Kitabı oku: «Humanos, sencillamente humanos», sayfa 4
La presión ejercida hoy por la política y la economía sobre científicos y técnicos es enorme. La necesidad de ser punteros en ciencia y tecnología se antepone a las consideraciones éticas. Por consiguiente, en cierto sentido el problema ético está más de la parte de los líderes políticos y económicos que de la parte de los científicos y los técnicos. Esto no dispensa a científicos y técnicos de toda su responsabilidad.
Un ejemplo bastante claro de esa competencia lo tenemos en el ámbito de la salud. Una cosa tan sagrada como la salud de las personas se ha convertido para algunos en un inmenso mercado. La investigación biomédica es una poderosa herramienta comercial. Los intereses económicos pueden pervertir los valores más sagrados de cualquier profesión, aunque sea a costa del bienestar de los individuos y de los pueblos. En el ámbito de la farmacología y de las tecnologías sanitarias se han dado casos verdaderamente escandalosos. Están a veces de por medio gigantes tecnológicos y económicos como los llamados GAFA (Google, Amazon, Facebook, Apple), Microsoſt , Twitter... En este momento de la pandemia a causa del coronavirus se puede constatar un enorme movimiento inspirado por intereses económicos.
En segundo lugar, está la tentación de ignorar las consecuencias de los propios descubrimientos. Llevado de la insaciable curiosidad, del ansia de atravesar la siguiente frontera, de la necesidad compulsiva de progresar un paso más, de la necesidad de adelantarse al vecino, el científico puede olvidarse de calcular las consecuencias de sus descubrimientos. Aquí se juntan dos hechos contrastantes.
Por una parte, está la enorme dificultad para conocer todas las consecuencias de un nuevo descubrimiento y todos los posibles usos que se puedan hacer del mismo. ¿Quién puede adivinar el uso futuro que se puede hacer de los nuevos descubrimientos científicos y de las nuevas posibilidades tecnológicas? Si ya es difícil prever las consecuencias de cualquier acción humana elemental, ¿cuánto más difícil es prever las consecuencias de los nuevos descubrimientos científicos y tecnológicos? Alguien ha dicho que, si debiéramos estar seguros de las consecuencias de nuestras acciones, el mundo entero se paralizaría. Tiene toda la razón. Pero, al menos, es cuestión de responsabilidad ética prever el mayor número de consecuencias y sobre todo las consecuencias más trascendentales para la vida propia y ajena.
No es ninguna novedad afirmar la ambigüedad del progreso. Ya lo avisaba la figura de Glauco, el pescador de Beozia, al que alude Dante en la Divina Comedia. «Una vez consumida la hierba de la inmortalidad, se transformó en una especie de monstruo con la cola de pez y fue rechazado por la hermosa ninfa Escila, de la que estaba enamorado». Pero ese doble rostro del progreso no invita necesariamente al rechazo del mismo; invita más bien a la precaución y a la responsabilidad.
En este sentido, es muy importante prestar atención a lo que se ha llamado la ética preventiva o profiláctica. Durante mucho tiempo la ética se consideraba una herramienta adecuada para analizar los hechos ya consumados y sus consecuencias. Era una buena herramienta para «el examen de conciencia» a posteriori. Pero esa ética hoy no nos es suficiente. La magnitud del progreso científico y las posibilidades del progreso tecnológico son tan elevadas que pueden poner en riesgo la supervivencia de la misma especie humana. Por eso, no hay que esperar a que sucedan los acontecimientos para analizarlos éticamente. Sería demasiado tarde. Ya no habría sujeto para hacer «el examen de conciencia». Hay que adelantarse a los acontecimientos. Hoy es necesaria una ética preventiva o profiláctica para evitar las catástrofes antes de que sucedan.
