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Kitabı oku: «Los hermanos Plantagenet», sayfa 6

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MEDIDAS PREVENTIVAS

AQUELLOS hombres que habían gritado en la plaza; que habían arrojado piedras á la temible Torre, dentro de ella, y delante de un rey que tenía por cetro un hacha de armas y la corona ceñida sobre un yelmo de guerra, temblaron, no atreviéndose á dar un paso; fué necesario que el rey desarrugase su entrecejo y les mandase acercarse; pero una vez ante el trono, permanecieron mudos.

– ¿Qué queréis, pues? les preguntó el rey.

– Justicia, señor, contestó uno de ellos, para vuestra buena y leal ciudad de Londres.

– ¿Quién se ha negado á hacer justicia á nuestra buena ciudad?

– La reina, señor, y el Obispo de Eli.

Frunció el gesto Corazón-de-León.

– Tenemos hambre, señor.

– Y bien, ¿qué he de hacer yo á eso si no me indicáis los medios de satisfaceros?

– Señor: los nobles y los eclesiásticos han comprado todo el trigo para ponernos la ley y venderlo al precio que quieren. Eso no es justo.

– Pues bien; buscad vuestro pan en los castillos de los nobles y en las abadías de los clérigos.

– Pero nos ahorcarán, señor, porque tienen las armas en la mano. Vuestra gracia es nuestro rey y puede ahorcarlos á ellos.

– Muy atrevidos sois. Pero vuestro rey no sabe si tendrá que batirse antes de ser obedecido. Vuestro rey ha vuelto de un largo cautiverio, pobre y desnudo como el hijo pródigo; de manera que os ha costado trabajo reconocerle; vuestro rey no posee más que su hacha y su caballo. ¿Sabéis si el rey tendrá pan esta noche?

– ¡Viva el rey! gritó la diputación popular, aplaudiendo de aquella manera su último período.

– Pues bien, señor, contestó el que hablaba en nombre del pueblo; si el rey tiene hambre esta noche, nosotros buscaremos un pedazo de pan para el rey; si el rey encuentra traidores, nosotros nos agruparemos en torno del rey; si el rey es pobre, nosotros le haremos rico dándole parte del fruto de nuestro trabajo.

A pesar de su ferocidad, Corazón-de-León se conmovió; levantóse del trono, arrojó el hacha de armas, y despojándose de su cadena de caballero, le dijo entregándosela:

– Toma, y preséntala al pueblo como una prenda de la palabra real, que empeña en su favor Corazón-de-León; dile que su hambre cesará; que sus tributos se moderarán; que el rey, además, le hace libre de ellos por un año. Guardad vuestro pan y vuestro dinero para vuestros hijos; al rey le basta por traje su armadura de guerra, por alimento el pan del soldado, por lecho una piel de tigre. Id, y que se retiren las turbas; Sowttwark está incendiado, y hacen más falta allí que apedreando inútilmente la Torre.

Los delegados del pueblo no se movieron.

– ¿Queréis más? añadió el rey frunciendo el entrecejo.

– Señor, se ha vertido sangre inocente…

– Denunciad al causante.

– Es el Obispo canciller, señor.

– Se le reducirá á prisión y se pondrá en juicio.

– Adam Wast y Robín han sido presos esta noche porque reclamaban los fueros del pueblo.

– Se pondrán en libertad.

– Pues bien, señor; si lo hacéis así, Dios os salve.

La diputación salió, dejando solo al rey con sus caballeros.

Corazón-de-León abandonó el trono, y empezó á pasear pensativo á lo largo de la sala del Consejo. Todos los circunstantes callaban; sólo se oía el ruido de las espuelas y de la armadura del rey.

– ¿Cuántos hombres de armas defienden la Torre? preguntó Corazón-de-León á uno de los capitanes.

–Quinientos, señor, contestó el capitán.

–¿Y cuántos capitanean á esos hombres?

–Cinco, señor.

–Es decir: vos, Smitt, que sois el primero; Slow, á quien veo ocultarse desde que entré, tras Kewin, que aún no ha levantado los ojos del suelo, y más allá Sunders y Remi. ¿Sabéis mis valientes capitanes, añadió después de una pausa el rey con acento profundo, que trascendéis fuertemente á traidores?

