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V
LA BLASFEMIA
¿No eres, pues, más que un fraile llorón?
J. Janin, Confesión.
No se podía descender de la cima de la montaña de la Torre, más que por un sendero estrecho tallado en la roca, que daba una serie de rodeos. La pendiente del camino era casi menos rápida, pero se necesitaba mucho tiempo para llegar hasta la playa.
A la entrada de este sendero apareció un hombre a caballo, al que se distinguía difícilmente a la pálida luz del crepúsculo; se detuvo de pronto, pareció conferenciar con algunos de sus compañeros, sin duda ocultos entre los áloes, y después arrojó al aire un cigarrillo encendido que describió una ligera faja de fuego.
Cuando la misma señal hubo partido de la tartana, aquel hombre continuó su marcha seguido de una docena de españoles, también a caballo, que avanzaron con precaución por entre las numerosas rampas de aquel difícil camino. Los unos llevaban sombrero, los otros una redecilla o un simple pañuelo de colores vivos cuyos extremos flotaban sobre sus hombros; pero todos tenían el color atezado, los ragos duramente característicos y el aspecto poco tranquilizador que distingue a los contrabandistas de tierra que operan en el litoral andaluz. Sus caballos iban cargados con dos anchos cofres cubiertos de una tela alquitranada, de una ligereza extraordinaria, pero tan grandes, que el jinete no podía montar más que sobre la grupa, donde se sentaba como un timbalero delante de sus timbales; además, pieles de carnero rodeaban sus cascos, de modo que era imposible oírlos cuando marchaban al paso.
Llegados a la playa, a dos tiros de fusil de la tartana, el jefe de aquellos hombres detuvo su caballo y dijo a sus compañeros:
– ¡Por la silla de mi patrón! – aquí se quitó el sombrero – ; hijos míos, a la claridad de la luna que se levanta, yo no veo sobre el puente del navío más que al maldito con su gorra y su pluma blanca.
– ¿Dónde está, pues, el hermano?
Una voz. – Si el hermano no está presente, ni un real de esas mercancías entrará en mis cofres, ¡Dios me salve! pero el superior del convento de San Juan hace muy mal en emplear a semejante descreído para desembarcar su contrabando, y aunque tenga allí un fraile para bendecirlo y para borrar las garras de Satanás, soy de opinión que tarde o temprano seremos castigados por traficar con un excomulgado. ¡Amén!
El jefe. – ¿Y crees que no temo, como tú, la cólera de la Virgen al tocar unas mercancías que ¡por Santiago! huelen más a azufre que a cera?
Un filósofo (que había sido cocinero) – .¡Pero pensad, compadres, pensad que en todas las tiendas del camino las cambiarán por buenos dóllares de a cuatro sin preocuparse de si huelen a azufre o a cera!
El jefe. – ¡Cállate, impío!
El filósofo. – Después de todo, no son los exorcismos del reverendo los que le quitarán el olor, si es que lo tienen; a mí que me den las mercancías endiabladas, si son más baratas, y yo hago mi negocio; porque soy de opinión…
–¡Ave María purísima! compadeced al blasfemo – dijeron los contrabandistas persignándose y estremeciéndose de horror.
Muchos fervientes católicos hasta se buscaron sus cuchillos.
El gitano, que no concebía la causa de este retraso, reiteró la señal con el cigarrillo encendido.
– ¡Cuánto tiempo perdido! – dijo el filósofo, y avanzó por el agua hasta poder ser oído de los de la tartana – : ¡Señor condenado, señor maldito! – gritó con aire burlón – , ¿ha olvidado usted que estas santas gentes no se acercarán si el reverendo, con su presencia, no tranquiliza las conciencias tímidas de estos corderos? – Y volvió a unirse a sus compañeros que le maldecían.
El gitano se golpeó la frente y dio un silbido.
– ¡El hermano! – dijo a un negro que se mostró a la entrada de la escotilla.
El negro desapareció y volvió solo al cabo de un instante, haciendo un signo negativo con la cabeza.
