Kitabı oku: «Ideas feministas latinoamericanas», sayfa 2
Preámbulo
Una pregunta deambula, siempre presente pero poco tangible, como un fantasma por estas páginas. Una pregunta vaga y una pregunta íntima: ¿por qué?
¿Por qué, en la década de 1990, el feminismo latinoamericano dejó de buscar en sus propias prácticas, en su experimentación y en la historia de sus reflexiones, los sustentos teóricos de su política? ¿Por qué aceptó acríticamente la categoría gender-género para explicarse y la participación en «políticas públicas» como solución a la crisis del movimiento, según lo exigía la cooperación internacional? ¿Por qué se relaciona con la pérdida repentina de la criticidad y de la radicalidad feminista latinoamericana y se acompaña con el descrédito del activismo como instrumento de conocimiento de la propia realidad y del cambio democrático?
No soy una socióloga, soy una historiadora de las ideas: que el feminismo latinoamericano, buscando fondos para sostener e impulsar actividades de apoyo a las mujeres, no se dio cuenta de cómo era reciclada su autonomía, mediante la dependencia económica de los financiamientos provenientes de las grandes instituciones internacionales y de la cooperación de partidos políticos y de los estados, es una explicación que no termina de convencerme, aunque sea en parte cierta1. Hay algo más, algo que recogí de mis propias dudas y de los malestares intelectuales y vitales de otras: filósofas, sociólogas, economistas y, también, jóvenes mujeres atraídas por el componente libertario de la comunidad entre mujeres del feminismo, y algo asqueadas por las prácticas de esas expertas en políticas de género, perdidas en la elaboración de informes, privadas de su autonomía de pensamiento y limitadas en sus cuestionamientos al orden vigente: mujeres que fueron feministas y ahora están perdidas de sí, fuera de sí, fuera de su historia.
En la década de 1990 ya se había cumplido la readecuación tecnológica que se inició con la gran crisis del capitalismo de 1973 y que llegaría a rediseñar el mapa del poder en el mundo a través de la modificación de los paradigmas industriales de producción; a la vez, se habían asentado los conceptos de mercado y democracia como mecanismo de control político y económico mundial, y se fortalecía la validación ideológica de la globalización, que en la década de 1980 hizo creer al poder hegemónico que podría avanzar sin fin. A la vez, esta década demostró que la validación del poder militar sería un eje del derecho de quien lo dominara. La nueva economía de mercado, que se centra en la producción de ganancias, de acuerdo con las nuevas pautas tecnológicas, dio validez a una militarización que apuntaría a blancos ecológicos impensables dos décadas antes, para controlar militarmente lo espacial (cielo, mar y tierra), así como los legados históricos de cada pueblo y cada comunidad (seguramente excluidos de la historiografía oficial, pero no de la conciencia de resistencia de los pueblos y colectivos autónomos).
En la década de 1990, los golpes recibidos por las posiciones ideológicas y políticas críticas al capitalismo no habían sido asimilados; las feministas —como muchos otros colectivos— estaban desmoralizadas y su línea mayoritaria se dejó seducir por las promesas de la democratización funcional capitalista. No obstante, se estaban gestando la voz de antiguos movimientos y nuevas reflexiones acerca del poder destructivo del capitalismo globalizado que demostrarían una vez más que el poder avanza hasta donde puede, es decir, que los sujetos históricos concretos constituyen uno de sus límites: en 1994, el movimiento indígena zapatista y, en 1999, el surgimiento de un movimiento mundial contra la globalización plantearon formas de rearticulación anticapitalista de colectivos, individuos, pueblos marginados y grupos autónomos.
Estoy segura de que todo pensamiento complejo se elabora siempre a partir de formas de pensar la realidad que son más simples, cotidianas: cómo percibimos el bien y el mal, la justicia y su falta, las necesidades y las formas de satisfacerlas, las y los demás en relación con nosotras. Ninguna comunidad ha elaborado de forma idéntica las ideas acerca de su realidad concreta, por lo tanto todas han elaborado lógicas —entendidas en su sentido común, de origen aristotélico, de ciencias de la demostración y el saber demostrativo— diferentes entre sí. Pueden coincidir sobre algunos aspectos fundamentales, pero ninguno de estos aspectos puede ser considerado universal por una de ellas sin que las otras participen de la elaboración de la idea de universal, so pena de convertirse en una lógica impositiva, un saber demostrativo-argumentativo que explique lo que no le es propio, según las elaboraciones más simples de su realidad: un saber que coloniza el espacio del pensamiento de las otras culturas.
