Kitabı oku: «Derecho internacional, OCDE y subjetivación financiera», sayfa 3

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Alcance y limitaciones de la lectura propuesta

El objeto problematizado y las características de las preguntas orientadoras determinan los métodos de investigación que deben emplearse.7 De acuerdo con lo anotado previamente, me interesa describir en este libro, entre otros objetivos, cómo la educación financiera tiene por objeto determinar la forma en que las personas comprenden sus relaciones económicas y planean financieramente su futuro. No me ocupo de conocer si ese finalmente será el efecto que tendrá esa educación en su implementación en Colombia o en algunas comunidades académicas específicas.

Examinar esto último ha resultado muy complejo en experiencias comparadas (como lo han intentado Carpena et ál., 2015; Xu & Zia, 2012) y requiere de una investigación de largo aliento, que utilice herramientas diferentes de las que he usado para esta publicación. Adicionalmente, los procesos educativos suelen producir resultados lustros o décadas después de las reformas sectoriales, y la estrategia nacional está aún en sus primeros años de implementación, hasta el punto de que fue (re)lanzada en 2017, como se verá más adelante.

En ese orden de ideas, la apuesta metodológica que el lector encontrará en el trasfondo de esta publicación sigue los siguientes principios: mi análisis no persigue fines meramente exploratorios, sino que cumple un papel interpretativo del fenómeno estudiado; no tengo como punto de partida una pretendida objetividad acrítica del investigador, sino que indago por el sentido del surgimiento, transmisión e implementación de la educación financiera, con una afirmación de la posición desde la cual investigo; no pretendo en consecuencia asumir una postura “neutra, sujeta a los cánones de la medición” (Bonilla-Castro & Rodríguez, 2013, p. 55).

En general, mi comprensión de la educación financiera se apoya en una revisión de material bibliográfico, que me permite caracterizar esa institución. Con este propósito utilizo y examino documentos provenientes del Banco Mundial, la OCDE, el Ministerio de Educación de Colombia, Asobancaria y proyectos educativos institucionales, entre otros, acerca de la pertinencia, contenidos y medios de la educación financiera.

Por otro lado, propongo al lector un análisis textual que nos permita reconocer los usos del discurso de la educación financiera, la forma en que legitima una determinada visión del mundo, al mismo tiempo que incluye una serie de valores acerca de la vida de las personas. Este tipo de análisis complementa la revisión bibliográfica mencionada y constituye un examen que será transversal a lo largo del libro. En particular, será fundamental en el estudio de las ideas, argumentos y justificaciones que acompañan a la educación financiera en su circulación internacional. Esta aproximación pretende develar el efecto de “distorsión, ocultamiento o mantenimiento” de relaciones de poder (Courtis, 2006), que produce el conjunto de recursos institucionales y discursivos sobre la educación financiera.8

Estado del “debate” sobre la educación financiera

El campo de los análisis sobre la educación financiera ha estado dominado por la producción de informes y documentos de política que resaltan los presuntos beneficios y ventajas de la adopción de estrategias nacionales en la materia. Estos documentos han sido producidos o auspiciados por instituciones internacionales como el Banco Mundial, la OCDE y la Corporación Andina de Fomento.

En el plano nacional, existen análisis de Asobancaria, el Ministerio de Educación y diagnósticos de un grupo de entidades públicas que por años han promovido la implementación de la educación financiera. Estos documentos reproducen las justificaciones de sus contrapartes internacionales, agregan algunos elogios (o justificaciones retóricas) y complementan los análisis con algunas referencias al contexto colombiano. De esta manera, las evaluaciones producidas en espacios institucionales han carecido de interés por realizar un diagnóstico crítico de la institución trasplantada, del proceso de importación y de los presupuestos que motivan la implementación de estrategias nacionales de educación financiera.

En el ámbito académico tampoco existe el tipo de análisis propuesto en este libro, mucho menos en relación con la importación de esta institución a Colombia y su articulación en estándares internacionales. En este ámbito existen aproximaciones que se concentran en el “analfabetismo financiero” y que concluyen en la importancia de la implementación de estrategias nacionales de educación financiera. Este tipo de investigaciones entienden la educación financiera como “una forma de inversión en capital humano” que tendrían efectos positivos a nivel individual y colectivo, en particular en cuanto a la estabilidad, salud y competitividad de las economías nacionales (Lussardi & Mitchell, 2013; 2014).

