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VI
LA MONJA
¡Ah! este corazón ha descendido vivo a la tumba, y las austeridades del sombrío convento no me han preservado de una mirada criminal. En vano he llorado amargamente.
Delfina Gay, «Madame de la Vallière».
Ciertamente, si yo fuese monje, y tuviese que elegir un convento, elegiría el de Santa Magdalena; es un digno convento, triste y sombrío, situado a orillas del mar, a siete leguas de Tarifa. Al Norte, el Océano golpea sus muros; al Sud, lagunas impracticables; al Oeste, rocas cortadas a pico; pero al Este… ¡ah! al Este, una bella pradera verde, atravesada por un riachuelo que serpentea y brilla al sol como una larga cinta plateada; y luego, las violetas y las clemátides que perfuman sus bordes, las palmeras de largas flechas y los almendros que dan sombra. Y luego, en medio de la llanura, la encantadora aldea de la Pelleta, con su alto campanario, blanco y esbelto, sus casas albas y su ramillete de naranjos y de jazmines. Y después, más lejos, las montañas obscuras de Medina, cuyas vertientes están cubiertas de olivos y de tejos…
Os lo repito, si yo fuese monje, no elegiría otro convento que el convento de Santa Magdalena.
¡Y los días de fiesta, pues! los jóvenes van a bailar casi bajo sus muros, y no negaréis que, para una pobre reclusa, es un gran placer oír el restallido embriagador de las castañuelas bajo los ágiles dedos de los andaluces… y ver los movimientos lentos y tranquilos del bolero… al majo perseguir a su maja que le huye y le evita… después se aproxima a él y le arroja un extremo de su corbata que él besa con transporte, y se envuelve una mano, mientras que con la otra hace resonar sus castañuelas de marfil.
Agitad, agitad vuestras castañuelas, jóvenes, porque la cachucha reemplaza al bolero. ¡La cachucha! ¡he aquí una verdadera danza andaluza, una danza ardiente y animada, vertiginosa y lasciva! Id… id… rodead con vuestro brazo amoroso la cintura de vuestra amante, y arrastradla rápidos y estremecidos al son del instrumento sonoro. Id… su seno palpita… su ojo brilla, y el viento levanta su negra cabellera y deshoja su guirnalda de flores; después, murmuraréis a su oído:
– Amor mío… cuán dulce me será respirar esta noche a tu lado el perfume de los almendros…
Y ella se lanza más vivamente aún, y su brazo os ha oprimido tan fuertemente que habéis sentido su corazón brincar bajo su mantilla.
Vaya, no temas, muchacha, tu madre no ha oído nada, y esta noche, después del rosario, cuando tu abuelo te haya besado en la frente, trémula, inquieta, tus piececitos desflorarán el césped, y te detendrás veinte veces, conteniendo la respiración. Por fin, te sentarás, palpitante, al pie de ese bello almendro florido, cuyas hojas relucientes reflejarán la dulce claridad de la luna. Allí, de pronto, dos fuertes brazos te envolverán. ¡Virgen santa! ¡qué atrevimiento! Pero entonces, valerosa muchacha, tú no tendrás miedo.
Ya el son de las castañuelas es más opaco, el sol se pone, la cachucha vertiginosa ha cesado, las jóvenes regresan a su aldea y ríen, y cantan, alisándose con la mano los rizos sedosos de sus húmedos cabellos.
Ahora no diréis como yo que es un digno convento el convento de Santa Magdalena; porque, en fin, figuraos una pobre joven encerrada en él, con sus diez y ocho años, sus ojos negros y su corazón español que late bajo su escapulario.
A primera hora, maitines, una larga plegaria en una iglesia sombría y helada; después vísperas, después la misa, después la novena, después el Angelus ¿y qué sé yo?
Por toda distracción, dos horas de paseo en el jardín del viejo claustro. ¿Conocéis un jardín de claustro? grandes encinas negras y silenciosas, un césped raquítico encuadrado en verjas de cañas, y el sol a mediodía; eso es todo.
Así, confesad, que cuando un día de fiesta se ha podido escapar de la iglesia para ir a su celda, ¡el corazón late desahogado y alegre!
