Kitabı oku: «Humanos, sencillamente humanos», sayfa 3

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Pero el problema ético adquiere hoy una nueva dimensión ante las nuevas propuestas hechas por el transhumanismo. Como hemos advertido ya, no basta la ética individual, la reacción ética a nivel individual para afrontar los grandes retos que presentan las propuestas más atrevidas del transhumanismo. Un científico o un técnico puede oponerse a determinados experimentos científicos y proyectos tecnológicos aduciendo objeción de conciencia. Un médico puede oponerse a determinados experimentos y programas relativos a la salud. Pero las instituciones son más poderosas que los individuos. Los intereses de las multinacionales farmacéuticas pueden más que la ética individual de los farmacéuticos. Los intereses políticos y económicos se imponen con frecuencia sobre la conciencia individual, orillando los valores éticos. Resuena aquí la severa pregunta de E. Fromm pensando en una sociedad cuyos fines son producir y consumir: «¿Hemos de producir gente enferma para tener una economía sana?». Los experimentos científicos y las prácticas tecnológicas son hoy de tal calibre y sus consecuencias de tal trascendencia que la ética individual ya no es suficiente para gestionarlos.

Las propuestas transhumanistas están reclamando una ética política. Aquí cobra especial importancia la ética de las instituciones políticas, económicas, sociales, educativas... Los líderes de estas instituciones tienen hoy la especial responsabilidad de mantener un diálogo permanente con científicos y técnicos y un diálogo entre ellos para tomar decisiones firmes sobre lo que es lícito y lo que es conveniente para la humanidad en el ámbito de la ciencia y la tecnología. Si este diálogo ha de estar respaldado verdaderamente por una ética política, debe situarse por encima de intereses meramente económicos o de simple poder. No les resulta fácil a los líderes mundiales acudir al diálogo despojados de intereses partidistas, de criterios prioritariamente económicos o de políticas de corto alcance. Las luces cortas de los propios intereses prevalecen sobre las luces largas de la ética política.

Termina aquí esta primera meditación sobre los distintos caminos que han precedido al transhumanismo en la búsqueda de la mejora humana, sobre las propuestas de mejora humana hechas por el transhumanismo y sus consecuencias y sobre los desafíos que estas propuestas presentan a la humanidad.

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Ni tecnofilia ni tecnofobia

El punto número cinco del Manifiesto transhumanista denuncia los riesgos de la tecnofobia y de la tecnofilia. Dice así: «De cara al futuro, es obligatorio tener en cuenta la posibilidad de un progreso tecnológico dramático. Sería trágico si no se materializaran los potenciales beneficios a causa de una tecnofobia injustificada y prohibiciones innecesarias. Por otra parte, también sería trágico que se extinguiera la vida inteligente a causa de algún desastre o guerra ocasionados por las tecnologías avanzadas». Son advertencias muy sensatas que invitan a adoptar una postura ecuánime y prudente sobre el progreso científico y el desarrollo tecnológico.

Ni la tecnofilia exagerada ni la tecnofobia apocalíptica son buenas para la mejora de la humanidad, que es lo que todos deseamos, transhumanistas y no transhumanistas. La tecnofilia puede convertirse en una idolatría o una fe absoluta en la ciencia y la técnica, cual si fueran la única vía de salvación para la humanidad. Paradójicamente E. Fromm considera que la fascinación por lo mecánico es una especie de necrofilia, de aprecio por la muerte. Por su parte, la tecnofobia puede convertirse en un rechazo absoluto de todo progreso científico-técnico, renunciando a mejoras legítimas, necesarias y convenientes para la humanidad. Refiriéndose concretamente a las propuestas transhumanistas, Luc Ferry cuestiona por igual el miedo apocalíptico y el optimismo exagerado. Escribe: «Hablar de la pesadilla transhumanista es tan profundamente estúpido como hablar de la salvación transhumanista».

El transhumanismo ofrece, a través de la ciencia y la tecnología, mejoras de la vida humana que otras tradiciones culturales y religiosas han ofrecido con otros medios y otros criterios. Un ejemplo singular es la oferta de una inmortalidad terrena. Esta propuesta transhumanista evoca la permanente búsqueda de la planta de la eterna juventud o de la inmortalidad. Evoca el esfuerzo de diversos sistemas filosóficos por diseñar un paraíso terreno. Evoca, por supuesto, la promesa de inmortalidad hecha por la mayoría de las religiones en forma de inmortalidad del alma, reencarnación, resurrección...