– ¡Señor! balbuceó Smitt.

– Si no me engañan mis recuerdos, dijo el rey dirigiéndose á los soldados, veo entre vosotros semblantes conocidos. Paréceme que estos valientes son los mismos buenos normandos á quienes dejé en guarda de la Torre; pero recuerdo también que eran otros sus capitanes. ¡Eh! tú, Glow, mi buen archero, ¿que se ha hecho de los caballeros que dejé á vuestra cabeza?

El archero adelantó un paso.

– Están presos, señor, contestó.

– ¡Ola! dijo el rey dirigiéndose á Espada-larga; milord guarda-sellos, mandad buscar al llavero de la Torre.

– Aquí estoy, señor, contestó un hombretón adelantándose.

– Ve por las llaves de los calabozos donde haya presos de Estado.

– Las tengo aquí, señor, contestó el hombre haciendo sonar un pesado manojo que pendía de su cintura.

– Pues guía, dijo el rey; capitanes, acompañadme; y vos, Ricardo, añadió dirigiéndose á Espada-Larga, tomad cien archeros, é id á aseguraros de las personas del Obispo de Eli y del príncipe Juan; para evitar resistencia, tomad esta cédula firmada por nos y sellada con nuestras armas.

Diciendo esto, escribía en un pergamino y le sellaba con su anillo.

Espada-larga tomó la cédula.

– Pero aquí, señor, se manda prender al gran justiciero y al lord guarda-sellos.

– Hacedlo pues.

– ¿Y se comprende al príncipe Juan en esta cláusula: muertos ó vivos?

Meditó un momento el rey.

– Juan-sin-tierra no; si resiste, cercad el lugar donde se halle; si apela á la fuerza, sujetadle ¡vive Dios! y encerradle. Cien hombres bien pueden aherrojar á un león. En cuanto á los demás, sin piedad.

Espada-Larga tomó cien archeros, y se dirigió á Whitehall.

– Y vos, Surrey, continuó el rey, buscad los heraldos reales, que deben estar en la Torre, y con suficiente escolta id con mi pendón á Cheapside, y proclamad á son de trompeta la vuelta de Ricardo I, rey de Inglaterra.

Surrey tomó el pendón, y salió.

– Ahora, Nortumberland, seguidme a los calabozos.

El llavero rompió la marcha, llevando una antorcha, seguía el rey, siempre con su hacha de armas, junto a él a alguna distancia a la izquierda, el duque de Nortumberland; cerraban el acompañamiento los cinco capitanes cabizbajos y aterrados, y algunos soldados con hachas.

Cuando hubieron llegado al revuelto laberinto de pasadizos abovedados donde están los calabozos, el llavero se detuvo a la puerta de uno de ellos, y abrió; el rey penetró solo.

Del fondo del calabozo practicado en el espesor del muro, se levantó un hombre, pálido, casi desnudo, con largos cabellos y barba crecida.

– ¿Ha llegado la hora? dijo; estoy pronto.

– ¿Cómo os llamáis? preguntó el rey.

El interrogado no contestó: estremecióse, púsose una mano delante de los ojos para evitar el resplandor de las antorchas que le deslumbraban, y fijó su vista en el rey; un momento después cayó de rodillas.

– ¿Es vuestra gracia, señor, dijo, quien baja a mi sepultura, ó es vuestra sombra que viene a contemplar el estado a que me han reducido los traidores?

– ¿Cómo os nombráis? insistió el rey.

– Guido de Richemont, contestó el preso.

– ¿Cuánto tiempo hace que estáis aquí?

– No lo sé, señor; la oscuridad y la desesperación no tienen horas, días, ni años. Sólo recuerdo que fuí preso dos meses después de la partida de vuestra gracia a la Tierra Santa.

– ¿Quién os mandó prender?

– El Obispo de Eli, señor.

– ¿Os juzgaron?

– No, señor; presumo que la causa de mi arresto ha sido negarme a reconocer por vuestro sucesor al príncipe Artus de Bretaña.

– ¿Y a quién entregásteis vuestros hombres de armas?

– Al capitán Smitt, señor.

– ¿Smitt? exclamó el rey volviéndose a la puerta.

Smitt adelantó pálido como un cadáver.

