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III
EL GITANO
¡Cómo hacen estremecer sus miradas ardientes!.. ¡qué hermoso es!
Delfina Gay, «Magdeleine», cap. V.
Ya sabéis que el circo de Santa María está construido a orillas del mar y que a él sólo dan acceso dos puertas. ¡Pues, bien! De pronto se abrió la barrera que daba frente al palco del gobernador y se presentó un caballero.
No era un chulillo, porque no agitaba en el aire el ligero velo de seda roja, y su mano no blandía ni la larga lanza del picador, ni la espada de dos filos del matador; no llevaba tampoco ni el sombrero adornado de cintas, ni la redecilla, ni el traje bordado de plata. Vestido completamente de negro, a la moda de los acróbatas, llevaba polainas de gamo que caían en numerosos pliegues sobre su pierna, y una gorra de marinero sobre la que flotaba una pluma blanca; montaba con una destreza y una elegancia poco comunes, un pequeño caballo blanco enjaezado a la morisca, lleno de vigor y de fuego; en fin, largas pistolas ricamente damasquinadas pendían de los arzones de su silla, y él no llevaba más que uno de esos sables cortos y estrechos que usan los marinos de guerra.
Apenas había aparecido, el toro se retiró al otro extremo de la arena para aprestarse a combatir al nuevo adversario. Gracias a esto, el hombre negro tuvo tiempo de hacer ejecutar algunas cabriolas a su caballo y de apostarse al pie del palco de la mujer. ¡¡¡Y tuvo el atrevimiento de mirar fijamente a aquella prometida del Señor!!!
El rostro de la pobre joven se volvió rojo como la flor del granado, y ocultó su cabeza en el seno de la superiora, indignada de la temeridad del desconocido.
– ¡Ave María… qué atrevimiento! – dijeron las mujeres.
– ¡Por la Virgen! ¿de dónde sale ese demonio? – se preguntaban los hombres, estupefactos de tanta audacia.
De repente, resonó un grito general, porque el toro tomaba impulso para lanzarse sobre el caballero de la pluma blanca, que se volvió, saludó a la monja y la dijo sonriendo:
– Por usted, señora, y en honor de esos hermosos ojos azules como el cielo.
Apenas acabó estas palabras, el toro embistió… El jinete, con una prontitud maravillosamente servida por la agilidad de su caballo, dio un bote y se encontró a diez pasos del toro, que le perseguía encarnizadamente. Pero, gracias a su velocidad, el caballo se le adelantaba siempre y tomó bastante ventaja sobre él para que su dueño pudiera detenerse un momento ante el palco de la monja, y decirle:
– Por usted también, señora; pero esta vez en honor de esa boca encarnada, purpurina como el coral.
El toro llegó con furia; el hombre de la pluma blanca, arrancó una pistola del arzón, apuntó y disparó con tanta habilidad, que el toro cayó mugiendo a los pies de su caballo. Viendo el peligro inminente que corría aquel hombre singular, la monja había lanzado un grito penetrante y se había precipitado sobre la balaustrada de su palco, apoyando en ella las dos manos; él se apoderó de una, imprimió sobre ella un beso ardiente, y continuó dirigiéndola una mirada terrible y fija.
Había en aquella escena extraña tantos motivos de asombro para los españoles, que permanecían como petrificados. Aquel traje singular, aquel toro muerto, contra la costumbre, de un pistoletazo; aquel hombre que besaba la mano de una semisanta, de una prometida de Cristo, todo aquello contrastaba tanto con las enseñanzas recibidas, que la junta, el alcalde, el gobernador, se quedaron boquiabiertos, mientras que el que tan vivamente excitaba la curiosidad general, continuaba con los ojos inflamados y fijos sobre la monja, que, trémula y confusa, no tenía fuerzas para salir del palco. Era en vano que la superiora tratase de anonadarle con toda suerte de epítetos como: ¡impío, condenado, miserable, renegado! En vano le gritaba con el acento de la más santa indignación: «¡Tema la cólera del Cielo y de los hombres, usted que ha osado hacer oír palabras mundanas a unos oídos castos, usted que no ha temblado al tocar la mano de una esposa de Dios!
El miserable miraba siempre a la monja, repitiendo con admiración: «¡Qué hermosa es! ¡qué hermosa es!»
