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Kitabı oku: «Los hermanos Plantagenet», sayfa 5

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VIII
UN INSTRUMENTO ROTO

RETROCEDAMOS.

Dos horas antes de los acontecimientos que acabamos de describir, dejamos al judío Saul ó Agiab esperando aún en la sala de armas de la casa de lady Ester, á tiempo que Ricardo Espada-larga salía con Ketti en dirección á Sowttwark.

Tiempo es ya de que nos ocupemos de este personaje, que paseaba impaciente por delante de la puerta que de una manera tan descortés le había sido cerrada por la insolente doméstica, que había introducido un hombre á quien él, según veremos, tenía poderosos motivos para aborrecer, en el retrete de una mujer que adoraba.

Quien haya conocido el amor en toda su extensión, podrá formar una idea exacta del furor del israelita; añádase á esto que al que nos ocupa le había cabido en suerte, al nacer, una de esas irresistibles propensiones de dominio y de orgullo, con un carácter á propósito para adoptar cualquier medio, por deshonroso ó criminal que fuese, una vez herido en sus pasiones.

Nada más cruel, nada más implacable que un hombre que ama y se cree amado, cuando la fatalidad le muestra que el amor sólo está de su parte; que ha sido, en fin, el juguete de una mujer. En este estado se encontraba Saul cuando pasó delante de él el orgulloso y afortunado Espada-larga.

La puerta que comunicaba con el retrete de la hermosa condesa de Salisbury había quedado abierta; Saul la empujó, y antes de levantar el tapiz, observó, oculto tras sus plegaduras, á Ester.

La joven permanecía abandonada en el sillón, pensativa y replegada en sí misma, gozando con el recuerdo de Ricardo. Le amaba, y en su semblante estaba pintado todo su amor; amor confiado, inmenso, sublimado por cuatro años de ausencia y de esperanza; amor impaciente, que se pintaba de una manera enérgica en sus ojos; que se revelaba en la agitación de su hermoso seno.

El israelita no pudo sufrir más, y se presentó de repente, adelantando mudo y mesurado hacia Ester, que no reparó en él; Ester soñaba despierta.

Un momento permaneció Saul inmóvil, con la vista fija devorando á la joven; al fin dijo en un acento que el furor hacía trémulo:

– Milady: ¡Dios os bendiga!

Ester volvió en sí al sonido de aquella voz, y frunció el soberbio entrecejo al ver á Saul; pero aquella expresión de un marcado disgusto fué reemplazada instantáneamente por una glacial y reservada indiferencia.

– Que Dios os proteja, Saul, contestó volviendo á su silencio.

Jamás había sido recibido el judío de un modo tan extraño; siempre había encontrado una sonrisa en la hermosa boca de la joven lady; siempre una mirada afectuosa de ella había contestado á su mirada de amor. Saul conoció que se hallaba colocado en una posición ambigua.

– He venido, señora, á ofrecerme á vos como acompañante para el festín de esta noche, dijo haciendo un esfuerzo sobre sí.

Ester no contestó; seguía abismada en su meditación. Saul se mordió con furor el labio inferior devorando un rugido. Después, olvidando la prudencia, se desbordó.

– Paréceme, señora, dijo, que mi posición respecto á vos es hoy enteramente distinta de lo que era ayer.

– ¿Quién habla así delante de mí? exclamó lady Ester levantándose en un ademán tan soberbio, que hizo retroceder á Saul; ¿quién se atreve á entrar en el retrete de la condesa de Salisbury sin su consentimiento?

– ¡Yo! contestó con impudencia Saul; yo, que me creo con tanto derecho, si no con más, que quien acaba de salir de él.

– ¡Miserable judío! gritó lady Ester sin cuidarse de ser escuchada; ¡perro infiel, á quien yo he admitido á mi presencia como se admite un bufón ó una bailarina!.. ¿habíais llegado á creer, miserable, que la hija de mi padre había fijado su atención en tí, mas que como en un objeto de diversión? ¿que te había igualado á un buen caballero, á Espada-larga, hermano de armas de Corazón-de-León?

– ¿Es decir, á un soldado de fortuna, á un hombre encontrado en su infancia en las gradas de Westminster? ¿Y por qué no? ¿Porque soy judío, porque pertenezco á una gran nación, que no tiene otra mancha que haber sido vencida? ¡Bah! lady Ester, si vos sois entre los vuestros una noble descendiente de los Salisbury, yo soy rey entre los míos. El nombre de Saul está escrito con letras de oro en la historia de mi pueblo. Y luego, no debiérais desdeñarme, porque si yo soy judío, judía sois vos, porque era judía vuestra madre.