Entrad y entregad vuestra espada al valiente y leal capitán Guido de Richemont.

Smitt obedeció.

– Capitán Guido, añadió el rey; nos os declaramos libre y os hacemos nuestro primer escudero. Alzad. Vos, Smitt, estaréis aquí hasta que os juzgue mi Consejo.

– Señor, perdón; gritó Smitt arrastrándose á los pies del rey.

– Cerrad, dijo Ricardo al llavero.

La puerta se cerró; el rey adelantó cual si no oyese los gritos desesperados de Smitt.

Tras este calabozo, penetró el rey en otros cuatro: en cada uno de ellos tuvo lugar una escena semejante á la anterior. Slow, Kewin, Sunders y Remi, entregaron sus espadas á otros tantos capitanes adictos al rey, que habían sido presos por la misma causa que Guido, y quedaron encerrados en su lugar.

El llavero siguió adelante, y abrió la puerta de una inmensa mazmorra.

– ¿Quién está aquí? preguntó el rey.

– Monederos falsos, señor, contestó el llavero; sacrílegos é incendiarios.

– Cierra, y adelante.

El llavero obedeció, deteniéndose á la puerta de un nuevo calabozo.

– Y estos presos, ¿quiénes son? dijo el rey viendo dos sombras en un ángulo.

– Un abogado llamado Adam Wast, señor, y un tabernero de Sowttwark llamado Robín.

– ¡Ola! los causadores del alboroto. ¿No tenéis nada que pedir? les dijo el rey.

Adam Wast no contestó; Robín se arrojó á los pies de Corazón-de-León, y exclamó:

– ¡Perdón, señor! y revelaré á vuestra gracia secretos que tal vez le aseguren en el trono.

– ¿Y qué me revelarán esos secretos?

– Traiciones, señor.

– Salid.

Robín salió, y á una seña del rey fué cercado por los archeros; el calabozo volvió á cerrarse, y Adam Wast lanzó un rujido el ángulo en que se había replegado.

– ¿Quedan muchos presos?

– Este solo, señor, contestó el llavero abriendo otro calabozo.

El rey entró: un hombre anciano dormía tranquilamente sobre un montón de paja; al ruido que hizo el rey golpeando con el extremo de su hacha en el pavimento, despertó y se incorporó.

– ¿Qué es esto? dijo; ¿han entrado los rebeldes en la Torre?

– ¿Cómo os nombráis? preguntó el rey.

El preso se puso en pie.

– Stek, contestó.

– ¿Por qué estáis preso?

– Porque el Obispo de Eli se empeñó en creer que no se había derramado sangre en el calabozo donde murió el conde de Salisbury. Así Dios me salve, monseñor se engañaba; yo había lavado la compuerta después de la ejecución.

– ¿Luego sois verdugo?

– No, señor; era llavero de la Torre del Traidor.

– Salid; el rey os declara libre.

– ¿Qué rey? preguntó Stek sin moverse.

– ¡Imbécil! gritó Nortumberland; ¿qué rey puede ser más que su alteza Ricardo I de Inglaterra?

– Perdón, señor, exclamó Stek arrojándose á los pies del rey; la desesperación y el sufrimiento me han herido. Soy ciego.

– Alzad, dijo el rey. Y tú, que has guardado á mis buenos servidores, añadió dirigiéndose al llavero, será bien que á tu vez seas guardado. Entrega las llaves á Glow. Glow, te nombro llavero de los calabozos de Estado.

El archero á quien se dirigía Corazón-de-León asió las llaves, é inauguró su nuevo destino encerrando, á pesar de sus gritos, al destituído llavero.

