Kitabı oku: «Ideas feministas latinoamericanas», sayfa 4

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Por ello, hemos llegado a expresar desde principios de los 1990 que la institucionalización del movimiento (lo que algunas llaman «posfeminismo») no sólo es fruto de un oportunismo económico (con lo cual coincidimos con las feministas autónomas), sino que engendra el peligro real de la profesionalización de algunas feministas, hecho que las convierte en profesionales de las especificidades del género femenino y de la mediatización de las demandas femeninas. Estas mujeres dejaron de ser feministas (algunas nunca lo fueron) para convertirse en «expertas en asuntos públicos de las mujeres», especialistas en diálogo con las organizaciones políticas de cuño masculino nacionales e internacionales. Fue un asunto de primera necesidad que perdieran su radicalidad y que, además, desacreditaran el activismo y las bases sociales del feminismo como sujetos de la construcción de las demandas económicas, políticas y culturales de las mujeres.

Estas expertas no practican el diálogo entre mujeres —perdiendo así la capacidad de interesarse y «leer» sus demandas políticas reales, muchas veces expresadas oralmente y en la acción—, así como no estudian los escritos y las reflexiones tendientes a una verdadera reforma epistémico-cultural feminista. La mayoría de ellas son hijas vergonzantes del feminismo, convertidas en agentes de la globalización, que es el sistema de transculturización propio del mercado de las ganancias que define el capitalismo contemporáneo, y que hace una aparente apología del «respeto a las diferencias», mientras no pongan realmente en riesgo lo que el sistema necesita para perpetuarse. En realidad, la globalización tiende a estandarizar la diversidad, impidiendo que surjan espacios de coincidencia entre los sujetos colectivos diferentes, porque teme las construcciones alternativas, los ejes de reflexión que no controla, las rupturas de las reglas de su juego.

Amalia Fischer escribe que occidente solamente respeta aquello que es como él y respeta la diferencia del otro sólo cuando es derrotado: «Vuélvete como yo y respetaré tu diferencia ». Eso es lo que hacen las expertas con respeto al feminismo: traducen algunas demandas ya canonizadas de igualdad de derechos entre los sexos en una falsa demostración de que el sistema toma en consideración a las mujeres8.

Ahora bien, entre el feminismo latinoamericano y las expertas hay un conflicto de fondo, ya que éstas responden al sistema de globalización que descansa en el lucro, la gran economía de mercado y el consumo. No es sólo por cierta fidelidad a las ideas marxistas que las feministas latinoamericanas han tendido al análisis de clases y al análisis antropológico para verse en una desgarrada identidad de mujeres en conflicto con, y por, la pertenencia de clases, etnias y distintos sistemas de valores. La propia realidad y el inicial conflicto entre las feministas que a principios de los sesenta se encontraban en la búsqueda de sí mismas han originado dicha tendencia. Éstas han provocado también que el interés por la ética haya sido central para la teoría feminista latinoamericana: la idea de justicia social ha recorrido tanto la hermenéutica del derecho como la afirmación de un modo de pensar y de pensarse desde la denuncia de la doble moral sexo-social.

Una indignación ética recorre los análisis que la filósofa mexicana Graciela Hierro presenta en sus escritos acerca del modo en que la hegemonía masculina proporciona la sanción moral a la dominación masculina sobre las fuerzas físicas, económicas e intelectuales9. Igualmente de cuño ético es el afán de la abogada costarricense Alda Facio de incorporar a las mujeres en lo humano, porque «entender que las mujeres somos tan humanas como los hombres es entender que la violencia y discriminación contra nosotras es una violación a los derechos humanos»10. A su vez, en 1994 las feministas autónomas organizaron un seminario sobre ética y feminismo para «construir mi estar en el mundo, mi personal libertad en su relación con la libertad y la buena vida de mis congéneres humanas»11. Finalmente, el pensamiento sobre los derechos humanos de las mujeres ha postulado la prioridad de una ética histórica sobre la filosofía especulativa, denunciando la manipulación metafísica de la moral en términos parecidos a los de Nietzsche cuando mostraba que el vínculo que liga la «voluntad de verdad» con los valores éticos nunca es inocente. Si para Nietzsche toda filosofía es una ética más o menos disfrazada12, para algunas teóricas de los derechos humanos de las mujeres la reflexión jurídica está informada por una ética que jerarquiza los valores según los sexos y que precede a toda elaboración descriptiva y demostrativa de la realidad13.

