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EL GITANO
Cara de ángel y corazón de demonio.
Lope de Vega.
CAPÍTULO I
EL BARBERO DE SANTA MARÍA
Un barbero di qualidad.
– Por el ojo de San Procopio, le juro, compadre, que el gitano piensa desembarcar en Matagorda. Mi digna tía Isabel, volviendo de la isla de León, ha visto todos los guardacostas dispuestos y me ha dicho que habían apostado dos centinelas en el faro para vigilar las evoluciones de la embarcación de ese condenado que se ve a lo lejos.
– ¡Por la silla de Santiago, compadre! el pescador Pablo, que ha llegado de Conil, me ha repetido de nuevo que la tartana de rojas velas está fondeada a medio tiro de cañón de la costa, y que todos los carabineros están alerta…
– Han abusado de su credulidad, señor don José.
– Le han engañado, señor rapabarbas– respondió José saliendo con aire burlón.
Esta calificación de señor rapabarbas hizo estremecer violentamente a Flores, porque si él rejuvenecía al público, era por no desmentir la significación ¡ay! demasiado positiva de la bacía de cobre reluciente que se balanceaba en un rincón obscuro de la puerta; pero también, en el sitio más visible, aparecía un inmenso cuadro representando una mano armada de lanceta que abría delicadamente las venas de un brazo colosal. De modo que el observador comprendía fácilmente que el barbero ponía su amor propio y su gloria en ejercer ciertas prácticas quirúrgicas, y que era casi a su pesar si descendía a la innoble navaja, cuyos provechos parecían, no obstante, bastante honrosos.
El maestro Flores gozaba además de una consideración merecida; su barbería, como lo son generalmente las barberías de España, era el lugar de reunión de todos los chismosos, y particularmente de todos los marinos retirados que habitaban en Santa María; y si las noticias que se recogían en aquella fuente no estaban revestidas de un carácter bien auténtico, no se puede negar que por lo menos estaban fabricadas a conciencia; detalles, palabras históricas, retratos, circunstancias, nada faltaba. Devoto, de un espíritu flexible y conciliador, el barbero exhalaba beatitud por todos sus poros; siempre iba cuidadosamente vestido de negro; sus cabellos grises y lisos se reunían detrás de sus orejas, y dos anchos surcos rojos, reemplazando a las cejas, se dibujaban encima de dos ojitos pardos, de una movilidad extraordinaria; pero lo que más llamaba en él la atención eran sus manos, cuya piel blanca y fresca y las uñas rosadas hubieran hecho honor a un canónigo de Toledo.
Ya hemos dicho que Flores se estremeció violentamente ante el impertinente apóstrofe de José, y este movimiento súbito y colérico hizo desgraciadamente desviar aquella mano ordinariamente tan firme y tan segura; el acero rozó ligeramente el cuello de uno de sus parroquianos, que se arrellanaba con complacencia en el gran sillón de nogal donde iban sucesivamente a sentarse todos los marinos de la isla de León y de Santa María.
– ¡Que el diablo le lleve! – dijo el paciente dando un brinco sobre su asiento – . La plaza de verdugo está vacante en Córdoba, ¡por Cristo! usted puede obtenerla, porque tiene excelentes disposiciones para abrir la garganta a los cristianos.
Y enjugó con la punta de su corbata la sangre que salía de su herida.
– Tranquilícese – respondió Flores con importancia, consolado, casi contento de su torpeza ante la idea de que podría poner en práctica sus gloriosos conocimientos de cirugía – ; tranquilícese, mi querido hijo, porque sólo ha sido atacada la epidermis; no están interesados más que los vasos capilares, y un emplasto de diaquilón, o de ungüento remediará mi inadvertencia; y a decir verdad, esa pequeña evacuación sanguínea le será muy saludable, porque usted me parece un individuo muy propenso a la plétora; de modo, hijo mío, que en lugar de blasfemar, debería usted…
– Darle las gracias, ¿no es eso, maestro? Lo tendré presente, y a la primera cuchillada que tenga la desgracia de dar, le diré al alcalde: Señor, mi enemigo es un individuo propenso a la plétora y esto no es más que una evacuación sanguínea. Tenga en cuenta, señor, que lo he hecho por su bien.
Aquí, los numerosos parroquianos que llenaban la tienda de Flores se echaron a reír tan fuertemente, que el barbero se puso rojo de cólera.