De alguna forma el transhumanismo promete solventar los fallos de la modernidad. Ciertamente esta ha dejado cuentas pendientes. Desde Descartes prometió un conocimiento basado en la certeza y la evidencia absoluta, pero a la larga ha ido creciendo el relativismo. Prometió igualdad y paz basadas en la democracia y ha cosechado profundas desigualdades y dramáticas violencias. Prometió progreso científico y técnico y ha cosechado un peligroso cambio climático, entre otros riesgos mayores. La lógica del mercado y los intereses políticos tienen mucho que ver con estos fallos. Pero, ¿se podrán solventar solo a golpe de ciencia y técnica?

Como he indicado en el capítulo anterior, hace algunos años publiqué un libro titulado Creer en el ser humano, vivir humanamente. Antropología en los evangelios. Allí se hablaba, por supuesto, de la propuesta de mejora humana que hace la antropología cristiana. Lo escribí sin referencia alguna a las propuestas posthumanistas. Me pregunto qué habrán pensado algunos posthumanistas si han tenido la paciencia de leerlo. Yo, por mi parte, tras varios meses dedicado a leer sobre el posthumanismo, podría añadir algunas reflexiones a lo que entonces escribí, pero no cambiaría demasiado lo escrito. Ciertamente, tendría que relacionar muchos de los temas allí tratados con las propuestas transhumanistas.

Hace apenas un año elaboraba un ensayo sobre la salvación desde la teología cristiana. Ha sido publicado con el escueto título La salvación (San Pablo, 2020). Al escribir estas meditaciones con motivo del transhumanismo no puedo menos de comparar aquel ensayo sobre la salvación cristiana con las propuestas del transhumanismo sobre la mejora de la humanidad. En cierto modo, ambos ensayos giran en torno a la categoría salvación, aunque sea con diferentes lenguajes. Ambos ensayos intentan apurar el tema de la mejora de la humanidad, uno desde la perspectiva religiosa, el otro desde la perspectiva científico-técnica. Se trata de dos perspectivas muy distintas sobre la salvación: la perspectiva religiosa y la perspectiva secular.

De entrada, ambos ensayos parten en una dirección similar y tienen un objetivo análogo: la mejora humana, la búsqueda de la plenitud. Ambos discurren en un principio por vías paralelas buscando la mejora de la salud física, psíquica e incluso espiritual de las personas. Ambos persiguen el ideal de la felicidad y la eliminación del dolor, del sufrimiento, de la muerte. E incluso se mantienen cerca en el intento de eliminar el sentimiento de culpa bien sea por la vía del perdón o bien por la terapia psicológica.

Los itinerarios se distancian cuando en el ensayo religioso sobre la salvación aparecen las categorías de pecado, redención, justificación. Aquí comienza la confusión de lenguas entre la religión y la ciencia, entre teólogos y científicos. Vuelve a suceder aquí lo que sucedió ya en la famosa historia de la torre de Babel. El relato bíblico subraya la confusión de lenguas como la expresión suprema del caos social. El fenómeno se repite hoy: hay una confusión de lenguajes cuando la teología y el transhumanismo hablan de mejora humana, de salvación, de inmortalidad.

El divorcio de los dos ensayos se va intensificando a medida que aparecen las cuestiones sobre lo que significa el ser humano, la mejora humana, la calidad de vida, la verdadera felicidad. Pero el divorcio es casi total cuando se trata de abordar el desafío de la muerte o de hacer propuestas sobre la vida más allá de esta vida. La diferencia entre la inmortalidad terrena preconizada por algunos representantes del transhumanismo y la resurrección confesada por las iglesias cristianas es muy grande. Esta distancia es un desafío para el diálogo entre la razón y la fe, la ciencia y la religión. Aquí el salto es verdaderamente cualitativo.

