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Kitabı oku: «Plick y Plock», sayfa 5

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Hubo muchos que, rodando, se dejaron ir hasta los empalletados, y de allí se arrojaron al mar, preveyendo todo el horror de la suerte que estaba destinada a sus compañeros.

– Ya se han quedado allí – dijo el maestro Durand a Kernok cuando hubo vuelto a bordo.

– Bien – respondió Kernok – ; la brisa sopla del Sud. Con esta mesana por vela y los juanetes en lugar de las gavias, podemos continuar la ruta. Orienta hacia el NNE.

– ¿Así – dijo el maestro Durand mostrando la corbeta que se balanceaba desmantelada – , abandonamos a esos pobres diablos?

– Sí – respondió Kernok.

– Pues no deja de ser un procedimiento bien poco delicado.

– ¡Ah! es verdad… ¿Sabes los víveres que nos quedan a bordo, gracias al festín que os he dado, salvajes? ¡Pues bien! no nos queda más que una caja de galleta, tres toneladas de agua y una caja de ron; porque en un día habéis echado a perder los víveres de tres meses.

– Tanta culpa es de los de aquí, como de los que quedan allá.

– Me… río; tenemos aún, quizá, ochocientas leguas que hacer y diez y ocho hombres que mantener; además, éstos deben ser los primeros, porque se hallan en estado de trabajar.

– Los que deja usted en la corbeta van a reventar como perros o a comerse los unos a los otros; porque mañana, pasado mañana… tendrán hambre.

– Me… río, ¡que revienten! Vale más que sean los que están medio muertos que no nosotros, que aun tenemos mucho que hacer.

Los marineros del brick oían esta conversación y comenzaron a murmurar:

– No queremos abandonar a nuestros camaradas.

Kernok paseó sobre ellos su mirada de águila, puso su hacha bajo el brazo, se cruzó las manos a la espalda y dijo con voz imperiosa:

– ¿Eh? vosotros… ¿no queréis…?

Se hizo un profundo silencio.

– ¡Sois unos animales bien singulares! – exclamó – . Sabed, pues, canallas, que estamos a ochocientas millas de tierra; que hemos de contar al menos con quince días de navegación, y que si guardamos los heridos a bordo se beberán toda nuestra agua y nos harán tanto servicio como los remos a un navío de tres puentes.

– Eso es verdad – interrumpió el artillero-cirujano-calafate – , nada bebe tanto como un herido; son lo mismo que los borrachos, siempre tienen la boca seca.

– Y cuando estemos sin agua y sin galleta, ¿será el señor Kernok el que os dará lo que falte? Nos veremos obligados a comer nuestra carne y a beber nuestra sangre, como tendrán que hacer ellos; ¡vaya un alimento perro! Eso os tienta, ¿no es cierto, bergantes?.. mientras que si tratamos de arribar a Bayona o a Burdeos, podemos ver de nuevo Francia y vivir como buenos burgueses con nuestra parte de presa, que no será pequeña, puesto que también nos repartiremos la de esos… – añadió Kernok designando a los heridos de la corbeta.

Este argumento calmó victoriosamente los últimos escrúpulos de los recalcitrantes.

– En fin – terminó Kernok – , esto será así porque yo lo quiero; ¿está claro? Y al primero que abra la boca se la cerraré yo; ya sabéis que acostumbro cumplir lo que prometo. Conque, en marcha, muchachos.

Los diez y ocho hombres que componían entonces la tripulación, obedecieron en silencio y dirigieron una última mirada a sus compañeros, a sus hermanos, que lanzaban gritos espantosos viendo al brick alejarse. Después, como la brisa soplaba mucho, El Gavilán se encontró bien pronto lejos del lugar del combate. Pero al día siguiente se levantó una horrible tempestad, enormes montañas de agua parecían a cada momento querer tragarse al buque que, capeando el temporal, huía ante el tiempo.