Por fin, la voz chillona del alcalde vino a sacarle de su éxtasis, tanto más fácilmente cuanto que la monja había abandonado el palco apoyada del brazo de la superiora, y que dos alguaciles habían sujetado la brida de su caballo, a lo que él no opuso resistencia alguna.
– Por quinta vez, usted, cualquiera quien sea, responda – decía el alcalde – . ¿Con qué derecho ha matado usted de un pistoletazo un toro destinado a divertir al público? ¿Con qué derecho ha dirigido usted la palabra a una joven que mañana debe pronunciar sus votos santos e irrevocables? En una palabra, ¿quién es usted?
Y el munícipe volvió a su asiento, enjugándose la frente, miró al gobernador con aire satisfecho y dijo a los dos alguaciles:
– Tenedle bien por la brida.
– ¿Que quién soy? – dijo el extraño caballero levantando altivamente la cabeza, que hasta entonces no se había podido distinguir bien.
Y viéronse sus facciones de una regularidad perfecta; sus ojos eran atrevidos y penetrantes, un bigote negro y brillante sombreaba sus labios encarnados, y su poblada barba, que se dibujaba en dos arcos a lo largo de las mejillas, iba a detenerse en un mentón con un hoyuelo. Su color era pálido y mate.
– ¿Que quién soy? – repitió con una voz llena y sonora – , va usted a saberlo, digno alcalde.
Y apoyó vigorosamente sus espuelas en los flancos del caballo que dio una violenta sacudida. Entonces el animal se enderezó bruscamente y dio un salto tan prodigioso, que los dos alguaciles rodaron por el suelo…
– ¿Que quién soy?.. ¡soy el gitano, el bohemio, el maldito, el condenado, si usted lo prefiere, digno alcalde!
Y en dos saltos franqueó la puerta y la barrera, ganó la playa que estaba próxima y pudo verse cómo se arrojaba al mar con su caballo…
Entonces ocurrió un suceso bastante raro. El nombre del gitano hizo un efecto tal, que todos los espectadores quisieron salir a la vez y se precipitaron hacia los vomitorios demasiado estrechos para dar paso a aquella masa de hombres que se agrupaban en la misma dirección. Por esta causa, las vigas de la plaza se resquebrajaron y crujieron, no pudiendo soportar una sacudida tan violenta y toda una parte del anfiteatro se hundió bajo los pies de los espectadores. El tumulto y el espanto llegaron a su límite, una multitud de personas estaban amontonadas las unas sobre las otras, y sobre todo aquellas que soportaban un peso tan enorme, lanzaban gritos lamentables y se encomendaban al santo de su nombre.
– ¡Es ese maldito, ese condenado – decían – , que ha atraído la cólera del Cielo osando profanar a la prometida de Cristo! su presencia es un azote… ¡Anatema, anatema sobre él!
Y luego venían unas maldiciones capaces de hacer estremecer a nuestro santo padre.
En vano el alcalde y el gobernador que habían escapado al desastre, trataban de restablecer el orden: ni siquiera podían conseguir hacerse oír, ya que eran algunos millares de seres magullados o aplastados los que aullaban a la vez. Las autoridades estaban ya invocando a los últimos santos del calendario, cuando aquel inmenso montón de hombres se disipó como por encanto. De pronto todos se encontraron de pie, pero en muchos, los acentos de un verdadero dolor habían reemplazado a los gritos de temor o de sorpresa.
He aquí por qué:
El desgraciado barbero Flores, situado en la parte más baja del circo, se encontró entre el número de los que soportaban todo el peso de la multitud. Después de haber hecho con sus compañeros de infortunio increíbles esfuerzos para escapar a la presión, y viendo que las sanas y buenas razones no podían nada sobre la indolencia de los compadres de las capas superiores, sin pensar que con ello aumentaban el malestar de los de abajo, el barbero Flores magullado, aplastado, articuló con pena a algunos desgraciados que gemían como él.
– Compadres, estoy convencido de que jugando el cuchillo por encima de nosotros, a derecha e izquierda, conseguiremos despertar la sensibilidad y la piedad de nuestros opresores, gracias a algunos rasguños que yo después me encargaré de curar, sea con diaquilón, el ungüento, o la…
Aquí se detuvo para tomar aliento, porque su desgraciado destino le había hecho caer inmediatamente bajo el cuerpo de dos frailes y de un carnicero.