En general, la forma en que surge la educación financiera como un conjunto de estándares jurídicos y de política, en círculos regulatorios auspiciados por instituciones como la OCDE, el Banco Mundial o el Banco de Desarrollo de América Latina (CAF), para luego ser adoptados ampliamente por los Estados, así como la forma en que estos al final los incluyen en el ámbito nacional, constituyen un “punto ciego” que se da por descontado en la bibliografía sobre esta materia.

Este tipo de documentos son en sí mismos parte del trasplante y el lector los encontrará citados a lo largo del libro. En ellos no se toma ninguna distancia respecto del modelo regulatorio promovido e incorporado en el ámbito colombiano. Este material hace parte del objeto de observación, por cuanto corresponde a la plataforma intelectual que da sustento a la agenda por la educación financiera y constituye en buena medida la fuerza retórica que hace circular sus recursos institucionales.

Los principios discursivos y políticos que en el fondo motivan las estrategias nacionales de educación financiera se presentan en las investigaciones existentes como obvios y naturales (tanto en documentos institucionales como académicos). Así, se parte de forma acrítica con la afirmación de una serie de beneficios de la educación financiera como medio para “optimizar” el capital humano, luchar contra la pobreza y evitar crisis como la de 2008.

Igualmente, se asume como punto de partida incontrovertible que las personas deben planear desde temprana edad los riesgos financieros que pueden encontrar a lo largo de la vida (enfermedad, vejez, desempleo), de manera que puedan enfrentarlos individualmente. Para asumir este tipo de contingencias se presume que la educación en el uso de ciertos productos financieros es apenas natural e indispensable: cuentas de ahorros, tarjetas de crédito, seguros de todo tipo, pensiones y ahorros para la jubilación. Todo esto mejoraría las condiciones de la inserción de economías y de su “capital humano” en la globalización contemporánea y en los procesos de integración de mercados.

En otro plano, existe una serie de investigadores que se han interesado por los procesos de extensión de los valores del capitalismo a todas las esferas de la formación y existencia de las personas. Estos procesos han sido observados desde el punto de vista teórico por autores tan disímiles y con aproximaciones de base tan diversas como Michel Foucault (1995; 2005; 2006; 2007; 2011) o Martha C. Nussbaum (2005; 2014). Desde el pensamiento de Foucault es posible establecer una suerte de continuidad (con matices y precisiones posteriores) en los aportes de autores como Giorgio Agamben (2011), Nikolas Rose (1990), Wendy Brown (2015), Christian Laval y Pierre Dardot (2015), Mauricio Lazzarato (2013; 2015) y Byung-Chul Han (2015), como se presentará más adelante.

Más allá de las diferencias de enfoque, en sus trabajos estos autores problematizan esos procesos de financiarización de la vida, al mismo tiempo que critican la naturalización de los valores y principios sobre los que se afincan. Sin duda, este tipo de examen resulta indispensable como punto de partida para este libro. Sin embargo, a partir de estos estudios no se ha efectuado hasta ahora un análisis concreto sobre la educación financiera, sobre el auge de su promoción internacional durante la última década o sobre la comprensión de la sociedad en la que se sustenta.

Por ejemplo, Nussbaum (2014), Brown (2015), Lazzarato (2013) y Laval y Dardot (2015) han advertido mediante abordajes diferentes los efectos de la financiarización de la educación superior y de la transformación del papel de las universidades, pero no se han ocupado de la influencia de esta en los contenidos de la educación básica mediante el proyecto general de la educación financiera o en las iniciativas desplegadas a través de medios de comunicación masiva al respecto.

Por último, existe una bibliografía crítica emergente, aún escasa, que aborda específicamente la educación financiera, en la que es posible encontrar las investigaciones de Langley (2007) sobre el caso estadounidense, Arthur (2012; 2014; 2014b) y Pinto (2016), sobre la experiencia canadiense, así como de Lazarus (2013) y Clarke (2015) acerca de las políticas implementadas en la materia por los gobiernos de Francia y de Reino Unido, respectivamente, de las cuales se toma nota en algunos apartes de este libro.

