Kitabı oku: «Humanos, sencillamente humanos», sayfa 2
La «singularidad tecnológica» quiere reflejar lo más singular, lo más nuevo, lo más decisivo del transhumanismo. Los nombres más asociados con este tema de la singularidad tecnológica son J. von Neumann, R. Kurzweil, I. J. Good, V. Vigne... Designan singularidad tecnológica a ese momento del desarrollo científico-técnico en el cual tendrá lugar una especie de «explosión de la inteligencia». La combinación de progreso científico y desarrollo tecnológico permitirá crear una inteligencia sobrehumana, mucho más poderosa que la inteligencia humana, una superinteligencia capaz de automejora sin intervención humana. La singularidad supondrá el advenimiento de máquinas inteligentes, autónomas, autoconscientes, capaces de reproducirse a sí mismas. Al hablar de la singularidad en este sentido es casi obligado relacionarla con el trascendental fenómeno de la «inteligencia artificial».
Los transhumanistas hablan de esa explosión de la inteligencia en los siguientes términos: «Un intelecto superinteligente (una superinteligencia, a veces llamada ultra-inteligencia) tiene la capacidad de superar radicalmente a los mejores cerebros humanos en prácticamente todos los campos, incluida la creatividad científica, la sabiduría general y las habilidades sociales» (The Transhumanist FAQ). Naturalmente, una superinteligencia de estas características revolucionaría las actuales cosmovisiones antropocéntricas. Esta superinteligencia «podría lograrse mediante la carga y la mejora posterior o mediante el aumento gradual de nuestros cerebros biológicos, mediante futuros nootrópicos (fármacos de mejora cognitiva), técnicas cognitivas, herramientas informáticas (por ejemplo, computadoras portátiles, agentes inteligentes, sistemas de filtración de información, soſtware de visualización...), interfaces de computadora neuronal o implantes cerebrales» (The Transhumanist FAQ).
El momento de tal «singularidad» puede suceder cuando el hombre actual se dé por satisfecho de sus conquistas o incluso llegue a avergonzarse de no estar a la altura de sus productos, de ser inferior a los aparatos que produce. Es lo que se ha llamado la «vergüenza prometeica». Será el momento en el cual la máquina llegará a ser preferida al ser humano. Entonces habrá llegado «la hipertrofia de la técnica» que Ortega y Gasset denunciaba ya en 1933.
Desde este momento los seres humanos podrían perder definitivamente el control del futuro. Ya la dirección de la evolución se les escapará de sus manos. Quedará fuera del control humano. Máquinas y robots dispondrán de una total autonomía y serán capaces de tomar sus propias decisiones y de automejorarse y autorrectificarse. Naturalmente, la singularidad tecnológica tendrá repercusión inmediata en la singularidad social: producirá cambios radicales en la sociedad gracias al aporte de los nuevos cambios tecnológicos.
La confianza y la seguridad de la plena realización de esta singularidad tecnológica se basa, para la mayoría de los autores, en el crecimiento exponencial de la tecnología informática sugerido por la Ley de Moore. Esta ley establece que el número de transistores en un microprocesador se duplica cada dos años: es decir, la capacidad de la computación progresa de forma exponencial. Este crecimiento exponencial señala la dirección y la velocidad del proceso hacia la singularidad.
La «singularidad tecnológica» ha adquirido tal importancia entre algunos autores que ha dado nombre a una Universidad. En el año 2008 se creó en California la «Universidad de la Singularidad», con el patrocinio de Google y de la NASA. Los más entusiastas de esta teoría pronostican que esta singularidad tendrá lugar gradualmente. Pero algunos, como Ray Kurzweil, pronostican su pleno advenimiento entorno al año 2045.
Naturalmente, no todo es optimismo sobre la propuesta de la «singularidad tecnológica». La teoría es ampliamente debatida entre los científicos. Las cuestiones más discutidas giran en torno a dos asuntos. En primer lugar, la viabilidad de los progresos científicos y los desarrollos tecnológicos que auguran sus defensores. Ya hay experiencia de algunos programas de investigación que se las prometían muy felices y, sin embargo, se han suspendido, por inviables o por inconvenientes. En segundo lugar, está el debate sobre las posibles consecuencias de esa singularidad tecnológica para la humanidad. En caso de que sea viable, ¿será conveniente éticamente? ¿Supondrá una verdadera mejora humana?