La reclusa entra en ella, cierra cuidadosamente la puerta, y ya está en su casa. ¡En su casa! ¿comprendéis esta palabra? cuatro paredes desnudas, pero blancas; un crucifijo de ébano encima de una mesita de nogal cubierta de flores; una reja que da sobre la verde pradera; una cama estrecha, sobre la cual se puede soñar. Francamente, con todas esas riquezas y vuestros recuerdos de niña, ¿envidiaríais la suerte de la camarera mayor de la reina de todas las Españas?
Pues, no obstante, una joven está allí sola; el crucifijo, la mesita, la reja, la cama, el perfume dulce y tenue, todo lo tiene; pero ella no mira ni la pradera, ni el baile, ni el sol que se oculta resplandeciente.
Oculta la frente entre sus manos y las lágrimas ruedan a través de sus dedos.
Ya podemos figurárnoslo: era la monja que asistió a la corrida de toros.
Ya no brillaban encima de ella el raso ni las pedrerías como el día en que se despidió del mundo. ¡Oh! ¡no! un amplio sayal de burdo paño envolvía su lindo talle como una mortaja, sus largos cabellos negros, habían sido cortados, y los que le quedaban estaban ocultos tras la blanca toca que dibujaba su frente cándida, más blanca aún. Pero, ¡Santo Dios! ¡qué pálida estaba! sus ojos azules, tan bellos y tan puros, estaban rodeados de un ligero círculo amoratado, en el que las venas surcan la piel suave y rosada.
– ¡Dios mío! ¡perdón! ¡perdón! – dijo, y se dejó caer de rodillas sobre el duro suelo.
Algún tiempo después se levantó con las mejillas purpurinas y los ojos brillantes.
– ¡Huye! ¡huye, peligroso recuerdo! – exclamó precipitándose hacia la reja – . ¡Oh! ¡oh! ¡aire! ¡me abraso! ¡Oh! quiero ver el sol, los árboles, las montañas, esos bailes, esa fiesta. Sí, quiero ver esa fiesta, ser absorbida completamente por ese espectáculo brillante. ¡Dichosos ellos! ¡Bravo, joven! ¡qué ligereza! ¡qué gracia! ¡cómo me gustan el color de tu basquiña y las trenzas de tu moño! ¡qué bien hace esa flor azul en tus cabellos rubios! Pero tú te aproximas a tu pareja… ¡Guapo mozo! sus ojos te miran con amor… El también tenía una dulce mirada, pero…
Y se calló, ocultando su cabeza entre las manos; porque su corazón latía con tal fuerza, que parecía querer saltársele del pecho. Después, reponiéndose, y hablando de prisa, como si hubiera querido escapar a un recuerdo que la oprimía:
– ¡Qué brillante está el sol! ¡Jesús! ¡qué hermoso matiz de púrpura con reflejos de oro! ¡qué tornasolado tan magnífico y tan raro! Tan pronto parece una elegante torre morisca con mil cresterías, ahora es un globo de fuego; pero sus contornos varían siempre, y se presentan destacados… ¡Virgen del Carmen! se diría que es un rostro humano… Sí… esa ancha frente… y esa boca… ¡Oh! no… sí… Jesús… ¡es él!..
Y jadeante, había caído de rodillas, con las manos juntas, en una especie de éxtasis, ante aquella imagen fantástica, que el vapor fue revelando, se borró poco a poco y desapareció del todo.
Cuando ya no vio más que un horizonte inflamado, se levantó en un violento paroxismo, y se arrojó sollozando sobre la cama.
– ¡Él!.. ¡siempre él… él en todas partes! – exclamó con un gesto de desesperación – . ¡Horror! cuando me prosterno ante tu imagen sagrada, ¡oh Cristo! tus divinas facciones se borran… y es él a quien veo… ¡él a quien adoro!.. Sí, muda y confusa, quiero escuchar a la superiora, cuando lee un libro santo; pues bien, su voz parece debilitarse y desaparecer y es a él a quien oigo; porque el sonido armonioso de sus palabras vibra siempre en mi corazón… ¡Horror! en fin, si me arrastro penitente al tribunal divino, allí también está él… porque mi amor es el único crimen de que pueda acusarme.