El feminismo latinoamericano debe entenderse como proyecto político de las mujeres y como movimiento social, a la vez que como teoría capaz de encontrar el sesgo sexista en toda teorización anterior o ajena a ella. «El feminismo es tanto el desarrollo de su teoría como su práctica, y deben interrelacionarse. Es imposible concebir un cuerpo de conocimientos que sea estrictamente no práctico», escribió Julieta Kirkwood en 198714.

La historia de las ideas feministas latinoamericanas está ligada al quehacer político de sus autoras o de sus predecesoras: mujeres que transitaron de la Revolución Mexicana a los nacionalismos, de las dictaduras a las formas de gobierno validadas por elecciones, de las democracias pasivas en términos de participación en las decisiones económicas y políticas a la crítica al caudillismo (disfrazado bajo el epíteto anglo-castellano de «liderazgo») y a las jerarquías de la política tradicional.

En estos transcursos, el pensamiento feminista latinoamericano ha creado significaciones distintas, y a veces opuestas, a las de la dominación masculina15, manteniendo su autonomía de las ideologías de los partidos políticos y de los estados, exigiendo igualdad de derecho a la expresión del propio ser entre mujeres y hombres, planteando el libre ejercicio de las sexualidades y la crítica a la heterosexualidad normativa16.

Cuando en 1997 la filósofa española Celia Amorós planteó que el feminismo debería entenderse como un proyecto emancipador de las mujeres, como «un tipo de pensamiento antropológico, moral y político que tiene como su referente la idea racionalista e ilustrada de igualdad entre los sexos», o no debería llamarse feminista17, sólo una corriente estuvo de acuerdo con la primera afirmación, pero todas rechazaron la conclusión última. En América Latina las mujeres que reivindican su derecho a la igualdad, las que cuestionan el concepto de igualdad por no aceptar el modelo sobre el que deben construirla, las lesbianas organizadas, las teólogas, las ecofeministas18, y aun las políticas interesadas exclusivamente en la mejora inmediata de las condiciones de las mujeres mediante una reivindicación de la equidad frente a la ley, todas se definen a sí mismas feministas, aunque agreguen calificativos que «aligeran» esa etiqueta general.

El nombre no está en juego, pues. En los noventa, las latinoamericanas que asumieron una «perspectiva de género» en sus estudios sin asumirse como feministas fueron pocas y, en la mayoría de los casos, empleadas de organismos internacionales o de agrupaciones sociales ligadas a las iglesias, a los partidos políticos y a algunos sindicatos. Sólo en Cuba, en Dominicana y en Paraguay hubo organizaciones de mujeresperiodistas, legisladoras, enfermeras, médicas, economistas y abogadas que se definían feministas entre sí, pero que se escudaron en «las perspectivas de género» para pelear por la obtención de beneficios legales, patrimoniales y laborales para las mujeres, que temían no lograr si se definían públicamente como feministas, debido al rechazo que la liberación de las mujeres provoca en los ámbitos gubernamentales. En general, las mujeres que se niegan a reconocerse feministas no lo son en realidad.

A principios de este siglo XXI, algunas feministas llamaron la atención sobre la reconquista del imaginario por parte del capitalismo globalizador, demostrando que era capaz de transformar los juegos, el empleo, el amor y aun el debate académico en un campo de batalla. En las universidades públicas, así como en los colectivos y en los grupos de mujeres, las feministas podían asumir o alejarse de la categoría «género» para estudiar la realidad, pero escogerla o no las subsumía, en: a) la aceptación de un mundo binario ligado dramáticamente a la jerarquización de los sexos en el imaginario y en la realidad social; o b) el rechazo a una categoría que ata a las mujeres al poder ejercido por y desde el colectivo masculino, impidiendo una identidad humana desligada de la competencia o de la complementariedad con la masculinidad, entendida esta última como una lógica de superioridad y, por ende, de dominio.