En fin, después de una penosa travesía, El Gavilán recaló en Nantes, donde reparó sus averías, y después, de acuerdo con los deseos de Kernok, se hizo de nuevo a la mar para fondear una vez más en la bahía de Pempoul.

Allí se formó una comisión para verificar la legalidad de la presa. Entonces Kernok juró, con todos sus juramentos, que en lo sucesivo iría a desembarcar a Santo Tomás, ¡porque aquellos cormoranes de administradores habían pescado en sus aguas! Estas fueron sus propias expresiones.

XIII
LOS DOS AMIGOS

¿Un alma tan rara y ejemplar no costaría más de matar que un alma popular o inútil?

Montaigne, lib. II, c. XIII.

Es una excelente posada la del Áncora de Oro, en Plonezoch. Cerca de la puerta se elevan dos hermosas encinas, verdes y frondosas, que dan sombra a las mesas, siempre atractivas, de tan lustrosas que están; y como el Áncora de Oro está situada en la plaza mayor, no se encuentra un golpe de vista más animado, sobre todo a la hora del mercado, durante las hermosas mañanas de julio.

Por eso dos honrados compañeros, dos apreciadores de aquella hermosa localidad, habían echado raíces ante una de aquellas mesas tan lustrosas y tan limpias; hablaban de esto y de lo de más allá, y la conversación debía ser ya larga, porque buen número de botellas vacías formaban un imponente y diáfano reducto alrededor de los interlocutores.

El uno podía tener sesenta años, feo, moreno, grueso, con largas y blancas patillas que hacían un raro contraste con su tez bronceada. Llevaba un holgado frac azul grotescamente cortado, un ancho pantalón de tela y un chaleco escarlata con botones de áncoras, y al que le faltaban por lo menos seis pulgadas para llegar a la cintura; finalmente, un inmenso cuello de camisa rígido y almidonado se levantaba amenazador por encima de las orejas de este personaje. Además, anchas hebillas de plata brillaban en sus zapatos, y un sombrero charolado, impertinentemente ladeado, acababan de darle un aire coquetón y calavera que contrastaba singularmente con su edad avanzada. Por lo demás, se veía que iba vestido de etiqueta y que le incomodaban sus adornos.

Su amigo, de un traje menos afectado, parecía mucho más joven. Una chaqueta y un pantalón de tela componían todo su atavío, y una corbata negra, negligentemente anudada, permitía ver un cuello nervioso que soportaba un rostro risueño y abierto.

– Se acerca San Saturnino – dijo golpeando ligeramente su pipa sobre la mesa para hacer salir toda la ceniza – , se acerca San Saturnino, y hará veinte años que El Gavilán– aquí llevó una mano a su gorra de lana de cuadros azules y rojos – , que nuestro pobre brick fondeó por última vez en la bahía de Pempoul al mando del difunto señor Kernok.

Y suspiró sacudiendo la cabeza.

– ¡Cómo pasa el tiempo! – contestó el hombre del cuello alto echándose al coleto un enorme vaso de aguardiente – ; me parece que fue ayer: ¿no es eso, Grano de Sal? Y si te llamo Grano de Sal entre nosotros, es porque tú me lo has permitido, muchacho. Esto me recuerda los tiempos pasados.

Y el viejo se echó a reír dulcemente.

– ¡Voto a tal! no se moleste usted, señor Durand; usted es uno de los antiguos, un amigo del pobre señor Kernok.

Y de nuevo levantó los ojos al cielo suspirando.

– ¡Qué quieres, muchacho! cuando llega la hora de desamarrar – dijo el señor Durand sorbiendo, con un largo resoplido, una gota de aguardiente que quedaba en el fondo de su vaso – , cuando el cable cede, el áncora se va al fondo. Es lo que decía yo siempre a mis enfermos, a mis calafates, o a mis artilleros, porque tú sabes…

– Sí, sí, ya lo sé, maestro Durand – respondió prontamente Grano de Sal que temblaba a la idea de oír al ex artillero-cirujano-calafate comenzar de nuevo el relato de sus triples hazañas – ; pero eso es más fuerte que yo, y se me parte el corazón cuando pienso que aun no hace un año estaba ese pobre señor Kernok allá abajo en su granja de Treheurel y que todas las noches fumábamos una pipa con él.