Se echó a llorar.
– ¡Un crimen! ¿es verdaderamente crimen? ¡Oh madre mía! si no hubieses muerto, estarías conmigo; yo tendría mi cabeza sobre tus rodillas y tú… acariciarías con tus manos mis cabellos largos y rizados; y me dirías si es un crimen, porque yo te lo confesaría todo. Ya ves, madre mía, me habían dicho que yo sería dichosa en el convento, pero que para esto era preciso abandonar el mundo; dije que sí, porque entonces aún no sabía lo que era el mundo… Y después me vistieron y me adornaron como una santa y me llevaron a una fiesta en la que un toro mató a dos cristianos – así me dijeron – , porque yo permanecí oculta en el regazo de mi superiora durante todo el tiempo que duró aquel horrible espectáculo… Pero de pronto, un grito de extrañeza resonó y yo levanté la cabeza… era… era él. Sí, él… que fijó sobre mí una mirada… que me matará; y él me dijo la primera vez, ¡oh, lo estoy oyendo aún: Por usted señora, y en honor de sus hermosos ojos, azules como el cielo. Después, rápido, se revolvió… y yo me estremecí a mi pesar… La segunda vez, me dijo con la misma voz, con la misma mirada, sonriéndome y saludándome con la mano derecha: Por usted también, señora, y en honor de esa boca encarnada, purpurina como el coral. Y con intrepidez esperó al monstruo cuyos cuernos estaban tintos en sangre, y lo abatió a sus pies… El espanto se había apoderado de mí, puse las manos en la balaustrada del palco, tanto temía por él; porque me parece que si él hubiese sido herido, yo habría muerto. Entonces él se apoderó de mi mano, ¡oh!, bien a mi pesar, madre mía… y la besó, sí…
Sus ojos se cerraron. Apoyó la cabeza sobre la almohada y continuó en voz baja y con palabras entrecortadas:
Y – quizá tú me dirás, madre mía: «Mi rosita, ¿le amas tú, pues? Bien, entonces os prometeréis y Dios os bendecirá». ¡Oh! sí, prometidos… Mira a mi novio, ¡qué hermoso es!.. Flores, flores por todas partes… He ahí a mis compañeras con sus largos velos blancos… ¿no oyes el grave sonido del órgano… y la multitud que repite como yo: «¡Qué hermoso es el novio!» ¡Oh! llega el viejo sacerdote… su mano tiembla al unirnos; ya es mío, es mi esposo ¡es mi esposo… ¡Oh! madre mía, quédate, quédate… ¿Me dejas?
– Tu esposo está contigo, ángel mío.
– ¡Madre mía! ¡mi buena madre!
Dichosa joven, dormía. ¿No es, repito, un digno convento, el convento de Santa Magdalena?
VII
EL LEVANTE
…¡La muerte!
Cervantes, «Don Quijote».
El levante es un viento del Este; cuando sopla, palidecen hasta los marinos más intrépidos. No es una de esas inocentes brisas que levantan olas como montañas, ¡no!; el mar se eleva muy poco, porque es tal la fuerza del levante que rechaza las olas, que las nivela por el poder de presión que ejerce la columna de aire sobre la superficie del agua.
Pero también es preciso que el timonel vele a la barra ¡Virgen santa! ¡y que vele bien si no quiere ver al navío desaparecer entre un torbellino!
Después, el sol brilla, el cielo queda limpio, de un azul magnífico, con lindos matices de un rosa vivo, que producen el más encantador efecto.
Las embarcaciones de un tonelaje elevado, tal como navíos, fragatas y corbetas, aun maniobrando con mucha prudencia, tienen mucho que temer de ese viento; pero las goletas, tartanas y faluchos, tienen todas las probabilidades posibles de zozobrar.
Si el peligro es grande durante el día, debe ser inmenso durante la noche, sobre todo cuando se bordea cerca de las costas, que con frecuencia son atravesadas por corrientes de una velocidad de cuatro o cinco nudos.