– O la balsamina – continuó respirando apenas – . Así, pues, padres míos, absolvedme por anticipado, porque es por la salvación de todos, sobre todo por los de abajo; y van ustedes a ver, mis reverendos, cómo la punta de un cuchillo persuade mejor que las más elocuentes palabras.
– Ave María, que Dios nos guarde – respondieron los dos frailes que oprimían al barbero con toda su rotundidad monacal y que comprendieron, por sus movimientos bruscos y agitados que aquél buscaba su cuchillo – . En nombre del Cielo, ¡no haga usted eso, hijo mío! ¿No comprende que sería un homicidio?
– Pero, padres míos, los homicidas son ustedes… ¿no comprenden que me están ahogando?
– ¡Por Cristo! A nosotros también nos ahogan.
– Es por ustedes, pues, por quien voy a trabajar. Pónganse de lado, padres míos, las heridas son así menos peligrosas, porque no se encuentran más que las falsas costillas. En fin, yo la tengo – dijo abriendo con dificultad su navaja.
– ¿Están dispuestos, compadre?
– ¡Jesús! no lo estamos.
– ¡Es igual, que Dios nos ayude!
Y se puso a herir de la manera que pudo por encima de su cabeza. Los que recibieron esta caritativa advertencia no encontraron nada más eficaz para hacerla cesar que imitarla, y este medio incisivo, propagándose de abajo arriba, con rapidez, tuvo bien pronto el resultado más satisfactorio, salvo los rasguños que Flores se encargó de cicatrizar y cicatrizó probablemente con su habilidad acostumbrada.
Rehechos todos de esta violenta emoción, el primer grito fue el de preguntar dónde estaba el maldito, y correr a la orilla. Una tartana, con las velas rojas, empavesada como en un día de fiesta, se balanceaba a lo lejos… Era él, no podía dudarse – . ¡Al puerto! ¡al puerto! – y se precipitaron hacia el embarcadero para volar en su persecución.
¡Pero allá, gran Dios, qué espectáculo! El pueblo español es talmente ávido de corridas de toros, que ni un hombre, ni una mujer, ni un niño habían quedado en la población; todos estaban en la plaza, los marinos mismos habían abandonado sus embarcaciones, y cuando llegaron apresuradamente, se encontraron todas las amarras cortadas y vieron a lo lejos faluchos y balandros que el mar se había llevado al retirarse.
Entonces cayó un nuevo aluvión de maldiciones sobre el gitano, y todo el pueblo, en un movimiento espontáneo, se dejó caer de rodillas para pedir a Dios que hiciera hundir aquella tartana, que parecía burlarse de la llorosa multitud desplegando sus brillantes paveses de mil colores.
De pronto, el cielo pareció escuchar aquella demanda, ciertamente justa, porque dos velas aparecieron a lo lejos; las dos cortaban el viento corriendo la una cerca de la otra, de modo que la embarcación del gitano debía encontrarse encerrada entre las dos o bien arrojarse a la costa; ¡y cuál no fue la alegría pública cuando reconocieron a dos escampavías del Gobierno que izaron el pabellón español, asegurándole con un cañonazo!
Entonces la tartana cambió rápidamente sus amuras, viró en redondo con una preteza prodigiosa, pasó por entre las dos escampavías y fue a parar fuera del alcance de sus perseguidores. Aunque la maniobra sabia y prestigiosa de la tartana hubiera derrotado los planes de campaña y la táctica de los espectadores de Santa María, ellos contaban siempre con la velocidad y el número de sus atacantes para ver a su enemigo aprehendido y arrastrado a remolque. Pero la tartana, teniendo sobre las dos escampavías una ventaja de marcha positiva, desapareció bien pronto detrás de la punta de la torre que avanzaba mucho sobre el mar; y no fue hasta después de un cuarto de hora de navegación que los guardacostas que navegaban en las mismas aguas, desaparecieron también a los ojos de la multitud, ocultos por el promontorio.
Y todo Santa María temblaba de impaciencia y de deseo por conocer el resultado del combate que iba a librarse detrás de la montaña.
IV
LAS DOS TARTANAS
Zarpa el balandro que se balancea sobre las olas, y brilla en el azul de los mares como una centella.
Víctor Hugo, «Navarin».