– Es verdad, Grano de Sal. ¡Dios de Dios! ¡qué hombre! ¡y le querían en toda la comarca! Un desgraciado marinero le pedía algo, y lo obtenía al instante. En fin, desde hace veinte años que se había retirado de los negocios para vivir de sus rentas, todos se hacían lenguas de su caridad. Y después, ¡qué respetable cara con sus largos cabellos blancos y su frac marrón! ¡qué aire más bondadoso cuando llevaba a la espalda a los hijos del viejo Cerisoët, el artillero, o les hacía barquitos de corcho! Solamente yo le hacía siempre un reproche a ese pobre Kernok, se había aficionado demasiado a la gente de sotana.

– ¡Ah! ¡porque era mayordomo de la parroquia! Y además, por pasar el tiempo. Pero no podrá usted dejar de confesar que infundía respeto en su banco de encina, con sus guantes blancos y su pechera, el día de la fiesta de la parroquia de San Juan.

– Yo prefería verle en el puente, con un hacha en la mano y su bocina en la otra – respondió el ex artillero-cirujano-calafate llenando su vaso.

– Pues, ¿y en la procesión, señor Durand? cuando presumía con su cirio, que quería llevar siempre como una espada, a pesar de las lecciones del monaguillo… Pero lo que desolaba sobre todo al señor cura es que el capitán Kernok mascaba tanto, que durante la misa escupía sobre todo el mundo.

– Le desolaba… le desolaba… es por eso por lo que embruteció a mi camarada para hacerle dejar al presbiterio veinte fanegas de sus mejores prados.

Aquí Grano de Sal alargó inverosímilmente el labio inferior guiñando los ojos, miró al maestro Durand con el aire más picaresco, más malicioso, más burlón que fuera posible imaginar, moviendo negativamente la cabeza.

– ¡Caray! ¡si lo sabré yo! – repitió el maestro Durand casi ofendido de la pantomima del antiguo grumete.

– Vamos, vamos, tranquilícese usted – repuso éste – , no es al cura a quien ha hecho esta donación.

Aquí una pausa, y la extrañeza del maestro Durand se manifestó por un excesivo enarcamiento de sus cejas y por la absorción de un glorioso vaso de vino.

– Es – dijo Grano de Sal – , a la sobrina del cura, ¡eh!

– ¡Ah! el viejo farsante, el viejo farsante – murmuró el maestro Durand lanzando una carcajada homérica – ; ya no me extraña que fuese mayordomo y que comulgase con tanta frecuencia.

Y se entregó con Grano de Sal a unos arrebatos de alegría tan ruidosa; que unos perros comenzaron a ladrarles.

– Lo más mortificante es que – continuó Grano de Sal – toda la fortuna del capitán Kernok vuelve al Gobierno. Como no había hecho testamento…

– ¿Cómo había de pensarlo? ¿Es que podía prever ese accidente?

– Usted le vio después… después de la cosa… ¿no es cierto, señor Durand? porque yo había ido a Saint-Pol.

– Seguramente que le vi. Figúrate tú, muchacho, que vienen a decirme: «Señor Durand, se siente olor de quemado en casa del señor Kernok; ¡pero de una chamusquina más rara!» Eran las ocho de la mañana y nadie se atrevía a entrar en su habitación; ¡son tan bestias! Me decido yo a entrar, muchacho, y… ¡Ah! ¡Dios mío! échame de beber, porque me pongo malo cada vez que lo recuerdo.