Hoy es frecuente hablar de «giro copernicano» en referencia a los cambios radicales que se están produciendo en la ciencia y la tecnología y, por consiguiente, en la sociedad. Se trata de cambios tan radicales que cuestionan tradiciones seculares y visiones del mundo otrora consagradas. Dichos cambios dan lugar de forma casi inmediata e insensible a nuevas visiones de la realidad, a nuevas cosmovisiones. Debido al progreso científico y al desarrollo de las nuevas tecnologías está teniendo lugar un verdadero «giro copernicano» en la visión de la realidad, sobre todo, en la visión de la identidad humana.

La teoría heliocéntrica de Copérnico ha dado nombre a la expresión «giro copernicano». Efectivamente, fue un punto de inflexión en la historia de la ciencia, punto de arranque para la astronomía moderna. Cambió la visión del mundo, supuso una verdadera revolución científica. Fue un giro radical de la ciencia. Desde entonces una revolución científica, un giro radical en el conocimiento y en la ciencia se suele calificar como «giro copernicano». Así se calificó a la filosofía de E. Kant, porque suponía un salto cualitativo en el pensamiento filosófico occidental, en la interpretación del conocimiento y de la realidad. En el prólogo a su Crítica de la razón pura, el mismo E. Kant compara el giro que supone su obra en filosofía al giro que supuso la teoría heliocéntrica de Copérnico en la astronomía.

Siguiendo con la misma metáfora, es razonable afirmar que las propuestas del transhumanismo deben ser consideradas como un verdadero «giro copernicano». Suponen una interpretación teórica y práctica radicalmente nueva del ser humano y de la realidad que lo rodea. Este giro no es el resultado de altas elucubraciones metafísicas; es resultado de acelerados y profundos cambios en el conocimiento científico y en el desarrollo tecnológico. De ahí la necesidad de tomar una postura adecuada frente a la ciencia y frente a la técnica. Ni tecnofilia ni tecnofobia.

Hoy se habla también con frecuencia de «un punto de inflexión» cuando las cosas toman un giro totalmente nuevo. La expresión puede referirse a una simple conversación, cuando se cambia de tema o de tono de forma violenta. Puede referirse –y esto es más serio– a la vida de una persona, cuando las circunstancias o la propia orientación de la vida experimentan un cambio radical. Puede referirse a la marcha política, social, económica de un país, de un continente o de este mundo global, cuando los cambios atacan a los fundamentos de la cultura. Entonces el punto de inflexión se convierte en un verdadero giro copernicano. Un punto de inflexión de este tipo lo preconizan quienes conocen a fondo o simplemente se asoman a los postulados y las promesas del transhumanismo. Lo que se preconiza es un posthumanismo.

Cuando tienen lugar cambios tan radicales en la vida de las personas y de la sociedad, cuando tienen lugar verdaderos giros copernicanos, aparecen toda clase de reacciones. Lo estamos comprobando a medida que se va expandiendo la información sobre el transhumanismo y el posthumanismo. Aparece en algunas personas –científicos o no– el entusiasmo desbordado y la seguridad de que, al fin, el paraíso está a las puertas y la conquista de la felicidad plena es cuestión de días. En otras personas aparece el miedo y hasta el pánico irracional pensando que el fin del mundo está próximo y que la catástrofe apocalíptica es inevitable. Y otras personas reaccionan con prudencia y procuran mantener la calma. Saben por la historia que todos los descubrimientos han tenido su lado positivo de progreso y su lado negativo de riesgos. Y saben que, de alguna forma, el hecho de que prevalezcan los beneficios del verdadero progreso o las fatales consecuencias de los riesgos que el progreso lleva consigo, depende, en definitiva, del ejercicio responsable de la libertad humana.

Eso sí, desde ahora conviene decir que el giro copernicano del que estamos hablando es tan profundo y radical que no es comparable a ninguno de los anteriores en la historia. El progreso de la ciencia y el desarrollo de la tecnología están adquiriendo tal poderío que la propia libertad humana, la propia responsabilidad, parecen incapaces de controlar tales procesos. Crece la convicción de que no tenemos ética para tanta ciencia y tanta técnica. Quizá lo más nuevo de la situación consiste precisamente en que los descubrimientos de la ciencia y el desarrollo de la tecnología están traspasando los límites de la libertad. Son de tal poderío y trascendencia que traspasan con mucho el ámbito de la libertad y de la responsabilidad de las personas. Quienes se asoman a los postulados y a las promesas del transhumanismo y del posthumanismo presienten que la ética ya no da de sí para gestionar esta situación, que no tenemos ética para tanta técnica, que no podemos prever ni controlar las consecuencias de estos descubrimientos científicos y de estas posibilidades tecnológicas. Y no por falta de voluntad, sino por falta de capacidad.