– ¡Pues bien, izadle!
El negro entonces, con una prontitud admirable, levantó una antena de la que ató una polea y una cuerda, descendió al sollado y tres minutos después se vio al reverendo elevarse majestuosamente, cernerse un momento por el aire y, descendiendo en un vuelo audaz, tomar tierra al lado del condenado, que le desembarazó amablemente de las cuerdas y garfios de que había sido rodeado aquel nuevo Icaro.
Viendo la ascensión del fraile, los contrabandistas, que esperaban en la playa, habían gritado gloria in excelsis y se habían arrodillado, creyendo que era un milagro; pero el filósofo rió mucho de su simplicidad.
Cuando el nuevo Icaro estuvo de pie, midió con la vista al gitano con el aire más digno y más despreciativo que le fue posible, casi como el mártir mira a su verdugo.
El Gitano. – Dispénseme, padre, si le he ayudado a subir, pero esos honrados contrabandistas esperan con impaciencia que usted ejerza su sagrado ministerio.
Y le mostró el grupo que observaba atentamente lo que pasaba a bordo.
El fraile. – ¡De cuánta caridad cristiana no he de estar dotado para consentir en pasar días enteros con un apóstata, con un réprobo de la peor especie, y todo para purificar lo que tu herético y satánico contacto ha manchado; a fin de que los cristianos puedan servirse de esas mercancías sin temer la cólera del Cielo!
El gitano. – ¡Qué quiere usted, padre mío! Su superior me paga bien y me emplea para desembarcar los objetos de contrabando de que el convento está abarrotado; me emplea porque sabe que nadie mejor que yo conoce las revueltas y los escondrijos de esta costa, y que, si me prenden, en nada he de comprometerle… Pero ¡anatema, como usted dice, anatema! estoy maldito. Ya se sabe… y como los españoles, aun siendo contrabandistas, son demasiado religiosos para comprar cualquier cosa que haya tocado un excomulgado, le envían a usted para que bendiga estas ricas telas, estos brillantes aceros, a fin de que quede tranquila la conciencia de los compradores y de aligerar la cueva del convento. En fin, aunque en pequeño, somos Dios y el diablo.
El fraile. – ¡Miserable!.. ¡renegado!.. ¡descreído!
El gitano. – Además, usted hace un honrado comercio con esas buenas gentes, porque les vende un poco demasiado caro sus bendiciones y sus exorcismos, que, aquí entre nosotros, no hacen la seda más fina ni el acero más flexible.
El fraile. – ¡Hijo de Satanás! ¡infame condenado!
El gitano. – Pero como vuestro gracioso soberano paraliza todas las industrias y prohíbe todo aquello que no deja fabricar, el contrabando se hace indispensable; los frailes lo explotan con Gibraltar, y los españoles pagan doble lo que podrían fabricar en casa. A mí me hace esto mucha gracia.
El fraile. – ¡Execrable réprobo! yo…
El gitano. – ¡Basta, fraile, esas gentes te esperan! Ve a cumplir tu obligación, porque el tiempo pasa y la noche avanza.
– ¡Perro maldito! ¡mi obligación!.. ¡mi obligación!.. – murmuró el fraile ganando la orilla por medio de un puente lanzado desde la tartana, y por el cual también el gitano había bajado, montado sobre su caballito que habían izado desde la cala, lo mismo que al reverendo.
Mientras que el gitano se ocupaba en hacer desembarcar las mercancías, el reverendo se había aproximado a los contrabandistas.
– ¡La paz sea con vosotros, hermanos míos! – les dijo.
– ¡Amén! – respondieron ellos, besándole el hábito.
El fraile. – Ya veis, hijos míos, cuán cara me es vuestra salvación, y…
El filósofo. – Es decir: nos es cara… a nosotros. ¡Pero Dios haga que ese capital, colocado aquí en oremus, nos proporcione allá arriba la vida eterna!
– ¡Silencio, el hereje! – gritaron.