Según los defensores de la teoría de la singularidad, el desarrollo de la ciencia y de la tecnología será tan veloz en un cierto momento que resultará imposible a la mente humana seguir su ritmo. Esto se convertiría en un verdadero problema psicológico para la humanidad. La velocidad es un rasgo esencial de la singularidad. Como consecuencia de esta singularidad tecnológica, aparece otra diferencia substancial entre la evolución natural y el progreso pronosticado por el transhumanismo. Es la diferencia en el ritmo de ambos procesos.
Ch. Darwin definió la evolución como un proceso de «pasos lentos, cortos y seguros» (Ch. Darwin, On the Origin of Species by Means of Natural Selection, Londres 1859, p. 158). Cuando los científicos hablan de la evolución siempre nos hablan de millones y millones de años, hasta el punto de que a la mayoría de las personas nos resulta imposible imaginarnos esos períodos de tiempo tan largos. Por el contrario, el progreso científico-técnico pronosticado por el transhumanismo se caracteriza por la rapidez, la velocidad y, por consiguiente, una cierta inseguridad.
A la mayoría de las personas hoy nos resulta prácticamente imposible seguir el ritmo de los descubrimientos científicos y de los desarrollos tecnológicos. A pesar de todos los medios de los que disponemos, no somos capaces de mantenernos al día en la información. Pero lo más grave de la situación no se refiere a la información, sino a la asimilación. La velocidad del desarrollo científico y técnico es tal que nos resulta imposible asimilar psicológicamente las posibles consecuencias del mismo. Mi padre, hombre de cultura absolutamente rural, lo solía decir de forma muy directa contemplando algunos programas de la televisión: «Nos vamos a volver locos con tantas máquinas».
En este sentido el transhumanismo toma notable distancia de las teorías de la evolución. La evolución natural y el progreso científico-técnico se desenvuelven a muy distintas velocidades. Es como comparar la velocidad de las viejas carretas de bueyes con la velocidad de los aviones de última generación. Y quizá se trata de una comparación demasiado suave.
El progreso científico-técnico es probablemente el factor más decisivo para esa cultura que hoy se denomina «cultura de la aceleración». La aceleración que fue siempre definida como un fenómeno físico es considerada hoy como un fenómeno cultural. Vivimos una cultura de la aceleración. La era digital es en buena parte responsable de esta aceleración que caracteriza nuestro vivir o nuestro sinvivir. Es un fenómeno paradójico. Las nuevas tecnologías parecen pensadas y diseñadas para facilitarnos la vida ahorrándonos tiempo y esfuerzo. Sin embargo, han terminado por robarnos nuestro tiempo y, como consecuencia, conducen nuestra vida cada vez a una mayor aceleración, sobre todo a una mayor aceleración psicológica. No tenemos tiempo ni sosiego, porque hay que estar pendientes del mensaje que nos llega y para el que se espera una respuesta inmediata.
Vivimos en la cultura de la aceleración. Hoy todo tiene que ser rápido y al momento: la comida, el trabajo y hasta el descanso. Se trata de una aceleración tal que desborda el ritmo normal y la capacidad promedio de la psicología humana y de la ética disponible. Sin asimilarlo, nos vamos acostumbrando de forma inconsciente a un ritmo de vida acelerado. En un Congreso de Pastores se programó un desayuno lento para que los asistentes se ejercitaran en la comida lenta (slowfood), para que aprendieran a controlar ese ritmo acelerado que se refleja en las comidas rápidas (fastfood). El desayuno duró dos horas más o menos. Para la mayoría de las personas fue un ejercicio difícil de soportar, porque lo consideraban una pérdida de tiempo o, más probablemente, porque no soportaban psicológicamente un ejercicio de sosiego. La cultura de la aceleración está configurando nuestras vidas, con todas las consecuencias negativas que arrastra consigo la aceleración en la vida de las personas: desde el estrés hasta el atolondramiento, pasando por todos los errores que suelen ser producto de la precipitación.