– ¡Adelante, mi fiel Iscar! ¡ya lo ves, el mar está azul y el oleaje viene a acariciar dulcemente tu ancho pecho, blanqueado por la espuma! ¡Adelante! ¡tú hundes en el agua límpida tus narices que se abren temblorosas! y tu larga crin se cubre de perlas brillantes como gotas de rocío. ¡Adelante! mueve aún tus corvas vigorosas que hienden las olas. Valor, mi fiel Iscar, valor, porque ¡ay! los tiempos han cambiado. ¡Cuántas veces, sobre la fresca verdura del prado de Sevilla o de Córdoba, tú alcanzabas y dejabas atrás las brillantes calesas que arrastraban a las hermosas granadinas, morenas y rientes, con su redecilla de púrpura que volaba al viento y su rica mantilla prendida con broches tornasolados! ¡Cuántas veces tú has relinchado de impaciencia cerca de la estrecha ventana cerrada por una cortina de seda, detrás de la cual suspiraba mi Zetta! ¡Cuántas veces tú has relinchado mientras que nuestros labios se buscaban y se oprimían ardientes, aunque separados por el tejido celoso! Pero entonces yo era rico; entonces el pabellón de guerra de las anchas franjas y del león real, se izaba en el palo mayor cuando yo subía a bordo de mi fragata; entonces la inquisición no había puesto aún precio a mi cabeza… ¡entonces, no me llamaban el condenado! y más de una vez la mujer de algún grande de España me sonreía tiernamente cuando, en una bella tarde de estío, yo acompañaba con mi guzla su voz pura y sonora. ¡Vamos, valor, mi fiel Iscar, porque el pasado está lejos! Pero tú me has entendido, porque tus orejas se levantan y tus relinchos redoblan. ¡Valor, he ahí mi tartana! he ahí mi enamorada que se balancea sobre las olas como una gaviota se deja mecer en su nido por una onda transparente. Pero, ¿no oyes, como yo, pitos confusos y alejados, un rumor que viene a extinguirse en nuestros oídos? ¡Por el disco de oro del sol! ¡es esa innoble multitud de Santa María a quien mi nombre ha aterrado! Por lo menos he visto a esa monja por segunda vez. ¡Qué hermosa es! ¡y mañana enterrada para siempre en el convento de Santa María! ¡Qué crimen!.. ¡y no se la robaré a Dios!
Apenas el gitano pronunció estas palabras, cuando de la tartana cayó al agua una especie de puente flotante, e inclinado, que estaba amarrado a la borda del buque por largos brazos de hierro. El caballo apoyó fuertemente sus patas delanteras sobre la extremidad de la plancha y de un vigoroso salto ganó el combés que se elevaba muy poco por encima del mar.
En el interior de aquella embarcación se notaba un esmero y una limpieza raros, y no se veía nadie a bordo, a excepción de un fraile, grueso y rechoncho, que llevaba un hábito azul y una cuerda ceñida a la cintura; pero el reverendo parecía presa de la mayor inquietud y angustia; armado de un enorme anteojo, lo paseaba incesantemente sobre el espacio que separa Santa María de la isla de León, lanzando a intervalos exclamaciones, lamentos e invocaciones que hubieran enternecido a un corregidor.
Pero cuando hubo visto al gitano su rostro adquirió un aire que inspiraba verdadera piedad; su frente baja y rasurada, coronada de una línea de cabellos de un rubio pálido que parecían erizarse de furor. Movía a un lado y a otro sus hoscos ojos, y un temblor convulsivo agitaba sus labios y su triple barba. Por fin, habiendo hecho evidentemente todos los esfuerzos para articular una palabra y no habiéndolo podido conseguir, agarró al gitano por un brazo, y con el extremo de su anteojo, que temblaba en su mano de un modo espantoso, le designó un punto blanco que se advertía a la entrada del golfo.
– ¡Y bien! ¿qué es eso? – preguntó el réprobo.
– ¡Es… es… el… el… el guardacostas! – balbuceó el fraile con una pena extrema.
Y se oían rechinar sus dientes. Y miraba, con los brazos cruzados sobre su pecho jadeante.
El gitano se encogió de hombros, fue a sentarse sobre un empalletado y se volvió hacia Santa María repitiendo:
– ¡Qué hermosa estaba!
El anteojo cayó de las manos del fraile; se golpeó la frente, tuvo un momento de recogimiento, se secó el rostro inundado de sudor, hizo un esfuerzo sobre sí mismo como para tomar una resolución atrevida, y dirigiéndose al comandante de la tartana, que parecía aún absorto en su amoroso ensueño, exclamó:
– ¡Réprobo… renegado… condenado… apóstata, excomulgado… hijo de Satanás… brazo derecho de Belcebú!..
