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La larga historia hacia la mejora
de la humanidad
El fin o el propósito fundamental del transhumanismo es básicamente la mejora de la humanidad. La World Transhumanist Association, en su Declaración transhumanista de 1999, formuló así la naturaleza y el objetivo del transhumanismo: «Es un movimiento intelectual y cultural que afirma la posibilidad y la deseabilidad de mejorar fundamentalmente la condición humana a través de la razón aplicada, especialmente desarrollando y haciendo disponibles tecnologías para eliminar el envejecimiento y mejorar en gran medida las capacidades intelectuales, físicas y psicológicas» (The Transhumanist FAQ).
El transhumanismo busca la mejora de la humanidad. Dicho así, se trata de un fin muy noble, fácilmente aceptable y aceptado por cualquier persona. ¿Quién se atreverá a cuestionar un ideal tan elevado? ¿Quién no desea y espera la mejora de la humanidad, el progreso de la humanidad, un grado superior de humanización? ¡Ojalá el progreso científico y el desarrollo tecnológico nos encaminen en esa dirección! Pero, ¿será este con seguridad el resultado del progreso científico y del desarrollo tecnológico que pronostican los transhumanistas?
El transhumanismo es presentado como un paso transitorio hacia el posthumanismo. Este tendrá lugar cuando finalice el período transitorio del transhumanismo y cuando se hayan cubierto los objetivos transhumanistas. Pero, ese estadio del posthumanismo, ¿supondrá una mejora de la humanidad o una desaparición de la humanidad? ¿Será una nueva y definitiva fase de humanización o una desaparición total de la especie humana y, en este sentido, la total deshumanización?
Esto no quiere decir que el posthumanismo será inhumano en el sentido que ha sido utilizado este término hasta ahora. Lo inhumano es entendido normalmente como lo antihumano realizado por los propios humanos. El posthumanismo no sería antihumano, sino sencillamente posthumano. Pero supondría ciertamente la desaparición de lo que hoy llamamos humano, humanidad. Teniendo esto en cuenta cabe hacerse las siguientes preguntas: ¿Debe la humanidad embarcarse en esta empresa del transhumanismo? ¿Nos llevará esa empresa verdaderamente a una mejora de la humanidad o a una desaparición de lo que entendemos por humanidad?
Los transhumanistas no son los únicos ni los primeros que han perseguido este objetivo de la mejora de la humanidad. En cierto sentido, todas las generaciones a lo largo de la historia han procurado y perseguido este mismo objetivo. Pero el transhumanismo busca esa mejora con nuevos métodos y, sobre todo, con nuevos medios. Ninguna generación había dispuesto de tantos conocimientos científicos y de tantos recursos tecnológicos. En este sentido, como hemos observado ya, los transhumanistas buscan mejorar la humanidad de forma más veloz y más profunda, como nunca antes había sido posible. Pero el propósito genérico de la mejora de la humanidad no es ninguna novedad.
Desde sus orígenes la humanidad ha estado siempre procurando su mejora. Los cambios de civilización, la evolución de las culturas, el progreso de las ciencias y de la técnica, el desarrollo del pensamiento filosófico, la historia de las religiones..., todo ello ha supuesto un esfuerzo por mejorar la condición humana. Con más o menos acierto, con mayor o menor éxito, todos esos fenómenos han perseguido y procurado una mejora de la humanidad.
Cualquier nuevo conocimiento de la naturaleza ofreció la oportunidad de mejorar la calidad de la vida humana, desde las simples hachas de sílex. El simple invento del arado cambió completamente el trabajo agrícola y, sobre todo, la eficacia en la producción. El simple invento del yugo o de la collera para uncir los animales redobló las posibilidades y la eficacia en el transporte y en el arrastre de materiales. Así podríamos seguir enumerando intentos de mejora que hoy consideramos vulgares y trasnochados y que, no obstante, supusieron en su tiempo un gran paso adelante en la mejora de la humanidad. O ahorraron trabajo al ser humano (y a los animales) o multiplicaron la capacidad de producción. En todo caso, supusieron una mejora de la calidad de vida.