En la actualidad, ninguna corriente feminista latinoamericana considera la «cuestión de género», o la afirmación de la «diferencia sexual», o la «política de las mujeres», o la «crítica a la heterorrealidad»,19 perspectivas ajenas a la teoría general de su movimiento que puedan abarcarse desde fuera del análisis de la corporalidad y de la sexualidad. Sin embargo, algunas se cuestionan la existencia del movimiento feminista como tal, es decir, un algo común a las mujeres en el que confluyen las posiciones diferentes y en el que se reconocen las mujeres, jóvenes y no, que quieren acercarse a una reflexión sobre sí mismas y a una acción desde sí mismas. Con cuidado: no dudan de que existan voces feministas críticas, aun muy radicales, ni tampoco un discurso reivindicativo de las mujeres en los ámbitos institucionales. Riñen con la idea de que el feminismo hoy siga siendo un movimiento, una fuerza grupal y semianónima, capaz de influir en la cultura del momento. Muchas de ellas se cuestionan acerca de lo que explícitamente me ha preguntado sólo un hombre, Eugene Gogol: «¿Por qué el feminismo ha dejado de ser un movimiento emancipador?»20. Sin la carga de liberación y reivindicación contenida en la idea de emancipación, manejada por este hegeliano libertario, muchas mujeres no se sienten atraídas por el feminismo.

Durante toda la década de 1990 asumir una de las dos perspectivas feministas en pugna significaba no coincidir con las otras y, en algunas ocasiones, combatirlas como herejías, como desviaciones de un canon que se intentaba precisar una y otra vez.

Desde principios de siglo, en cambio, empezaron a surgir voces que plantean que nunca una sola categoría puede explicar «la situación de las mujeres», porque dicha «situación» no es una ni corresponde a todas en cada ámbito de su vida.

La política de las mujeres es un todo complejo que no puede descalificar ninguna expresión de las mujeres en diálogo entre sí, sobre todo cuando el hecho de estar en contacto crea relaciones de reconocimiento y autorización de las mujeres por otras mujeres, lejos de cualquier idea de representación o liderazgo, y rompe barreras de edad, nivel profesional, así como construye pensamientos no binarios. En palabras de la psicóloga colombiana Marta Cecilia Vélez Saldarriaga, a principios del siglo XXI se empieza percibir en el feminismo algo nuevamente irreverente, creativo, naciente, móvil y pujante: el deseo de la mujer, «que no es más que deseo de saber» lo fundante y fundacional de lo humano, pese al racionalismo, las técnicas, las ideologías y los dogmas21.

No obstante, considerar la pujanza de esta pluralidad como una voluntad de abandonar la práctica masculina de la custodia de los saberes de las «expertas», con las que se identifica una parte del feminismo institucional, y abandonar asimismo la política de demandas a los poderes instituidos en nombre de formas dialogadas y libres del modelo masculino de hacer política, corresponde más al deseo de algunos colectivos que a una realidad.

Se puede afirmar, como sucede en Centroamérica, que las políticas públicas, tal y como fueron gestionadas en las dos décadas anteriores, fracasaron porque no dieron cabida a la autoridad que las mujeres habían logrado entre sí. Aún más, fueron irrelevantes porque relegaron los logros de las mujeres a la condición de «concesiones» de las instituciones públicas. Sin cambiar sus actitudes, las «dirigentes» feministas siguen planeando «agendas», «organigramas», etcétera, para actuar frente a un estado nacional cada vez más débil; antes, temieron visualizar que no hay peor escollo para la democratización de la vida que los criterios económicos del neoliberalismo; tampoco fueron capaces de reducir su activismo para darse el tiempo de escuchar las definiciones de la realidad que provienen de las voces de otras mujeres que, a final de cuentas, las desconocen como sus representantes. También pueden recogerse las voces que afirman que el feminismo de las políticas públicas, por su falta de crítica al sistema, ya no inspira confianza a las mujeres, pues ha vuelto a ubicarlas en el horizonte de la complementariedad con el hombre, alejándolas unas de otras para insertarlas en talleres mixtos de reflexión y obligándolas a reconocer la labor crítica de los hombres sobre su masculinidad.