La ciencia y la técnica son actividades punteras en esta cultura de la aceleración. El progreso científico-técnico ha adquirido tal velocidad que no da tiempo suficiente para pensar, para discernir, para decidir. Si esto es ya un problema a nivel de las vidas individuales, lo es mucho más a nivel de la sociedad en general. Porque están en juego la orientación y el futuro de la humanidad e incluso el futuro de nuestro planeta Tierra. Esa orientación y ese futuro necesitan de científicos y técnicos, de economistas y políticos, de líderes en cualquier área de la vida social para pensar y discernir con sosiego y sensatez, para decidir responsablemente. La velocidad y la aceleración son el gran enemigo del discernimiento y de las decisiones sensatas y responsables.
Hoy corremos el riesgo de que, debido a la velocidad y la aceleración, el progreso científico-técnico se nos escape de las manos. Ya no parece estar bajo nuestro control. La revolución tecnológica avanza más deprisa que los procesos políticos. Por eso los líderes políticos van perdiendo el control sobre los adelantos científicos y técnicos. El desarrollo se está volviendo autónomo y sin freno posible. Crece la sensación de que no podemos tirar del freno porque no sabemos dónde está y porque el parón haría colapsar la economía y la misma vida social. Sucede con el progreso científico-técnico lo que ocurre con la velocidad del coche cuando ha superado nuestra capacidad de control. Esta situación es nueva en la humanidad y no sabemos bien cómo enfrentarla. El control es totalmente necesario para que cualquier adelanto científico-técnico sea un camino hacia la mejora de la humanidad y no hacia su extinción. De este riesgo son conscientes incluso muchos partidarios del transhumanismo. Por eso alguien ha llegado a afirmar en un tono un tanto apocalíptico: Delante de nosotros está la omnipotencia y bajo nuestros pies está el abismo. Necesitamos la sabiduría capaz de juzgar y decidir qué se debe hacer con el saber.
Por otra parte, el transhumanismo no solo se considera distante de la evolución natural en la búsqueda de una mejora de la humanidad. También se considera distante del que ha sido el camino más frecuentado y recorrido en la búsqueda de la mejora de las personas y de la humanidad: la educación. La educación ha sido, sin género de duda, el camino que la mayoría de las personas y de los pueblos han escogido para su mejora. Este camino de mejora humana ha tenido algunas características muy especiales y muy distintas de las que propone el camino transhumanista.
En primer lugar, hasta épocas muy recientes la educación se ha llevado a cabo en la mayoría de los pueblos con escasas herramientas. Basta recordar el aspecto de un aula, incluso universitaria, hace solo algunas décadas. Unos pupitres, unas sillas, un pizarrón, un poco de tiza y algunos libros, cuadernos y mapas. Solo los laboratorios de física, química y ciencias naturales estaban un poco más equipados. Casi todo el proceso educativo se realizaba mediante la palabra del maestro o profesor y, en menor medida, mediante la palabra del alumno. La educación tenía lugar mediante el recurso a la palabra hablada o escrita, pero siempre mediante la palabra. Con la palabra se transmitían conocimientos, valores, sentimientos. Dependiendo de la respuesta del educando al mensaje transmitido por la palabra, la educación podía recurrir también al premio o al castigo. Pero la gran herramienta para buscar la mejora de las personas a través de la educación era siempre la palabra.
El transhumanismo se distancia notablemente de la educación clásica en la búsqueda de la mejora de la humanidad. También procura esta mejora buscando un mayor conocimiento, sobre todo un conocimiento práctico y aplicado. Pero ya no es la palabra la que manda en la adquisición y transmisión del conocimiento. Es sobre todo el experimento en el laboratorio lo que hace progresar el conocimiento. En definitiva, es este conocimiento experimental el que interesa al transhumanismo y el que da lugar al progreso científicotécnico. En cierto sentido se puede afirmar que las ciencias están pasando de la mera teoría que indagaba la verdad de la naturaleza, a la práctica que ejercita el poder para transformar la naturaleza. El transhumanismo supone el tránsito del Homo Sapiens al Homo Technicus.