Se repuso un poco después de un largo trago de aguardiente, y continuó:

– Entro, y figúrate tú qué espectáculo: el cuerpo de mi pobre viejo Kernok cubierto de una ancha llama azulada que le corría de la cabeza a los pies, lo mismo que cuando arde un ponche. Yo me aproximé y le eché agua; ¡bah! aún ardía más fuerte, porque estaba casi cocido.

Grano de Sal palideció.

– ¡Esto te extraña, hijo mío! pues bien, yo se lo había predicho.

– ¡Usted!..

– Sí. El bebía demasiado aguardiente, y yo le decía siempre: «Mi viejo camarada, tú acabarás por una concustion invantánea– dijo el maestro Durand con importancia, apoyando cada palabra e hinchando los carrillos.

Quería decir una combustión instantánea, solución exacta y verdadera de la muerte de Kernok, dada por un médico de Quimper, hombre muy entendido, al que se había enviado a buscar un poco demasiado tarde.

– ¿Y eso no le hace temblar, señor Durand? – dijo Grano de Sal que veía con pena al ex artillero-cirujano-calafate tomar la misma dirección que su difunto capitán.

– Yo, es diferente, muchacho; yo mezclo el aguardiente con vino, mientras que él lo bebía puro.

– ¡Ah!.. – respondió Grano de Sal poco convencido de la temperancia del señor Durand.

– ¡Toma! – dijo éste – , ahí tienes uno que morirá en la piel de un bandido, si es que no le desuellan vivo.

Y señalaba a un hombre alto y delgado, con uniforme azul bordado, que atravesaba la plaza.

– ¡Cuánto daría por estar a bordo con ese perro de Plick, él con los brazos atados a una cuerda de obenques y la espalda desnuda… yo con un buen rebenque en la mano! ¡Cuando pienso que por haber pasado por las manos de ese miserable de comisario nuestra parte de presa ha disminuido en nueve décimos; que en lugar de los sesenta mil francos con que vivo desde hace veinte años podría tener un millón, y que a ese pobre Kernok no le tocaron más que doscientos mil francos de las toneladas de plata que recogimos a bordo del buque español!

– ¡Bah! – dijo Grano de Sal – , un poco más, un poco menos, es igual. Yo estoy bien contento de haber abandonado el oficio con lo que tengo y de haberme comprado un quechemarín para el cabotaje. Pero desde que no veo al pobre señor Kernok, parece que me falta algo.

– A propósito – dijo el señor Durand – , creo que se acerca la hora de la misa que hacemos decir en San Juan a ese pobre viejo.

Grano de Sal sacó un reloj lo menos de una pulgada de grueso.

– Tiene usted razón, señor Durand, son las diez.

Después, alargándole el reloj, atado con cuidado a una larga cadena de acero reforzada con un cordón negro:

– Vea, ¿lo reconoce usted? – dijo al maestro.

– ¡Si lo reconozco!.. es el que el pobre Zeli me dio para que te lo entregase el día del combate de El Gavilán contra la corbeta. ¡Pobre Zeli! Aun le veo, tendiéndome la mano y diciéndome: «¡Toma!.. esto es para Grano de Sal… Adiós… viejo… no te olvides». ¡Voto a tal! – dijo el viejo emocionado – , esto me da más pena ahora, cada vez que me acuerdo, que en el momento en que ocurrió. ¡Pobre Zeli!

Y la cabeza del señor Durand cayó entre sus manos callosas y arrugadas.

Grano de Sal parecía absorto en un doloroso recuerdo mirando su reloj.

– Son cinco litros de vino y una botella de aguardiente – dijo el posadero, con su gorra en la mano, e inquieto de la prolongada permanencia de los dos marinos.

– Lo que sobre para ti – dijo Grano de Sal arrojándole una moneda de oro.

Y dando el brazo al viejo Durand, se encaminó con él hacia la capilla de San Juan.

XIV
LA MISA DE DIFUNTOS

 
…Golpea los aires como el toque funesto
Que pide a los vivos las primas para los muertos
Cuando un frío ataúd es lo único que queda
De la que sonrió a nuestros primeros esfuerzos.
 