Pero, aunque no se trata sino de tendencias percibidas en situaciones muy diversas, también están manifestándose posiciones ubicadas en el tiempo social propio de las mujeres que se consideran a sí mismas radicalmente feministas dentro de los grupos de resistencia civil contra la globalización capitalista (en Brasil, Venezuela, Colombia, México), contra el asesinato de mujeres y niñas por el único motivo de ser mujeres (en México y Guatemala), contra la falta de paz en Colombia (Tercas por la Paz, Mujeres de Negro, Ruta Pacífica de las Mujeres), contra las relaciones racistas de cosificación de las mujeres negras (en Brasil y Dominicana), y de los movimientos de dignificación de las y los indígenas en México, Bolivia, Guatemala y Ecuador.

El peligro, ahora, radica en la posibilidad de perder la autonomía lograda en el mundo mixto. Sin embargo, como dio a entender la filósofa argentina Diana Maffía en el seminario «Feminismos latinoamericanos. Retos y perspectivas», organizado por el Programa de Estudios de Género de la Universidad Nacional Autónoma de México en abril de 2002, las feministas están descubriendo que no quieren someterse a la violencia subliminal de la asignación de espacios para expresarse, pues están liberándose de la definición externa de las identidades de género, sexuales y raciales, y ejerciendo su libertad de ser ellas mismas en todos los ámbitos, tanto autónomos como mixtos.

Las filósofas

La mayoría de las filósofas latinoamericanas que han abordado la existencia del movimiento de liberación de las mujeres en la segunda mitad del siglo XX no dudan en definir la teoría feminista latinoamericana como una teoría política.

Para Ofelia Schutte, cubana residente en Estados Unidos, la teoría feminista es parte de una más amplia teoría de la identidad cultural latinoamericana y su análisis implica la contextualización del concepto de libertad en América Latina1. Reconoce que las luchas por la igualdad social y política de las mujeres se originaron en el movimiento sufragista de principios de siglo XX; más aún, afirma que las raíces históricas de todo pensamiento feminista están «profundamente arraigadas en la modernidad y, por lo tanto, en la concepción del yo emergente de la tradición humanista occidental»2. Sin embargo, ubica en la Revolución Cubana y en el feminismo internacional los móviles de la acción de las mujeres, así como en el impacto que tuvo el arranque en la región de la Década de la Mujer (1975- 1985), en la conferencia de la ciudad de México, patrocinada por la ONU. Schutte desconoce, o no da importancia, a los movimientos en favor de los derechos de igualdad entre los sexos que se sucedieron en México y en América Latina durante el siglo XIX y las primeras cuatro décadas del XX3, ni a las críticas feministas sobre el control de las mujeres ejercido por el gobierno cubano.

El feminismo latinoamericano, a la vez, puede estudiarse como una acción política de «género», aunque Schutte no utiliza la categoría antropológica de gender-género, sino una conceptuación elaborada durante la década de 1970 por el feminismo de lengua inglesa y, en especial, por Judith Butler en 19864, con la teoría central de El segundo sexo de Simone de Beauvoir de que ser es llegar a ser: «uno no nace mujer, se hace». De esta manera, el género es para Schutte la construcción social con base en un sexo biológicamente dado, de lo que nos conforma como mujeres y como hombres en América Latina, aunque en esta construcción, en los países de masculinidad dominante, siempre se privilegia a los hombres, a quienes se asignan los roles correspondientes a las construcciones del género socialmente privilegiado, marcadas en lo social, cultural y lingüístico (nivel simbólico). Se trata de una definición no esencialista, sino geográfica e históricamente ubicada de las relaciones de género.