– ¿Qué pasa? – dijo el gitano a quien este insultante exordio había sacado de su éxtasis.
– ¡Pues bien! ¡tres veces maldito! yo te conjuro en nombre del superior del convento de San Francisco que es mi dueño y el tuyo…
– El mío, no, fraile.
– Mi dueño y el tuyo – continuó – ; te conjuro a desplegar las velas y a tomar el portante. Ese guardacostas se aproxima y nosotros deberíamos estar ya a la vista de Tarifa, si el infierno no te hubiera sugerido el loco pensamiento de ir a esa maldita corrida de toros y dejarme solo, a mí, que no entiendo nada de vuestras malditas maniobras. Y si te hubieran preso, ¡ahora que tu cabeza está a precio!
– No les temo.
– No se trata de ti, por Cristo, sino más bien de mí. Si tú hubieses sido detenido en tierra, ¿qué habría hecho yo aquí?
– ¡Qué quiere usted! las distracciones son tan raras en nuestro estado… la idea de ver esa fiesta me ha sonreído, ¡y sin duda me ha guiado mi buen ángel, padre mío!
– ¡No me llames tu padre, condenado! El que tú llamas tu buen ángel, ¡por San Juan! tiene el pie torcido.
– Como usted quiera, no insisto en ello… En cuanto a su invitación, hago tanto caso de ella como esto… – Y golpeó con su varilla sus botas que chorreaban agua – . Sepa usted que esperaré no sólo ese guardacostas, sino otro que debe llegar del Este.
– ¡Les esperarás! ¡virgen santa! ¡les esperarás! ¡Oh San Francisco, rogad por mí!
Y después de un momento de silencio, gritó con todas sus fuerzas:
– ¡Arriba todo el mundo, arriba, hermano mío! En nombre del superior de San Francisco, yo os orde…
– ¡Acabemos, fraile! – dijo el condenado; y le puso una mano sobre la boca, y con la otra oprimió tan violentamente el brazo del tonsurado, que el desgraciado comprendió toda la significación del gesto y se arrojó sobre el puente del navío con la expresión de ese terror mudo que nos anonada cuando tenemos la convicción íntima de no poder escapar a un peligro inminente.
El gitano sonrió compasivamente; después miró fijamente en dirección a la bahía de Cádiz.
– ¡Por las rocas de la Carniola! ¡tardas bastante tú también! – exclamó viendo la segunda escampavía destacarse del horizonte y avanzar con rapidez – . Llegan aquí como dos sabuesos que atacan a una corza en un zarzal; pero los sabuesos son pesados y torpes mientras que la corza es astuta y ligera. ¡Por sus ojos azules! la caza va a comenzar, porque se oyen los cuernos.
Era una de las escampavías que había disparado un cañonazo. A este ruido inesperado, el desgraciado fraile dio un salto convulsivo, levantó instintivamente la cabeza por la borda, y, viendo las dos escampavías, la bajó rápidamente y se precipitó en el sollado haciendo repetidas veces la señal de la cruz.
El gitano se aproximó silenciosamente a la brújula, comparó su dirección con la del viento, calculó las probabilidades de la brisa, reflexionó un instante… después tomó un silbato de oro suspendido de su cintura, se lo llevó tres veces a la boca, y de un salto se plantó en el empalletado.
A esta señal, diez y ocho negros subieron silenciosamente al puente. Apenas se había oído un segundo toque de silbato, cuando la tartana había aparejado y desplegado su antena, su bauprés y su trinquete y el condenado manejaba la barra del timonel. Las dos escampavías se iban aproximando, una por cada lado, y no estaban a un tiro de cañón de la tartana, cuando ésta viró en redondo, pasó intrépidamente por entre sus enemigos, al mismo tiempo que les enviaba una andanada, y se precipitó en dirección a la punta de la Torre. Esta increíble maniobra no podía intentarse más que con un navío tan velero y de una marcha tan segura; porque antes que las dos escampavías se hubiesen colocado de popa al viento, el gitano bordeaba ya el promontorio, que le ocultaba a los ojos de los españoles, ocupados aún en orientarse. Es en este lugar donde los habitantes de Santa María le perdieron de vista.