Todo avance en la tecnología supuso una oportunidad para la mejora de la condición humana. Basta pensar en lo que significó el descubrimiento de la rueda, la máquina de vapor, la electricidad, el ordenador... La humanidad siempre ha procurado la mejora de la calidad de vida utilizando la razón teórica y la razón práctica. Cada adelanto fue una verdadera sorpresa y algunos inventos por algún tiempo fueron considerados con entusiasmo como lo definitivo. Asunto distinto es que el nuevo descubrimiento fuera utilizado alguna vez con efectos nefastos para la humanidad.
El simple invento de la rueda probablemente supuso para la humanidad, en su momento, un progreso similar al de las nuevas tecnologías. Basta pensar en el enorme ahorro de esfuerzo físico que supuso para los seres humanos. ¿Podemos siquiera imaginar cómo sería la locomoción y el transporte de mercancías antes del invento de la rueda? ¿Nos damos cuenta de la enorme diferencia que había entre el cálculo de la hora mirando al sol o mirando al reloj? Entre mis recuerdos de infancia está la imagen de mi abuelo mirando al sol para calcular la hora solar. A él nunca le convenció la «hora oficial». ¿No causaría sorpresa y admiración esa pequeña máquina que mide el tiempo a base de un admirable ensamblaje de ruedas dentadas? Luego la velocidad trajo sus inconvenientes, porque es una tentación para el ser humano. Son más numerosas las víctimas de los accidentes de tráfico que los fallecidos de cáncer. En el año 2000 las víctimas fallecidas por accidente de tráfico fueron más de 1.260.000 a nivel mundial, más que los fallecidos a causa de la guerra o del hambre. Pero la culpa no es de quien inventó la rueda, ni es por supuesto de la misma rueda.
Y, ¿qué decir del invento de la pólvora? Entre mis recuerdos de infancia están también aquellas explosiones de dinamita que permitieron deshacer una enorme roca que impedía la construcción de la carretera y del puente que daría acceso a los vehículos hasta mi pueblo. La dinamita no solo ahorró esfuerzo físico a los trabajadores; hizo posible lo que la simple fuerza humana no hubiera podido realizar. Cierto es también que la pólvora tiene en su haber millones de víctimas. Pero la culpa no es del inventor de la pólvora ni de la misma pólvora. ¿Y la energía atómica? ¡Qué amenaza supone hoy para la supervivencia de toda la humanidad! Pero también, ¡qué posibilidades tan importantes ha ofrecido en el campo de la medicina! Y así podríamos seguir enumerando ejemplos de inventos que han tenido lugar en la búsqueda de la mejora de la humanidad.
Siempre se ha dado una intensa relación entre el ser humano y la tecnología. La mayor parte de los logros de la humanidad han dependido de la tecnología. El ser humano experimenta una especie de tensión o tendencia espontánea hacia la superación o la trascendencia de lo natural. En cierto sentido toda tecnología es antinatural (las vacunas, los fármacos, el automóvil, la ropa...). Supone una intervención sobre el curso normal de la naturaleza. La tecnología viene en ayuda de un ser humano limitado biológicamente y vulnerable. El problema de la tecnología se presenta sobre todo cuando, en vez de venir en ayuda de la naturaleza humana, provoca una substancial transmutación de la misma. En ese caso es la ética la encargada de señalar esta frontera.
Gran parte de los progresos científicos y tecnológicos provocaron a un tiempo el entusiasmo y el pánico. La rueda no solo trajo consigo comodidad; también dio lugar a una mayor velocidad y, por consiguiente, a un mayor riesgo. El primer trasplante de corazón estuvo rodeado de un encendido debate, alimentado también por el entusiasmo en unos y el pánico en otros. Lo que hoy es visto como algo normal y se ha incorporado de forma rutinaria a la cirugía, en sus orígenes fue objeto de entusiasmo y de pánico al mismo tiempo.
El transhumanismo supone una especial novedad con respecto a todos los estadios anteriores de la ciencia y de la técnica. La primera revolución industrial sustituyó la energía viva animal y humana por la energía mecánica, resultado del vapor, el petróleo, la electricidad, el átomo... La actual revolución industrial nos está llevando mucho más lejos: el mismo pensamiento humano está siendo reemplazado por la máquina (cibernética). L. Mumford habla de nuestra sociedad como la «megamáquina». En ningún momento de la historia el progreso científico o tecnológico se presentó como un transhumanismo, como un salto hacia el posthumanismo. Hasta ahora el progreso siempre se había concebido sencillamente como un paso adelante en la humanización.