Tras esto, el rey siguió en paso rápido adelante al través de aquellos sombríos subterráneos, y subiendo una estrecha escalera de ojo, se detuvo delante de una compuerta de hierro: Glow buscó entre las llaves la de aquélla, y abrió: el rey subió algunos escalones más, entró en un pequeño recinto de bóveda ojiva y muros de extremado espesor, hizo abrir otra puerta, y penetró en un salón octógono, con techo de ensambladura recargado de blasones y grotescos adornos dorados; los muros, las puertas, las ventanas pertenecían al gusto de la arquitectura normanda; una gran chimenea en que cabía una encina entera, mostraba aún ceniza y restos de troncos consumidos. En el centro de la cámara, había una pesada mesa de nogal, cubierta de polvo y pergaminos, y tras ella un enorme sillón recargado de entalladuras, teniendo por respaldo un gigante escudo heráldico con la divisa de los Plantagenet: un león rampante en campo de oro. Armas y arreos de guerra de todo género se presentaban por doquier á la vista, y llamaba asimismo la atención un colosal armario lleno de infolios manuscritos, que contenían la legislación inglesa, la normanda su madre, las crónicas de Inglaterra, y artes de caza y de guerra. Frente á la puerta por donde penetró el rey, había otra mayor que comunicaba á una antecámara; en ella desembocaba una escalera que nacía en un portal situado en un terraplén, al cual correspondían las dos únicas ventanas de la cámara; en ésta, frente á las ventanas, había un retrete abierto en el muro, y dentro de él un lecho cubierto por una piel de tigre. Esta cámara, cuyos accesorios hemos descrito, con un calabozo debajo y un terraplén encima, formaba el conjunto de la torre de Roberto el Diablo.

Sea que su denominación agradase á la imaginación romancesca de Corazón-de-León, sea su gusto por todo lo que era normando, hallamos por resultado que le servía de morada el poco tiempo que la guerra le permitía estar en Londres.

Corazón-de-León arrojó una rápida mirada en torno de su estancia favorita. La encontró exactamente como la había dejado cuatro años antes para ir á la Tierra Santa; sobre la mesa estaba seco y en mal estado, su viejo tintero de hierro, en que el cincelador no había olvidado su real blasón; pergaminos en blanco y borroneados; infolios de cetrería abiertos y arrojados en desorden; el lecho revuelto como si acabase de abandonarle; todo en el mismo estado, pudiendo añadirse sendas colgaduras fabricadas por las arañas.

Todos se habían detenido á la puerta de la estancia real, escepto Nortumberland que alumbraba con una hacha arrancada de las manos de Glow.

El rey se dejó caer sobre el sillón, y puso sus dos manos sobre la empolvada mesa, como tomando posesión de su cámara; Nortumberland permaneció de pie.

– Y bien; he aquí que hemos llegado, dijo el rey, y creo que con la ayuda de Dios, como ahora somos dueños de la Torre, dentro de una hora lo seremos de Londres y mañana de Inglaterra. ¡Ira de Dios! bien aprovechan el tiempo. Dos reyes para un trono ocupado; uno sostenido por el obispo canciller, otro por la reina regente. Mi sobrino y mi hermano se disputan ya mi corona. ¡Por San Dustan, amigos míos! sed menos impacientes, para que el rey pueda tener paciencia.

Luego añadió tras una corta pausa:

– Que entren esos buenos servidores.

– Ola, capitanes, gritó Nortumberland, su gracia os llama.

Los cinco normandos entraron y se arrodillaron ante el rey.

– Levantáos, mis valientes camaradas, dijo el rey dulcificando su ceño natural.

– ¡Señor! murmuró Guido.

– Sí, camaradas de infortunio. Mientras vosotros estábais privados del aire y de la luz en poder del canciller, yo estaba en lo más profundo de un calabozo aherrojado por el cobarde y cruel emperador de Alemania. Y bien, ¿que gracia pedís al rey?

– Serviros y defenderos, señor, dijeron á una voz los cinco.

– ¿Y no tenéis nada que pedir contra vuestros enemigos?

– Nada, señor, dijo Guido; nuestros enemigos son los de vuestra gracia.

El rey hizo un ademán con la mano, que podía interpretarse por la frase: Ya nos veremos.

– Pero observo continuó el rey, que estáis económicamente vestidos; tembláis de frío, mis buenos amigos. ¡Ola! Glow, ve á ver si encuentras por los rincones de la Torre alguno de los antiguos galopos de mi baja servidumbre. Que inquieran si han quedado algunos trajes en mi guarda-ropas; si hay para el rey en Londres pan, luz, fuego y vino.

Glow partió como un venablo.

– Ahora bien, Guido, prosiguió Corazón-de-León, ¿recuerdas cómo se hacía mi servicio y el de la Torre?

– Sí, señor.