Era, pues, de noche, y el levante que soplaba sobre la costa, erizada de rocas, era un poco más violenta que no lo fue cuando el memorable vendaval de 1797, que hizo naufragar a todas las embarcaciones fondeadas en la rada de Cádiz; todo pereció, personas y buques.
Era uno de esos temibles huracanes durante los cuales los marineros se quedan lívidos y creen en Dios.
Las estrellas brillaban, las olas, al chocar unas contra otras, desprendían tantas luces fosforescentes, que aquella vasta llanura, de un negro sombrío, aparecía casi iluminada por millares de chispas azuladas, y verdaderamente, salvó el levante que mugía más que el trueno, era un hermoso espectáculo.
Las dos escampavías que habían salido a la caza de la figurada tartana del gitano, bailaban sobre aquella sima abierta.
Habían arriado sus gavias, sus foques, su vela mayor, y huían con el viento de proa sólo con el aparejo de mesana; había sido amarrada la barra del timón, y los sesenta y tres hombres que componían las dos tripulaciones, estaban muy ocupados en el sollado poniéndose a bien con Dios. Como no había ningún sacerdote presente, se confesaban los unos a los otros.
La confesión es una cosa admirable en sí misma, en tierra, por ejemplo, en una iglesia de aldea donde las vidrieras dejan penetrar un alegre rayo de sol, cuando vais a partir para una larga campaña, y vuestra abuela está allí arrodillada, llorosa, haciendo arder un cirio bendito que ha dedicado a Nuestra Señora: ¡oh! sí, entonces, la confesión al oído de un juicioso y virtuoso sacerdote de cabellos blancos, que, al salir del confesionario y apoyando su brazo trémulo sobre el vuestro, os dice: «Hijo mío, vamos a ver a mis ovejas que bailan bajo los sauces allá abajo, al borde del arroyo, y de pasada llevaremos una botella de buen vino al pobre viejo Juan Luis, el protestante.»
De este modo, sí, comprendo la confesión; pero a bordo, en medio de una tempestad, cuando únicamente a fuerza de brazos se puede escapar a una muerte inminente, cuando las olas se estrellan con furia contra la embarcación, cuando a cada momento se ve desaparecer una vela, cuando los palos se inclinan y crujen, cuando el oleaje se abate y muge sobre el puente, lo arrolla todo y arrastra hombres, vergas, botes… ¡oh! entonces la confesión es una práctica por lo menos fuera de uso y sin utilidad ninguna para virar en redondo o para largar una gavia.
Quedamos en que a bordo de las dos escampavías habían sido amarradas las barras del timón; las dos embarcaciones navegaban en las mismas aguas, y como nadie, absolutamente nadie, había quedado sobre el puente, la gracia de Dios cuidaba de ellas; y esto, en la práctica, resultaba bastante mal, porque la escampavía Urna de San José, a consecuencia del ángulo que su barra formaba con su quilla, se dejó ir violentamente sobre su compañera la Bendición de Nuestra Señora de los Siete Dolores y la abordó por la popa, y como la parte de detrás de un buque acostumbra ser menos resistente que la anterior, la Bendición de Nuestra Señora de los Siete Dolores recibió el bauprés de la Urna de San José, en la obra muerta, que se abrió y dio libre acceso a una vía de agua que echó a pique a la escampavía y a los sesenta confesados y confesores.
Ya veis que la confesión no vale nada en semejantes ocasiones.
Pero la escampavía no se hundió rápidamente.
La Urna de San José sintió, a la espantosa conmoción que experimentara, que algo extraordinario pasaba en su exterior, y fue enviado un grumete, que se disponía a confesar su sexagésimo tercero pecado, para que se enterase de lo ocurrido. Montó en el acto, arrastrándose por el puente, vio el bauprés enteramente destrozado, y a un tiro de fusil a la otra escampavía, con la popa hundida, elevar su proa, donde se habían refugiado los tripulantes que quedaban.
El capitán del buque que se hundía, puso sus dos manos ante su boca en forma de trompa, y por medio de esta bocina improvisada dijo no sabemos qué cosa al grumete que tuvo la atención de formar también con su mano una especie de trompeta acústica.