Las feministas conocemos muy bien el mecanismo. Los pueblos que fueron occidentalizados, también. Hoy en día, las mujeres y los hombres de Palestina lo sufren en carne viva. Puede que no sepamos expresarlo siempre, o que no queramos hacerlo con los instrumentos intelectuales heredados por el patriarcado, pero sentimos en la piel lo que significan los siglos durante los cuales ser humano se dijo hombre y lo universal se identificó con un humanismo masculino y excluyente. Sabemos también qué nos ha dejado de positivo, para nosotras cuando nos encontramos entre nosotras y lo nombramos y lo reconocemos como fuerza, haber resistido al intento de desaparición y anulación de nuestra autoridad por el poder de las lógicas masculinas. Fátima Mernissi lo describe de forma lapidaria: «El hecho de estar excluida del poder da a la mujer una increíble libertad de pensamiento», aunque agrega: «desgraciadamente acompañada de una insoportable fragilidad»2.
Durante los últimos doscientos años, las mujeres se han esforzado por obtener acceso a lo universal. El feminismo es una corriente política de la modernidad que ha cruzado la historia contemporánea desde la Revolución Francesa hasta nuestros días, aunque tiene antecedentes que pueden rastrearse en los escritos de la edad media y el renacimiento.
Al estallar la Revolución Francesa en 1789, muchas mujeres subieron a las tribunas abiertas al público y participaron de los debates políticos, pero se les impidió formar parte de la asamblea y se les negaron sus derechos públicos en nombre de supuestos «roles naturales» que los sexos debían cumplir. En respuesta a esta actitud sexista, Olympe de Gouge escribió su famosa Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana (1791) y muchas mujeres se inscribieron en «clubes», nombre que significaba aproximadamente «partidos políticos», femeninos: el Club de las Ciudadanas Republicanas Revolucionarias, compuesto por militantes populares, y la Sociedad Patriótica y de Beneficencia de las Amigas de la Verdad, fundado por Etta Palm para ocuparse de la educación de las niñas pobres, defender los derechos políticos de las mujeres y reclamar el divorcio, fueron los más famosos. En 1792, Pauline Leon organizó una guardia nacional de mujeres, alegando que ellas no querían sentirse excluidas de la organización armada del pueblo soberano, por ser ésta un fundamento de su ciudadanía. La Constitución, que la Convención aprobó el 24 de junio de 1793, las excluyó llanamente de la problemática del poder, la ciudadanía y la legalidad de los derechos entre los sexos, reconociendo como sufragio universal sólo el masculino. En 1795 el machismo de estado fue más lejos y prohibió la reunión de más de cinco mujeres en la calle, bajo pena de arresto.
En la cercana Inglaterra, la escritora liberal Mary Wollstonecraft publicó, en 1792, un pronunciamiento contra la exclusión política de las mujeres en la Revolución Francesa, que inspiró a las futuras generaciones de feministas y que introdujo la problemática a la lengua inglesa: Reivindicación de los derechos de la mujer. Desde entonces hasta principios del siglo XX, las mujeres de Europa, América (anglosajona y latina) y Oceanía libraron muchos combates para lograr en lo fundamental la igualdad jurídica, política y económica con el hombre; sin embargo, en muchos países fueron sometidas con brutalidad y en otros, en especial los latinoamericanos, atraídas por liberales y revolucionarios que les prometieron lo que nunca les cumplirían. Los movimientos feministas se manifestaban, reclamaban y se aliaban con esas fuerzas políticas que las respaldaban, fueran éstas liberales, anarquistas o socialistas, pero en la práctica sólo el desarrollo de su propio movimiento les garantizó el éxito.