Pero, ¿qué es eso del transhumanismo o del posthumanismo para que suponga tal giro copernicano, tal punto de inflexión en la historia de la humanidad? ¿Cuáles son sus propuestas para auspiciar un cambio tan radical en la vida humana? ¿De qué progreso científico y desarrollo tecnológico se trata?

No es lo mismo decir transhumanismo que decir posthumanismo. El primero es una especie de puente hacia el segundo. El transhumanismo es ese tramo laboral y temporal que la ciencia y la técnica deben recorrer para dar paso al advenimiento del posthumanismo. El transhumanismo es lo provisional; el posthumanismo es lo definitivo, si es que cabe hablar de lo definitivo. Lo que sí será definitivo, según las promesas del transhumanismo, será la superación de eso que hasta ahora se ha llamado el humanismo, cristiano o no cristiano. El humanismo, incluso el más moderno e ilustrado, será superado por el posthumanismo.

Después del transhumanismo vendrá el posthumanismo. Como el propio nombre indica, el posthumanismo supone el paso de la humanidad hacia una etapa radicalmente nueva. Se puede hablar de la «nueva humanidad», de la «posthumanidad», pero siempre metafóricamente, puesto que la humanidad que conocemos habrá desaparecido. Será un nuevo estadio que apenas podemos imaginar, puesto que no tenemos experiencias que nos permitan imaginarlo y definirlo. En este sentido, se puede afirmar que ni siquiera es posible proyectarlo y diseñarlo. El progreso científico y el desarrollo tecnológico nos irán llevando de sorpresa en sorpresa. En buena lógica los transhumanistas más radicales consideran que incluso se dejará de hablar de la humanidad. Pues lo que aparecerá en el posthumanismo será otra cosa distinta a lo que actualmente entendemos por humanidad.

¿Podemos imaginar un cambio más radical que el que supone para una persona el hecho que su identidad (conciencia, conocimientos, experiencias, recuerdos...) sea copiada y cargada (uploading) en un mega ordenador, liberándola del sustrato biológico, algo así como mandar esa identidad a la nube? ¿Podemos imaginar siquiera cuál será la consciencia que el futuro sujeto puede tener de su identidad? ¿Es posible imaginarse qué género de humanidad o post-humanidad será esa? Es solo un ejemplo de los cambios radicales que el transhumanismo pronostica para la etapa definitiva del posthumanismo.

De entrada, el transhumanismo ve ese futuro muy positivamente, muy prometedor. De hecho, el símbolo utilizado para nombrar el fenómeno del transhumanismo es el signo más (+). El símbolo que se utiliza ya para abreviar los términos transhumanismo o posthumanismo es H+. El símbolo aparece en la portada del Manifiesto transhumanista.

Las aspiraciones del transhumanismo evocan el lema olímpico, pronunciado por el barón P. de Coubertin en las primeras olimpíadas modernas celebradas en Atenas e ideado por el fraile dominico Henri Didon: «Citius, altius, fortius» ( más rápido, más alto, más fuerte). El transhumanismo apunta a unas metas más rápidas, más altas, más fuertes. Más, más, más...; no cabe el menos, no cabe la marcha atrás. O quizá ya ni siquiera es posible el stop. Sucede con el progreso científicotécnico lo mismo que está sucediendo hoy en día con los récords deportivos o con toda clase de récords Guinness. No hay lugar para el stop, para establecer una meta, para declarar un final. E. Fromm llamó a esta carrera de las marcas y los récords la búsqueda del predominio de la cantidad sobre la calidad. El ideal de la cantidad parece haberse impuesto al ideal de la calidad. Por el contrario, Stuart Mill pedía que se perfeccionara «el Arte de la vida» y se abandonara o se dejara de estar absorbidos por «el Arte de ponerse a la delantera».