Esta ética preventiva debe tomar muy en serio las advertencias hechas por pensadores muy reconocidos. U. Beck ha definido en este sentido la sociedad actual como la «sociedad del riesgo» y ha calificado este riesgo como «riesgo global o generalizado». Ya no se trata de algunos puntos negros en la autovía. Es toda la autovía la que está minada y supone un riesgo permanente. Y H. Jonas ha invocado el «principio de responsabilidad» para enfrentar la amenaza que suponen las posibilidades de la técnica moderna. J. Habermas ha ido más allá hasta hablar de la necesidad de una «ética de la especie» para enfrentar el riesgo de una virtual lesión a la misma dignidad humana.
La ética preventiva o profiláctica obligaría a suspender la investigación cuando hay seguridad de que algún descubrimiento puede tener efectos catastróficos para la especie humana. Está claro que este criterio no sirve para aquellos transhumanistas que aspiran a dejar atrás cualquier humanismo y a implantar el posthumanismo. Aquí comienza el disenso entre los mismos científicos. Pero incluso aquellos que no están dispuestos a frenar la investigación lo hacen por convicción y con la mejor intención. No hemos de pensar que los científicos buscan y disfrutan las consecuencias perversas de sus descubrimientos. La gran mayoría de ellos solo desean que esas consecuencias nunca tengan lugar y que nadie use sus descubrimientos para dañar a esta humanidad. De nuevo hay que partir del supuesto de inocencia para no demonizar la ciencia ni la técnica, para no demonizar de entrada a los defensores del transhumanismo y del posthumanismo. La tecnofobia por sistema es una patología.
Pero tampoco se debe demonizar a los críticos del transhumanismo por el simple hecho de que cuestionen algunas de sus propuestas. También aquí hay que partir del supuesto de inocencia. También los críticos del transhumanismo desean y procuran la mejora de la humanidad. También los defensores de una ética preventiva y profiláctica están interesados en las mejoras de la humanidad. Tienen derecho a denunciar una «tecnofilia» desproporcionada, una confianza absoluta en la ciencia y en la técnica. Hasta el mismo Manifiesto transhumanista advierte sobre este peligro: «Por otra parte –afirma–, también sería trágico que se extinguiera la vida inteligente a causa de algún desastre o guerra ocasionados por las tecnologías avanzadas».
La ciencia y la técnica, como cualquier actividad humana, necesitan control y disciplina para mantenerse al servicio de objetivos y propósitos legítimos, convenientes, beneficiosos para la humanidad. Más que nunca, dado su enorme poderío, hoy la ciencia y la técnica necesitan ser controladas y orientadas por la ética. Quienes ponen las exigencias éticas por encima de las posibilidades científicas y técnicas no deben ser demonizados. Están en su derecho. Les acredita la recta intención de buscar el bien de la humanidad y prevenir contra cualquier daño a la humanidad.
Entre los mismos científicos algunos de reconocida autoridad expresan mucha precaución sobre algunos proyectos de investigación y sobre un uso demasiado alegre de sus resultados. Se trata de personas que conocen bien los niveles actuales del progreso científico y tecnológico y precisamente por eso expresan esa precaución. No comparten el exagerado entusiasmo que manifiestan algunos representantes del transhumanismo en relación con algunas propuestas transhumanistas. No desautorizan de raíz todas las propuestas transhumanistas, pero sí recelan de algunas de ellas o porque las consideran inviables e imposibles de realizar o porque prevén que acarrearán consecuencias perversas para la humanidad.
Fuera del ámbito de las ciencias experimentales hay pensadores de notable autoridad que también se mantienen críticos frente a algunas propuestas del transhumanismo. Son pensadores del área de la antropología, de la psicología, de la sociología y las ciencias afines. Y también autores dedicados al estudio de la filosofía, de la teología, de las ciencias de la religión. Es decir, se trata preferentemente de personas dedicadas con ahínco a reflexionar sobre la identidad del ser humano, sobre el sentido y el destino de la existencia humana. Es decir, se trata de personas que se mueven en ese ámbito tan extraño para muchos científicos y técnicos como es el ámbito de la sabiduría, en el que el ser humano se juega el mundo del sentido. El salto de la ciencia a la sabiduría es para muchas personas un salto mortal, pero para otras es un verdadero salto vital. Nada vale la pena si no tiene sentido.