– ¡Hijo de Satanás! – murmuró mientras aplicaba su benéfico bálsamo sobre la herida sangrienta.
– ¡Me maldice usted, padrecito! – dijo el marino – ; vaya, no se incomode; se lo perdono todo, incluso la sangría, gracias a la buena noticia que usted acaba de darnos… ¡Ah! ¡conque la tartana de ese maldito ha fondeado cerca de Conil! ¡Por mi madre, daría con gusto los ocho años de soldada que Fernando me debe por ver a ese condenado gitano con grilletes en los pies y en las manos y arrodillado en la capilla ardiente! ¡Cuántas veces, al querer darle caza con la escampavía he renegado de mi patrón por las bordadas que nos hacía correr ese favorito del infierno! ¡porque siempre se embarca cuando peor tiempo hace! Y mientras que nuestra embarcación rodaba cubierta por el oleaje, la suya parecía saltar y deslizarse por las olas… ¡Virgen del Carmen! apostaría este par de alpargatas nuevas a que si el gitano tocase con el dedo la pila del agua bendita, ésta se estremecería y herviría como si hubiesen metido un hierro candente.
– Puede ser – dijo Flores – ; pero es lo cierto que mi noticia es positiva.
– Que el cielo le oiga – dijo uno – , y yo prometo a San Francisco hacer dormir a mis criados sobre la piedra y no darles más que garbanzos cocidos con agua por espacio de nueve días.
– Que lo prendan, y yo prometo a la Virgen una hermosa mantilla y un anillo.
– Yo prometo a la Virgen del Pilar ir de aquí a Jerez con los pies desnudos, un cirio de tres libras entre los dientes y las manos atadas a la espalda, cuando vea a ese renegado en un calabozo esperando su suplicio – dijo un tercero.
– Y yo – exclamó un tratante en ganado – , me comprometo a dar dos de mis mejores cabritos a los santos padres de San Juan, si me prometen que el descreído será descuartizado y le echan plomo derretido en los ojos; porque ¡por San Pedro! yo no quiero la muerte del pecador, pero ha de haber una justicia. Si ese primo de Satanás se contentase con hacer el contrabando, aunque esté condenado, se le podrían comprar sus mercancías exorcizándolas; pero el maldito saquea las casas de campo de la costa, roba nuestras hijas y comete profanaciones en nuestras capillas. Aun no hace mucho se ha encontrado la imagen de San Ildefonso con una gorra de marinero en la cabeza y una larga pipa en la boca. ¡Por los siete Dolores de la Virgen! ¡semejantes abominaciones no anuncian nada bueno!
– ¡Y pensar – dijo el marino – que el señor gobernador de Cádiz no puede disponer de una buena fragata para poner término a tales horrores y que no tenemos para defendernos más que algunos guardacostas que huyen así que divisan el bauprés de la tartana maldita! Armemos algunos faluchos por cuenta nuestra, compadre, y ¡por Santiago! ya veremos si Satán le protege y si está al abrigo del plomo.
– Una cosa bien singular – dijo en voz baja el tratante en ganados – , es que Pedrillo, mi cabrero, me ha asegurado haber visto un bote de la embarcación del gitano abordar a lo largo de las rocas donde está construido el convento de San Juan, y que…
– ¿Y qué? – dijeron todos a la vez.
– Y que el condenado había entrado en el santo lugar.
– ¡Jesús! ¡Virgen santa! ¡qué horror! – dijo la multitud persignándose.
– Pues eso no es nada aún: el condenado se ha atrevido a subir a la torre del reloj, y mi cabrero lo ha visto perfectamente fumando su cigarro maldito, y poco después… ¡le ha oído acompañarse una canción blasfema con su guitarra maldita!
– Pero, los dignos padres, ¿cómo han sufrido semejante abominación? – preguntó Flores con aire contrito.
– ¡Ahí verá usted! – y el interlocutor entornó los ojos sonriendo maliciosamente.
A pesar de todo el peligro que había en hablar de cosas del clero, se iba quizás a discutir gravemente sobre este asunto, cuando una voz aguda y estridente dijo en tono burlón:
– ¡A menos que el condenado del gitano no sea el mismo Satanás!
Todos los ojos se volvieron hacia un rincón obscuro de la barbería, porque era allí donde se encontraba el desconocido que había pronunciado tan singulares palabras. Cuando vio todas las miradas de la asamblea fijas en él, se levantó, dejó caer su obscura capa, atravesó el largo salón del establecimiento y fue a sentarse gravemente en el gran sillón, que entonces esperaba un paciente.