Pero desgraciadamente la Bendición de Nuestra Señora de los Siete Dolores estaba bajo el viento y el grumete no entendió ni una palabra; pero como le habían dicho que viese lo que ocurría, se acurrucó en un rincón y miró.
Algunos de los náufragos se arrojaron al mar; pero ¡por el ángel de San Pedro! había que nadar contra viento y marea para llegar a la escampavía, que no obstante no estaba lejos. Imposible. Se ahogaron, pues, los imprudentes, después de haber sido cegados por el remolino de las olas, que les azotaba y les ensangrentaba la cara.
El grumete veía todo esto a la luz de su farol, tratando de no perder ni una convulsión, ni un rechinar de dientes a fin de ser exacto en su relación, pero rogaba a Dios por ellos; ¡el pobre y digno muchacho!
Bien pronto, la proa de la escampavía se hundió también, y los que sobrevivieron a este desastre se subieron al palo de mesana, el único que había quedado en pie, y era cosa curiosa ver este palo, sobre el cual las cabezas de aquellos hombres estaban agrupadas, y que se me perdone la imagen como las cerezas sobre esos ligeros bastones que tanto placen a los niños.
Esta viga, cargada de hombres, no permaneció ni diez minutos fuera del agua; pero durante esos diez minutos ¡qué drama más terrible!..
Al final no quedaron más que dos sobre el palo, dos hermanos, según creo, gente piadosa y juiciosa; pero el instinto vital se sobrepuso a la fraternidad; cuando eran niños ¡oh! se amaban mucho. El más hermoso de los frutos era el que ellos se ofrecían, y cuando uno cometía una falta, su madre tenía que castigar a los dos, porque el uno no quería acusar al otro. Más tarde se enamoraron de la misma mujer, y la mataron para que no perteneciese a ninguno de los dos. Eran españoles, perdonadles. Por esta causa fueron condenados a cinco años de galeras; el mayor consiguió escaparse, pero no habiendo conseguido favorecer la evasión de su hermano, volvió a ingresar en presidio, por no querer abandonar a aquel ser querido.
En fin, dos valientes y leales camaradas, si los hay; pero, ¿qué queréis? enfrente de la muerte está permitido sentirse un poco egoísta.
El palo sobresalía aún unos seis pies del agua, y, para el que ocupaba la parte más elevada de él, era una altura comparable a las de las montañas más altas, porque en aquellos momentos decisivos, un minuto de existencia era un año… una pulgada de terreno, era una legua.
El hermano mayor, que, no obstante, ocupaba el sitio inferior, sintiendo la frescura del agua, que le oprimía como un círculo de hierro helado, hizo un violento esfuerzo, y se agarró a las rodillas del menor.
Este, que oprimía el palo con todas las fuerzas convulsivas de la agonía, intentó apoyar su pie sobre el pecho de su hermano para ahogarle… ¡Desesperación! ¡Imposible! Se apretaba las rodillas como un torno.
Y, cosa rara, aquellas dos cabezas, que tantas veces se habían alegremente sonreído y tiernamente besado, allí se seguían con ojos de odio, se mataban con la mirada.
En fin, el que ocupaba lo alto del palo, lo abandonó un instante.
El otro advirtió el movimiento, y se soltó también.
Es lo que el pequeño esperaba. Le arrojó los dos brazos alrededor del cuello, no suavemente como otras veces y diciéndole: «Buenos días, hermano», sino con frenesí. De modo que le estranguló oprimiéndole la garganta contra un tope de la mesana con un cabo de cuerda que flotaba. ¡Crimen inútil! sólo el pensamiento se extinguió en aquel cuerpo, porque los brazos del cadáver estrechaban siempre las rodillas del fratricida, hasta que desaparecieron los dos.
Cuando el grumete no vio nada más, se frotó los ojos, miró aún otra vez y bajó para contar lo que había presenciado, causando gran extrañeza, pero le dejaron con la palabra en la boca, con la promesa de que le dejarían acabar otra vez su relación, y el encargado del cuarto de babor, subió al puente por orden del capitán. El viento soplaba con un poco menos de violencia, pero la noche era clara; colocose un buen marinero en la barra del timón para evitar la deriva, y continuó la embarcación con rumbo al Oeste.