– ¡Mientes! miserable, como miente un judío. ¿Quieres saber por qué yo he doblegado mi orgullo hasta cruzar mi palabra con la tuya? ¿Sabes por qué yo he consentido que alientes una esperanza hacia mí?

– Vuestro padre había desaparecido, había muerto tal vez, y queríais vengarle; yo os vi hermosa como las vírgenes de mi pueblo y noble y grande como las heroínas de nuestra historia. Fuisteis para mí un tesoro de recuerdos perdidos, una ambición gigante, un sueño eterno y apenador. Para llegar á vos, para hacerme reparar de vos, necesitaba elevarme. Era rico, y arrojé el oro con largueza. ¡Por el padre Abraham, señora! Esos orgullosos lores y barones me admitieron entre sí, porque mi oro entraba á manos llenas en sus arcas. La reina regente, Eleonora de Guiene, necesitaba mucho oro para alentar el bando que debía destronar á Ricardo y colocar en su trono á Juan-sin-tierra. Era necesario comprar á un precio exorbitante la traición de esos rancios nobles cristianísimos, y el judío infiel derramó profusamente su dinero á trueque de ser admitido á sus festines y á sus cabalgatas, donde solía veros alguna vez. El conoceros, señora, me ha costado un tesoro; el llegar hasta vos lo debo á la casualidad.

La joven callaba con visibles señales de disgusto.

– Mi amor no os fué desconocido mucho tiempo, y le alentasteis, señora, porque os convenía. Sospechabais que vuestro padre había sido muerto por el rebelde Obispo de Eli, á quien en vez de mostrar odio mostrasteis amor. El Obispo es un imbécil, y creyó que le amabais. Vos le esplorásteis, vuestras dudas acerca del misterioso paradero de vuestro padre se tornaron en certidumbre. Entonces dijisteis: «Es necesario que este hombre muera; buscaré un enemigo poderoso é implacable…» Dios me arrojó entonces junto á vos; leísteis en mí un amor loco, sin más ambición que vos, intenso lo bastante para doblegarme á servir vuestra venganza sin condiciones. Si vos me hubierais dicho: «Necesito la vida del Obispo,» yo os hubiera traído su cabeza; pero os guardasteis bien de hacerlo: demandar un sacrificio es obligarse á otro sacrificio, y vos, pensadora más de lo que vuestra edad promete, elegisteis un camino más largo pero más seguro. Alentásteis mi amor, lo elevásteis hasta la locura, y cuando le vísteis bastante empeñado para ser indomable, lo herísteis, señora, desdeñándome por el Obispo. Los celos surgieron del fondo de mi alma, y ansié matar al Obispo. Vos sabíais demasiado que esto debía suceder. Pues bien, escuchad: ¿oís ese rumor lejano que se pierde en dirección del cuartel de la Torre?

Ester, hasta entonces indiferente y glacial, escuchó un momento de una manera casi involuntaria.

En efecto, perdidas en el silencio, llegaban hasta allí las voces del motín de Tames-Streed; el judío abrió la ventana y dijo:

– Mirad, milady; ¿veis aquel resplandor rojizo que se levanta sobre Sowttwark? Es un incendio. ¿Y sabéis qué pide ese pueblo que incendia y grita? La cabeza del canciller, de Eleonora y de Juan-sin-tierra.

Ester dió un grito de alegría y se arrojó á la ventana, junto á la cual estaba Saul. El incendio había crecido de una manera horrorosa; el arrabal de Sowttwark era una inmensa hoguera; sus habitantes, arrojados de él por las llamas, exasperados por las pérdidas que les ocasionaba el incendio, habían corrido frenéticos á engrosar el tumulto, y sus gritos se elevaban, subiendo como un alarido infernal á la misma altura que las más elevadas aristas del incendio; las tinieblas habían cedido á su resplandor, y un rojizo reflejo inundaba á Londres, al Támesis y á los campos, iluminando al par la ventana sobre cuya balaustrada adelantaba Ester su cabeza con la misma expresión de cruel alegría que debió pintarse en el rostro de Nerón al ver á sus pies á Roma convertida en una hoguera.

Ester leía harto claro su venganza en aquel terrible motín, y gozándola de antemano, estaba más hermosa que nunca, con toda la terrible grandeza de su belleza, valiente, audaz, devorando en una ojeada aquel aterrador panorama. Saul se sintió desfallecer; su amor llegó al frenesí, y su brazo atrevido rodeó la esbelta cintura de la joven.