Su talla resultaba airosa, aunque inferior a la media, y su rico traje andaluz le dejaba ver en toda su elegancia. Se desató el pañuelo rojo que rodeaba su cabeza, escapándose un bosque de cabellos que casi cubrieron su cara; sus grandes ojos brillaban con un dulce brillo.
– Vamos, maestro – dijo a Flores, al mismo tiempo que se pasaba el índice extendido por el mentón, imitando el movimiento de la navaja – ; y por mis pecados – añadió – , no me trate usted como al amigo de los botones de áncora. Sobre todo, nada de evacuación sanguínea.
El amigo de los botones de áncora iba a responder, cuando un rumor, al principio lejano y en seguida más próximo, lo impidió; se distinguía una voz de hombre tímida y suplicante, y una voz de mujer agria y regañona.
– ¡Grandísimo embustero, te voy a confundir! – dijo ella al entrar, con las ropas en desorden y arrastrando a un jovencito de unos quince años.
– ¡Mi tía Isabel! – dijo Flores con la navaja levantada.
– ¡Y el pescador Pablo! – exclamaron los otros.
– Señora – decía el niño – , le juro por el alma de mi padre que yo he visto hace dos horas la tartana de las velas rojas fondeada cerca de Conil.
La señora Isabel hizo un gesto que hubiera tenido toda su significación y toda su eficacia, sin el marino que se interpuso prudentemente entre los dos campeones.
– ¡Aun ese maldito gitano! – dijo el joven del traje andaluz – . Señores, he aquí una buena ocasión de probar lo que os decía hace un momento, es decir, que ese condenado es Satanás en persona.
Y se levantó gravemente.
– Vamos, señora, estoy dispuesto a aclarar la cuestión, porque yo he visto el buque de las velas rojas aun no hace dos horas.
– Lo mismo que yo – respondieron a la vez Isabel y Pablo.
– Un momento – dijo el desconocido – , ¿jura usted por el santo nombre de Dios y por el mártir de la cruz decir la verdad?
– Lo juramos.
– Hable usted, pues, señora.
– Pues bien, tan verdad como Santa Isabel, mi patrona, tiene su trono en Córdoba (aquí se persignó), es que yo he visto, aun no hace dos horas, el buque, y que Dios me quite la vida si yo miento.
– Habla tú – dijo al pescador.
– Que San Pablo me haga perecer la primera vez que salga al mar, si no es verdad que hace dos horas he visto la tartana del condenado fondeada a un tiro de fusil de Conil; y es tan verdad, señores, que he encontrado cerca de Vejer un destacamento de aduaneros que se dirigían apresuradamente a la costa, guiados por Blasillo, el hijo de Blas, que había ido a prevenirle; yo no quiero contradecir a la señora Isabel, ¡pero que Dios me aplaste si miento!
Había en las dos versiones tan diferentes7 un tal acento de verdad y de convicción, que los espectadores se miraban con extrañeza. El mismo forastero sonreía con un aire de incredulidad. En cuanto a Flores, no se daba cuenta de que, desde que el nuevo cliente se hallaba sentado en el sillón, no había cesado de pasar el dorso de la navaja por el mentón de aquel improvisado Salomón.
– ¡Hola! maestro – dijo el joven – , si continúa usted de ese modo, no tengo que temer, ciertamente, ninguna evacuación sanguínea; y además, es preciso que esté usted furiosamente preocupado para no haber visto en seguida que no se trataba de afeitarme sino de arreglarme el pelo.
– En efecto – dijo el barbero confundido – , en efecto; tiene usted la barba tan lisa como una manzana; una mujer no la tendría más suave.
– ¡Una mujer! – repitieron Pablo y la señora Isabel.
En el mismo instante, un niño pequeño se aproximó a la puerta y avanzó su linda cabeza rubia, después la retiró, la volvió a avanzar como si hubiese buscado a alguien, vio al desconocido y en dos saltos se plantó en sus rodillas.
Apenas le hubo hablado al oído, se levantó bruscamente, tomó su capa y arrojó un escudo a Flores, diciendo con aire singular:
– Forzosamente, señores, ese gitano tiene que ser Satanás en persona, puesto que está en tres lugares a la vez; porque yo os juro ¡por Cristo! – añadió persignándose – , que bordea desde hace dos horas a la vista de Sanlúcar.