Schutte sostiene que la conciencia de género, es decir, la conciencia de la condición de desigualdad y de subordinación en que viven las mujeres debido a la asignación de roles inamovibles y jerarquizados, según los sexos, que actúan en el nivel subjetivo y en el nivel simbólico, es fruto de la experiencia y de la socialización. Debido a esto, a ella como filósofa le interesa analizar los conceptos alternativos de género y subjetividad, para no caer en «la antigua distinción bipolar entre hombre y mujer, y sus grupos complementarios de antitesis (yo y otro, mente y cuerpo, verdad y error)»5.

Ahora bien, la conciencia de que el cuerpo femenino ha sido socializado como el sitio de las construcciones normativas de la feminidad para la apropiación de su capacidad de reproducirse ha sido «adquirida» por las mujeres latinoamericanas, según lo plantea la filósofa cubana, gracias a los numerosos encuentros que se han realizado desde 1981 en América Latina y a las diversas publicaciones que han puesto en contacto a escritoras, intelectuales, militantes políticas, lo que ha contribuido a la expansión del feminismo en la región. Esta adquisición es ambigua: por un lado, ¿dónde tuvo lugar? Por el otro, si generaron los mecanismos para encontrarse y las reflexiones publicadas, ¿por qué una filósofa tan interesada en los modos, los símbolos, las ideologías y las prácticas que legitiman las actividades políticas y filosóficas, no describe ni analiza los pensamientos que los generan y critican?

Schutte sostiene relaciones académicas de interlocución con la Asociación Argentina de Mujeres en Filosofía y, en México, con la filósofa de la educación y de la ética feminista Graciela Hierro; sin embargo, jamás cita a teóricas feministas latinoamericanas en sus escritos y describe, desde pautas políticas «externas», el desempeño de las actrices sociales para un público lector universitario, en lo fundamental estadounidense. Parecería que escribe sobre ellas y para ellas, pero no informa su saber y su reflexión con lo que ellas producen, aunque participe en numerosos encuentros latinoamericanos de filosofía.

A pesar de ser miembro fundador de la Asociación Iberoamericana de Filosofía y Política, creada en Costa Rica en 1996, no debate con el pensamiento latinoamericanista en términos feministas y con las feministas no trae a colación el pensamiento generado en la región, como si éste no sirviera para explicar la construcción de los sujetos femeninos ni para analizar su pensamiento político.

Por el contrario, desde la década de los setenta, la doctora Graciela Hierro Perezcastro se ha abocado, en las universidades latinoamericanas, a una labor fundamental de algo que podría llamarse militancia feminista académica. No sólo porque muchas de las filósofas que hoy están en otras instituciones académicas fueron sus alumnas en la UNAM, cuando en la década de 1980 esa universidad fue un centro de irradiación de la cultura latinoamericana, sino porque ella misma ha desafiado los temas de los convenios internacionales para insertarse y contactarse con filósofas de los países anfitriones. Conversaciones, debates, cursos dictados por Hierro en los céspedes de muchas universidades, han permitido que alumnas y maestras se otorgaran a sí mismas el permiso para expresar en clase sus reflexiones acerca de sus acciones en las calles o en los colectivos de mujeres.

Graciela Hierro, a diferencia de muchas feministas de su generación, nunca militó en un feminismo de colectivo y movilización callejera. Desde finales de los setenta, ubicaba en la idea de Simone de Beauvoir el arranque, no sólo de una teoría política, sino de una ética utilitaria que postulara, como criterio de juicio moral, la utilidad social de la igualdad de oportunidades de mujeres y hombres6. La relación entre ética y política, según ella, se da en dos niveles: 1) en las reglas morales que sirven para orientar los actos de los individuos en sociedad, y 2) en la práctica histórica.