Pensadores muy autorizados de estas áreas del saber se muestran a veces sumamente críticos con el transhumanismo. Dos nombres muy significativos de esta postura crítica frente a algunas propuestas posthumanistas son actualmente F. Fukuyama y Jürgen Habermas. Estos autores y otros muchos plantean serias cuestiones antropológicas sobre la conveniencia de llevar adelante algunas propuestas del transhumanismo. ¿Garantizarían la supervivencia de la humanidad y su mejora o supondrían, por el contrario, la extinción de la humanidad? ¿Sería el posthumanismo una mejora radical de la especie humana, un salto cualitativo en la evolución procurado por la ciencia y la técnica o supondría la desaparición de lo que actualmente entendemos por humanidad? ¿Cómo sería una inteligencia sin consciencia? ¿Qué puesto tendría la libertad en los posthumanos? ¿Se mantendría la autonomía moral del individuo o este quedaría sometido a intereses sociales, políticos y económicos ajenos? ¿Son viables y convenientes las propuestas que conducirían al posthumanismo?
J. Habermas denuncia con insistencia y fuerza el intento transhumanista de cruzar «la frontera entre la naturaleza de lo que somos y la dotación orgánica que nos damos». Con este criterio no tiene inconveniente en aceptar y defender las intervenciones terapéuticas e incluso la eugenesia negativa. Pero condena absolutamente la eugenesia positiva, porque compromete la autonomía, la libertad, la igualdad, la democracia... y pone en peligro valores irrenunciables de la dignidad humana. Defiende de forma incondicional la obligación de proteger el dato humano original y evitar la modificación del patrimonio genético.
Estos críticos del transhumanismo plantean severas cuestiones éticas en relación con las propuestas transhumanistas. Supuesto que se tratara de propuestas viables, ¿sería legítima su realización? ¿Tiene derecho la actual generación a condicionar radicalmente la vida de la siguiente generación? ¿Se deben imponer transformaciones radicales de la especie humana sin el consentimiento de las siguientes generaciones? ¿Se deben considerar mejores todas las transformaciones que son hoy posibles para la ciencia y la técnica? A estos críticos del transhumanismo les preocupa especialmente todo lo referente a la ingeniería genética.
¿Cómo calificar a estos críticos del transhumanismo? ¿Se les debe demonizar simplemente porque cuestionan algunos aspectos del desarrollo científico y tecnológico? ¿No tienen derecho a pensar críticamente desde otros presupuestos y cuestionar lo que otras personas consideran acríticamente progreso y desarrollo? ¿No son razonables muchos de sus planteamientos? El cambio climático está generando crecientes preocupaciones sobre el futuro de la humanidad y de las demás especies. Las actuales preocupaciones ecológicas son una buena prueba de que en lo que llamamos progreso y desarrollo no es oro todo lo que reluce. Estamos pagando un precio demasiado alto por lo que alegremente llamamos progreso y desarrollo.
También aquí es preciso partir del supuesto de inocencia. Tan legítimas son las posturas de quienes hacen estos cuestionamientos como lo son las de aquellas personas que las defienden. Unos y otros están ejerciendo el legítimo derecho a la libre opinión y a la libre expresión. Son posiciones razonables y legítimas siempre que no haya motivaciones perversas envueltas en falsas promesas de mejora humana. De entrada, hay que partir del supuesto de inocencia en los partidarios del transhumanismo y en los críticos del mismo.