Algo similar se puede decir de la evolución del conocimiento teórico. Lo mismo que ha sucedido con la ciencia y la técnica, ha ocurrido con el pensamiento. Los nuevos paradigmas de pensamiento, en filosofía o en teología, siempre supusieron una nueva visión de la vida humana, un nuevo sentido de la existencia humana. Su propósito siempre fue buscar una mejor comprensión de la vida humana, una seguridad mayor sobre la verdadera calidad de la misma. Muchas personas se preguntan: ¿Cómo se pudo buscar la verdadera calidad de la vida humana con visiones tan distintas y tan contradictorias? ¿Qué tiene que ver el pensamiento de F. Nietzsche con el pensamiento de santo Tomás de Aquino? Sin embargo, es preciso reconocer que los distintos paradigmas de pensamiento han buscado básicamente la mejora humana, según la concepción que cada cual tenía de la condición humana.
Hoy se habla con frecuencia de cambio de paradigmas, para designar esos momentos en los que hay un salto cualitativo en el pensamiento de la humanidad. Por eso se habla también de giros copernicanos en la historia de la filosofía y de la teología. A la filosofía de E. Kant se la calificó expresamente como giro copernicano. Él mismo la consideró así. Pues bien, cuando han tenido lugar estos cambios de paradigma en el pensamiento, estos giros copernicanos, también han tenido lugar casi por igual el entusiasmo de unos y el miedo de otros.
Casi siempre el nuevo paradigma de pensamiento ha sido acogido por unos como un paso adelante en la comprensión de la realidad y de la existencia humana, como un paso adelante en la humanización. Y, al mismo tiempo, otros han recelado del nuevo paradigma como si de una herejía se tratara, como si supusiera una desviación o una regresión en la interpretación de la realidad y de la existencia humana. Un personaje tan significativo y tan ortodoxo como fue santo Tomás de Aquino en plena Edad Media no se libró de la condena de algunas de sus tesis. La esperanza y el miedo, el entusiasmo y el pánico acompañan sin remedio a la humanidad a nivel individual y colectivo.
Sin embargo, ni en los grandes momentos del progreso científico y tecnológico ni en los giros copernicanos más radicales del pensamiento se había hablado nunca de transhumanismo, y mucho menos de posthumanismo. Lo más cercano a algunas propuestas del transhumanismo quizá fueran algunas utopías del Renacimiento. Pero siempre se trataba de soñar una humanidad ideal; nunca se pretendía dar a luz a una posthumanidad. Solo F. Nietzsche se arriesgó o se atrevió a hablar del «superhombre». Pero nadie se imaginó siquiera una etapa posthumanista, en la que pudiera desaparecer la actual especie humana.
Es cierto que nunca hasta hoy las ciencias y la tecnología tuvieron el poder y la capacidad para transmutar la especie humana, incluso para cambiarla hasta hacer desaparecer el original. Este poder y esta capacidad está por primera vez en manos de la ciencia y de la técnica. Quizá por esa razón es la primera vez que científicos y pensadores pueden imaginarse una etapa de posthumanismo, de posthumanidad.
Con frecuencia la humanidad se ha visto obligada a buscar su mejora por ensayo y error. En ese sentido, no es nuevo el propósito de los transhumanistas: buscar la mejora de la humanidad por ensayo y error. La novedad está precisamente en la propuesta de una meta posthumanista, una mejora tan radical y enorme de la humanidad que esta dejará de ser humana. La pregunta más radical que es preciso plantearse al reflexionar éticamente sobre el transhumanismo y el posthumanismo es la siguiente: ¿Sabemos exactamente en qué consiste la mejora de la humanidad? ¿Sabemos exactamente en qué consiste la humanidad?
Con la humanidad nos sucede con frecuencia como con la felicidad: nos parece estar muy seguros de conocer en qué consiste y sin embargo con frecuencia nos equivocamos en su búsqueda y en su realización. Ya lo decía J. J. Rousseau: «El objeto de la vida humana es la felicidad, pero ¿quién de vosotros sabe cómo acceder a ella?». ¿Por qué erramos tantas veces en la búsqueda de la felicidad, si estamos tan seguros de saber dónde está y en qué consiste? Algo semejante se puede decir de la humanidad: ¿Sabemos a ciencia cierta en qué consiste? ¿Por qué a veces consideramos más hombre al más inhumano? Y si no estamos seguros sobre el ideal de la humanidad, ¿cómo podemos saber en qué consiste la mejora humana?
