dios de verdad! Es como si oyese a mi Juana rasguear en mi guitarra un vivo bolero. Por mi fe; viva el vino de Francia – repuso dejando tan vivamente el vaso sobre la mesa, que lo rompió.
Este ruido sacó al otro comensal de su ensimismamiento: era el gitano.
– ¡Francia, Blasillo! palabra ¡es un digno país!
– ¡País de hospitalidad! – dijo Blasillo apurando un segundo vaso de champaña.
El gitano miró, inclinó la cabeza hacia atrás recostándola sobre los cojines del diván, y soltó una carcajada.
– Y de la libertad – continuó Blasillo en el mismo tono.
Aquí las carcajadas del gitano fueron tan violentas que resonaron por encima del ruido de la tempestad eme mugía fuera, con gran confusión del pobre Blasillo, que le miraba con aire de disgusto y de estrañeza.
El gitano lo advirtió.
– Perdón, Blasillo, perdón, hijo mío; pero tu ingenua admiración por ese dulce país de Francia, como le llaman, ¡me ha recordado tantas cosas!..
Después de un momento de silencio, el gitano se pasó rápidamente la mano por la frente, como para desechar una idea penosa, y dijo sonriendo:
– Ahora que ya no podemos dedicarnos al contrabando y que nuestra escuadra ha quedado reducida a la mitad, ¿a dónde iremos, Blasillo?
– ¡A Italia, comandante! Como aquí, el sol es caliente, el cielo azul, los árboles verdes; como aquí, las mujeres son morenas, cantan acompañándose de una guitarra y se arrodillan delante de la Virgen; sin contar con que más de una ensenada de la costa de Sicilia ofrecería un bueno y seguro refugio a la tartana. Vamos, ¡rumbo hacia Italia, comandante!
– ¡A Italia!.. no, porque los asesinos son castigados con la muerte, ¿no lo sabes, Blasillo?
– ¡Dios mío! ¡usted asesino! – dijo el muchacho con espanto.
– Escucha. Blasillo, yo tenía catorce años; mi hermana Sed'lha y yo conducíamos a nuestro padre que apenas podía andar, cuando cayó herido de un tiro de carabina. Era el fruto del odio santo, que nos tenía un cristiano. Yo no llevaba encima más que mi estilete; me lancé en persecución del asesino le alcancé cerca de una roca. El era fuerte y vigoroso, pero la sangre de mi padre había manchado mis ropas… y le degollé con fruición. He aquí cómo abandoné Italia con mi pobre Sed'lha ¿qué habrías hecho tú, Blasillo?
– Hubiera vengado a mi padre – dijo el adolescente después de un momento de expresivo silencio – . Viremos en redondo, comandante – añadió con un profundo suspiro – , y vayamos a Egipto. Se dice que Mehemet Alí e Ibrahim acogen muy bien a los extranjeros. Vamos a Alejandría…
– Es una hermosa ciudad Alejandría: es allí donde yo desembarqué al huir de Italia. Un buen emir me recogió con mi hermana y me envió al colegio, porque hay más instrucción y más colegios en Alejandría que en todas las Españas, Blasillo.
– Le creo a usted, comandante.
Aprendí allí la lengua francesa, el español, la ciencia de los números, el arte náutico. Salí de allí hecho un buen marino.
– ¡Y que lo diga usted!
– Al cabo de seis años yo mandaba un brick, que tuvo un encuentro con el brulote de Canaris, Blasillo.
Este hizo el saludo militar.
– Y volví a puerto para reparar las averías y reclutar una nueva tripulación, lo que ocurría siempre que se encontraba a Canaris. En Alejandría me recibieron afectuosamente. Verdaderamente es una alegre ciudad, sobre todo en las hermosas tardes en que el sol se pone detrás de las arenas del desierto y cuando dora con sus rayos el harem de Mehemet, las fortificaciones del viejo puerto, el palacio del faraón y la columna de Pompeya. Entonces el aire del mar refresca el aire abrasador; los negros extienden la tienda rayada sobre la terraza, y uno, tendido sobre un muelle cojín, aspira el vapor del tabaco levantino, que se perfuma al atravesar un agua de rosas y de lilas, y después, una hermosa joven de Candía o de Samos, se arrodilla ante uno ofreciéndole ruborizada un sorbete helado en una copa ricamente cincelada. Haces un signo y ella se aproxima a ti, y, con un brazo pasado alrededor de su cuello, miras con indiferencia aquella cabeza de ángel que se dibuja como una aparición fantástica en medio de un humo azulado y oloroso, que se eleva en torbellinos del narguile.