En 1868, en Estados Unidos, las mujeres que habían participado en la asociación antiesclavista y por la igualdad de derechos de los hombres y mujeres negras fundaron la Asociación Nacional pro Sufragio de la Mujer. En 1891, en Alemania, el Partido Socialista inscribió en su programa la igualdad de los derechos de los hombres y las mujeres bajo una forma legalista y limitada, por lo que Clara Zetkin editó el periódico La Igualdad, en el cual se expresó el feminismo socialista durante años. En México, se efectuaron en enero y noviembre de 1916 los dos primeros congresos feministas del país en Mérida, Yucatán, que recogieron la experiencia de las maestras anarquistas y de las mujeres que se organizaron, desde fines del siglo XIX, alrededor de demandas liberales de igualdad entre todos los seres humanos: intelectuales, abogadas y sufragistas (esto es, mujeres organizadas para la obtención del sufragio femenino).
Durante todo el siglo XX, el feminismo fue un movimiento activo, pacifista, internacionalista y progresista, que organizó la resistencia al fascismo en Italia, Alemania y España, que se consagró a la defensa de los derechos de las trabajadoras y de las mujeres en general (bienestar de las obreras, asignaciones familiares, igualdad de condiciones de trabajo para ambos sexos, defensa de los hijos de madres solas, derecho de la casada a conservar su nombre, su nacionalidad y su patrimonio). Pero cuando, después de la Segunda Guerra Mundial, la mayoría de los países concedieron el voto a las mujeres, el movimiento pareció tener un repliegue porque había perdido su principal reivindicación. A la vez, el retorno en masa de los hombres a los puestos de trabajo, y su reciclaje de lo militar a lo civil, fue acompañado de campañas de estado, despidos masivos, propaganda y un uso policiaco de los descubrimientos médico-psiquiátricos para imponer a las mujeres el regreso a su «lugar natural»: el hogar.
La década de los sesenta fue tumultuosa y provocó muchos desafíos a la organización social del mundo de la posguerra, así como a las ideas que la sustentaban. En ese entonces, el movimiento feminista resurgió con un nuevo empuje, definiéndose como un movimiento de liberación de las mujeres, enarbolando ya no el ideal de la igualdad con el hombre, sino el derecho de las mujeres a ser ellas mismas sin mirarse en el espejo deformante de los hombres, que ya no eran sus modelos, ni en el rol de víctimas sumisas ligadas al mundo de la reproducción de seres humanos y de la reposición económica de la fuerza de trabajo. Llevaron el debate sobre la vida privada a la política, emprendieron acciones ante los poderes públicos, los medios de información y las universidades para cambiar la imagen sexista de las mujeres, para obtener el derecho al aborto y para abolir la discriminación en el empleo.
La primera organización se dio en pequeños grupos de autoconciencia, donde las mujeres estrenaron el diálogo entre sí como una forma de apropiarse del lenguaje y del espacio de la política. Luego se organizaron en asociaciones y grupos para hacer política desde reivindicaciones concretas. Al final, se reunieron en redes y asociaciones mayores, aunque siempre sostuvieron una posición de autonomía con respecto a los partidos políticos masculinos, los gobiernos y los organismos internacionales. De hecho, la autonomía política de las mujeres es un rasgo distintivo del movimiento feminista. En eso, hasta los noventa, coincidían todas las formas feministas del movimiento de liberación: liberales, socialistas, radicales, de la diferencia sexual y académicas.
En su búsqueda de la igualdad de derechos, las mujeres organizadas han sido ridiculizadas, menospreciadas, asesinadas. Pero desde hace una década, de repente, parece que la igualdad está al alcance de sus manos. Personajes cinematográficos de mujeres peleadoras, amazonas en la televisión, ministras de estado, presidentas de corporaciones financieras: la imagen está creada. Pero no, la universalidad les está vedada; su diferencia sigue visualizándose como contingente, anecdótica, no constitutiva de la humanidad.
«Se pretende que somos convocadas a los espacios sociales en tanto iguales, se asume que no existen diferencias; más aún, a esta noción se le valora como la más progresista de todas y así, una y otra vez, nos vemos compelidas a incorporarnos, escindida y frustrantemente, a un universo de racionalidad masculina»3.
Quien escribe esto, una física mexicana procesada por alzamiento armado en Bolivia, Raquel Gutiérrez Aguilar, ha creído en algún momento de su vida en la universalidad de las aspiraciones políticas masculinas; la crisis de la misma la ha elaborado durante cinco años de cárcel.
A los pocos meses de haber leído sus palabras, en Panamá, la filósofa Urania Ungo me dijo: «Estoy cada día más convencida de que citar es un hecho político. Las feministas latinoamericanas en nuestros escritos no nos citamos a nosotras, recurrimos a la autoridad exterior para justificar nuestro pensamiento. Pero la autoridad es siempre política».