Su primer movimiento al sentirse asida fué una explosión de orgullo indomable, inmenso, que aterró á Saul, haciéndole caer de rodillas á sus plantas.

– ¡Salid, miserable! gritó la joven; salid, ú os mando apalear por mis esclavos.

– ¡Ester, perdón! gritó desesperado Saul; ¡perdón! Yo te adoro, y prefiero morir á provocar tu enojo; desdéñame, insúltame, pero no me arrojes de tu lado.

– Salid, repitió Ester cada vez más implacable, mientras Saul se arrastraba á sus pies.

– Ama á Ricardo, dijo el judío con voz desfallecida; ámale, pero déjame que te vea; yo seré tu esclavo, el suyo…

– ¡Salid! gritó con doble furor Ester.

– Pues bien, no saldré, dijo el judío levantándose con energía; llamad á vuestros esclavos, llamadlos si os atrevéis.

Ester se dejó caer fatigada sobre el sillón.

– Lo veo; he sido un instrumento para vos, que rompéis cuando no os sirve: en buen hora; pero tened cuenta con mi venganza.

– Sois un miserable, Saul, y me obligaréis á dar un escándalo en mi casa.

– Escándalo por escándalo; no saldré de aquí sin haberos deshonrado, dijo el hebreo yendo á cerrar las puertas del retrete. Pero en aquel momento, y antes de que Ester tuviese tiempo de llamar á su servidumbre, un hombre entró en el retrete, envuelto en un ancho manto cuya capucha echó atrás, dejando ver un semblante anciano y venerable.

– Parece que he llegado á tiempo, hija mía, dijo el nuevo interlocutor.

– ¡Ah! ¡padre mío! ¡bien venido sois siempre! ¡Dios os envía!

Saul quedó inmóvil como una estatua junto á la puerta que había ido á cerrar.

– En cuanto á vos, señor Agiab, haréis bien de poneros en salvo y ver si podéis salvar algo de vuestro oro antes de que el pueblo llegue á vuestra casa.

Sea que el judío temiese verdaderamente por sí, sea que aprovechase aquella oportunidad para salir de una posición difícil, desapareció por la puerta más cercana, arrojando una mirada desesperada á Ester.

– Tengo que hablarte, hija mía, dijo el anciano cuando quedaron solos.

– Os escucho, padre mío, contestó Ester.

– No, aquí no; pudieran oirnos.

Lady Ester tomó la lámpara que ardía sobre la mesa, y salió del retrete acompañada del anciano.

IX
UNA SORPRESA

ME podréis decir, Surrey, ¿qué resplandor es ese que se levanta sobre Sowttwark? ¿Han enloquecido los ingleses, ó adivinado nuestra llegada alumbrándola con el incendio?

Quien hacía esta pregunta á lord John Surrey, conde de Surrey, era el mismo personaje que al principiar nuestro relato vimos apoyado en un mástil sobre la popa de una galera, que abandonamos en razón á lo lento de su marcha.

Cuatro horas habían trascurrido desde entonces, y al fin la galera llegaba al muelle de London-Bridge.

En la cámara de la galera había cuatro personas. La que había interrogado á Surrey, era un hombre de cuarenta y dos años, de aspecto severo y feroz, de alta estatura, y vestido con un camisote de mallas. Lord Surrey era un joven de semblante franco, estatura mediana aunque membruda, tez atezada y mirada atrevida. Junto á él había otro personaje, pálido, austero, de faz orgullosa y mirada indomable: era el conde de Exes; y últimamente, un segundón de la casa Nortumberland, joven y de aventajada estatura, estaba apoyado en su espada en un ángulo de la cámara.

Todos estos personajes llevaban sobrevestas de ante, y cruces rojas en el pecho.

– ¡ Por San Jorge! milores, dijo el hombre que había interrogado á Surrey, hemos llegado, y haríamos bien en ponernos los arneses. Paréceme que habremos de llamar con las hachas en las puertas de nuestra casa.

Los tres lores descolgaron una pesada armadura de un costado de la cámara, y la ciñeron al que había hecho aquella prudente observación. Después se armaron prontamente, y cuando estuvieron cubiertos de hierro hasta los ojos, el primero tomó un pendón rojo, se dirigió á la puerta y dijo:

– Ola, maese Sult; haced que la galera aferre á la orilla, que se eche un puente, y que desembarquen nuestros caballos.