– ¿Y te atreverás á jurar que de esos quinientos hombres de armas normandos nos son adictos diez?

– ¡Señor! exclamó un soldado que al parecer oyó estas palabras, asomando la cabeza á la puerta donde se habían detenido; ¡señor! los normandos no reconocen mientras vuestra gracia viva otro señor natural, ni rendirán pleito homenaje más que á Corazón-de-León, duque de Normandía.

– ¡Ola! gritó el rey; ¡eres tú, Ralf! Guido, no os olvidéis de mandar, se apliquen á ese tuno veinticinco azotes.

Ralf retiró precipitadamente la cabeza, sin murmurar ni pensar en quejarse del castigo que el rey imponía á su atrevimiento.

– Ya lo oís, señor, dijo Guido; siempre son vuestros normandos.

– Pues bien; id á mi guarda-ropas, y que os den vestidos; después traedme esos buenos muchachos á ese terraplén; quiero verlos juntos; después recorreremos los puestos.

Los capitanes besaron sucesivamente la mano al rey, y precedidos de un normando que les alumbraba, salieron por la puerta opuesta á la que habían entrado.

– ¡Vive Dios! milord, dijo el rey, que hay momentos en que no trocaría el placer que siento, por la posesión de Jerusalén. ¡Ira de Dios! primo, debes estar cansado de sostener tanto tiempo esa antorcha. ¡Extraña posición para un rey! ¡tener que arreglar su casa como un miserable!

A punto apareció Glow con una lámpara de hierro encendida; Nortumberland arrojó la antorcha al hogar que cayó á propósito para prender un haz de leña que arrojaba en él un pajecillo de la servidumbre real; otros tres pajes traían sobre bandejas de oro una opípara cena; un quinto extendió sobre la mesa un paño de púrpura, y colocó sobre él, dos candelabros de oro con bujías de cera.

– ¡Diablo! exclamó Corazón-de-León sorprendido; ¿á que hada debemos tanta grandeza?

Glow se adelantó tímidamente dando vueltas á su gorra, sin atreverse á hablar. Con la velocidad del fluído eléctrico había circulado á alguna distancia la noticia de los veinticinco azotes decretados por el rey en favor de Ralf, y Glow temía exponer, siendo indiscreto, sus espaldas.

Un movimiento de impaciencia de Ricardo le hizo hablar.

– Señor, dijo con miedo, el príncipe Juan da un festín esta noche á los nobles en Whitehall, y ha mandado preparar la cena en el gran salón del Consejo en White-Tower para después del festín.

Concluida esta contestación, Glow y los pajes desaparecieron, quedando otra vez solos el rey y Nortumberland.

– Ya lo ves, milord, dijo Corazón-de-León mientras devoraba un pernil de vaca; ya lo ves. El pueblo tiene razón, ¡uñas de Satanás! Insultan su miseria, haciéndole oir el rumor de los festines, dándole á oler el aroma de sus comilonas. ¡El pueblo tiene razón! le sangran para engordar con su sangre; la alegría de esos miserables es la muerte de Inglaterra. Y bien: ya que hemos encontrado pan, tomémoslo; que esos leales servidores que acaban de salir de una prisión gocen de esos preparativos de orgía; que se entreguen al soldado los vasos de oro y los paños de púrpura. Haz que se lleven esto; he concluído.

La cena de Corazón-de-León había sido, como siempre, muy parca. Los pajes entraron y recogieron el brillante servicio; dejando sólo los candelabros de oro.

Sentóse el rey junto á la chimenea.

– Que entre el preso, dijo.

Nortumberland hizo entrar al preso, y salió.

Corazón-de-León y Robín quedaron solos.

XI
PRINCIPIOS DE REVELACIÓN

EL rey fijó una mirada escudriñadora sobre el semblante de Robín, y sólo vió en él la expresión de un terror pánico.

– ¿Qué tienes que revelarme? preguntó el rey.

– Señor, contestó Robín con voz ininteligible; he visto morir á vuestro padre.

El semblante de Corazón-de-León se nubló.

– Adelante, dijo con voz entrecortada.

– Es, señor, que ese es mi único delito.

– ¡Cómo ¿y el alboroto de esta noche?

– Perdón, señor; yo creía que vuestra gracia había muerto.