Muchas otras frases recogidas en diferentes espacios han despertado mi pregunta fantasma. Las de una muchacha del Movimiento de los Sin Tierra de Brasil, uno de los másclaros desde la perspectiva de la crítica a los criterios de la globalización en el uso de la tierra y, al mismo tiempo, de los más patriarcales del continente, arguyendo que el feminismo en Latinoamérica había fracasado porque sigue sosteniendo que la única realidad de las mujeres es la opresión social; en consecuencia, para sanar esa situación unívoca, ha enfocado su mirada en la búsqueda de los financiamientos europeos y, por lo tanto, debe ofrecer a sus «amos» una América Latina demasiado parecida al esquema que la financiadora desea recibir.
Las palabras de una mujer maya tzeltal que me pidió que me fuera de su pueblo, que yo tampoco entendería por qué ella prefiere soportar el maltrato masculino engendrado por el poder (la posesión) sobre las cosas y quedarse, a cambio de ello, con la autoridad que le viene de estar sosteniendo cada día el mundo con sus pies descalzos sobre la tierra y la voz con los suyos. El gesto de una joven madre de tres hijos, en la ciudad de México, que sostenía su cabeza vendada a la salida del hospital y la idea de que es inútil denunciar la violencia doméstica porque la policía es demasiado «mala» en sus preguntas y sus consejos: «¿No lo habías atendido bien? Prepárale una buena cena y verás que todo se arregla». Una estudiante golpeada en Cancún por participar en una manifestación contra los criterios de la mundialización económica, afirmando: «Esta globalización es como el machismo, quiere que la creamos necesaria y hasta pretende que sea justa y nos guste. Pero la tenemos identificada y aunque los poderosos ganen por el momento, sabemos que hay otro mundo posible».
Mi pregunta, tan bien alimentada por las palabras de muchas, me remite siempre al caos. Ahora bien, para mí el caos es un hecho positivo, a la vez que inevitable. El caos, según Pitágoras, es la contraparte del cosmos, que no es sino caos delimitado, medido, arbitrariamente convertido en algo previsible; y se relaciona con la noche, con los números pares, con las mujeres. Cuando quiero pensar en algo que me agrada, pienso en la sangre menstrual que desordena hasta las dietas de los nutriólogos más competentes, en la noche que engendra los sueños, en las-los hermafroditas que luchan para que los dejen de mutilar convirtiéndolos a uno de los dos sexos socialmente reconocidos, en la lava cuando baja sobre ciudades contaminadas y devuelve sus nutrientes a la tierra que quema, en el movimiento feminista mientras dice a las diferentes culturas que apresan a las mujeres en los sistemas de parentesco masculinos: «sus medidas y hasta su sistema de medición no nos sirven porque hemos aprendido a reconocernos unas a las otras». En otras palabras, pienso en algo caótico para el sistema taxonómico que sustenta las lógicas de dominio.
Las feministas en los últimos treinta años ya no quisimos ser iguales a los hombres sino instaurar el no-límite de órdenes distintos, de números pares conviviendo en la explicación de la realidad y la organización de la política, de la no separación entre la naturaleza y la humanidad. Con cuidado, no quisimos instaurar el multiculturalismo4, sino informar a la cultura de nuestra diferencia, volverla plural, esto es, finalmente universal. Quisimos el no-límite del nomadismo filosófico, nunca más atado a un solo discurso originario. El no-límite de múltiples economías, del no armamentismo, de la ecología como historia de un sujeto no violento, del abandono del modelo opresor-depredador patriarcal al que igualarse sin poderlo lograr nunca, del modelo ordenador, cósmico, único, masculino, clasista, racista, religiosamente jerárquico, colonizador.
¿Será porque me gusta imaginar una multiplicidad libre y femenina, imposible de limitar, que me preocupa el sistema cuando intenta concedernos una igualdad que se reduce a la ecuación una ciudadana igual a un voto, que no es sino una forma de regresar a la medición predeterminada? ¿Será porque le tiene miedo al caos, que el sistema ha desplegado un esfuerzo tan grande y silencioso para deshacer el feminismo latinoamericano, con su algarabía de modos de relación y de elaboración de pensamiento, sus anomalías reivindicadas, sus madres en la calle, su particular percepción de lo privado político?