Esta orden fué obedecida al momento, y poco tiempo después los cuatro jinetes llegaron junto al rastrillo de un postigo de la muralla flanqueado por dos torreones.

– Un ¿quién va? lanzado desde las almenas, fué contestado por la robusta voz de uno de los cuatro.

– ¡Inglaterra! gritó.

Hundióse el ballestero tras las almenas, y poco después cayó rechinando el rastrillo sobre el foso. Un capitán seguido de cuatro ballesteros se adelantó á reconocer á los que llegaban.

– ¿Quiénes sois? les preguntó.

– Adelantad solo con una antorcha, dijo Surrey.

El capitán adelantó y el hombre atlético volviendo la grupa de su caballo á los archeros, se levantó la visera y dejó ver su rostro al capitán. Este se descubrió apresuradamente.

– Poneos la gorra y marchad en silencio delante de nosotros, añadió aquel hombre calando de nuevo su visera.

El capitán obedeció. Los cuatro jinetes, precedidos del capitán, pasaron el rastrillo, que volvió á caer tras ellos.

A este tiempo los gritos y el alboroto de Tames-Streed llegaban á su colmo.

– ¿Por qué gritan de esa manera, capitán? ¿qué hacen los archeros que no dispersan á esa insolente multitud?

– No tenemos orden, señor.

– ¿Y qué hacen el canciller y el príncipe Juan?

– Conspirar.

– ¡Capitán!..

– Conspirar, señor.

– ¡Ola! esto es serio, observó el hombre que así interrogaba, lanzando una mirada desde el collado de la Torre, adonde habían llegado, sobre Tames-Square; muy serio, milores, y con especialidad para la reina regente, el príncipe, el canciller y el Justiciero; oid cómo piden sus cabezas.

En efecto, el pueblo ahullaba embistiendo la Torre. De en medio de este tumulto salieron otras voces numerosas y atronadoras.

– Viva el rey Juan, abajo los tributos.

– Viva el rey Ricardo, gritó otra voz que dominó las demás como el trueno domina los mugidos del huracán.

– ¡Por San Bridge! exclamó el caballero que observaba sobre la colina; así Dios me salve, como esa es la voz de mi valiente Espada-larga. Capitán, volved á vuestro puesto. Milores, la guerra civil estalla. ¡A Tames-Square! ¡Adelante mi pendón!

Surrey picó el caballo, llevando desplegado un pendón rojo; tras él aguijaron sus caballos los otros tres caballeros, y bien pronto rompieron á cuchilladas por medio de la turba, entrando en Tames-Square; por la parte opuesta, un hombre solo á caballo, sin más armas que una espada, rompía por medio de la multitud hiriéndola y gritando:

– ¡Viva el rey Ricardo!

– ¡Viva el rey Ricardo! gritaron los tres caballeros que seguían al hombre atlético, que hería á diestro y siniestro, haciendo silvar en torno suyo una pesada hacha de armas.

La luz de las hachas de los amotinados reflejaba en las armaduras de los cuatro hombres; la del de la hacha de armas era dorada, y en torno de su yelmo se veía una corona real, al mismo tiempo que en su escudo un blasón con un león rapante en campo de oro.

– ¿Quién se atreve á llevar en Londres arnés y pendón real? gritó un jayán fornido, encarándose al de la armadura dorada.

El preguntado se levantó la visera, y dejó ver á la luz de los hachones que le rodeaban su severo semblante.

El jayán cayó de rodillas.

– Salud, señor, dijo, y luego levantándose gritó arrojando su gorro al aire: ¡Viva el rey! ¡el rey ha vuelto! ¡el rey está en Londres!

– Ese no es el rey, gritó una vieja. Ricardo Corazón-de-León no volvería de noche y tan de tapada; Ricardo ha muerto. ¡Viva el rey Juan!

– Adelante, milores, adelante, gritó el de las armas doradas; yo enseñaré á esos traidores á que conozcan á su rey.

Pero era poco menos que imposible atravesar la multitud, que se había agrupado en torno de los cuatro jinetes, y les alumbraban con un centenar de hachas.

– Es el rey, gritó el jayán deteniendo, á pique de ser atropellado, el caballo de Ricardo Corazón-de-León (que él era en fin); es el rey. ¿No hay quien lo reconozca entre tantos?

– Sí, sí, gritaron un millar de voces: ¡Viva el rey!