S. Delaunay, «Ob. inéditas».

Figuraos una ensenada entre dos montañas, en la cual una multitud de embarcaciones bretonas, de velas rojas y cuadradas, han abordado varando sobre un hermoso fondo de arena de una blancura deslumbrante.

En el fondo, el mar, cuyas ondas azules, después de haber prolongado los contornos de la bahía, van a morir sobre frescas praderas cortadas por setos de rosales silvestres y por oxiacantos floridos que esparcen a lo lejos su perfume.

Aquí y allá algunas encinas seculares sostienen un techo de rastrojos cubierto de lindas matas azules y de clemátidas, que penden en largas guirnaldas.

Dan animación a este paisaje, aquí una cabra levantada sobre sus patas traseras que parece suspendida de los verdes festones; allá una pequeña carreta tirada por grandes bueyes, y el chirrido ronco y continuo de la rueda y la canción salvaje del Dragoubras, y el aspecto ágil del montañés de Arrés que monta en pelo a uno de esos caballitos negros, de pelo rizado, de ojo brillante, de patas nerviosas, que franquean los salientes de la costa con tanta ligereza como un camello.

Después, en medio de aquella colina, cuya pendiente es casi insensible, se ven los edificios consagrados a San Juan. Aquí la iglesia gótica, con sus arcos y sus ojivas, sus altas y delgadas columnas, sus frontones esculpidos como un encaje, contrasta singularmente con el pesado campanario de plomo que eleva su techumbre gris y sombría por encima del obscuro verdor de los abetos y alerces.

Los toques redoblados de todas las campanas de la iglesia de San Juan, anuncian la ceremonia de que hemos hablado, un servicio fúnebre por el alma del difunto señor Nicolás-Bárbara-Kernok, propietario de Treheurel. Porque toda la población de la comarca, donde el digno anciano era adorado, había abandonado sus trabajos para ir a rendir un postrero homenaje a su respetable bienhechor.

Era necesario ver la multitud que se apretujaba bajo los pórticos de la iglesia, las jóvenes con su corpiño escarlata bordado de azul y con sus cofias, las viejas con sus capas que las tapaban por completo, los hombres con sus birretes negros, de los que se escapaban largos cabellos que caían hasta su ancho cinturón de cuero, del que pendía un largo cuchillo.

Todos esperaban que las puertas fuesen abiertas.

Bien pronto llegaron Grano de Sal y el maestro Durand. A su vista todas las cabezas se inclinaron; ellos respondieron con un saludo protector a estas muestras de deferencia.

Por fin, se abrió la puerta; y entre apreturas, empellones y codazos, cada cual se colocó en su sitio.

El sol enviaba alegremente sus dorados rayos a través de las vidrieras de colores de la capilla, e iba a reflejar sus mil maticos sobre el banco pulimentado y negro de encina, cargado de pesadas esculturas, banco en el cual se sentaba Kernok en los días solemnes. ¡Ah! ¡y con qué dignidad tranquila y majestuosa ostentaba en él su pechera y su frac marrón! ¡con qué destreza ocultaba su chicote a la vista del cura! ¡con qué aire de compunción cerraba los ojos, fingiendo rezar y recogerse, cuando la plática del sacerdote le sumía en la más agradable somnolencia!

Y era preciso que el recuerdo de aquella figura venerable estuviese aún bien presente en el pensamiento de Grano de Sal y del señor Durand, porque permanecieron un buen rato inmóviles ante el banco.

– Me parece estarle viendo aún – dijo el señor Durand.

– Y a mí también – respondió Grano de Sal.

Un rumor sordo anunció la llegada del señor Karadeuc, el párroco.

Primero ofició y después subió al púlpito.

Los fieles aprovecharon este momento para estornudar, sonarse, toser, bostezar, suspirar, volverse de un lado y de otro…

Después se hizo el silencio… ¡el más profundo silencio!