– ¡Ira de Dios! ¿tú también? exclamó el rey cada vez más sombrío; ¿con que es necesario que me deje palpar de mi pueblo, que pasee en procesión por las calles de Londres para que los ingleses crean que estoy vivo? ¡Por San Jorge! yo les probaré muy pronto que aún tengo sangre en las venas.

– Cortad algunas cabezas, señor, y creerán en vuestra gracia.

– ¿Con que eres mi consejero? Y bien: ¿qué cabezas son esas?

– La del Obispo de Eli y la de Juan-sin-tierra.

El miedo hacía temblar á Robín.

– ¿Luego conspiran?

– Sí, señor; el Obispo pretende que sea rey Artus de Bretaña, y Juan-sin-tierra alega que es vuestro legítimo heredero.

– ¿Y sabes tú los nombres de los que están empeñados en esta empresa?

– Yo no, señor; pero alguno hay que lo sabe.

– ¿Quién?

– Adam Wast.

– ¿Ese preso cuya libertad pedía el pueblo?

– Sí, señor.

– ¿Y quién es ese hombre?

– Señor, prometedme perdón y todo lo revelaré.

– Adelante, gritó el rey impaciente, dando una furiosa patada en el pavimento.

– Vuestra gracia me pregunta quién es, y necesito tomar la historia algo lejos, continuó Robín sudando de angustia; es compatriota mío, nacido en el condado de Kent; su padre era mercader y vivía junto al mío, que era herrero. Siempre estábamos juntos; cuando llegamos á ser hombres, Adam Wast siempre meditabundo y reflexivo, se tornó más pensador que nunca y empezó á esquivar mi compañía. Yo le busqué y le reconvine por su abandono.

– «Robín, me dijo; para los juegos de la infancia todos los compañeros sirven; para ayudar la ambición de un hombre como yo, para elevarse con él, son necesarias dotes que tú no posees.»

– ¿Y cuál era la ambición de ese hombre? preguntó Corazón-de León arrojando una intensa mirada sobre Robín.

– Oidlo, señor, contestó éste: nosotros nada debemos á la fortuna; me dijo Adam cuando le hice una pregunta igual á la que vuestra gracia acaba de hacerme; nada debemos á la fortuna que nos ha arrojado en un círculo que no nos ofrece otro porvenir que un trabajo asíduo y degradante; mira tus manos: están negras, ásperas, encallecidas por el roce de las tenazas; yo paso mi vida midiendo terciopelos en el fondo de la oscura tienda de mi padre; repara esos caballeros que tienen la mirada orgullosa, una espada á la cintura, y llevan pajes y bufones tras sí con su blasón al pecho y la argolla de esclavos al cuello. Esos hombres son como nosotros. ¿Qué nos falta para igualarnos con ellos? fortuna: la fortuna es de quien la busca.

– No pensaba mal el perillán, observó el rey; y luego ¿qué aconteció?

– Huimos de casa de nuestros padres, contestó Robín, robándoles el dinero que pudimos, y nos encaminamos á Oxfford. Allí nos dedicamos al estudio de las leyes. «De los abogados se hacen cancilleres», decía Adam, cuya primera ambición era ser canciller; y se dedicó con ardor al estudio, adelantando de una manera prodigiosa, mientras por el contrario mis deseos y mis esfuerzos fueron inútiles para ponerme á nivel de los estudiantes menos aventajados. Tenía razón Adam; yo no servía más que para forjar hachas y arados.

Adam concluyó sus estudios, y á pesar de que yo nada había adelantado, no me abandonó; seguí á su lado, pero me hizo trabajar escribiéndole sus defensas; casi me tiranizaba; yo fuí su primer esclavo.

Su dependencia llegó á ser para mí insoportable, y me separé de él; antes de separarnos me dijo:

– Robín, ten en cuenta que eres dueño de mis secretos (en el ejercicio de su profesión había cometido algunas infamias, de que yo era conocedor y á veces partícipe); que nos habíamos unido para buscar fortuna, y que tú eres el primero que abandona la senda empezada, porque no eres capaz de procurarte fuerzas para seguir; vete en buen hora, pero sabe que dependes de mí; que cuando te necesite te buscaré; que si me vendes me vengaré.