Me intriga que, durante toda la década de 1990, en las academias latinoamericanas sólo se haya pensado en términos de sistema de género, entendido como un sistema binario como el que contrapone el caos al cosmos, además descalificando a quienes insistían en el análisis de la política de nosotras en relación con nosotras mismas y de lo que nuestra específica cultura de mujeres, con el sino de la historia puesto en el otro lado de la agresión, puede instalar en el mundo.
Es un sistema de género leído necesariamente desde la cultura occidental, con su idea común de origen bíblico-evangélico-platónico que, sin embargo, asume la idea de racionalidad aristotélica y la exclusión de las mujeres de la misma. Un sistema de género que las agencias de cooperación no hubieran tenido la fuerza de imponer a las intelectuales feministas, de no ser porque algunas de ellas ya se estaban encargando de difundirlo: Teresita de Barbieri, Beatriz Schmukler, María Luisa Femenías, Montserrat Sagot, Sara Poggio y Marta Lamas5, entre las más conocidas. Un sistema de género tan cerradamente aceptado por la academia que descalificó no sólo a las feministas de la diferencia sexual, a aquellas que, como Amalia Fischer y yo, insistimos siempre en el carácter trasgresor de la idea feminista y a las activistas que afirmaban que construían pensamiento desde su acción, sino también a las feministas que querían llevar el análisis de la relación de género hasta la crítica del dimorfismo sexual que informa toda la educación y hasta una crítica de la idea de diferencia posmoderna y, por lo tanto, cuestionaban la poca profundidad con que la universidad latinoamericana y las expertas en políticas públicas sobresimplificaron la categoría de género6.
Igualmente me intriga la opción por las políticas públicas como acciones divorciadas del movimiento de las mujeres, porque implica que dejemos de estar entre nosotras y pensar en lo que significa la política para las mujeres7. La conversión de algunas mujeres feministas en expertas dentro de programas de cooperación internacional o de los diversos gobiernos de América Latina o, también, en el Foro Social Mundial de Porto Alegre, llamados de políticas públicas, ha sido acompañada de una brutal descalificación de la mirada que, desde nuestra realidad sexuada, las feministas echamos sobre nuestro específico estar en el mundo; específico y por ende diferente en unas y otras, mujeres que al haber tomado conciencia de nosotras nunca más seremos iguales. La realidad sexuada está históricamente situada en órdenes simbólicos que estamos reelaborando desde nuestras palabras, y geográficamente ubicada en nuestro cuerpo y en nuestra sexualidad de mujeres.
Las políticas públicas, para tener legitimidad, han debido ocultar lo obvio: que a pesar del fortalecimiento de las estructuras de dominio en el proceso de globalización, la igualdad entre mujeres se daba sólo cuando éramos todas igualmente oprimidas por el sistema de poder patriarcal capitalista8. Desde hace treinta años hay voces femeninas diferentes que se escuchan en el mundo bisexuado, no precisamente porque se hayan asimilado al discurso de la homogeneización patriarcal, sino por la autoridad que les reconocen otras mujeres. Son voces que se han dado la palabra entre sí.
En el pensamiento occidental existe un verdadero pánico a la hermenéutica del poder9, porque pone en desequilibrio la construcción del uno masculino. Empujar a las mujeres de América Latina a pelear por el poder en espacios recortados del ámbito de las políticas públicas remite a las mujeres latinoamericanas, doblemente capaces de impulsar una hermenéutica del discurso del poder (por ser mujeres y por ser parte de una población oprimida por la occidentalización), al lugar que el poder (que se recicla) le quiere asignar.
Imponer la lucha por el poder a las mujeres capaces de evidenciar que el modelo autoritario es uno y se reproduce en todos los ámbitos, fomentando el racismo, el sexismo, el menosprecio hacia los diferentes, superponiendo las condiciones de sumisión en el mundo, es volver a impedir que las mujeres den muestra de lo obvio, de lo que queda oculto a la medición «objetiva»; es volver a imponer el velo a los ojos del mundo. La hermenéutica del poder es la única hermenéutica a la que se opone el pensamiento oficial, porque desencadena el conocimiento de la resistencia como un elemento triunfante frente a las imposiciones.