El predicador avanzó hasta el borde del púlpito, apoyó en él sus manos huesudas y velludas; sus ojos brillaban bajo sus espesas cejas rojas y su boca esbozaba una singular sonrisa… después comenzó:

«Mis queridos hermanos, apprehendi te ab extremis terræ et a longinquis ejus vacari te; elegi te, et non abjeci te; ne timeas, quia ego tecum sum

Como el auditorio se componía de sencillos habitantes de la baja Bretaña, este exordio hizo poco efecto.

«Sí, hermanos míos, lo que quiere decir: Te he tomado de la mano para traerte de los lugares más alejados del mundo; te he llamado de los puntos más distantes; te he elegido y no te he rechazado; no temas nada, porque yo vengo a ti.

»Porque, hermanos míos, estas palabras pueden aplicarse al virtuoso, al digno, al respetable anciano que todos lloramos… en una palabra, a Nicolás Kernok, antiguo negociante.»

Aquí el señor Durand dio un primer codazo a Grano de Sal, que, apretándose la nariz con el pulgar y el índice, dejó escapar una especie de mugido sordo, como una risa ahogada.

«¡Ay! hermanos míos – continuó el cura – , ese antiguo negociante, el digno Kernok, era también un cordero alejado del redil. Ese cordero se encontraba también en países lejanos… y la Providencia le tomó por la mano.»

– ¡Por la pata! – dijo el viejo Durand.

– ¡Mire que comparar al capitán a un cordero! – dijo Grano de Sal poniéndose la gorra delante de la cara.

Sin embargo, el predicador continuó:

«La Providencia le ha dicho también: Elegi, non abjeci te… te he elegido y no te he rechazado, aunque tu vida haya sido agitada.»

– Llama agitada a aquello – murmuró Durand dando un segundo codazo a Grano de Sal que le respondió con la misma energía, es decir, con otro codazo capaz de hundir dos costillas al artillero-cirujano-calafate. ¡Oh! los dos se comprendían.

«…Sí, hermanos míos, agitada. Pero después de haber navegado en un mar proceloso, la popa de su esquife ha conseguido una orilla de paz y de reposo.»

– ¡La popa, la popa! – dijo Durand con aire despreciativo – ; ¡la proa, la proa, sacristán!

El cura lanzó una mirada de indignación a Durand y repitió con obstinación:

«Pero la popa de su esquife consigió por fin la orilla de paz y de reposo, donde ese virtuoso, ese digno, ese respetable anciano hizo brotar la flor de la caridad y de la religión.»

¡Qué bestia es ese cura! – murmuró Grano de Sal.

– Bestia como un arenque – contestó Durand encogiéndose de hombros.

«…Así, hermanos míos – continuó el predicador – , uníos a mí para dar las gracias al Rey de los reyes por haber coronado al que todos lloramos con una aureola de su eternidad.»

– Amén – respondieron los asistentes.

– Oye, Grano de Sal: ¿ves tú al capitán Kernok tocado con una aureola? – dijo el maestro Durand.

Pero Grano de Sal ya no le escuchaba, porque el cura había descendido del púlpito para dirigirse al cementerio donde reposaba Kernok; pronto llegaron ante la tumba.

El rostro de Grano de Sal se había vuelto severo y sombrío, tenía la gorra entre sus manos, y Durand le apretaba el brazo mientras se enjugaba los ojos.

Entonces el cura dijo algunas oraciones, que fueron repetidas a coro por los asistentes arrodillados, y luego todos se retiraron.

Sólo quedaron Durand y Grano de Sal.

Y el sol había desaparecido hacía ya rato detrás de las montañas de Tregnier, mientras que los dos amigos aun continuaban sentados cerca de la tumba de Kernok, mudos y pensativos, con la cabeza oculta entre las manos.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
27 eylül 2017
Hacim:
210 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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