Por ejemplo, algunos hallazgos de mi investigación acerca de las subjetividades que se pretende forjar a través de la educación financiera (capítulo 6), coinciden parcialmente con algunas de las tesis de Langley y Arthur.9 Igualmente, la pretensión crítica de los valores que subyacen tras la educación financiera es una característica que este libro comparte con los análisis de los autores mencionados. Mi comprensión del tema también converge con estos esfuerzos en cuanto al interés por un análisis que advierta las líneas discursivas con las cuales se promueve la educación financiera, conectadas con una determinada visión del mundo y de los sujetos.

Sin embargo, a diferencia de mi relato, las lecturas existentes poco se interesan por la circulación global de la educación financiera, ni mucho menos por el papel que podría tener el derecho (menos el derecho internacional) en la construcción y difusión de una convergencia global sobre educación financiera. No dan cuenta de las condiciones bajo las cuales se construye una convergencia global en la materia, de su estructura jurídica, ni de las razones que llevan a un país como Colombia (que no hace parte del G8, ni del G20, como los países a los que se asocian sus estudios), a interesarse por adoptar una estrategia nacional de educación financiera, en el marco de su proceso de adhesión a la OCDE.

Por el contrario, sus trabajos se ocupan de la emergente promoción de la educación financiera como formación de inversionistas cotidianos en el marco de la financiarización de la sociedad estadounidense (Langley, 2007); de la iniciativa de educación financiera implementada específicamente en colegios de Ontario (Arthur, 2012; Pinto, 2016); del tono moralizante de los programas de televisión creados para promover la educación financiera en Estados Unidos y Canadá (Arthur, 2014; 2014b); de una descripción del campo de actores que promueven la educación financiera en Francia y su labor de “enmascarar el carácter interesado de sus prácticas” (Lazarus, 2013); así como de una crítica a la idea de resiliencia que se encuentra en la educación financiera en Reino Unido (Clarke, 2015).

Notas

1 El nombre del establecimiento educativo se mantiene en reserva.

2 Aprobado en octubre de 2015.

3 Menos de dos semanas después de su posesión, el presidente de Colombia Iván Duque afirmó en un encuentro gremial la importancia de la educación financiera y su interés por promover esta agenda: “Yo estoy de acuerdo con que necesitamos hacer más promoción. Pero yo quiero también hacer un llamado a todo el gremio. Nosotros no podemos seguir como país tratando de segunda categoría la educación financiera” (Kienyke, 2018).

4 En este sentido, en el plan se destacaba la existencia en ese entonces de veintitrés entidades públicas o privadas con alguna oferta de contenidos en educación financiera y económica, aunque advertía la ausencia de lineamientos que garantizaran la calidad de dichas iniciativas.

5 Para algunos autores la noción de tercer mundo es anacrónica y debe ser evitada, porque no respondería a las realidades diversas de los países que presuntamente lo integran. Sin embargo, para efectos de este proyecto se asume la postura de, por ejemplo, Balakrishnan Rajagopal (2005), B.S. Chimni (2006a) y Celine Tan (2011), quienes insisten en las ventajas de su uso. El derecho internacional tiende a presentar una serie de instituciones como universales, abstractas, generales, construidas en beneficio de los pueblos de todo el mundo. La noción de tercer mundo permite recordar “una historia de sujeción al colonialismo, y/o el continuado subdesarrollo y marginalización de países de Asia, África y Latinoamérica” (Chimni, 2006a). Esta historia común de un grupo de pueblos permite oponerse al interés de promover políticas definidas a partir de los modelos de regulación e intercambio del primer mundo, con la apariencia de universalismos y abstracciones. De esta manera, el uso de la noción de tercer mundo constituye una reivindicación del papel del pasado en el funcionamiento del derecho internacional contemporáneo y de la forma en que la historia constituye una fuente de obligaciones, con el fin de reparar relaciones desiguales de distribución y ejercicio del poder en la escena global (Orford, 2016). Sobre este debate también puede verse los comentarios de Malcolm Shaw (2008, p. 38).