Terminadas estas palabras, saltó ágilmente sobre su caballo, que relinchaba a la puerta, puso al niño a la grupa, y desapareció prontamente en un espeso torbellino de polvo que el galope de su caballo hizo levantar en medio de la calle.
Los parroquianos de Flores que se habían precipitado a la puerta para seguir con la vista a aquel personaje, hicieron, al volver a entrar en la tienda, las conjeturas más raras sobre la triplicidad verdaderamente fenomenal del contrabandista gitano, conjeturas que abandonaron sin agotarlas, como hubieran hecho en otra ocasión, para hablar de la corrida de toros que debía celebrarse al día siguiente.
II
LA CORRIDA DE TOROS
Madrid, cuando tus toros brincan,
Hay manos blancas que aplauden
Y mantillas que se agitan.
A. de Musset.
¡España! ¡España! ¡cuán puro y brillante es tu cielo! Santa María está bañada en oleadas de luz; los mil balcones de sus blancas casas centellean y arden, y los naranjos perfumados de la Alameda parecen cubiertos de hojas de oro. A lo lejos, Cádiz, envuelta en un vapor cálido y rojizo, que allá, sobre la arena resplandeciente de la playa, las olas azules y transparentes iban a deshacer como un largo listón de diamantes en espuma centelleante hecha de agua y de sol; después, en el puerto, centenares de faluchos, de balandros, cuyas flámulas se despliegan levantadas por una ligera brisa que circula silbando por entre las cuerdas. El fresco olor de las algas marinas, el canto de los marineros que despliegan las amplias velas grises aun húmedas por el relente de la noche, el toque de las campanas de las iglesias, el relincho de los caballos que saltan lanzándose hacia las verdes praderas que se extienden detrás de la ciudad… todo, en fin, es música, perfume y luz.
Y el apresuramiento causado por el anuncio de una corrida de toros que debía celebrarse el mismo día en Santa María, aumentaba aún el tumulto. Casi toda la población de las ciudades y aldeas vecinas llena los caminos. Allá, las calesas rojas, cubiertas de ricos dorados, vuelan arrastradas por un caballo rápido, cuya cabeza está cargada de plumas abigarradas y de cascabeles que resuenan a lo lejos; aquí, el pavimento tiembla y gime bajo el peso de ocho mulas cuyos arneses resplandecen de cifras y de escudos de armas de plata, y que arrastran un coche pesado y macizo, rodeado de lacayos con las magníficas libreas de un grande de España y precedido de picadores de trajes deslumbrantes.
Más lejos, el portante ágil y jacarandoso del campesino andaluz. ¡Por todos los santos de Aragón! ¡qué hermoso está con su amante a la grupa y su airoso traje obscuro bordado en seda negra y encarnada! ¡Y esos millares de botoncitos de oro que serpentean a lo largo del muslo y van a detenerse por encima de sus polainas de piel de camello! ¡Con qué vigor su pie se apoya en el amplio estribo morisco! Pero no se puede ver su cara, porque está casi oculta entre los pliegues de la mantilla de su andaluza.
¡Por Santiago! ¡Vaya la linda pareja! ¡cómo le aprieta ella con sus dos brazos, y con qué gracia las mangas verdes de su jubón se destacan sobre el color sombrío de la chaqueta de su amante! ¡Qué fuego en esas pupilas que centellean bajo unas espesas cejas negras! ¡vive Dios! ¡qué miradas! ¡qué talle tan flexible!.. ¡que la Virgen bendiga esa complaciente basquiña con largas franjas de raso, que deja ver una pantorrilla fina y redonda y un pie de niña!.. ¡Tres veces bendita sea, porque ha dejado ver un momento la liga azul, y su media de seda y el pequeño puñal de Toscana que una verdadera andaluza no abandona jamás!
¡Adelante! El brioso caballo galopa: sus crines negras trenzadas con cintas encarnadas flotan sobre su cuello nervioso, y la espuma blanquea su bocado y sus brillantes copas! ¡Adelante, muchacho! ¡que tu espuela se hunda en el flanco de tu montura, porque tu morena de las largas pestañas, trémula y asustada, te estrechará violentamente contra su corazón y tú sentirás sus latidos! ¡y sus cabellos acariciarán tu frente y su respiración abrasará tus mejillas!
¡Por Santiago, adelante, joven pareja, y desapareced ante las miradas envidiosas entre esa nube de polvo dorado!