Si en otro tiempo la técnica era sencillamente una aplicación de conocimientos científicos previamente adquiridos, en este momento la tecnología es un factor imprescindible para el progreso del conocimiento científico. Ciencia y tecnología se han asociado para caminar casi a la par. Por eso se habla ya de la tecnociencia, esa especie de simbiosis entre la ciencia y la técnica. La ciencia necesita cada vez más de la tecnología y viceversa. Ambas caminan juntas en el éxito y en el fracaso. Pero ambas buscan la mejora de la humanidad con herramientas muy distintas de la simple palabra. Aquí radica una gran diferencia entre la tradicional educación y el moderno progreso científico-tecnológico.
Pero quizá la gran distancia entre el moderno transhumanismo y la educación tradicional radica en otro asunto de consecuencias mayores.
La educación clásica apuntaba al alma o a la mente en su intento de procurar la mejora de las personas y de la humanidad. Llámese alma, espíritu o mente, lo cierto es que la educación clásica apuntaba a la interioridad de la persona para configurarla y mejorarla. Es cierto que nunca la educación abandonó el cuidado del cuerpo y de la salud. En general, nunca faltó «la educación física». Se tenía muy en cuenta aquel ideal de salud integral que se formuló en latín: «mens sana in corpore sano» (una mente sana en un cuerpo sano). Pero la educación apuntaba al alma, al espíritu, a la mente de las personas, a la interioridad del sujeto. Educar significaba sobre todo proporcionar conocimientos para facilitar a las personas una correcta visión de la realidad. Un buen conocimiento permitiría a las personas situarse correctamente en el tiempo y en el espacio, en la realidad. Para la educación tradicional la mejora humana suponía sobre todo descubrir el sentido de las cosas, del mundo, de la vida, de los acontecimientos, de la historia.
Esta era una forma de mejorar la propia vida. Educar significaba también transmitir valores para moldear los sentimientos, los afectos, el ánimo de las personas y así garantizar su salud psíquica, el bienestar personal, la convivencia saludable. La educación tenía como objetivo irrenunciable procurar una vida virtuosa, «la vida buena» de la que hablaban ya los filósofos griegos. Educar significaba ayudar a comprender que esta «vida buena o virtuosa» es mucho más que la «buena vida». A esto se dedicaba la educación: a moldear el alma, el espíritu, la mente de las personas, de las distintas generaciones, de los pueblos... Para esa educación no había especiales implantes ni chips. Solo servía el implante de la palabra, de los buenos sentimientos, del ejemplo de aquellas personas que se convertían en modelos y referentes. La intervención en el cuerpo no iba más allá de lo que se llamaba gimnasia o ejercicio físico.
Por el contrario, el transhumanismo pretende una mejora de la humanidad tomando como base la intervención directa en el cuerpo. En el transhumanismo se privilegia el aspecto biológico sobre el aspecto cultural. La biotecnología constituye el más destacado punto de inflexión en el intento de mejora humana. En cierto sentido el cuerpo es el supuesto irrenunciable del proyecto transhumanista. Las carencias y los límites del ser humano tienen su raíz en el cuerpo, la mayor parte a causa de la herencia genética. Por eso las mejoras humanas propuestas por el transhumanismo están en su mayoría relacionadas con el sustrato corporal.
Julian Huxley utilizó ya el término «transhumanismo» a finales de los años 50 del siglo pasado, preconizando el advenimiento de un nuevo ser humano tras la posguerra. Quizá en aquel momento se pensaba preferentemente en mejoras culturales. Pero pronto el término se aplicó a mejoras del ser humano mediante nuevas tecnologías que permitirían a los seres humanos verse libres de su endémica precariedad. Pronto se fue imponiendo el lema: «La especie humana puede trascenderse a sí misma». Con este propósito fueron apareciendo nuevos avances en ingeniería genética, en neurotecnología, en nanotecnología, en criogenia... Todas estas tecnologías han dado lugar a que se hable de «antropotecnias».