Es cierto que algunos autores hacen cuestionamientos muy radicales a las propuestas del transhumanismo. En este sentido se hace referencia con frecuencia a la postura de F. Fukuyama. Los editores de Política exterior plantearon a varios intelectuales la siguiente pregunta: «¿Qué idea representaría la mayor amenaza para el bienestar de la humanidad?». Parece ser que su respuesta fue: el transhumanismo. Y la respuesta se ha divulgado en estos términos: «El transhumanismo es la idea más peligrosa para la humanidad». Naturalmente, la postura de este autor, como la de cualquier otro, no se debe reducir de forma simplista a una respuesta tan escueta. F. Fukuyama precisaría mucho más la respuesta, si tuvieran que explicarla. Pero ciertamente, sus palabras suponen una seria advertencia sobre los peligros que según él puede acarrear el transhumanismo. En el extremo contrario se pueden situar las palabras de R. Bailey, quien considera que el transhumanismo «personifica las más audaces y valientes, imaginativas e idealistas aspiraciones de la humanidad».
Pocos serán los autores que se nieguen en rotundo a esperar algo positivo de las propuestas del transhumanismo. Pero son muchos los que adelantan serias sospechas sobre las posibles consecuencias negativas del progreso científico y tecnológico. Estas actitudes suelen ser muy mal recibidas cuando tienen su origen en creencias religiosas o en determinadas opciones éticas. Se atribuyen a meros prejuicios ideológicos o incluso a una visión mítica de la realidad. Se acusa a dichas personas de fundamentalismo y fascismo, de ser contrarias al progreso humano, de ser enemigos de la humanidad. Suelen ser acusaciones injustas e infundadas y, con frecuencia, también contaminadas de motivaciones ideológicas. A pesar de apelar al carácter esencialmente científico de las propuestas transhumanistas, es indudable que también el transhumanismo funciona como ideología.
La mayoría de las personas que mantienen una postura crítica frente a las propuestas del transhumanismo confían en la ciencia y en la técnica; creen en el progreso; valoran positivamente la contribución que el progreso científico y las nuevas tecnologías pueden aportar a la mejora de la humanidad... Muchas de esas personas gozan de gran competencia en el ámbito de la ciencia y de la tecnología. Pueden hablar con autoridad. Pero en general están convencidas de que las nuevas tecnologías «son buenos siervos y malos señores». Es decir, serán útiles y beneficiosas mientras se mantengan bajo control, sobre todo bajo control de la ética.
De entrada, ¿quién puede desconocer o incluso renegar del aporte de la ciencia y de la técnica en la historia de la humanidad? ¿Podemos imaginar lo que significó el simple descubrimiento de la «palanca», la cantidad de esfuerzo que ahorró a los seres humanos e incluso a los animales? Que haya habido víctimas en el uso de la palanca, no quita valor a ese salto de la técnica. ¿Podemos siquiera imaginar cómo sería el trabajo humano e incluso cómo sería la sociedad antes del invento de la rueda? Todo sería distinto: el esfuerzo humano, el ritmo en el movimiento, las posibilidades del desarrollo tecnológico... Antes de que llegara la era digital, la mayoría de los inventos y la mayoría de las nuevas técnicas estaban basados o relacionados de alguna forma con la rueda. Contemplando por primera vez la maquinaria de los antiguos relojes, uno no podía menos de maravillarse ante aquel entramado de ruedas y engranajes. Considerando, aunque sea de forma muy elemental, la historia del progreso científico y del desarrollo tecnológico, ¿quién puede mantenerse obstinado en la «cienciofobia» y en la «tecnofobia»?
La mayoría de las personas que cuestionan las propuestas del transhumanismo conocen bien la historia de la ciencia y de la tecnología. Algunas hacen esos cuestionamientos desde el pensamiento filosófico, desde la teología, desde sus creencias religiosas, desde la perspectiva de la ética... Esto no quiere decir que las realicen movidos por prejuicios ideológicos o desde una visión mítica de la realidad. Su consideración de la realidad es ciertamente muy distinta de la meramente científica y técnica. Es distinta, pero no necesariamente contradictoria, sino más bien complementaria Consideran las propuestas transhumanistas desde una perspectiva eminentemente sapiencial. Insisten sobre todo en desentrañar las fuentes del sentido de cuanto existe y cuanto sucede, y sobre todo su significado y su aporte a la plena realización del ser humano.