Los ojos de Blasillo brillaban ciertamente tanto como las facetas centelleantes de los frascos de vidrio:
– Vamos a Alejandría, comandante – dijo incorporándose.
– ¡A Alejandría! ¿qué te parecería, mi querido niño, si te sentasen sobre la flecha aguda de un minarete que se lanza hacia las nubes? ¡flecha, por otra parte, brillante y dorada! ¿y si se te dejase en esa incómoda posición hasta que los cuervos hubiesen devorado las pupilas de tus grandes ojos negros?
Esta proposición apagó el ardor de Blasillo, que llenó prestamente su copa sonriendo:
– Viremos, pues, en redondo, comandante.
– Sí, Blasillo, tal es la suerte que me espera en Egipto, si el bauprés de mi tartana se dirigiese hacia ese suelo encantado.
– ¿Y por qué, comandante?
– ¡Oh! porque yo hundí cinco veces mi kangiar en la garganta del buen anciano emir que nos recogía a Sed'lha y a mí, y me hizo instruir como un rabino.
– ¡Dios del Cielo! ¡otro asesinato! ¡Usted asesino de su bienhechor!
– Había abusado de la hospitalidad que nos diera para seducir a mi hermana, con la que no podía casarse. ¿Qué hubieras hecho en mi lugar, Blasillo?
El joven español ocultó la cabeza entre sus manos.
– ¿Y su hermana? – preguntó.
– Me quedaba aún una última prueba de afecto que darle, y se la di.
– ¿Cuál?
– La maté, Blasillo.
– ¿Mató también a su hermana? ¡Usted fratricida! ¡Anatema!
– ¡Niño! ¿sabes tú qué suerte espera en Egipto a una joven de mi raza que se ha dejado seducir, cuando el seductor es casado? La despojan de sus vestidos y la pasean desnuda por la ciudad; después la mutilan del modo más horrible, la meten en un saco y la exponen a la puerta de una mezquita, donde todo hombre, incluso un cristiano, puede llenarla de golpes, de injurias y de barro… ¿Qué hubieras, pues, hecho más por tu hermana, Blasillo?
– ¡Siempre asesinatos, siempre! No obstante, yo admiro a usted – dijo Blasillo anonadado.
– ¡Bebamos, niño! ¿ves? la espuma plateada tiembla y chisporrotea. Bebamos, y arrojemos a la sombra los negros recuerdos del pasado. ¡Por tu amante Juana, por sus ojos negros!
Blasillo repitió casi maquinalmente:
– ¡Por Juana y sus ojos negros!
– Blasillo, ¿dónde iremos a arrojar el áncora?
– Propongo que en Francia, comandante – y mostraba su copa medio vacía – , porque, por mi Juana, ¡si los franceses se parecen a su vino!..
– Justo, Blasillo, justo. Como su vino, ellos estallan, chisporrotean y se evaporan.
– Pero por lo menos no habrá allí, así lo espero, minaretes de flechas agudas sobre los cuales sienten a las gentes, mezquitas donde insulten a las jóvenes, y cristianos que degüellen a un anciano como un corzo. Además, usted no ha estado allí, ¿verdad, comandante?
– Sí, Blasillo.
– ¿Y permaneció usted mucho tiempo en ese hermoso país?
– Blasillo, cuando salí de Egipto, vine a Cádiz, en tiempos de las Cortes; ofrecí mis servicios y no me preguntaron si llevaba la cruz o el turbante, pero me hicieron maniobrar una hermosa fragata de guerra, y cuando vieron que yo servía para el caso, me la confiaron. Hice algunos afortunados cruceros, y sobre todo recorrí la costa con el mayor cuidado. Más tarde, cuando la santa alianza tuvo que reconocer que tu dulce país tenía la fiebre amarilla…
– ¡Por mi Juana! era una fiebre de libertad.
– Bien, Blasillo, fue un pequeño acceso de libertad, corto y rápido, que la santa alianza detuvo prontamente con un poco de pólvora de cañón. ¡Hermosa victoria! porque tus compatriotas que no tiran jamás sobre un hombre que lleva un crucifijo, tuvieron que bajar sus armas ante las cruces, los pendones y los religiosos que precedían al ejército francés, y se arrodillaron ante el enemigo como al pasó de una procesión. De modo que ésta fue una victoria, una victoria de agua bendita, Blasillo. Yo seguí otro sistema; dejé pasar las tonsuras y tiré sobre los soldados. Por esta causa, cuando la paz de Cádiz, fui condenado a muerte por masón, comunero, rebelde y hereje, que viene a ser lo mismo. Huí a Tarifa, donde me refugié con Valdés y algunos otros hombres. Nos sitiaron, y al cabo de ocho días de una vigorosa defensa, tuve la suerte de caer moribundo entre las manos de un oficial francés que favoreció mi fuga, y me dirigí a Bayona y de allí a París.