El fraile hizo un gesto despreciativo y continuó:
– ¡Cuán cara me es vuestra salvación!.. porque yo me expongo a pasar días enteros con ese hijo de Satanás, para que Dios no se irrite de vuestras relaciones con él.
– Y para hacer su pacotilla – repuso el incorregible filósofo.
– Por eso os bendecimos, padre mío – gritaron los otros contrabandistas a fin de ahogar aquella impertinente interrupción.
El fraile. – ¡Jesús! hijos míos, yo lamento tanto como vosotros el que esa tartana sea mandada por un renegado; pero ese renegado es el único hombre, es decir, el único descreído, que conoce bien esta costa. ¡Ay! ¡no presentarse un cristiano!
– Oiga, padre mío – dijo el hombre víctima de la distracción de Flores, el hombre de la evacuación sanguínea – , oiga, ¿es una buena acción librar al mundo de un pagano?
– ¡Se gana el Cielo, hijo mío!
– Gracias, padre mío – y se alejó.
En aquel momento, el gitano había descendido de su caballo, y permanecía absorto en sus reflexiones, mientras que los negros acababan el desembarque. Su fiel Iscar se revolcaba sobre la arena y mojaba sus largas crines, cuando de pronto dio un brinco y lanzó un relincho que hizo volver bruscamente a su dueño y le sacó de su ensimismamiento.
En aquel momento, el cuchillo del marino se levantaba sobre el pecho del gitano; éste asió al asesino por la garganta con tal prontitud y fuerza, que no pudo ni lanzar un grito. El cuchillo cayó de sus manos; sus ojos giraron en sus órbitas y sus dedos quedaron rígidos; poco a poco se fueron aflojando, sus brazos cayeron a lo largo del cuerpo, sus piernas se debilitaron, y cayó estrangulado. Sus compañeros creyeron que se trataba de un fardo.
– ¡De rodillas, hijos míos! – dijo el fraile a los contrabandistas.
Todos se arrodillaron, menos el filósofo, que miraba la luna silbando el Trágala.
Entonces el fraile, armado de un hisopo, se aproximó a los fardos y dio una vuelta alrededor de ellos diciendo:
– ¡Atrás, Satán, atrás! y que este signo de redención purgue a esas mercancías de la mancha que la herejía ha impreso en ellas. ¡Atrás, Satán, atrás!
Y echó torrentes de agua bendita sobre las cajas.
– Las moja demasiado; va a estropearlas – dijo el filósofo.
– ¡Silencio! – gritaron todos a la vez.
– ¡Atrás, Satanás! – dijo otra vez el fraile – . Ahora, hermanos míos, ya podéis tocar esos objetos.
Los contrabandistas le rodearon apresuradamente, y él sacó un largo papel de su cintura.
– Esas seis balas, hijos míos, son de sederías venecianas cuyas muestras podéis ver a la luz de este farol. ¡Ved qué hermosos colores! ¡y qué tejido tan suave y tan apretado! La pondremos a dos doblones la vara, hijos míos.
– ¡Oh! ¡padre mío!
– Tened en cuenta que ya está bendecida, hijos míos.
– ¡Por los cuernos de Satanás! el sello de la aduana del Cielo nos cuesta más caro que la de Cádiz – exclamó el maldito filósofo.
– ¡Cállate, miserable! – dijo el fraile.
– Pero, reverendo, ¡dos doblones!
– Si es regalado, hijo mío. Ya se los cuesta al superior.
Y la discusión iba a entablarse, cuando, de lo alto del sendero, acudió corriendo un hombre presa de la mayor agitación; era el pescador Pablo.
– ¡Por la Virgen, huid! – exclamó – , ¡huid! los aduaneros me persiguen; hemos sido traicionados por el marino Punto. El ha indicado el lugar del desembarque al alcalde de Vejer; le ha prometido matar al gitano y le ha prometido además aumentar el desorden que produciría su muerte, largando las amarras de la tartana para dar tiempo a los aduaneros de llegar y de cortaros la retirada.
– ¡Muera! ¡muera Punto! – y los cuchillos brillaron.