– Ofrecíle callar, y me puse en camino para Londres; un día que estaba fatigado, me senté á comer junto á un arroyo, y poco después una mujer que hacía el mismo camino, se sentó junto á mí.

– Ruego á vuestra gracia me dispense un tanto de paciencia, observó Robín notando un movimiento del rey, porque siguiendo la marcha de mis aventuras, me será más fácil expresar lo que á vuestra gracia conviene saber.

Corazón-de-León mudó de postura, arregló unos tizones, y siguió escuchando de una manera indiferente.

– Aquella mujer, prosiguió Robín, iba extrañamente vestida; su traje consistía en un faldellín de seda muy usado, tan corto que apenas cubría sus rodillas desnudas, dejando descubierto sus hombros y parte de su seno, que así como su cabeza y su cuello eran de una hermosura brillante, aunque algo selvática, y un tanto ajada por un trabajo continuo y violento. Llevaba la banda de seda azul de los trovadores provenzales, y una pequeña harpa. Era una de esas pobres mujeres que venden su cuerpo al vicio y su alma al diablo, lanzada á esa profesión aventurera que no hubiera existido sin la protección de la hermosa y desgraciada lady Rosmunda.

Al oir este nombre, los músculos de Ricardo se estremecieron de una manera imperceptible, y sus ojos brillaron con una expresión particular, que desapareció con la velocidad del relámpago.

– Aquella mujer, continuó Robín, me saludó, y arrojó sobre mi escasa comida una mirada involuntaria. Me compadecí, y la invité á que participase de mi frugal alimento, que aceptó; ella era hermosa y de costumbres libres; yo era joven y enamorado; ella me refirió en tres palabras su historia. Se llamaba Clary, no tenía padres, y era trovadora. La conté la mía con la misma brevedad, y cuando hube concluído fijó en mí una mirada que me hizo estremecer.

– ¿Quieres, me dijo apoyando su mano en mi hombro, unir tu fortuna á la mía?

– Sí, la dije acabando de enamorarme.

– Pues bien; tú no has amado, ni sabes más que batir hierro; yo te daré mi amor y te enseñaré á bailar y tocar el harpa. Antes de que lleguemos á Londres, ya sabrás lo bastante para acompañar mi canto y recoger los tarines que ganemos. Tras estas palabras…

– Menguado, gritó el rey dando un furioso puñetazo sobre uno de los brazos de su sillón; se breve, ó veremos si en el potro nos dispensas de lo inútil de tu charla. ¡Adelante!

– Es que, señor, por resultado de esta vida tuve la honra de alojar muchas noches en mi casa á su gracia el rey Enrique II.

– ¡Adelante! insistió el rey.

– Llegamos á Londres, prosiguió Robín, y allí conocimos otra bailarina escocesa, á quien nos unimos para poner una taberna con el fruto de nuestros mutuos ahorros. Ketti, que así se nombraba, nos impuso por condiciones que guardásemos secreto y prudencia acerca de un alto personaje que se había enamorado de ella; y en verdad, señor, Ketti era muy hermosa.

– ¿Y quién era ese personaje? preguntó el rey fijando su mirada de águila en la de Robín.

– Su gracia Enrique II de Inglaterra, señor, contestó inclinándose Robín.

– ¡Mi padre! exclamó el rey levantándose de repente y adelantando un paso hacia Robín; ¿y quién te ha dicho, miserable, que el amante de la bailarina era mi padre y no otro?

– ¿Recordáis, señor, contestó Robín temblando de antemano por temor al resultado que pudiera tener lo que iba á decir, recordáis, señor, el 1.º de julio de 1189?

El rey palideció, apoyóse trémulo en el cornisamento de la chimenea, y Robín, que le miraba con ansiedad, vió resbalar una lágrima á lo largo de su tostada mejilla. Después pasó una mano por su frente, cubierta de sudor, y empezó á pasear á lo largo de la cámara.

– No fuí yo, murmuró el rey de modo que no pudo oirle Robín; no fuí yo, señor; fué mi hermano Enrique.

De repente se paró delante de Robín.

– ¿Y cómo sabes tú eso? le preguntó.

– Vuestro padre murió en mi taberna de Sowttwark, señor, y yo por una casualidad estuve presente á su agonía.