Hierro entiende las normas morales como convenciones que pueden ser revocadas si las consecuencias de su cumplimiento no se ajustan al principio de justicia, que se centra en la idea de que diferentes individuos no deben ser tratados en forma distinta. Esto resulta en extremo adecuado para proponer una reforma de la idea de la condición femenina. Por lo tanto, sostiene que:

El lugar y la función que las mujeres ocupan en las sociedades presentes no pueden ser considerados como ya prejuzgados, sea por los hechos o por las opiniones que los han consagrado a través de las épocas; como todo arreglo social, deben plantearse en cada época en abierta discusión y evaluarse con base en la utilidad social y la justicia concomitante. La decisión ética sobre la condición femenina actual se sustentará en la evaluación que se haga de sus tendencias y sus consecuencias, en tanto éstas son provechosas para el mayor número7.

En el lenguaje académico mexicano de mediados de la década de los ochenta, todavía no se utilizaba masivamente la categoría de género que, a principios de 1990, se convertiría en una semimposición conceptual, y que obligaría a sociólogas como Teresita de Barbieri que, sin embargo, resaltó la diferencia entre la positiva igualdad social y jurídica y el desgaste que implicaría la búsqueda de una imposible identidad entre los sexos; a antropólogas como Marta Lamas, dedicada a la deconstrucción de la figura de la madre y del maternazgo en los sistemas políticos y de parentesco mexicanos; a historiadoras como Gabriela Cano, encargada de resaltar la victimización de las mujeres; a la propia Graciela Hierro, y otras, a defender el ocultamiento de las sexualidades y de la especificidad, politicidad y rebeldía femeninas, bajo una categoría que remitía siempre a las mujeres a su relación con los hombres, y que por ello mismo resultaba muy cómoda a la teoría feminista igualitaria y a la política internacional8. Género fue desde entonces la palabra que sustituyó a mujeres en los documentos de la ONU: impoluta, asexuada, apolítica, ceñía siempre las mujeres a su subordinación con respecto a los hombres. A la vez, los «estudios de género» suplantaron los otrora estudios feministas en las universidades; y ahí, nuevamente, los hombres se pudieron colar.

No obstante, para Graciela Hierro la categoría central aplicable a la condición femenina es la de «ser para otro» que, según De Beauvoir, la situaba en un nivel de inferioridad respecto al otro sexo, negándole toda posibilidad ontológica de trascendencia. «El ser para otro del que nos habla De Beauvoir se manifiesta concretamente en la mujer a través de su situación de interiorización, control y uso. Son éstos los atributos derivados de su condición de opresión, como ser humano, a quien no se le concede la posibilidad de realizar un proyecto de trascendencia»9. Esta interpretación de lo masculino como lo propiamente humano, la norma humana que confina lo femenino en la posición estructural de lo «otro», aquello que establece la diferencia, implica para la filósofa mexicana un deber-ser ético-político, que coincide con la denuncia del sistema de desigualdad entre los sexos. Coincide, asimismo, con la formulación de la existencia de un sistema de géneros, esto es, un sistema de división sexual y económica del trabajo entre los sexos y su representación simbólica.

En este sentido, Graciela Hierro no tuvo que pasar de una posición rebelde de autonomía feminista y subjetivación femenina (típica del feminismo que se manifestó políticamente en los colectivos de mujeres, colectivos por lo general ajenos a la academia) a la explicación de la lógica interna del patriarcado (que fue tarea propia de los «estudios de las mujeres» en la universidades norteamericanas, de las que salió la categoría de género), para asumir la dirección del Programa Universitario de Estudios de Género en 1992. Para ella, la condición femenina siempre se explicó a través de la división simbólica de los sexos (sus trabajos, sus importancias), que el término género contribuye a aclarar10.

Para Hierro, la política de las mujeres es y debe ser una política de reivindicaciones, pues cuestiona la situación de las mujeres en función de la sociedad (de su inserción en una sociedad de decisiones y simbolización masculinas) y no en función de sí mismas. En 1990, cuando ya utilizaba la categoría de género, escribió que el «fenómeno humano» puede estudiarse en todos sus aspectos para comprender la conducta ética. Estos aspectos, todos de igual valor para el conocimiento de la vida de las personas, son: sus características socioeconómicas, su localización geográfica, su historia personal y social, su sexo-género, su edad11 (en este orden). El ser mujeres en sí representaba para Graciela Hierro una variante y no un hecho fundamental de la condición humana.