Hablando de la felicidad hay algunas consideraciones del transhumanismo que merecen ser tenidas en cuenta. Por ejemplo, esta: «Probablemente sea más sabio hablar de mejorar el mundo, en lugar de hacerlo “perfecto”. O estas otras reflexiones: Algunos científicos cognitivos especulan que cada uno de nosotros tenemos un “punto de ajuste” de la felicidad... Puede haber una verdad considerable en la sabiduría popular de que un auto nuevo y costoso no te hace más feliz... De alguna manera las mentes y los cerebros humanos simplemente no están diseñados para ser felices... Si el cerebro humano tiene un “punto de ajuste” de felicidad al que regresa, tal vez este sea un defecto de diseño y debe solucionarse» (The Transhumanist FAQ). En esa dirección apuntan algunas de las propuestas transhumanistas.
Probablemente la raíz de algunos de nuestros grandes aciertos y nuestros grandes errores cuando buscamos una mejora de la humanidad o cuando buscamos la felicitad completa, está en esa ansia insaciable de plenitud que habita en el ser humano. En principio, es un ansia muy legítima y muy digna. Dice mucho en favor del ser humano, de los seres humanos que la experimentan y la activan. Es obligado valorar el deseo inicial de los transhumanistas de mejorar la condición humana, de encaminarnos hacia la plenitud, de eliminar limitaciones y sufrimientos en la vida de las personas. Igualmente se debe reconocer el mérito de cualquier persona o institución que se esfuerza por buscar esa plenitud que todos deseamos. El problema es acertar con la dirección, saber en qué consiste verdaderamente la plenitud de la vida humana. Aquí es donde han aparecido muchos caminos y muchas direcciones de búsqueda en la historia de la humanidad.
En todos los caminos que se orientan hacia la mejora humana está siempre el mismo punto de partida: una cierta insatisfacción consubstancial al ser humano. Se trata de un punto de partida genérico compartido por casi todas las personas y culturas, por todas las filosofías y por todas las tradiciones religiosas. Esa insatisfacción está incrustada en lo más profundo del ser humano, porque no podemos aceptar sin más la limitación, el sufrimiento, el envejecimiento y, sobre todo, la muerte. Ansiamos vida y vida en plenitud. Y las limitaciones y el sufrimiento, el envejecimiento y la muerte se nos presentan como radicales enemigos de la plenitud de vida.
Esta insatisfacción consubstancial al ser humano y esta ansia de plenitud de vida están en el origen de toda búsqueda de superación. Están en el origen de las propuestas transhumanistas que buscan la mejora humana. Están igualmente en el origen de las grandes experiencias místicas que también buscan la mejora humana. El transhumanismo y la mística caminan por vías muy distintas y persiguen valores muy diferentes. Y, sin embargo, quizá comparten el mismo punto de partida: la insatisfacción que padece el ser humano.
Esta insatisfacción estimula el progreso científico y tecnológico y también las grandes experiencias místicas. Insatisfacción aquí no significa defecto, sino perfección o necesidad sentida de perfeccionamiento. Por eso, precisamente hablando sobre la felicidad, escribía Stuart Mill: «Es mejor ser hombre insatisfecho que cerdo satisfecho». El día que la humanidad carezca totalmente de esta insatisfacción y de esta ansia de superación, la humanidad estará prácticamente muerta. La insatisfacción permite al ser humano tener aspiraciones, esforzarse, progresar, trascenderse, vivir. Cuando una persona ya no experimenta esa insatisfacción, ha renunciado a toda mejora o superación, ya se ha entregado a la muerte en vida. Se trata ya de una persona que camina por la vida como un cadáver ambulante.