– Mientes; mi padre murió en Chinón el 6 de julio de 1189.

– Eso dijeron, señor; al día siguiente del combate de London-Bridge, un carro cubierto salió de Londres; aquel carro iba escoltado por el conde de Salisbury, y contenía los restos del rey. En Chinón se publicó la muerte; se dijo que el rey había muerto allí de pesar, porque esto era menos escandaloso que decir había muerto herido por un venablo en el puente de London-Bridge, cuando huía de su hijo el príncipe Enrique el joven.

Por esta vez el rey se dominó y tornó á sentarse; su voz más ronca, más profunda que antes, se dejó oir dirigiéndole á Robín la palabra:

– Sigue.

Robín prosiguió:

– De los amores del rey y de la bailarina nació una niña; antes de espirar, el rey llamó á Ketti y la dijo: si mi Ricardo es rey, dile que muero perdonándole; que proteja á tu hija, porque esa es la última voluntad de su padre moribundo.

– ¿Y dónde está esa mujer? preguntó el rey, cuya mirada se dilató.

– Ketti, señor; ha muerto, y su hija vive en el collado de la Torre, frente á la horca, junto á los muros de la iglesia de All-Hallow.

– ¡Su hija!

– Su hija, señor, es la esposa de Adam Wast.

– ¡Esposa de Adam Wast! exclamó el rey con extrañeza.

– Aun no he concluído, señor, contestó Robín. Después de aquella catástrofe, Ketti enloqueció, y nosotros la tuvimos algún tiempo, y criamos la niña. Cuando murió el rey, Ketti, que así se llamaba, sólo tenía dos años; á los doce era la más hábil costurera de Londres.

– ¡Costurera! murmuró el rey con amargura.

– Sí, señor; jamás pudimos recavar de Ketti que se presentase á vuestra gracia; cuando en un intervalo de razón Clary y yo se lo aconsejábamos, nos respondía: «no, amigos míos; si el rey no quiere reconocerla, la expongo á las venganzas de la corte; si la reconoce, la separarán de mí, porque yo soy una pobre mujer: no, no; que nunca sepa que es hija de un rey.

– ¿Y ella lo ignora? preguntó con interés Ricardo.

– Sí, señor. Avanzó el tiempo, y cuando partió vuestra gracia para Tierra Santa, el hombre que las protegía, el noble y valiente conde de Salisbury, desapareció: hay quien dice que fué ejecutado secretamente en la Torre, por orden del Obispo canciller. Con el conde les faltaron los recursos, y me ví obligado á hacerme montero, para ayudar con el fruto de la caza las atenciones de mi familia, que no alcanzaban á cubrir los productos de mi taberna de Sowttwark. Un día, hace dos años, al volver á mi casa, Clary me dijo que teníamos un huésped; era Adam Wast, que venía á buscarme. Su ambición había sido burlada. A los treinta y tres años se veía reducido á la indigencia. Yo era pobre también, pero le propuse partir con él mi trabajo si quería hacerse montero. Aceptó, y otro día al amanecer nos pusimos en marcha para Middlesex-Vood. Por el camino le referí mi historia, y cometí la imprudencia de revelarle el secreto del nacimiento de Ketti.

– ¿Y esa mujer es hermana del rey? me preguntó con interés.

– Sí, le contesté.

– Calló un momento, y cuando hubimos andado un tiro de ballesta, me dijo sentándose:

– Estoy enfermo, y creo que no podré llegar; sigue tú.

Yo le creí, y le dejé.

Cuando antes del toque de cubre-fuego volví á mi casa, encontré á Ketti llorosa; su madre estaba en un acceso de locura, y Clary apostrofaba fuertemente á Adam.

El miserable, aprovechando la libertad que la dejaban un momento de ausencia de Clary y la demencia de su madre, había violado á Ketti.

Corazón-de-León dió salida á un juramento y á un rugido.

– Adam, prosiguió Robín, procuraba sincerarse con Clary, y ofrecía á Ketti reparar su falta uniéndose á ella. Yo me indigné, porque ví claro el doble objeto de la infamia de Adam. Pero este me llevó á otro aposento y me dijo:

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
27 eylül 2017
Hacim:
150 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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