Pero ya estamos a las puertas de Santa María. Todo son apreturas y gritos; gritos de dolor y de alegría confundidos; hombres, mujeres, viejos, niños, están allí inmóviles, esperando con angustia el momento de la corrida. Por fin, las barreras se abren, el pueblo se precipita y las inmensas galerías que rodean la arena se llenan de espectadores jadeantes de deseo y de impaciencia.
– ¡Plaza! ¡plaza al alcalde, a la Junta y al señor gobernador!
Delante de ellos marchan los milicianos de la ciudad con sus largas carabinas; después los guardias, que tocan sus clarines, y llevan los pendones rojos y amarillos en los que se ven bordados los leones de Castilla y la corona real.
¡Plaza! ¡plaza a la monja! porque es la primera y la última fiesta a la que la pobre joven asistirá. Hoy, aun pertenece al mundo, mañana ya pertenecerá a Dios; por eso hoy está deslumbrante de pedrería, su ropa brilla bajo las lentejuelas de plata, y cinco hileras de perlas rodean su cuello de alabastro; también hay perlas sobre sus brazos blancos y mórbidos, perlas y flores sobre sus bellos cabellos negros que sombrean su pálida frente. ¡Ved, qué cosa más conmovedora! ¡con qué amor y respeto mira a la superiora del convento de Santa María! Ni una mirada para ese espectáculo brillante y ruidoso, ni una sonrisa para ese murmullo de admiración que la sigue, para los homenajes que la rinde la más alta nobleza de Sevilla y de Córdoba. Nada puede distraerla de sus santos pensamientos. Huérfana, rica, se entrega a Dios, y en su representación a la superiora de Santa María. Ese corazón puro e ingenuo, teme al mundo sin conocerle, porque han querido hacerle ganar el cielo sin combatir. Mañana, según la costumbre, esa espesa cabellera caerá bajo las tijeras; mañana, el paño y el sayal reemplazarán a esos brillantes tejidos; mañana quedará sometida a un juramento inquebrantable; pero hoy, la costumbre quiere que asista a las vanidades y a las alegrías engañadoras de un mundo que ella no conoce, como para darle un eterno y último adiós.
¡Plaza, pues! plaza a la monja que entra en su palco toda adornada y cubierta de tela blanca sembrada de flores.
¡Bravo! los clarines suenan, es la señal, y las puertas del toril se abren; ¡un toro se precipita a la arena! Es un bravo toro salvaje nacido en las selvas de Sanlúcar; es pardo de color; solamente una estrecha faja blanca serpentea por su lomo. Sus cuernos son cortos, pero fuertes y afilados; no hay acero que se le pueda comparar. Su cuello musculoso soporta sin esfuerzo una cabeza enorme, y sus patas secas y nervudas no flaquean bajo el peso de su pecho y de su grupa que son de una amplitud extraordinaria.
En cuanto a sus flancos, son huesudos, redondeados, y retiemblan bajo los golpes reiterados de su larga cola, que, al herirlos, zumba como un látigo.
Cuando entró, hubo una formidable explosión de admiración, y los gritos de ¡bravo, toro! resonaron por todas partes. El animal se detuvo en seco, suspendió un momento los movimientos de su cola, y miró con extrañeza a su alrededor… Después, a pasos lentos, dio la vuelta a la barrera que separaba la arena de los espectadores, buscó una salida, y no encontrándola, volvió al centro del ruedo, y allí comenzó a afilar sus cuernos y a levantar con ellos torbellinos de arena.
En aquel momento se presentó un chulillo.
¡Que la Virgen te proteja, hijo mío! ¡y haga el Cielo que tu hermoso traje de raso azul bordado de plata no se tiña de rojo, como la banderola que haces flamear ante los ojos de ese compadre que muge y se irrita!
¡Bravo, chulillo, tu patrona vela por ti! porque apenas si has tenido tiempo de saltar la barrera para escapar del toro, cuyos ojos comienzan a brillar como carbones ardientes.
Pero, paciencia, se ve venir al picador con su larga pica y montado sobre un valiente alazán; un ancho sombrero gris lleno de cintas cubre su cabeza, y lleva polainas y perneras para preservarse de los primeros ataques.
¡Bravo, toro! ¡toma carrera con la cabeza baja y te precipitas sobre el picador!.. Pero él te detiene en seco, hundiéndote su excelente hoja en el lomo. Tu sangre salta, tu muges y tu furor redobla. ¡Como hay Dios! ¡será una hermosa corrida!