Respuesta a esa insatisfacción han sido la profundización continua en la experiencia religiosa, el desarrollo constante del pensamiento y el esfuerzo incesante por conseguir un mayor progreso mediante la ciencia y la técnica. Por todos esos caminos se ha querido dar respuesta a la insatisfacción que experimenta el ser humano. Quizá en algunos momentos han aparecido otras motivaciones híbridas y muy secundarias. Pero, en general, la religión, la filosofía, la ciencia, la tecnología han estado alimentadas por el ansia de plenitud; han intentado encaminar a la humanidad hacia una plenitud que satisfaga esa insatisfacción. Así han nacido los sueños, las utopías, los diseños del paraíso perdido o del paraíso por venir que pueblan la historia del pensamiento.
Hasta los tiempos modernos quizá ningún intento de diseñar y buscar ese paraíso había apuntado tan alto o tan lejos como las grandes religiones. Lo más peculiar de las tradiciones religiosas es que han colocado ese paraíso, esa plenitud de vida, más allá de la muerte. Ahí colocaron la plenitud de vida, la felicidad plena, la ausencia de toda limitación y sufrimiento. Unas tradiciones religiosas, como el cristianismo, enfatizaron más la plenitud de la vida personal. Otras tradiciones religiosas, como el budismo y el hinduismo, pusieron el acento en la fusión de las personas en el Todo y la comunión total de toda la realidad. Pero todas creyeron, predicaron y esperaron el advenimiento de esa plenitud de vida más allá de la muerte.
Hoy está teniendo lugar una notable novedad: muchos representantes del transhumanismo creen, predican y esperan esa plenitud de vida más acá de la muerte. Consideran que las promesas del Apocalipsis judeo-cristiano se realizarán en un futuro terreno muy próximo. Esto dice el texto del Apocalipsis: «Y enjugará toda lágrima de sus ojos y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos, ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado... Mira que hago un mundo nuevo» (Ap 21,4-5). Los transhumanistas defienden un paraíso terrenal en el que ya no habrá limitación, ni envejecimiento, ni lágrimas, ni dolor, ni muerte. El transhumanismo no ofrece utopías, sino «topías», realizaciones prácticas e históricas. No promete el paraíso celestial, sino el paraíso terreno. Es una versión secular y terrenal del paraíso que las tradiciones religiosas habían anunciado. Es una versión secular de lo que significaba para el credo cristiano la esperanza de «la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro».
¿Hacia dónde se han encaminado las búsquedas de esa plenitud de vida a lo largo de la historia?
Nunca han faltado los grandes sueños en la historia de la humanidad. Nunca han faltado las utopías en la historia del pensamiento. Una utopía es un gran sueño, una representación fantasiosa o fantástica de la ansiada plenitud de vida, no solo para el individuo aislado, sino para el conjunto de la humanidad. Una utopía es el sueño y el diseño de una sociedad ideal en la que tenga lugar la plenitud de vida de todas las personas. En esa sociedad utópica se conseguirá al fin el pleno sentido de la vida, la felicidad plena, el mundo perfecto y plenamente justo, la convivencia armoniosa y pacífica, la plenitud del bienestar físico, moral, espiritual, el disfrute común de los bienes. En esa sociedad verdaderamente ya no habrá llanto, ni fatiga, ni muerte, ni dolor...
Esas sociedades se califican de utópicas precisamente porque no se dan en ninguna parte del mundo, no están en ningún lugar. Eso significa la «u-topía». El símbolo es con frecuencia la isla. Se trata de una isla lejana, desconocida y, en definitiva, pensada o soñada, porque no existe en la realidad. Ni siquiera se espera que llegue a existir, pero solo soñarla y pensarla proporciona un estímulo, una fuerza, una esperanza capaz de sostener la lucha por la mejora de la humanidad. Cuando desaparece totalmente la utopía, un conformismo mortal se apodera de la humanidad.
Esta es quizá la gran diferencia de las utopías clásicas y las propuestas que hacen los transhumanistas. Aquellas eran muy conscientes de no existir en la realidad. El transhumanismo, por el contrario, asegura que se encamina hacia un paraíso que tendrá lugar en la realidad.
A pesar de que las sociedades utópicas no existían en la realidad, las utopías siempre han desempeñado importantes funciones en la historia del pensamiento y en la historia de la política. Permiten una crítica radical de las injusticias y desigualdades existentes en el presente. Ayudan a discernir los valores y antivalores del mundo en que vivimos. Señalan la dirección hacia un futuro mejor. Estimulan y activan las energías dormidas de la esperanza humana. Las grandes utopías han mantenido viva la fe de la humanidad en un mundo mejor. Han avivado la esperanza con el diseño de un mundo plenamente igualitario, plenamente justo, plenamente humano.