Las intervenciones en el organismo humano ya no se limitan a unos trasplantes realizados para mejorar el funcionamiento del organismo biológico e incluso para garantizar la supervivencia. Los trasplantes de corazón, de riñón, de hígado... las prótesis dentales o de cadera o de brazos y de piernas... ya se realizaban antes de que se comenzara a hablar del transhumanismo. Ciertamente en los últimos tiempos trasplantes y prótesis han progresado también exponencialmente. Pero lo más característico del transhumanismo es la propuesta de unas intervenciones tecnológicas en el cuerpo humano que afecten de forma definitiva –utilizando vocabulario clásico«al alma, al espíritu, a la mente». Se trata de intervenciones sobre el organismo que aspiran a «ampliar sus capacidades mentales y físicas y a mejorar el control sobre sus propias vidas... más allá de nuestras actuales limitaciones biológicas», como lo expresa el Manifiesto transhumanista.
El transhumanismo se propone mejorar y trascender las actuales facultades humanas mediante intervenciones tecnológicas sobre el sustrato de las facultades humanas, que es el organismo biológico. Aquí han adquirido una importancia singular las ciencias neurológicas. El transhumanismo supone en cierto sentido una concepción neurologista y funcionalista del ser humano, al que se le reduce prácticamente a conexiones neuronales. El organismo humano es una especie de máquina que puede ser reparada y potenciada por medio de la ciencia y de la técnica. En ese organismo el cerebro es la pieza central. De ahí la importancia trascendental de las ciencias neurológicas. La mayoría de los transhumanistas desconocen la diferencia entre el cerebro y la mente o, más bien, ignoran lo que el pensamiento clásico y moderno ha llamado la mente.
El transhumanismo procura profundizar en el conocimiento del cerebro humano como base para dichas mejoras. Mediante la intervención en las conexiones neuronales las nuevas tecnologías pretenden mejorar y elevar las capacidades físicas y mentales. Pese a que la mayoría de los transhumanistas se declaran materialistas no creyentes, consideran que la neurociencia será capaz incluso de gestionar la dimensión espiritual de las personas. Permitirá incluso el control de los estados alterados de conciencia y la gestión de una nueva espiritualidad para la humanidad. Olvidan con frecuencia que la mente humana es más que cerebro o conexiones neuronales. En la mente humana confluyen infinidad de factores: razones, intenciones, creencias, experiencias, historia personal... La psicología abarca un campo mucho más amplio que el que puede abarcar la neurología, aunque no se debe olvidar, por supuesto, la base neurológica.
Lo que ya están realizando los fármacos con respecto a la capacidad física, especialmente entre los deportistas, se podrá conseguir también a nivel psíquico mediante intervenciones tecnológicas. El transhumanismo pronostica intervenciones tecnológicas para mejorar y elevar las capacidades de conocimiento y de memoria. La terminal de esta carrera será una «inteligencia artificial» –una inteligencia posthumana– que supere la inteligencia humana. Será la máquina capaz de vencer al ser humano. El triunfo de la supercomputadora de IBM llamada Deep Blue sobre el gran campeón de ajedrez Garry Kaspárov supuso un serio aviso. A medida que se vayan consiguiendo esos estadios, el transhumanismo estará dando paso al posthumanismo.
La farmacología será un factor importante para la consecución de los objetivos transhumanistas. Potentes fármacos se han venido usando ya, sobre todo en el campo del deporte, para mejorar el desempeño físico de las personas. Pero también la psicología y la psiquiatría han recurrido cada vez más a los fármacos para la terapia y la mejora de la psique y de los estados de ánimo de las personas. Por este camino el transhumanismo promete garantizar a las personas una felicidad cada vez más plena, pues la ciencia y la tecnología estarán en condiciones de moldear la psicología humana hasta el punto de eliminar «toda psicología indeseable y el sufrimiento», en expresión del Manifiesto transhumanista.
Hoy existen fármacos muy potentes capaces de provocar cambios profundos en la psicología humana. Se trata sobre todo de drogas utilizadas para proporcionar a las personas estados anímicos de felicidad y satisfacción personal. Cuadran bien con una cultura en la que prevalece la aspiración a «sentirse bien». Lo importante son las sensaciones placenteras, confortables. Se ha llegado a hablar del nuevo «sentimentalismo químico». Se consideran fármacos legítimos y convenientes en la medida que contribuyen a facilitar estas sensaciones placenteras. Porque lo que importa es sentirse bien. Importa menos la bondad o la maldad intrínseca de las vivencias, de las acciones. Las emociones y los estados de bienestar cuentan más que los grandes valores de la bondad, la verdad y la belleza. Pero suele suceder que muchos fármacos disuelven los problemas de la existencia humana; no los resuelven. Aquí late una versión muy rebajada de la ética utilitarista. Stuart Mill tenía una idea mucho más exigente de la felicidad humana.