¡Por Santiago! ¡qué brincos! ¡qué mugidos! ¡bravo, toro! el picador rueda derribado; su valiente caballo tiene el flanco abierto; sus entrañas salen entre torrentes de sangre. Da algunos pasos… cae… y muere… ¡Bien, compadre de los cuernos agudos, bien! por eso oyes resonar los pataleos y los gritos de una alegría frenética. Yo le digo aún: ¡como hay Dios! ¡será una hermosa corrida!
¡Pero, silencio! aquí están las banderillas de fuego, ¡oh! ¡oh!.. retrocedes hacia la barrera escarbando la tierra y lanzando aullidos terribles. ¿Qué será, pues, hijo mío, cuando ese bravo chulillo ¡que la Virgen proteja! te hunda en el pecho esas largas flechas adornadas de flores y cubiertas de cohetes y petardos que se encienden como por encantamiento? ¡Toma! ¿no lo decía yo?.. ¡Por el alma de mi padre!.. ¡el chulillo está destripado! ¡Jesús! ¡magnífica cornada! La culpa es suya; no se ha apartado a tiempo. ¡Bravo, toro! ¡qué noble y magnífico estás saltando en medio de esas llamas que estallan y se cruzan! Tu sangre se mezcla al fuego; tu piel se estremece y cruje bajo los cohetes que serpentean y forman guirnaldas cayendo en lluvia de oro; tu rabia ha llegado al límite, y los espectadores han huido de la primera barrera, temiendo que la franquees, ¡y no obstante, tiene seis varas de alta!
¡Condenación! ¡el matador no llega! y sin embargo es la hora. ¿Podría estar más a punto? Jamás; porque jamás la furia de ese compadre alcanzará un grado más elevado, y yo apostaría mi buena escopeta contra un fusil inglés a que él perecerá. ¡Santa Virgen! ¡cómo tarda! haced que llegue pronto.
Pero, ya está aquí, es él… es Pepe Ortiz.
¡Viva Pepe! ¡viva Ortiz!
¡Ah!.. saluda al señor gobernador, a la junta y a la monja… Se ha quitado el sombrero y ahora se pone su redecilla roja. ¡Bueno! Después apoya contra el suelo su ancha espada de dos filos… ¡Jesús! ¡Cuánto oro en su traje color de naranja! ¡estoy deslumbrado! ¡oro por todas partes!.. oro hasta en sus medias y en sus zapatos… En fin, ya está en la arena…
– Mata al toro por mí, amor mío – le grita una andaluza de tez morena y de dientes de esmalte – . ¡Por Cristo! ¡no sonrías así a tu amante!.. ¡Huye, José, huye, que el toro se te echa encima!..
Pero él lo espera a pie firme, con la espada entre los dientes; le agarra uno de los cuernos y salta ágilmente por encima de él. ¡Bravo, mi digno matador, bravo! recoge la flor de almendro que tu amada te ha echado mientras juntaba las manos para aplaudirte.
¡Pero he aquí que el toro se revuelve! ¡Virgen del Carmen! ¡mala señal! Se detiene, ya no muge; sus piernas tendidas, los ojos sangrientos y la cola enroscada. Encomienda tu alma a Dios, José, porque la barrera está lejos y el toro cerca… Adelante, demonio… ¡adelante la afilada, espada!.. ¡Demasiado tarde! la espada se ha roto en pedazos, y José, atravesado por un cuerno del toro, ha quedado clavado en la balaustrada. Ya decía yo bien. ¡Como hay Dios! ¡será una hermosa corrida!
Entonces fueron los aullidos de alegría, los gritos de admiración convulsiva, gritos que hubieran resucitado a un muerto.
– ¡Bravo, toro! ¡bravo! – gritaron todas las voces de la multitud… ¿Todas?.. no, una sola faltó, la de la joven de la flor de almendro.
Desde hacía mucho tiempo, no se había visto semejante fiesta; el toro, aún excitado por su triunfo, daba saltos espantosos, se encarnizaba contra los restos sangrientos del matador y del chulillo, y los jirones de aquellos desgraciados caían sobre los espectadores. Se estaba, pues, en una cruel incertidumbre sobre la suerte de la corrida, porque el fin de Pepe Ortiz había singularmente enfriado el celo de sus colegas, cuando un incidente extraño, inaudito, dejó a la multitud estupefacta y silenciosa.