A lo largo de la historia de la humanidad nunca han faltado las utopías. Son clásicas La República de Platón, La Ciudad de Dios de san Agustín. En la primera se diseña una sociedad absolutamente justa. En la segunda se diseña una sociedad totalmente fundada en Dios. En ella reinan el amor, la paz total, la justicia plena.
Especialmente durante el Renacimiento el humanismo nuevo impulsó en Europa el nacimiento de numerosas utopías. Todas ellas reflejan, de alguna forma, el ansia de igualdad y de justicia, la necesidad de una vida plenamente humana, la garantía de una felicidad plena. Las más clásicas son La Utopía de Tomás Moro, La Ciudad del Sol de Tomás Campanella, La Nueva Atlántida de Francis Bacon...
En el siglo XIX cobra importancia la aspiración a un socialismo utópico, como reacción a las injusticias y desigualdades de la época. Pero aquí no se trata ya de soñar con una sociedad ideal, sino de diseñar un proyecto de sociedad a realizar. Karl Marx es un buen representante de este socialismo utópico. El «paraíso comunista» funcionó como motor utópico durante casi todo el siglo XX.
Y ya, más directamente relacionada con el transhumanismo, Aldous Huxley escribió en pleno siglo XX su conocida novela Un mundo feliz (1932). La obra oscila entre el optimismo utópico que confía en el advenimiento del mundo feliz y un cierto escepticismo frente a las promesas científico-técnicas de ese mundo feliz. De hecho, su última novela, titulada La Isla (1962), concluye el viraje del autor hacia el misticismo y es considerada por muchos críticos del pensamiento como la rectificación de las ideas vertidas en Un mundo feliz.
La literatura universal está poblada de utopías. Fábulas, cuentos, novelas, ensayos... Casi todos los géneros literarios se han asomado al género de la utopía. A veces se ha diseñado la utopía para una crítica radical de las injusticias y desigualdades, de las desgracias y sufrimientos que pueblan nuestro mundo. Vale la pena leer Gargantúa de Rabelais. A veces se ha diseñado la utopía para concebir una sociedad ideal en la que han de desaparecer todas las desgracias y todos los sufrimientos. Vale también la pena leer La Utopía de Tomás Moro.
Lógicamente las religiones han tenido siempre como propósito prioritario sostener y animar la esperanza de la humanidad en el advenimiento de una vida plena en el futuro. Su objetivo siempre ha sido la mejora total de la humanidad. Prácticamente todas las religiones transmiten la promesa de un paraíso futuro para la humanidad, llámese cielo o llámese nirvana.
Ese paraíso pronosticado por las religiones tiene un gran parecido con el paraíso que sueñan y diseñan las utopías seculares. Sin embargo, existe una gran diferencia. Los credos religiosos afirman con seguridad que ese paraíso tendrá lugar más allá de la muerte. La fe cristiana se arriesga a creer y a afirmar que ese paraíso será obra gratuita de Dios. Dios quiere y podrá hacer lo que nosotros no hemos sabido o no hemos podido hacer mejor. Esta es la verdadera base de la esperanza cristiana. Naturalmente, las diferencias entre las distintas religiones en la presentación de ese paraíso son muy grandes. Ni es el momento ni es necesario abundar ahora en estas diferencias. Basta señalar que todas las grandes tradiciones religiosas apuntan a una plenitud de vida más allá de la muerte.
Cuando buscan plenitud de vida, la mayoría de las religiones apuntan en la dirección de Dios. La experiencia religiosa quiere ser una respuesta a la radical insatisfacción del ser humano. San Agustín experimentó esta insatisfacción en su propia persona. Él padeció como nadie esa insatisfacción original, esa fatiga del ser humano, esa necesidad radical de felicidad. La padeció durante la infancia, la adolescencia y la juventud. Habla del «alboroto interior» que experimentaba dentro de su espíritu. Confiesa que «se había convertido en un enigma para sí mismo». Hasta que una iluminación le llevó a comprender lo errado de los caminos que había emprendido en busca de la felicidad, lo equivocado que estaba en sus sueños de plenitud. Entonces pudo formular mejor que nadie, al comienzo de sus Confesiones, la raíz de esa insatisfacción y la única respuesta a la misma. Fruto de su experiencia religiosa fue su solemne afirmación tantas veces repetida por quienes han pasado por la misma fatiga: «Nos hiciste, Señor, para ti y no descansaremos hasta que acabemos en ti».