6 Sobre la noción de transferencia de política, véase nota 9 del siguiente capítulo. Asimismo, puede verse Stone, 2004.

7 Para el efecto me apoyo en las tres tesis fundamentales de la reflexión de Bonilla y Rodríguez sobre los métodos de investigación, a las cuales remito al lector: “1. Las dimensiones cualificables y cuantificables del mundo objetivo no deben percibirse como realidades excluyentes. Por lo tanto, los métodos de investigación cualitativos y cuantitativos deben utilizarse como herramientas complementarias de indagación. 2. El criterio más adecuado para seleccionar un método está determinado, en primera instancia, por la naturaleza del problema que se investiga. En otras palabras, el método no debe imponer como se estudia la realidad, sino que por el contrario, son las propiedades de la realidad las que deben determinar el método o los métodos a ser usados. 3. El reto que enfrentan los investigadores no estriba en la capacidad de cualificar o cuantificar separadamente un fenómeno social para comprenderlo en una u otra dimensión, sino en cuantificarlo y calificarlo simultáneamente, para aprehenderlo en todas sus dimensiones” (Bonilla-Castro & Rodríguez, 2013, p. 26).

8 Como señalé previamente, mi análisis de la educación financiera no se apoya en una exploración sociológica sobre la forma en que los directivos docentes, los profesores, los estudiantes y la población en general, la acogen, resisten o rechazan.

9 Existen importantes diferencias en cuanto al tipo de aproximación que propongo en este libro, frente a la lectura de Arthur, desde el punto de vista teórico, así como respecto de la comprensión misma del problema estudiado. Estas diferencias marcan de alguna forma la especificidad del presente trabajo. Desde un punto de partida teórico que combina la obra de Pierre Bourdieu, marxismo, la noción de destrucción creativa de Joseph Schumpeter y la “crítica genealógica” de Michel Foucault, Arthur encuentra, entre otras conclusiones, que la educación financiera constituye una “forma de guerra de clases”, en la que prima una visión consumista, que al final resultará inefectiva para asistir a los individuos en la gestión social de riesgos económicos creados. Arthur enmarca su análisis de la ineficacia de la educación financiera, a la luz de las que considera “tendencias” estructurales de la economía globalizada, inherentes al capitalismo, que conducen a ciclos de crisis recurrentes (Arthur, 2012).

Capítulo 2
Claves de lectura

El planteamiento de un problema y la formulación de una hipótesis para comprenderlo tienen importantes efectos en el conjunto de teorías que deben utilizarse como marco interpretativo y, en el largo plazo, también tienen efectos en la comprensión del objeto de una ciencia o de una disciplina (Daros, 2002).

Sin perjuicio de un mayor desarrollo a lo largo del libro, el lector encontrará en este capítulo una breve referencia a las líneas teóricas centrales desde las cuales avanzo en posteriores capítulos hacia una comprensión de la educación financiera. Esta sección gira entonces en torno a una serie de conceptos que permiten organizar las hipótesis y relacionarlas con hallazgos que de otra manera podrían parecer aislados (Perry-Kessaris, 2013).

Para el efecto, mi lectura se apoya en las nociones de derecho blando, trasplante jurídico, redes de gobernanza, dinámica de la diferencia y tecnologías neoliberales de gobierno de subjetividades, para dar cuenta del proceso de circulación y transferencia a Colombia de una institución como la educación financiera.

Avanzo así desde una base que hace posible interpretar los procesos de transformación de los mecanismos de operación del derecho internacional, ocurrida en las condiciones actuales de la gobernanza global, en articulación con su interés por influir en la formación de subjetividades. A pesar de registrar esa transformación, encuentro que persisten estructuras jerárquicas en la forma en que se producen, circulan y justifican estándares y modelos regulatorios en el ámbito global.

Derecho blando

Incluso las caracterizaciones más tradicionales del derecho internacional reconocen desde hace décadas que el proceso de formación de reglas no corresponde exclusivamente a la celebración de tratados, a la formación de normas de derecho internacional consuetudinario ni de principios generales del derecho (fuentes por excelencia del derecho internacional a partir de lo dispuesto en el artículo 38 del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia). Sin desconocer la importancia de estos tipos de fuentes del derecho internacional, se admite de manera cada vez más frecuente la formación de estándares en el seno de organizaciones internacionales, con diversos niveles de influencia y vinculatoriedad.

Dunoff, Ratner y Wippman (2010, p. 27) advierten, por ejemplo, que las organizaciones internacionales han abierto la posibilidad a “nuevas formas de creación del derecho, que incluyen formas administrativas de producción de reglas por parte de cuerpos ejecutivos en los que solo unos miembros de la organización tienen asiento”. Estas formas de producción del derecho, a pesar de ser muy diversas, se agrupan comúnmente en la noción de derecho blando (soft law). Estas operan en casos en los que los Estados se muestran renuentes a aprobar tratados, en materias como telecomunicaciones, inversión extranjera y derechos humanos.