– Eso no es todo – añadió – ; los crímenes y las profanaciones del maldito recaerán sobre vosotros, y el señor obispo ha ordenado que os prendan o que os den muerte como a los lobos de la sierra, por haberos unido a un renegado.
– ¿El santo pastor cambia sus ovejas por lobos? ¡Qué milagro! – añadió el filósofo.
– Así, pues, ¡huid!.. ¡huid!.. no habrá cuartel para vosotros.
– ¡Muera Punto el traidor, muera! – y todos los cuchillos salieron de sus vainas.
– Ya está muerto – dijo el gitano empujando el cadáver con el pie – . De modo que, cargad de prisa vuestras mercancías, porque la marea sube y el cielo se cubre de nubes; y una vez que hayáis visto brillar allá arriba las carabinas de los aduaneros, tendréis que escoger entre el fuego y el agua, hijos míos.
Después dio un silbido prolongado, y todos los negros, habiendo vuelto a la tartana, retiraron el puente y marcharon a lo largo de las rocas que formaban el borde opuesto del canal. El condenado permaneció en la playa, montado sobre su fiel Iscar.
– Ya se lo decía siempre al superior – gritaba el fraile – . Prevenga al señor obispo de que el condenado está a su servicio, y así él obrará en consecuencia. Nada… él ha querido ocultárselo, y he aquí lo que ocurre.
Y dirigiéndose al gitano, le preguntó con inquietud:
– ¿Por qué haces alejar tu embarcación? ¿es que tendremos que abordarla a nado?
– ¿Y de qué nos serviría la embarcación ahora padre mío? No puedo ir con niebla por entre esos rompientes.
– Pero al menos estaríamos en seguridad, en el caso en que los aduaneros bajasen para sorprendernos; y, ¡por Cristo! no podrían aproximarse a la tartana entre esos peñascos y esas olas. Haz poner el puente.
El gitano, sonriendo, hizo un gesto negativo que aterró al fraile.
Los contrabandistas no habían tomado parte en esta discusión; tal prisa se daban a embalar las mercancías que contaban obtener a mejor precio, gracias a este incidente. El filósofo, sobre todo, cargaba de tal modo a su caballo, que el desgraciado animal se doblegaba bajo el peso de las mercancías; no obstante, el filósofo continuaba acumulando fardo sobre fardo, mientras murmuraba:
– Una vez en el camino de Vejer, será preciso que Dios te preste las alas de un serafín para que me alcances, fraile.
Y su caballo llevaba, al menos, una tercera parte de la carga de la tartana.
– ¡Ah! ya caigo – dijo el fraile a quien el signo del gitano había asustado mucho – , ya caigo; el señor capitán se queda con nosotros, porque conoce una salida secreta que puede ayudarnos a salir de esta ensenada sin necesidad de subir por ese camino, tan alto como la escala de Jacob. El señor capitán me lo ha dicho cien veces, ahora lo recuerdo.
Al acabar estas palabras, sus dientes se entrelazaban; estaba tan pálido como un cadáver, y no obstante quiso sonreír y miró al excomulgado con el aire más humilde y más amable.
El rostro del gitano adquiría una expresión equívoca, cuando, al fogonazo de un tiro que partió de lo alto de la montaña, se vio a los aduaneros que se preparaban y tomaban posiciones. Toda esperanza de retirada por aquel lado se había perdido.
– ¡Virgen santa!, ¡sálvenos, señor capitán, sálvenos! – dijo el fraile – ; ¡la salida! ¡Señor! ¡indíquenos la salida!
– ¡La salida! – repitieron los contrabandistas con espanto, sin saber de lo que se trataba.
– ¿Qué salida? – preguntó el gitano – . Usted está soñando, padre mío, y me temo que sea un mal sueño; porque los aduaneros empiezan a bajar y las balas silban. ¡Oiga!..
– ¡Pero, Dios mío! Usted me había dicho que en medio de esas rocas existía un paso oculto que daba a la costa, un paso que podía darnos el medio de salir de esta, ensenada que ya el mar va cubriendo… ¡Virgen santa! ¡por todas partes rocas cortadas a pico! – exclamó el fraile desesperado, mirando por encima de su cabeza.