La sabiduría es absolutamente necesaria para la «vida buena», para encontrar sentido a la vida, para gestionar sabiamente el progreso. A veces identificamos la ciencia con la sabiduría, pero no son lo mismo. El corazón forma parte de la sabiduría, cosa que no sucede con la ciencia y la técnica. Y el corazón aporta intuición, sentimiento, pasión y compasión... todo aquello que alguien ha llamado «los hábitos del corazón». Las fuentes clásicas de la sabiduría son, sobre todo, la experiencia humana, el pensamiento filosófico, las tradiciones religiosas, el derecho, las costumbres... A la ciencia y a la técnica, para humanizarse y contribuir a la mejora humana, les viene bien escuchar los consejos o las advertencias de la sabiduría.
Cuando una persona está interesada por el bien de la humanidad es conveniente prestar atención a sus opiniones. Puede estar equivocada, pero no se debe achacar su error a mala voluntad, a mala intención, a perversos propósitos. Es preciso escuchar sus argumentos, valorar sus razones. Conviene no despreciar de entrada la posible sabiduría que contienen sus puntos de vista. En la historia de la humanidad han sido importantes los especialistas de todos los campos del saber. Pero sobre todo han sido importantes los sabios, los maestros. Los científicos y técnicos ayudan a conocer mejor la realidad y a resolver mejor los problemas prácticos. Los sabios y los maestros ayudan a encontrar el verdadero sentido de la vida y a vivir la vida con sentido y sabor. Unos y otros son necesarios.
Por eso resulta hoy tan urgente el diálogo de la ciencia con la sabiduría. Es importante escuchar a los defensores de las propuestas transhumanistas y escuchar también a quienes cuestionan algunas propuestas del transhumanismo. Hoy es más importante que nunca el diálogo interdisciplinar entre los representantes de los distintos campos del saber. Defensores y críticos del transhumanismo están interesados en la mejora de la humanidad. Eso justifica sus posturas. Unos y otros tienen algo que decir para conseguir esa mejora.
Quizá este diálogo interdisciplinar nunca había sido tan necesario como lo es hoy en día. Por un motivo obvio: nunca el progreso científico había sido tan intenso y acelerado y nunca las posibilidades tecnológicas habían sido tan enormes. El progreso científico y las posibilidades tecnológicas son hoy de tal calibre que han permitido hablar del transhumanismo como camino hacia un posthumanismo. Se trata de un verdadero giro copernicano, de un punto de inflexión en la historia de la humanidad.
La humanidad tiene hoy en sus manos la posibilidad científica y técnica de acelerar su evolución hasta convertirla en una verdadera transmutación de la especie humana. Por eso, cuando las posibilidades técnicas son tan enormes, se requiere un especial concurso de la ética. La gran preocupación de muchos pensadores es formulada de la siguiente manera: ¿Tenemos ética suficiente para tanta técnica? Cuando las posibilidades del progreso tocan tan de lleno el centro de la especie humana, se requiere un especial concurso de la sabiduría. La gran preocupación de muchos pensadores es formulada hoy también de esta manera: ¿Tenemos mística suficiente para tanta política? ¿Tenemos suficiente sabiduría para gestionar tanto progreso? ¿Sabemos verdaderamente en qué consiste el progreso de la humanidad? ¿Estamos seguros de conocer en qué consiste verdaderamente la mejora humana o debemos seguir reflexionando sobre esta cuestión tan capital?
Para contestar a preguntas de esta envergadura necesitamos el concurso de científicos, técnicos, filósofos, teólogos... Es necesario y conveniente el concurso de cualquier persona que se haya hecho con algún fragmento de verdad.