En estos asuntos, los Estados consideran que la forma regulatoria que ofrecen los tratados o las reglas de derecho internacional consuetudinario (probablemente por ser fuentes vinculantes) tienden a ser muy rígidas o muy lentas en su formación. Los Estados también muestran reticencia frente a aceptar reglas obligatorias en ciertas materias. Estas razones los lleva a recurrir a fórmulas que, sin ser obligatorias jurídicamente, les permiten precisar líneas de conducta deseables de manera técnica, flexible y rápida (Chinkin, 1989).

Dunoff, Ratner y Wippman (2010) observan que esta actividad de producción del derecho ha resultado en una gran variedad de “instrumentos cuasilegales, que van desde pronunciamientos de organizaciones internacionales hasta estándares y códigos de conducta promulgados por grupos industriales; estos diversos instrumentos son clasificados frecuentemente como derecho blando”. Estos estándares de derecho blando, anotan, “no son formal y jurídicamente vinculantes, pero la línea entre lo vinculante y lo no vinculante puede ser difícil de trazar y menos significativa de lo que uno podría esperar” (Dunoff, Ratner & Wippman, 2010).

Estos estándares rompen entonces la distinción de los materiales que conforman el derecho internacional entre “vinculantes” y no “vinculantes”, para admitir una amplia gama de posibilidades de incidencia sobre el comportamiento de los Estados, que varían en función de su precisión, autoridad y aplicación. Es decir, la vinculatoriedad es un asunto de grado y no un atributo que siempre se identifica de forma concluyente. Por esto, muchos estándares que se clasifican habitualmente como derecho blando y que podrían desestimarse por no ser enteramente vinculantes en derecho, llegan a tener una incidencia significativa en la conducta de los Estados y en sus regulaciones locales. Lo opuesto también es posible, es decir, que lo contenido en algunos tratados pueda llegar a calificarse como soft law, dado que sus normas establecen obligaciones blandas, como metas generales (Chinkin, 1989), de manera que carecen de suficiente precisión, autoridad y aplicación.1

Tradicionalmente este tipo de materiales con relevancia jurídica se agrupan en los libros de texto bajo la categoría de soft law y ocupan un lugar relativamente marginal en la narrativa sobre las fuentes del derecho internacional.2 Así, ese concepto tiene en sí misma una pretensión normalizadora de un fenómeno que desborda los supuestos de la teoría de fuentes del derecho internacional (Weiss, 2015, p. 49). En ese sentido, el derecho blando resulta relevante en la práctica (porque define líneas de actuación para Estados, comunidades e individuos), pero tiene unas características que lo hacen difícilmente “clasificable” entre las fuentes de decisión judicial previstas en el artículo 38 del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia.3

Sin embargo, la realidad no sigue las categorías jurídicas definidas a priori y los diferentes actores que participan de la difusión, interpretación, aplicación, enseñanza y exigibilidad del derecho internacional no piensan necesariamente en las fuentes que legítimamente pueden ser utilizadas ante la Corte Internacional de Justicia, espacio que puede estar lejos de interesarles.4 Como lo indica Onuma, los actores que en la vida diaria utilizan, difunden y discuten sobre derecho internacional no actúan a “la sombra del tribunal”, es decir, no siguen los códigos de uso de reglas y estándares que exige una eventual intervención ante la Corte Internacional de Justicia (2010, p. 208). El artículo 38 del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia prevé entonces reglas de adjudicación, relativas a la forma en que deberán dirimirse controversias o asuntos sometidos a ese tribunal, pero esta norma no debe comprenderse como una limitación de las diversas formas que pueden presentar las reglas y estándares que definen marcos de actuación para los Estados y otros participantes del derecho internacional (reglas de conducta).5