A un tiro de fusil de la base de este promontorio se elevaba una cadena de enormes bloques de granito que formaban, avanzándose hacia el mar, los bordes escarpados de un estrecho canal que serpenteaba entre ellos y el pie de la montaña y no tenía más salida que a través de los rompientes más peligrosos.
El gitano estaba tan acostumbrado a semejantes escollos, que se aventuró sin temor por aquel pasaje, y después de haber navegado con una destreza maravillosa, hizo cargar todas las velas y desarbolar largando los obenques, que no estaban establecidos sobre un sitio fijo, sino sobre las garruchas; de modo que al cabo de algunos minutos la tartana, que tenía muy poco calado, había quedado lisa como un pontón y enteramente oculta por las rocas que disimulaban el canal por la parte del mar.
Una vez allí, el silbato del condenado resonó de nuevo, pero en dos veces distintas, con modificaciones singulares.
Bien pronto se oyó el ruido de unos remos que batían el agua acompasadamente, y se vio salir de detrás de un grupo de rocas una tartana semejante en un todo a la del gitano. En ella iba el joven de cara femenina e imberbe que tanto había asombrado al barbero Flores. El condenado le hizo un gesto que él pareció comprender, porque haló su navío a lo largo de los escollos mientras la profundidad del agua no era suficiente; luego, habiendo llegado al otro extremo del canal, después de haber evitado hábilmente una multitud de arrecifes, el viento hinchó sus velas y desembocó por el pasaje en el instante mismo en que las dos embarcaciones españolas doblaban el promontorio. Cuando vieron esta nueva tartana, forzaron las velas y se echaron sobre ella, creyendo perseguir aún al gitano.
– Sois unos valientes cazadores – decía éste tranquilamente desde su escondite – . La corza os ha dado el cambiazo, y estás sobre una falsa pista; y mientras que ese pavo va a cruzar en todos los sentidos para fatigarlos y arrastraros en su persecución, la corza pondrá a buen recaudo los ricos tejidos de Venecia, los aceros de Inglaterra y los cobres de Alemania que tiene encerrados en su vientre. ¡Vamos, vamos! ¡a la caza, y por esa estrella que comienza a brillar, pueda la mía ser dichosa esta noche, porque el sol baja!
En efecto, ya el sol tocaba a su ocaso, y el mar y el cielo, confundiéndose en el horizonte inflamado, no formaban más que un inmenso círculo de fuego. La cima de las olas centelleaba iluminada por los largos reflejos dorados que venían a extinguirse en las sombras que proyectaban las grandes rocas de la costa.
Largo tiempo se vio a la tartana maniobrar con una agilidad sorprendente para escapar a las dos escampavías. Tan pronto aligeraba el aparejo y ponía la proa a través del oleaje que cubría al buque de una espuma blanca que caía en lluvia brillante con todos los matices del arco iris y parecía rodearle de una aureola de púrpura y azul; y allí, pérfidamente, esperaba a sus enemigos, abandonándose a las ondulaciones del agua… Después, cuando se aproximaban, creyendo ya echarle mano, ponía la popa al viento, extendía sus velas como grandes alas de púrpura, y dejaba bien lejos a los bonachones guardacostas que se habían locamente alabado de atraparle.
Tan pronto, virando en redondo y cubriéndose repentinamente de banderolas y paveses de mil colores, corría al encuentro de sus perseguidores. Estos se separaban inmediatamente para tomarla entre dos fuegos, y se precipitaban activamente al combate. Pero la tartana, como una coqueta, inconstante y caprichosa, reanudaba su rumbo primitivo, y a la velocidad de todo su velamen, iba a sumergirse en las oleadas de luz que abrazaban la atmósfera, desesperando así a los honrados guardacostas que se apuntaban un nuevo fracaso. En fin, después de dar numerosas pruebas de su superioridad maniobrera y de marcha y fatigar a las escampavías, conseguía arrastrarlas bien lejos del lugar donde el gitano contaba llevar a cabo su desembarco.
Porque la maldita tartana cumplió tan bien sus instrucciones, que poco a poco el vapor fue velando a las tres embarcaciones que se hundieron en la bruma y desaparecieron cuando el sol no arrojaba ya más que una claridad sombría y rojiza, y las estrellas comenzaban a brillar.
En aquel momento, el gitano, inclinado sobre la borda de su tartana, escuchaba con oído atento un ruido cadencioso que resonaba pesadamente como el paso de muchos caballos.
– ¡Ellos son, por fin! – exclamó.