Quizá se está volviendo realidad el conocido cuento del «aprendiz de brujo». Un mago aconseja a un perezoso y atolondrado ayudante que cuide su castillo y su laboratorio. El muchacho, impulsado por la pereza y la curiosidad, pronuncia las palabras mágicas y da vida a la escoba y al balde, para que le ahorren el trabajo de barrer y fregar. La escoba y el balde comienzan a moverse. El aprendiz de brujo pierde el control de la situación. No encuentra la fórmula para parar a la escoba y al balde y se produce el gran desastre, ya el agua le llega hasta el cuello. Menos mal que el mago llegó a tiempo de parar el desastre y salvar la situación. La reprimenda fue fuerte, porque la irresponsabilidad había sido grande y el peligro, mortal. Esta fue la recomendación del mago maestro: «Antes de aprender magia y hechicería deberías aprender a ser responsable».

Ya no se trata de la confrontación entre la magia y la responsabilidad. La ciencia y la tecnología no entienden de magia y superstición. Se mueven con unos criterios muy prácticos y muy utilitarios. El verdadero problema que plantea el desarrollo científico y tecnológico actual es de otro tipo. Se trata, sobre todo, de confrontar y armonizar las posibilidades científico-técnicas y las exigencias de la ética. Se trata de armonizar posibilidad y conveniencia.

Un gran desafío para la humanidad en este momento es armonizar el progreso científico-técnico con las exigencias de la ética. Este es un problema que hoy tiene planteado la humanidad: si dispone de ética suficiente para gestionar y controlar las posibilidades científicas y técnicas, para manejar el progreso de forma que pueda garantizar una humanidad siempre mejor. Si la responsabilidad y la ética no son suficientes para mantener bajo control el progreso científico y tecnológico, el desastre puede ser muy grande, el agua nos llegará al cuello y es posible que no aparezca ningún mago maestro a tiempo para salvarnos. Porque ya no bastarán los gritos del aprendiz pidiendo auxilio. Ni bastará la voluntad de un maestro decidido a parar el progreso, a parar la escoba y el balde. Sencillamente ni los gritos de auxilio serán oídos, ni el maestro mago podrá parar el progreso.

Pero, ¿tan copernicano es este giro? Lo es ciertamente desde el punto de vista de las posibilidades de la ciencia y la técnica. ¿En tal punto de inflexión estamos? Depende, en buena medida, de la responsabilidad ética de científicos y técnicos. Pero para enfrentar tamaños desafíos no basta la responsabilidad de científicos y técnicos. Se necesita también la responsabilidad política de los líderes mundiales. Se necesita el concurso de pensadores, educadores, líderes políticos y económicos... y de toda persona que pueda ayudar a clarificar y sostener esa responsabilidad ética. Se necesita lúcido discernimiento, porque es preciso tomar decisiones de hondo calado teniendo en cuenta todos los aspectos de la vida humana.

Vistas las dimensiones de esta problemática, conviene hacer una reflexión previa sobre las actitudes a adoptar ante este «giro copernicano» que supone la propuesta del transhumanismo.

Conviene partir del supuesto de inocencia tanto en los defensores como en los críticos de dicha propuesta transhumanista. Unos y otros buscan lo mejor para la humanidad, una verdadera mejora de la humanidad. Asunto distinto es quién esté más acertado y en qué medida. En todo caso, no es poco adentrarse en la meditación sobre el transhumanismo partiendo del supuesto de inocencia o de buena voluntad.

El Manifiesto transhumanista insiste en este propósito bienintencionado de contribuir a la mejora de la humanidad. Promete luchar contra el envejecimiento y las limitaciones humanas, contra la psicología indeseable y el sufrimiento. Promete utilizar las nuevas tecnologías en provecho de la humanidad, para ampliar las capacidades mentales y físicas, para mejorar la vida de las personas. Augura potenciales beneficios para la humanidad. Advierte contra el peligro del mal uso de las nuevas tecnologías. Defiende el bienestar de toda conciencia y asume muchos principios del humanismo laico moderno. Todos estos propósitos hablan en favor de la recta intención de poner la ciencia y la técnica al servicio de la humanidad. Desde estos propósitos es normal que denuncien la «tecnofobia» de quienes se oponen sistemáticamente a todo progreso científico-técnico.