– ¿A París, comandante? ¿Usted ha estado en París?
– Sí, hijo mío; y allí, vida nueva; reanudé la amistad con un capitán de la marina que había conocido en el Cairo en el momento en que iba a ser decapitado por haber levantado el velo a una de las mujeres de un fellah. Yo le salvé a bordo de mi brick. Al encontrarme en Francia, quiso atestiguarme su agradecimiento, y me presentó a un pequeño número de amigos, como un proscrito de la Inquisición. Entonces recibí tantas y tan calurosas protestas de interés, que me conmoví, Blasillo. Bien pronto el círculo se engrandeció, y todos quisieron oírme contar mi desgraciada existencia. Yo me presté a ello; siempre es dulce hablar de sus desgracias a quien las compadece, y hay en ello como una miserable coquetería que impulsa a decir: Ved cómo mi herida sangra aún. Pero mi vanidad fue cruelmente castigada, porque advertí un día que se me hacía repetir con demasiada frecuencia mis desgracias. Más desconfiado, estudié aquellas almas generosas, y escuché las reflexiones que hacían nacer mis confesiones. Entonces pude apreciar el interés que se tenía por el hombre que ha sufrido mucho. Al principio quedé anonadado, después me dio risa. Figúrate tú, Blasillo, que querían a todo precio emociones nuevas, como ellos decían, y, para proporcionárselas habrían asistido, creo yo, a la agonía de un moribundo, y habrían analizado uno a uno todos sus movimientos convulsivos. Y, a falta de mi agonía, explotaban el relato de mis males, y se complacían en hacer vibrar cada cuerda dolorosa de mi corazón, para apreciar su sonido. En cuanto a mí, con los ojos chispeantes, el pecho hinchado por los sollozos, les contaba la agonía de mi pobre hermana y mis horribles imprecaciones cuando vi que estaba muerta… muerta para siempre… entonces ellos, palmoteando, decían: «¡Qué expresión! ¡qué gesto! ¡Qué bien representaría el Otelo!» Sí, cuando yo les contaba mis combates por la independencia de España, que me habían proscrito; cuando mi exaltación africana llegaba hasta el delirio y yo gritaba jadeante: ¡libertad! ¡libertad!.. ellos decían: «¡Qué hermoso está! ¡Qué bien representaría el Bruto!» Y después, cuando habían asistido a la tortura moral que me imponían exaltando mis recuerdos, se iban tranquilamente al baile, a sus ocupaciones, a otros placeres: porque para ellos todo estaba dicho: la comedia ya había sido representada. Entonces, yo creía despertar de un sueño, y me encontraba solo con mi amigo el capitán de barco, orgulloso de mí, como el que exhibe un tigre aprisionado.
– ¡Infame! – exclamó Blasillo.
– No, Blasillo; aquellas buenas gentes trataban de distraerse. ¡El día es tan largo! y además, ¿de qué podía quejarme? no me habían silbado, al contrario, me aplaudían. ¿Qué quieres? mi vida es un papel; así como así, todo es comedia: amistad, valor, virtud, gloria, abnegación.
– ¡Oh! ¡comandante! – exclamó Blasillo con amargura.
– ¡Todo, muchacho, todo! hasta la piedad de las mujeres por la desgracia. Y si no, escucha; yo amaba con pasión a una mujer hermosa, joven, rica y brillante. Una tarde, yo me había deslizado en su tocador antes de la hora, y acurrucado detrás de un espejo, esperaba. De pronto, se abre la puerta, y Jenny entra con una mujer hermosa, joven también. Bien pronto vinieron las confidencias, y como su amiga le envidiase mi amor, ella respondió: «¿Crees que le amo? no, condesa; pero me choca y me enternece; me da miedo y me divierte. ¡Qué pálidas resultan las lamentaciones de un héroe de novela al lado de su desesperación! porque, querida mía, cuando el pobre muchacho llega al capítulo de sus disgustos pasados, llora con lágrimas de verdad y, ¿lo creerás tú? me conmuevo» añadió riendo fuertemente. Ya ves, Blasillo; había faltado a sus deberes y se había entregado a mí para hacerme representar sucesivamente los remordimientos, el furor o el amor; me inspiró piedad entonces, Blasillo. ¡Bebamos, muchacho! ¡Por la hospitalidad de Francia, como tú dices, por la libertad!.. Una mañana, mi amigo el capitán, vino a decirme que mi presencia en París podría encender de nuevo la antorcha de la revolución en España, y que si en el plazo de tres días no había abandonado Francia, me exponía a ser detenido y a ser conducido a la frontera… allí, ya comprendes lo que me esperaba. Viendo mi embarazo, el excelente hombre, que debía tomar en Nantes el mando de un negrero, me propuso partir con él; yo acepté, y diez días después estábamos a la vista del estrecho de Gibraltar: Mi buen amigo quiso dejarme en Tánger, donde yo permanecí algún tiempo; allí, el judío Zamerith, jefe de una de nuestras sectas de Oriente, me cedió las dos tartanas con sus tripulaciones de negros mudos, y tú, querido mío, y tú de propina; tú, pobre aspirante de marina, al que habían hecho prisionero a bordo de un yate, cuyo pasaje fue asesinado; ¡tú, pobre niño, que has querido unirte a mi suerte! ¿Amas, pues, al condenado? di, ¿me amas?