Hacía algún tiempo que se dejaban llevar en esta dirección, cuando el marinero de guardia gritó:
–¡Barco a estribor!
Se precipitaron todos a la luz de los faroles y pudieron ver a la tartana completamente desmantelada, ¡a la tartana que perseguían desde la víspera! ¡a la tartana causa primera de todos sus desastres!
– ¡Por fin! – aulló el capitán – , la Santa Virgen nos protege y Dios es justo. ¡Vas a pagar, maldito, la muerte de nuestros hermanos!
Y a pesar de la impetuosidad del viento, intentó sesgar.
VIII
LA «URNA DE SAN JOSÉ»
¿Por miedo?.. No, señor…
Calderón.
– ¡Santiago! ¡Santiago! – gritó el capitán de la Urna de San José– . ¡Santiago! haz que los artilleros ocupen sus piezas.
– Capitán… yo…
– ¡Cualquiera diría que tiemblas!..
– No, capitán, pero el levante ha alterado mis nervios…
– ¡Por Cristo! ¿Qué se diría si se viese al teniente del navío que yo mando temblar como una gaviota entre un temporal? Vamos, artilleros, a vuestras piezas; ¡y vosotros, rumbo hacia la tartana, que Satanás confunda! Cuando hayamos cambiado de disposición le largaremos una andanada. ¡Que Dios me ayude!.. el levante cede… ¡Ah! ¡por la Virgen! ¡será una hermosa fiesta para el pueblo de Cádiz verte entrar con hierros en las manos y en los pies, con tu tripulación de demonios, perro maldito! – decía el honrado Massareo mostrando el puño a la tartana desamparada, silenciosa y sombría, que se balanceaba al movimiento de las olas.
Sí, sí – continuó Massareo – , ¡por San José! ¡conozco tus astucias! te meneas menos que una boya para que me ponga a tu alcance… Entonces tú arrojarías, a mi pobre barco una andanada de azufre que nos haría arder lindamente… ¡o me jugarías alguna otra pasada diabólica! Pero Dios protege al viejo Massareo. Más de una vez ha escapado con los ricos galeones de Méjico a los garfios de esos malditos ingleses, que, no obstante, no tienen nada de tontos, ¡los herejes! – y se persignó.
Después, dirigiéndose, al timonel:
– No vayas contra el viento; orza, orza, torpe, y piensa en virar en redondo.
El levante disminuía sensiblemente, y se veía, por las nubes que avanzaban rápidamente desde el horizonte y por las oscilaciones de la brisa, que el viento cambiaba de dirección. Las estrellas aparecieron veladas, y la noche, de clara que era, se tornó sombría. La tartana estaba sumergida en la obscuridad; solamente un punto luminoso brillaba en su popa, en la dirección de la cámara; pero no se oía el más ligero ruido a bordo, ni se veía a nadie sobre el puente.
El capitán del guardacostas, habiendo efectuado dichosamente su cambio de amuras, se dejó ir sobre la tartana, hasta una distancia de medio tiro de pistola. Entonces llamó a su teniente Santiago, pero éste, creyendo que se trataba de mandar el fuego, había desaparecido con la rapidez del relámpago.
– ¡Santiago! – repitió.
– Señor capitán, está en el fondo de la cala; dice que le ha enviado usted para que vigile cómo sacan la pólvora.
– ¡El miserable! ¡Por Santiago! que le traigan muerto o vivo; y tú, Alvarez, dame mi bocina de combate.
Entonces el bravo Massareo volvió hacia el barco mudo el enorme orificio del instrumento y gritó:
– ¡Ah de la tartana!.. ¡ah!
Después bajó la bocina, se llevó la mano a la oreja para no perder ni una palabra, y escuchó atentamente.
Nada… Profundo silencio…
– ¿Eh? – dijo al primer contramaestre que estaba cerca de él.