El supuesto de inocencia significa, en primer lugar, que los defensores del transhumanismo están verdaderamente interesados por la mejora de la humanidad, como repiten sin cesar al señalar el objetivo del transhumanismo. Se da por supuesto esta buena intención y buena voluntad en todos o en la casi totalidad de los investigadores y especialistas de las nuevas tecnologías. En general, solo pretenden inventar para mejorar, hacer nuevos descubrimientos para mejorar las condiciones de la vida humana. Este propósito tiene ya un gran valor ético y merece reconocimiento y gratitud.

Es cierto que algunas aplicaciones del progreso científicotécnico pueden ser discutibles de entrada. Todo desarrollo tecnológico padece cierta ambigüedad. Los mismos instrumentos que permiten identificar y eliminar nuevas enfermedades pueden ser utilizados por ejércitos o por terroristas para provocar enfermedades terroríficas. Por ejemplo, en el ámbito de la defensa, algunas investigaciones están destinadas a la destrucción del enemigo. Algunas de las tecnologías punta de la última generación se han desarrollado precisamente en el ámbito militar. El desarrollo de la nanotecnología puede permitir enviar moscas biónicas espías a cualquier rincón, cueva o campamento enemigo. O puede crear escáneres capaces de leer el pensamiento de la persona escaneada. Muchas de las aplicaciones de los nuevos descubrimientos científicos y de las nuevas tecnologías aireadas por el transhumanismo están destinadas a la defensa. DAPRA son las siglas para designar la Agencia de Proyectos avanzados de investigación para la defensa. Se trata de un organismo militar destinado a la defensa que tiene muy en cuenta y recurre a los nuevos descubrimientos de la ciencia y las nuevas posibilidades tecnológicas.

En este caso el uso de la ciencia y de la técnica tiene como propósito la defensa y la mejora humana de algunos, con el riesgo del deterioro de las condiciones de vida de otros o incluso con el riesgo de su destrucción. Es lo que está sucediendo en las permanentes guerras, declaradas y no declaradas, que continúan justificándose con el mito de la defensa y que siguen produciendo infinidad de víctimas y enorme sufrimiento.

Pero estas aplicaciones bélicas no son necesariamente responsabilidad de los científicos o los técnicos. La gran mayoría de los investigadores no esperan que sus descubrimientos sean utilizados para estos fines. Son más bien responsabilidad de quienes hacen uso de la ciencia y la técnica para un propósito belicista. Lo que está en juego aquí en un primer plano no es, pues, la ética de los científicos y técnicos, sino la responsabilidad ética de quienes usan la ciencia y la tecnología con propósitos bélicos. El uso del progreso científico y tecnológico con estos propósitos agranda el tradicional o eterno problema de la ética de la guerra. El asunto de la guerra ha sido desafío eterno y central para la ética.

No es cierto que la tecnología sea éticamente neutral, como pretenden algunos transhumanistas. Desde su propósito inicial tiene motivaciones y objetivos que la califican éticamente. Pero no se debe demonizar y condenar la ciencia y la técnica pensando en la catástrofe de Hiroshima o en las atrocidades de la guerra. No se debe demonizar el transhumanismo y a sus representantes pensando en los usos perversos que se pueden hacer de los avances científico-técnicos. No está justificada la tecnofobia simplemente porque la técnica puede ser mal utilizada.

El ser humano es un animal tecnológico por naturaleza y por necesidad. Su trabajo está relacionado con la tecnología, desde la más elemental hasta la más avanzada. Como decía Hegel, el trabajo permite al espíritu apropiarse del mundo y permite al ser humano liberarse de muchas esclavitudes. La tecnología es inteligencia práctica o aplicada. Por eso no es justificable la existencia y la actuación de grupos «ecoextremistas o anarquistas salvajes» dedicados a realizar atentados contra científicos y centros de investigación para impedir lo que ellos llaman la «híper-civilización». Dichos grupos suelen estar inspirados por numerosos mitos que pueblan el pasado de la humanidad: el Edén o el jardín de las delicias, el paraíso perdido, la inocencia original o la naturaleza pura, el buen salvaje... Amparados en esos mitos muestran un rechazo visceral a la civilización, al progreso, a la industria, a la ciudad...