El gitano pronunció estas últimas palabras con aire emocionado. La única lágrima que en mucho tiempo había derramado, brilló un momento en sus ojos, y tendió la mano a Blasillo, que la asió con una exaltación inconcebible, exclamando:
– ¡En vida y en muerte, comandante!
Y una lágrima obscureció también la mirada de Blasillo; porque todo lo que impresionaba el alma o la cara del maldito, se reflejaba en él como en un espejo.
No obstante, y aunque hubiese adoptado las ideas del gitano, esto no era en él la pálida y servil parodia de aquel carácter singular; pero este carácter resumía a sus ojos todos los rasgos que hacen al hombre superior, y lo copiaba como una bella alma copia a la virtud. Si quería compartir todos sus peligros, es que obraba movido por una especie de fatalismo, persuadido de que vivía de su vida y de que moriría de su muerte. En fin, aquel hombre singular era para aquel niño apasionado más que padre, amigo o jefe, era un dios.
Y en efecto, aquel compuesto de audacia y de sangre fría, de crueldad y de sensibilidad; aquel golpe de vista seguro y penetrante de profundo táctico, unido a una prontitud de ejecución siempre justificada por el éxito; aquel lenguaje, tan pronto cargado de los colores orientales, tan pronto abrupto y brusco; aquellos vastos conocimientos, aquellos crímenes, excusables y comprensibles hasta cierto punto, aquel interés que rodeaba al proscrito, aquella existencia prematuramente amargada, las amargas revelaciones de aquella alma fuerte y generosa, a quien el destino condujo a demostrar el amor filial por un asesinato, y el amor fraternal por otro asesinato; en fin, la vista de aquel réprobo, grande en medio de sus desgracias, todo aquello debía fascinar a una imaginación ardiente y joven. Así, el gitano ejercía sobre Blasillo aquella inevitable y potente influencia que un hombre tan extraordinario debía imponer a todo carácter exaltado; en una palabra, Blasillo experimentaba por él aquel sentimiento que comienza en la admiración y acaba en la abnegación heroica.
– ¡Bebamos, Blasillo! – repuso el comandante, cuya mirada había recuperado su vivacidad habitual – , bebamos, porque acabo de hacerte una larga y aburrida confesión, hijo mío; únicamente ten presente que no has de volverme a hablar jamás de esto; ahora ya conoces mi vida. ¡Vamos! ¡por tu Juana!
– ¡Por su monja, capitán!
– Ya la había olvidado, así como mi proyecto de escalo, porque los muros son elevados, Blasillo.
– ¡Por el Cielo, comandante! si los muros del convento de Santa Magdalena son elevados, una flecha provista de un hilo de seda lanzada por una ballesta, puede llegar bien alto, y caer en el jardín del claustro.
– ¿Y después, Blasillo?
– Después, comandante, la monjita que habrá recibido el hilo de seda, del cual usted habrá guardado un cabo, se lo notifica por un ligero movimiento; entonces usted ata una escala de cuerda a la extremidad del hilo que cae por la parte de fuera; la joven tira hacia ella, fija la escala en el muro, como ha hecho usted por la parte de fuera, y ¡por la Virgen! usted puede una noche entrar en el santo recinto y salir tan fácilmente como yo vacío esta copa.
– Por mi kangiar, joven, conoces el fuerte y el flaco del reducto, y, a fe mía, tengo deseos de…
En aquel momento, un viejo negro de cabellos blancos, el único tripulante que no era mudo, descendió rápidamente, se lanzó hacia la habitación, e interrumpió al gitano.