– No he oído nada absolutamente, señor capitán, a no ser una especie de gemido; pero, ¡por el Cielo! no se fíe usted, vale más que les hable a cañonazos; ese lenguaje lo entenderán perfectamente, ¡por San Pedro!, porque nuestro valiente almirante Galledo, que Dios tenga bajo su brazo derecho – aquí se quitó su gorra – , nuestro valiente almirante decía siempre que ésta era la lengua universal, y que…
– ¡Paz, Alvarez, paz! cállese el viejo congrio. Me ha parecido ver moverse alguna cosa sobre el puente.
Y de nuevo, empuñando la inmensa bocina, gritó:
– ¡Ah de la tartana!.. ¡ah!.. enviad una embarcación, si no os echo a pique…
– Como perros malditos que sois – añadió Alvarez.
– ¡Te callarás! pueden haber hablado, y tu necia lengua que va tan de prisa como el gato de un cabrestante, me ha impedido oír nada – dijo el capitán con una volubilidad colérica, repitiendo por tercera vez – : ¡Ah de la tartana!.. responded o hago fuego.
Esta vez se distinguió un gemido prolongado que no tenía nada de humano, y que hizo estremecer al capitán Massareo.
– Capitán, si usted quiere creerme – dijo Alvarez, persignándose – , enviémosles una andanada y viremos en redondo; porque veo el fuego de San Telmo que revolotea en su popa, y ¡por la Virgen! no se está bien aquí.
– ¡Esto es demasiado! – exclamó Massareo – . ¡San Pablo, rogad por nosotros! ¡Vamos! ¡por la gracia de Dios! Artilleros, a vuestras piezas; armad vuestras baterías. Bien. Haced la señal de la cruz. Bien. Ahora ¡fuego!.. ¡fuego a estribor!..
La andanada partió, y el fogonazo, iluminando un instante la tartana, proyectó sobre las aguas un vivo reflejo de luz.
Después, cuando el humo blancuzco de la pólvora se hubo disipado, se vio al navío inmóvil, silencioso, con su punto luminoso a popa, obscurecido de cuando en cuando por una sombra que pasaba y repasaba en la cámara.
– ¿Y bien, Alvarez? – preguntó Massareo que no comprendía la obstinación del barco cañoneado.
– Señor, todas las balas le han caído encima y el maldito no se menea. Y sin embargo, hay gente a bordo, lo juraría por mi rosario.
– El caso es espinoso – dijo Massareo con inquietud – ; voy a hacer correr una bordada, mientras que yo, tú, Pérez y ese poltrón de Santiago, cuyo consejo es sin embargo muy provechoso, nos reunimos para deliberar acerca de lo que hay que hacer.
Viraron en redondo dirigiéndose hacia el Este; se envió a buscar a Santiago, se reunieron los cuatro miembros de la asamblea, y comenzó la discusión.
Ningún plan había sido adoptado, cuando el prudente Santiago exclamó:
– Con la protección de la Virgen, he aquí lo que yo haría; armaría una chalupa, me aproximaría a la tartana maldita y entraría al abordaje… ¡Eh, compadres! ¿qué les parece?
A los compadres también se les había ocurrido este medio, el único que razonablemente podía emplearse, pero se habían guardado muy mucho de decir esta boca es mía, porque sabían que el que propusiera esta medida sería naturalmente encargado de ejecutarla. La inconcebible temeridad de Santiago les sacó de su embarazo y no tuvieron más que una voz para alabar y felicitar al autor de aquel admirable plan de campaña, que vio, pero demasiado tarde, en qué peligrosa situación se había colocado.
– El Cielo le ha inspirado, Santiago, dele las gracias – dijo el capitán.
– ¡Hermano Santiago, qué dichoso eres! – exclamó Alvarez golpeándole amistosamente la espalda – . ¡Por Cristo! es una hermosa ocasión para ascender a oficial. ¡No estar yo en tu lugar! ¡Cuánta gloria vas a recoger ejecutando tu audaz proyecto! ¡¡¡Abordar al maldito!!! Venderán tu retrato por las calles de Cádiz y te sacarán canciones. ¡Dichoso mortal!
Y se precipitó por la escalera que conducía a la cala silbando un motete.
– ¡Pero – exclamó el desgraciado Santiago, trémulo y aturdido – , yo no he dicho que…!