Hay ocasiones en las cuales incluso el mejor uso de la ciencia puede dar lugar a resultados imprevistos y no deseados. Un ejemplo muy concreto puede ilustrarlo. Hace algunos años un periódico de Hong Kong ofrecía la siguiente noticia: El progreso de la oſtalmología había conseguido, mediante una intervención quirúrgica, que un ciego de nacimiento llegara a un grado razonable de visión. Pero lo sensacional de la noticia era esto: después de algunas semanas, el ciego que había comenzado a ver se suicidó y dejó una nota explicativa de su decisión. La nota decía así: «He decidido terminar con mi vida, porque este mundo que estoy viendo me ha decepcionado, no es el mundo que yo siempre había imaginado y soñado».

¿Acaso se debe atribuir la responsabilidad de este suicidio a quienes llevaron el progreso de la oſtalmología hasta ese nivel de desarrollo o incluso a quienes realizaron la intervención quirúrgica? Quizá la responsabilidad por tal suicidio hay que achacarla a quienes han o hemos contribuido a crear un mundo tan decepcionante. Incluso pueden tener parte de responsabilidad quienes alimentaron en aquel ciego unas expectativas desproporcionadas de felicidad a través de la educación o deseducación. Uno de los problemas de la educación en esta sociedad del bienestar e incluso en las sociedades del malestar es que se ha olvidado aquel principio tan elemental formulado por Stuart Mill: «No se debe esperar de la vida más de lo que puede dar».

Si pretendiéramos evitar todo uso perverso de los descubrimientos científicos y de las tecnologías, el recurso más eficaz sería eliminar la ciencia y la tecnología. Supondría una vuelta a la era de las cavernas. Hace apenas unos días tuvo lugar un accidente de tráfico en el que murieron tres personas. La investigación sobre las causas del accidente arrojó los siguientes resultados: La velocidad del vehículo en el momento del accidente era de 230 km por hora, una rueda reventó y el conductor perdió totalmente el control del vehículo. ¡Normal a esa velocidad! ¿Tuvo la culpa de este accidente el inventor de la rueda? Incluso podemos preguntarnos más: ¿Tuvo la culpa de ese accidente la compañía que fabricó un vehículo capaz de conseguir esa velocidad? Son miles y quizá millones los conductores que utilizan las mismas ruedas y la misma marca de vehículo y no corren el mismo riesgo. El principal problema, pues, no está en las ruedas ni en la potencia del vehículo, sino en la sensatez y la disciplina del conductor que lo utiliza.

Es cierto que en científicos y técnicos acechan siempre dos grandes tentaciones, aunque en verdad lo mismo sucede en otros ámbitos de la vida y en personas que no se consideran ni científicos ni técnicos.

En primer lugar, está la tentación de la insaciable curiosidad humana. Esta es una tentación incrustada en la misma naturaleza humana. Todos tenemos algo de aprendices de brujo. Unas personas controlan esa tendencia más y otras no la controlan tanto. Pero siempre está esa aspiración a conseguir más y más, de subir «más rápido, más alto, más fuerte». Es la natural curiosidad por lo nuevo, lo desconocido, lo misterioso. Esta debe ser una tentación enorme en los grandes científicos e investigadores, para quienes cada nuevo paso en la investigación supone una enorme puerta hacia nuevos misterios de la naturaleza. No debe ser nada fácil controlar esta curiosidad convertida en una verdadera pasión. En este sentido, es comprensible la curiosidad y la ansiedad que habitan e incitan ciertas propuestas del transhumanismo. Explican, pero no justifican algunos proyectos transhumanistas.

Además, la tentación de la curiosidad está hoy alimentada o, por lo menos, va acompañada de la competitividad. Aquí se dan la mano la política y la economía para azuzar la pasión por el progreso científico y tecnológico. A nadie se le oculta hoy que el primer y principal poder de las personas y de los pueblos es el conocimiento. Desde Bacon se viene repitiendo: «Conocer es poder». Quizá nunca se había visto tan clara la verdad de esta afirmación. Quien llega primero a la información y se apodera del conocimiento tiene todas las de ganar en política y en economía. Por eso la competencia hoy es brutal y, para algunas personas e instituciones, no conoce límites éticos. Manda en la geopolítica. Manda en la economía.

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