La historia de la mística en todas las grandes tradiciones religiosas es una prueba de lo acertado que estaba san Agustín cuando colocaba en Dios la plenitud de vida que puede satisfacer plenamente la original insatisfacción de los seres humanos. San Agustín estaba también muy acertado al analizar lo que le había tenido equivocado y lo que le había permitido corregir su error. Él mismo interpreta su conversión como una experiencia de «iluminación» tras una larga experiencia de ceguera. Describe de forma sin igual con una maravillosa metáfora lo que sucedió en su proceso de conversión. En actitud de oración se dirige al Señor en estos términos: «Entonces tú, Señor, me quitaste de mis espaldas, donde yo me había puesto para no verme, y me arrojaste contra mis ojos». Refleja perfectamente la ceguera previa y la iluminación subsiguiente.
La plenitud de vida es la meta a la que apuntan las religiones. Es el objetivo terminal de las esperanzas religiosas, es el deseo más profundo que ha animado a los místicos en todas las tradiciones religiosas. Lo más característico de esta propuesta de las religiones es que la plenitud de vida no es resultado de la conquista humana. Es un don que se pide insistentemente, que se recibe gratuitamente y se disfruta agradecidamente. Esa plenitud de vida está en Dios. Aquí se dan cita las distintas tradiciones religiosas para intentar describir cómo tendrá lugar esa plenitud de la vida en Dios, inaugurada ya en esta vida, pero completada sobre todo más allá de la muerte. Las religiones hablarán del ideal de la divinización ya en esta vida. Y, refiriéndose a la vida futura, hablarán de reencarnación, de resurrección, de nirvana, de paraíso, de cielo... Pero siempre desde la experiencia de la fe.
¿Tienen algo que ver estas promesas religiosas con las propuestas del transhumanismo? En ambos casos se propone una mejora de la vida humana. En este sentido, hay ciertas semejanzas. Hay incluso aproximaciones en el lenguaje. Varios autores han subrayado el hecho de que el transhumanismo utilice con frecuencia unas categorías, un lenguaje muy similar al lenguaje de las religiones. Los transhumanistas hacen promesas que evocan las grandes promesas de las religiones: salvación definitiva, felicidad total, inmortalidad, eliminación de toda limitación y todo sufrimiento, vuelta al paraíso perdido. Hay en todo el proyecto transhumanista un cierto ambiente mesiánico.
Tras derrotar el hambre, la enfermedad y el sufrimiento, el transhumanismo se propone conseguir la felicidad total, la inmortalidad, la divinidad del ser humano. Se propone el tránsito del Homo Sapiens al Homo Deus. El transhumanismo ofrece una especie de secularización de la salvación, un paraíso en la tierra. La tecnología toma el puesto que desempeñaba la gracia en las grandes religiones. La ciencia y la técnica suplantarán a la providencia divina. Incluso algunos transhumanistas han cambiado su nombre, como sucedió con personajes destacados de la historia bíblica. Max T. O’Connor pasó a llamarse Max More. F. M. Estefandiary pasó a llamarse FM-2030. Algunos autores han llegado a calificar al transhumanismo como un nuevo milenarismo. Es una especie de escatología secularizada.
Sin embargo, las diferencias entre las promesas religiosas y las transhumanistas son mucho mayores que las semejanzas. De entrada, se trata de promesas seculares y de objetivos a conquistar en esta vida terrena y mediante los recursos de la ciencia y la tecnología.
El transhumanismo se suma a los anteriores intentos de mejorar la condición humana. Pero quizá olvida que también ese ideal de la mejora humana está expuesto a malentendidos y desviaciones, como lo demuestra la historia de la humanidad y, por supuesto, la historia del desarrollo y del progreso. Efectivamente, ese maravilloso ideal de la mejora humana ha estado expuesto a numerosos malentendidos y frecuentes desviaciones incluso en las tradiciones religiosas.
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