Corazón-de-León se levantó sobre los estribos y extendió su brazo armado en un imperioso ademán de silencio; la multitud calló como por ensalmo, distraída de su objeto anterior por otro nuevo.

– ¿Qué hacen los habitantes de la buena y leal ciudad de Londres? gritó Corazón-de-León en una voz que se dejó oir de todos; ¿por qué incendian mi corte y asaltan mi castillo?

– ¡Pan, señor, pan! gritó el pueblo en coro.

– ¡Abajo los tributos!

– ¡La cabeza del Obispo!

El tumulto volvía; algunas voces sin eco gritaron:

– ¡Viva el rey Juan!

– Corazón-de-León perdió la paciencia.

– ¡Silencio, digo! gritó amenazando á la multitud con su hacha de armas, que calló á este ademán volviendose toda oidos. ¡Silencio y plaza al rey! Que el pueblo elija una diputación, y que esta diputación se nos presente al momento en la sala del Consejo de White-Tower. ¡Adelante, Surrey, adelante mi pendón!

El pueblo calla mientras espera. Surrey adelantó por medio de las turbas, que abrían calle, y la escasa comitiva real llegó al rastrillo de la fortaleza; en aquel punto Espada-larga plantó su caballo junto al del rey, que al verle le tendió la mano estrechándosela como se la hubiera estrechado á un hermano.

A la vista del pendón real, el rastrillo de la Torre se levantó dando paso al rey, á Espada-larga, Surrey, Esex, y Nortumberland.

Cerróse tras ellos, y el rey y su comitiva descabalgaron, pasando entre multitud de hombres que presentaban asombrados sus armas al ver á Corazón-de-León. Las cóncavas bóvedas de la Torre gemían al eco de las aclamaciones de los soldados, que llegado el rey á la sala del Consejo se agruparon á la puerta.

Corazón-de-León adelantó hasta el trono, subió sus gradas y ocupó la silla real, siempre apoyado en su hacha de armas. Rodeábanle en lugar preferente Ricardo Espada-larga, Surrey, Esex, y Nortumberland; más allá los altos funcionarios de la Torre y los capitanes de las tropas.

– ¿Quién es? dijo el rey dominando con una mirada severa el concurso; ¿quién es el lord condestable de la Torre?

– Yo, señor; contestó temblando un anciano que se adelantó.

– ¡Ah! ¡sois vos, Apsley! exclamó el rey cada vez más severo; ¿porqué habéis permitido que esa turba apedree mi palacio, mi cárcel y mi castillo?

– No tenía órdenes, señor.

– ¿Y de cuándo acá se necesitan órdenes para contener un tumulto que rompe los límites de la ley y aterra á los buenos y pacíficos habitantes de un pueblo?

– Me he expresado mal, señor, contestó cada vez más trémulo Apsley; debí haber dicho que tenía órdenes de no batir al pueblo si se amotinaba.

– ¿Es decir, traidor, contestó el rey levantándose con ira, que me vendías?

– Señor, vuestra madre, regente del reino por vos, responderá de esa orden.

– ¿Y te ordenaron también que permanecieses impasible aun cuando se gritase viva el rey Juan? Apsley, entrega la custodia de la Torre á Esex: Esex, encierra en el calabozo más profundo de la Torre del Traidor á Apsley.

Algunos murmullos sordos sucedieron á esta orden.

El rey se adelantó al centro de la sala blandiendo su hacha de armas.

– ¿Hay alguno que se oponga al rey? gritó.

Un silencio profundo fué la respuesta; Corazón-de-León sólo vió rostros adictos. Apsley fué conducido á la Torre del Traidor.

– Esex, continuó el rey; id al rastrillo é introducid á la diputación del pueblo cuando se presente á nuestra presencia.

Esex salió.

El rey continuó:

– Vos, Ricardo, marqués de Tiro, nuestro amado y valiente vasallo; el rey os hace par de Inglaterra, y os nombra su guarda-sellos.

Espada-larga dobló la rodilla y besó la mano á Corazón-de-León. El rey le alzó y dijo:

– Vos, lord John Surrey, conde de Surrey, nuestro compañero en el cautiverio, el rey os entrega su pendón real, que llevaréis junto á él en la corte y el campo. Alzad. Y vos, milord, añadió dirigiéndose á Nortumberland, os hacemos gran justiciero de Inglaterra, y os mandamos procedáis contra lord Huberto.

En aquel momento Esex apareció en la puerta de la sala, seguido de algunos hombres del pueblo.

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Litres'teki yayın tarihi:
27 eylül 2017
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