– Usted tendrá más probabilidades para abordar al maldito atacándole por estribor, hijo mío – le dijo gravemente el artillero Pérez – ; por babor trae desgracia, y he aquí probablemente lo que la pasará: Se acerca usted a cierta distancia… tiran contra usted… Perfectamente, compadre… Se aproxima aún más… y desde lo alto de las vergas le tiran un puñado de balas que caen sobre su chalupa… Muy bien, compadre. Entonces, con la agilidad que usted debe poseer, usted y su gente, tratan de aferrarse a los portaobenques, a las escalas y a todo lo que esté a su alcance… Perfectamente, compadre. Pero he aquí que ¡por todos los santos del paraíso! mientras que estáis agarrados a la borda, se abre de pronto una escotilla y os encontráis frente a la nariz con una docena de anchos esmeriles cargados hasta la boca de balas, clavos y lingotes que, como usted puede suponer, hacen un fuego del infierno y matan por lo menos a las tres cuartas partes de sus hombres. Entonces los que quedan, si es que queda alguno, se lanzan ágilmente al abordaje como gatos salvajes, el puñal entre los dientes y la pistola en la mano; viene una lucha cuerpo a cuerpo, se mata, se muere… pero siempre se recoge gloria y… esto es todo. ¡Por los dolores de Nuestra Señora, que no esté yo en su lugar! ¡oh! sí, ¡que no esté yo en su lugar, hijo mío! – repitió lanzando un ardiente suspiro, pero desapareciendo velozmente en el sollado.
– ¡Pero, Santa Virgen! – exclamó Santiago que había estado a punto de interrumpir veinte veces al artillero Pérez – , pero ¡por la corona de espinas de Jesucristo! si yo he dado ese consejo, no ha sido para ejecutarlo yo mismo, y puesto que envidian mi lugar…
– No, Santiago – repuso el bravo Massareo – , eso sería una injusticia; esa misión le pertenece de derecho, y usted la tendrá, Santiago, usted la tendrá. Sería llevar la delicadeza demasiado lejos.
– Usted ha sembrado, justo es que recoja – dijo otro.
– Sin duda, hace falta mucho valor, sangre fría, agilidad y sobre todo mucha suerte para llevar a cabo una empresa tan peligrosa; pero con la ayuda de Dios y de su patrón, Santiago, usted saldrá de ella con honor, o bien morirá con la muerte de los valientes, lo que no es dable a todo el mundo. Vamos, hijo mío, cumpla bien, que Dios y su jefe tienen la vista fija en usted – dijo el capitán.
– ¡Pero, por todos los santos de la capilla de la catedral de Cádiz! – exclamó Santiago pálido de cólera y de temor – , yo quiero al instante…
– No puedo por menos que alabar semejante prisa, Santiago. Voy, pues, a dar las órdenes oportunas para hacer armar la chalupa. Nada le faltará: puñales, hachas, picas de abordaje, esmeriles, balas, cartuchos de metralla. Esté tranquilo, hijo mío, que yo velo con la solicitud de un padre… Vamos, vamos, modere ese ardor, y, como un verdadero español, piense en Dios, en su rey y en su dama, si es que usted la tiene. Piense, pues, cuál será su alegría, cuando le vea volver moribundo, cubierto de heridas y seguido de la multitud que gritará: «¡Es él, es el vencedor del gitano! ¡es el valeroso Santiago!» ¡Ah! hijo mío; si mi cargo no me obligase a permanecer a bordo… ¡muerte de mi vida! no tendría usted esa misión. ¡No, por Santiago! yo se la habría disputado.
Y tomaba el mismo camino que los demás miembros del consejo, cuando Santiago le retuvo por el brazo gritando:
– No, capitán, no; preferiría mejor no descubrirme en la iglesia, no arrodillarme ante el Santo Sacramento, faltar a mi rosario, que ir a bordo de ese condenado barco, de ese barco donde Satanás tiene su corte; y además – continuó con tranquilidad, muy convencido de haber encontrado un argumento sin réplica – , además, mi religión me prohíbe el contacto de los excomulgados y de los apóstatas.