El transhumanismo no solo promete eliminar el envejecimiento y garantizar una supervida e incluso una inmortalidad terrena. También promete garantizar calidad de esa vida tan prolongada. Gracias al desarrollo científico y tecnológico promete prácticamente asegurar la felicidad total eliminando todos los recuerdos negativos y dolorosos. Resulta paradójico ese doble intento: por una parte, ampliar la memoria; por otra, eliminar los recuerdos dolorosos. ¿Cómo conseguirá discernir y separar los recuerdos positivos y negativos? Mediante fármacos asegura también controlar todos los sentimientos, pasiones y emociones que pueden perturbar el bienestar psicológico de las personas: la ira, la rabia, el pesimismo, la desesperanza, la nostalgia, la tristeza, la depresión...
Esta es la mejora que, según los humanistas, conducirá a la felicidad plena. A esto lo llama el Manifiesto transhumanista «rediseñar la condición humana». Estos objetivos recuerdan la famosa novela de Aldous Huxley, Un mundo feliz. Allí se describe un mundo en el que la felicidad se consigue mediante un fármaco llamado «soma». Que el fármaco se llame «soma» (cuerpo) es un dato significativo. Aldous Huxley, por cierto, era hermano de Julian Huxley, uno de los precursores y representantes del transhumanismo. Aquí está en juego un interrogante trascendental para la persona humana: ¿En qué consiste la verdadera y duradera felicidad?
Tenemos pues enfrentadas dos formas de procurar la mejora de la humanidad: mediante la educación y mediante el progreso científico-técnico, mediante la modulación del alma humana y mediante la intervención en el cuerpo (soma). Queda pendiente una meditación sobre la gran pregunta: ¿Qué camino es más directo y más eficaz para llegar al núcleo de la identidad de la persona? ¿Cuál ofrece una felicidad más certera y auténtica? Para llegar a la raíz de la identidad humana, al hondón de la conciencia, a la fuente de los sentimientos y las emociones, a la raíz de las pasiones y las virtudes, ¿basta la educación o hay que acudir a la tecnología?, ¿es suficiente la tecnología o se necesita la educación de las personas?
El transhumanismo marca otro punto de inflexión en el intento de mejora de la humanidad. Este punto consiste en el enorme poderío de la ciencia y la tecnología. La aceleración y el poderío son los dos rasgos más destacados del progreso científico-tecnológico. Cada nuevo descubrimiento en la historia de la humanidad significó un paso hacia delante en la búsqueda de la mejora humana. Cada nueva herramienta o nueva técnica descubierta supuso también un avance en la mejora de la humanidad. Ahorró trabajo humano o hizo más eficaz el esfuerzo de las personas. Pero nunca se consiguieron descubrimientos tan trascendentales como los descubrimientos científicos que están teniendo lugar en este momento. Basta pensar en la nanotecnología, la ingeniería genética, la informática... Nunca tuvieron lugar tecnologías tan poderosas como las que se están desarrollando en este momento en todos los ámbitos de la vida.
Pero la aceleración y el poderío del progreso científicotécnico plantean nuevos problemas a la humanidad.
La aceleración del progreso desborda nuestra capacidad psicológica, nuestro ritmo personal. A sus 95 años contemplaba mi padre una máquina escalando la montaña más alta de su pueblo, a la que no llegaban carreteras de asfalto ni caminos de tierra. Se trata de una pendiente que él había escalado muchas veces con sudor y fatiga. Este fue su comentario: «Este mundo se está volviendo loco, no hay quien lo entienda». El cambio ciertamente en las últimas décadas ha sido tan radical que a las personas no les resulta fácil asimilar tantas transformaciones, tan profundas y tan aceleradas.