– ¡Por todas partes rocas cortadas a pico! – repitió el gitano.
– Vamos, reverendo, un milagro; éste es el momento – dijo el filósofo que miraba dolorosamente su caballo tan ricamente cargado.
Muchos tiros partieron de nuevo de la cima de la montaña, pero las balas caían muertas; porque los aduanares se aproximaban lentamente y estaban aún muy lejos, a causa de las vueltas que daba el sendero. La luna brillaba en medio de un hermoso cielo, y su dulce claridad alumbraba en todos sus detalles aquel curioso cuadro.
– ¡Cuánto me gusta una hermosa noche de verano! – dijo el gitano – ; las flores se abren para aspirar la frescura del aire, y sus perfumes nos llegan más suaves. ¿Sentís, hermanos míos, el rico olor de los áloes y de los naranjos?
Una nueva descarga interrumpió este inconveniente monólogo, pero esta vez cayó un contrabandista.
– ¡En nombre de Cristo! tú debes salvarnos ¡en nombre de Dios, yo te lo ordeno! – gritó el fraile enseñándole el cielo.
Este movimiento resultó hermoso, pero no produjo ningún efecto, porque el gitano respondió riendo:
– ¡En nombre de Dios, de Dios!.. ¿qué se figura usted, padre mío? No bromee, pues. El momento es grave, ¡grave!.. vea usted a ese cristiano que se retuerce y pierde su sangre.
A la risa espantosa del gitano se unió el ruido del mar, que ascendía, y empequeñecía cada vez más el espacio donde se oprimía aquel puñado de hombres.
Los contrabandistas se persignaron temblando. Uno de ellos tomó su escopeta y la dirigió contra el gitano. El fraile se precipitó sobre él. ¡Desgraciado! ¡sólo él puede salvarnos! ¡sólo él conoce la salida!
Viendo aquel movimiento hostil, el gitano había entrado en el mar que ya cubría el pecho de su caballo.
– He ahí a los aduaneros que bajan las últimas rampas, hijos míos, y ya sabéis que ahora las balas hacen daño – dijo el maldito señalando al contrabandista herido de muerte.
Los demás se echaron entonces a los pies del fraile.
– ¡Padre mío, ruegue por nosotros!
Y el fraile y ellos se prosternaron gritando:
– ¡San Juan, San Juan, rogad a Dios por nosotros!
Y se golpeaban el pecho, mientras que al resplandor de las descargas, se veía al gitano, a caballo, y aquella figura extraña, cuyas proporciones la noche parecía doblar, se destacaba en negro con vivos reflejos de color de fuego sobre una lluvia de espuma deslumbrante de blancura.
Los fogonazos se sucedían sin interrupción; un segundo contrabandista cayó, y se oían ya las voces de mando de los aduaneros.
El espanto del fraile había llegado al límite; se arrastró hasta la orilla del mar, y allí, arrodillado en el agua, gritó al gitano con el acento del más profundo terror. ¡Sálvame, sálvame!
¡Y el fraile lloraba!
– ¡Por el alma de tu padre, sálvanos! ¡te daremos tanto oro que podrás llenar tu tartana! – aullaron los contrabandistas.
E imploraban con las manos juntas, mientras que tres de ellos se revolvían en las últimas convulsiones de la agonía.
– ¡Dios mío! ¡Dios mío! – balbuceó el fraile.
Y el desgraciado se retorcía los brazos y se revolcaba sobre la roca ensangrentada.
– ¡Dios está sordo! – dijo el gitano – ; invoca a Satanás.
Y se echó a reír.
– ¡Atrás, atrás, blasfemo! – respondió el hermano levantándose horrorizado.
Pero el mar adelantaba de tal modo, que las olas iban a romperse a sus pies y les cubrían de espuma.