En términos de mecanismos para su ejecución (enforcement), el derecho blando no consiste en normas de conducta que en caso de ser incumplidas acarrearán una sanción para el Estado concernido. Sobra decir que esto, en el caso del derecho internacional, tiene una significación y eficacia diferentes frente a lo que ocurre en los ordenamientos internos (Akehurst, 1979). Como sugiere Merry, al rescatar la analogía sugerida por Hans Kelsen entre el derecho internacional y el orden jurídico de comunidades primitivas (dado que ambos carecerían de órganos centralizados de creación y aplicación del derecho), el cumplimiento de las reglas en esos dos escenarios depende de “la costumbre, la presión social, la colaboración y las negociaciones entre las partes para desarrollar reglas y resolver conflictos” (2006, p. 101). En particular, una razón decisiva para el seguimiento de las reglas del derecho internacional siempre ha sido la presión social por parecer una nación civilizada ante sus pares en la escena internacional (Anghie, 2004; Merry, 2006; Golove & Hulsebosch, 2010; Eslava, Obregón, & Urueña, 2016).

Esta característica se hace aún más notoria en el caso de estándares de soft law. La desviación del comportamiento de un Estado frente a estándares de este tipo no supone una sanción ejercida por un órgano centralizado (algo que raramente ocurre en el derecho internacional) ni represalias directas, determinadas y ejecutadas motu propio por otros Estados (de uso más frecuente en materia internacional). El incumplimiento de este tipo de directrices de soft law conlleva algo que escapa al análisis estrictamente jurídico y se explica debido a la interdependencia en las relaciones internacionales.

En tales casos, la desviación del comportamiento de un miembro de la comunidad internacional frente a estos parámetros trae como consecuencia descrédito y un costo significativo en términos reputacionales. Así, el seguimiento y el cumplimiento de este tipo de estándares no corresponde a procesos de orden estrictamente jurídico (que se hagan efectivos a través de mecanismos judiciales o cuasijudiciales), sino a mecanismos “blandos”, como la presión social o entre pares, la persuasión, el interés, la imitación o la movilización de la vergüenza (shaming). Estos mecanismos están directamente relacionados con el prestigio y el número de actores involucrados en la producción de estándares y materiales jurídicos, así como al “temor a la marginación de un proceso de desarrollo” (Weiss, 2015, pp. 53-54). Como lo señala Celine Tan, “los Estados aceptan cambios regulatorios no solo porque el derecho internacional los obligue, sino porque su adopción resulta necesaria para demostrar la elegibilidad del Estado en la membresía de la economía integrada, globalizada” (2013, p. 34).

En estos términos, la definición de preferencias e inclinaciones de los Estados se explica por referencia a factores como la interdependencia en las relaciones internacionales;6 los cambios en las agendas de seguridad de cada nación que hacen cada vez más costoso e improbable el uso de sanciones militares o económicas directas; la fragmentación del poder global en los planos militar, económico, comercial, cultural, ideológico; y el ascenso de actores no estatales, que han cobrado importancia en las últimas tres década, en cuanto a la formación y trasferencia de marcos regulatorios y modelos de gobierno.7 También responde a una complementación de las políticas exteriores basadas en una lógica de competencia por el poder en la escena internacional, con la construcción de consensos para efectos de cooperación en asuntos que se presentan como amenazas o retos colectivos (Nye, 1990; Dunoff, Ratner, & Wippman, 2010, p. 647).

Todo lo anterior permite reconocer la importancia jurídica y política de los estándares sobre educación financiera, principalmente contenidos en las recomendaciones del Consejo de la OCDE y del G20. Esto puede prevenir la inclinación a desconocer, a partir de una comprensión muy rígida del derecho, la influencia de las recomendaciones y códigos de buenas prácticas de la OCDE, como marcos que orientan el comportamiento de los Estados y los llevan a reformas legales e institucionales en el plano interno. De acuerdo con los anteriores supuestos, es posible caracterizar, como punto de partida, los estándares internacionales sobre educación financiera como derecho internacional.

Asimismo, este punto de partida permite comprender las razones por las cuales los Estados, las sociedades y los sujetos se inclinan a seguir, a respetar, a apreciar y a cumplir estándares de derecho internacional que presentan un carácter blando, que no responden necesariamente al temor de una sanción administrada por un órgano centralizado o a represalias ejecutadas por los propios Estados. Por el contrario, esas razones remiten a mecanismos blandos de incidencia de unos Estados sobre otros, a factores culturales, ideológicos y, en general, a las condiciones bajo las cuales opera el proceso de socialización entre Estados y a la necesaria interdependencia entre ellos (Goodman & Jinks, 2013).

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