Por su parte, el poderío de las nuevas tecnologías no conoce precedentes en la historia. Es como si encontrara a la humanidad sin preparación ni recursos para controlar tanto poderío. El progreso científico y el poderío tecnológico parecen haberse vuelto autónomos o haber escapado al control humano. Científicos y técnicos se consideran sujetos del desarrollo, pero ya no están seguros de mantener el control sobre las consecuencias de sus inventos y sus experimentos. Se escucha con frecuencia este lamento: «No tenemos ética para tanta técnica». Es como si en una competición a toda velocidad la ciencia y la técnica hubieran adelantado a la ética. De esta forma la ciencia y la técnica se quedan sin dirección. Y la ética se queda sin capacidad de orientar y dirigir la historia humana.
La innata tendencia de la ciencia y la técnica hacia la desmesura hace más necesaria la ética en nuestro tiempo. Y ya no basta la mera ética personal; es necesaria la ética política y ecológica. Para potenciar esta ética es importante tomar en cuenta el terror creciente que invade a la humanidad y promover la cultura de la austeridad y la moderación. H. Jonas advierte que la renuncia a la libertad absoluta se hará necesaria en proporción al crecimiento del poder científico y tecnológico. Científicos y técnicos han de ser los primeros en el ejercicio de la autocensura en nombre de la responsabilidad.
En semejante situación las propuestas del transhumanismo plantean serias preguntas sobre el futuro de la humanidad e invitan a una seria meditación sobre el sentido y las consecuencias del actual progreso científico y del desarrollo tecnológico. Tales preguntas y tal meditación deben prestar especial atención a las cuestiones éticas. Es preciso recuperar unos valores y unos criterios éticos suficientes para orientar y mantener bajo control el acelerado y poderoso progreso científico-tecnológico.
Ante este fenómeno del desarrollo científico-técnico, en muchos científicos y técnicos e incluso en algunos representantes destacados del transhumanismo va apareciendo la preocupación por responder a tres preguntas fundamentales. En primer lugar, si todos los avances científico-técnicos que pronostica el transhumanismo a corto y medio plazo son viables. Algunos ya han dejado de pertenecer a la ciencia ficción, pero otros quizá aún pertenezcan al mundo de la ficción. Está en juego el importante asunto de la verdad. En el campo de la ciencia y de la técnica es exigencia ética no ocultar la verdad, no engañar al público. En segundo lugar, es importante plantearse la cuestión ética sobre su licitud, si verdaderamente son lícitos y justificados los proyectos científico-técnicos que ya son posibles. Están en juego valores tan importantes como la justicia, la libertad, la dignidad humana y los derechos humanos. En tercer lugar, es decisivo para científicos y técnicos adelantarse a las consecuencias de sus inventos y sus prácticas preguntándose si son verdaderamente convenientes para la mejora de la humanidad. Está en juego la sabiduría humana y en algunos casos hasta la misma supervivencia de la humanidad.
Son tres preguntas fundamentales para meditar sobre las propuestas transhumanistas: si son viables, si son lícitas y si son convenientes. No todo lo propuesto es viable. No todo lo viable es éticamente lícito, incluso aunque sea legítimo. Y no todo lo que es lícito es conveniente. Lo decía san Pablo en sus cartas ya en el siglo primero: «Todo es lícito, mas no todo es conveniente. Todo es lícito, mas no todo edifica» (1Cor 10,23). Lo subrayó con fuerza Erich Fromm en su libro La revolución de la esperanza. Hacia una tecnología humanizada, en pleno siglo XX, cuando aún no se hablaba de transhumanismo.
Es quizá este último punto el que resulta más difícil de asimilar a algunos científicos y técnicos. La curiosidad en el campo de la investigación y de la experimentación es una tentación demasiado grande para ellos. La carrera del progreso científico y técnico empuja cada vez con más fuerza hacia delante. Una vez iniciada la carrera, es muy complicado echar el freno. A la curiosidad cuasi connatural del ser humano se añade la competición. Nadie quiere quedarse atrás. Todo el mundo pretende hoy ser puntero en ciencia y tecnología. Por aquello que desde Bacon se repite sin cesar: «El conocimiento es poder». Y nadie quiere quedarse atrás en el poder. El hombre moderno renuncia con frecuencia al sentido con tal de conquistar el poder.