– Invocad a Satanás, y os salvaré. Detrás de esas rocas hay una salida secreta oculta por una piedra; ella os pondrá al abrigo de los aduaneros. Aun estáis a tiempo, porque ahora no os ven – dijo el gitano, que ya estaba a flote con su caballo.
Y los contrabandistas interrogaban cada roca con desesperación, y el fraile, con la mirada fija y el rostro lívido, hizo un movimiento de horror pensando en la proposición del maldito… Después, no obstante, pareció vacilar.
Y esto es concebible, porque en aquel momento, aunque ya no se veía a los aduaneros, se oía el ruido de sus armas y los preparativos de las baterías que armaban.
– ¡Pues bien! – dijo el fraile en su delirio – , ¡pues bien! Satanás, sálvanos, ¡porque tú no puedes ser más que Satanás!
– ¡Sí, Satanás, sálvanos! – gritaron los demás con un acento de terror indefinible.
Y jadeante, con los ojos fijos y chispeantes, esperaban.
… ... … ... … ... … ... … ... … ... … …
El gitano se encogió de hombros, volvió la cabeza de su caballo del lado de la tartana, y la ganó a nado en medio de una granizada de balas, cantando una antigua canción mora del Hafiz:
– ¡Oh! permites, encantadora niña, que yo envuelva mi cuello con tus brazos, etc., etc.
… ... … ... … ... … ... … ... … ... … …
Los contrabandistas se quedaron anonadados.
– ¡Fuego! ¡por Santiago! ¡Fuego! Tirad sobre el caballo y sobre la pluma blanca, y sobre el mismo bandido – gritaba el oficial al que se distinguía perfectamente, porque su tropa se había parapetado detrás de una rampa, y desde allí hacía un fuego nutrido y continuo sobre los contrabandistas.
Porque los que quedaban de estos negociantes sin patente, no tenían más que elegir que entre el fuego y el agua, como había dicho el gitano.
– ¡Fuego! ¡fuego sobre esos descreídos! – repetía el oficial para estimular a su gente – ; el señor obispo ha prometido indulgencias para esta Cuaresma, y puesto que el jefe se nos escapa, aniquilemos al resto de la banda. ¡Fuego!..
– Pero, capitán, veo a un religioso…
– ¡Infame! se ha disfrazado. ¡Fuego!
– ¡Por San Pedro! fuego, pues. ¡Por usted, reverendo!
El fraile recibió el tiro en el pecho y cayó de rodillas. No quedaban más que dos, él y el filósofo, también herido. Los otros habían sido muertos, se habían ahogado entre los rompientes al querer ganar a nado la tartana, o arrastrados por las olas.
– ¡Hijos míos! – gritaba el fraile – , soy un religioso de San Juan enviado por el superior; ¡piedad en nombre de Cristo! ¡piedad!
Y se agarraba a las agudas puntas de la roca.
– Esto quiere decir – balbuceó el filósofo recibiendo una segunda y mortal herida – que si yo hubiera de creer en algo, no creería ni en Dios ni en el diablo, porque he llamado a los dos… y… y…
Sus brazos se abrieron; dejó el trozo de granito que oprimía con fuerza, abrió desmesuradamente los ojos… y desapareció.
– ¡Gracia! ¡gracia! ¡Dios mío! ¡me ahogo! – aulló el fraile que se debatía entre las olas.
– ¡Cómo! – dijo el oficial – , ¡aun vive el impío! ¡fuego, pues, por Santiago!
Tres disparos de carabina partieron a la vez; el hábito azul del reverendo flotó un instante, y después ya no se vio nada, nada… ni caballos, ni hombres, ni fraile… nada más que olas espumosas que habían invadido ya la primera rampa del sendero e iban a estrellarse con gran estrépito contra la segunda.
Sólo el gitano se había salvado.
– ¡Por Cristo! su tartana va a estrellarse contra los escollos – exclamó el oficial – . Dios es justo, y puesto que sale del canal contra la marea, su pérdida es segura.
En efecto, el condenado bordeaba intrépidamente aquel paso, que el furor de las olas debía hacer impracticable.