Sin embargo, en 2001, quizá por la crisis que la victoria de la derecha impone a las esperanzas de cambio a través de las políticas de cuotas y de representatividad dentro del sistema, Hierro radicaliza su postura feminista y se plantea una ética del placer para un sujeto femenino en proceso de construcción, ya menos identificado con su género y más dispuesto a relacionarse con su diferencia sexual: un sujeto necesitado de orden simbólico, autodefinición y autonomía moral, que se escribe en femenino plural: las mujeres12. De esta manera, no puede evitar reconocer la centralidad de la sexualidad y del placer para analizar la relación entre poder y saber y por ello se cuestiona sobre la posibilidad de una ética del placer que no sea un ética sexualizada. Implícitamente, Hierro critica el género como instrumento conceptual para la autonomía moral de las mujeres, pues el género sólo es lo que se piensa propio de las mujeres y de los hombres y no un medio para descubrir y realizar el estilo de vida del sujeto mujeres.

La ética del placer se convierte, así, en una ética para la práctica de la diferencia sexual, visualizada desde varias disciplinas, que permite a las mujeres ser independientes de los condicionamientos sexuales. «La ética feminista se ha “sexualizado” porque las mujeres, en tanto género, nos hemos creado a través de la interpretación que de los avatares de nuestra sexualidad hace el patriarcado. Sin duda, nuestra opresión es sexual; el género es la sexualización del poder»13, escribe. Y agrega que la filosofía se re-crea bajo la vigilante mirada feminista, cuyo método implica el despertar de la conciencia, sigue con la deconstrucción del lenguaje patriarcal y culmina con la creación de la gramática feminista, cuyo fundamento último es el pensamiento materno.

De tal manera, el género sirve para identificar el imaginario sexual que se construye desde el cuerpo masculino, el cual, una vez identificado, permitirá a las mujeres separar sexualidad, procreación, placer y erotismo. Ahora bien, la sabiduría y la ética de las mujeres trascienden este primer paso, a través de un proceso de liberación que implica el ejercicio moral de un sujeto que se reconoce libremente a sí mismo y que analiza sus acciones para su buena vida. La doble moral sexual es genérica, la ética del placer es un saber de las mujeres.

La radicalidad feminista en filosofía no es un rasgo fácilmente apreciable. Las descalificaciones y la marginación académica son precios que no todas las filósofas se atreven a pagar, a la vez que es muy difícil justificar en la academia la relación entre la teoría y práctica feministas y el filosofar. Por lo general, la aceptación de los aportes epistemológicos provenientes de los movimientos políticos es lenta y el peso del universalismo, todavía agobiante. Sin embargo, reconociéndose hija simbólica de Sor Juana y de Rosario Castellanos, dos escritoras que filosofaron, Graciela Hierro no sólo ha valorado todo saber femenino, otorgándole valor de conocimiento, sino que se ha ofrecido como «madre simbólica»14 a numerosas alumnas que necesitaban tender un puente entre su activismo y sus estudios, así como a varias filósofas que se atrevieron a mirar más allá del análisis lógico para pensarse.

Poco antes de su muerte, en octubre de 2003, escribe: «Todo lo que sé se lo debo a las mujeres, brujas que se atreven a pensar. Yo sólo leo a mujeres, ya leí a tantos hombres […] Aprendí lo que necesitaba de ellos y sólo consulto a algunos cuyas ideas sirven a mis propósitos. Ser feminista, para mí, significa personalizar todo»15.

Una de sus primeras alumnas, jovencísima a principios de los setenta, fue la mexicana Eli Bartra Murià, que ya era una activista feminista radical, que llegó a postular una estética y una política encarnadas en el cuerpo femenino y relacionadas entre sí.

En 1979, durante el Tercer Coloquio Nacional de Filosofía, Bartra afirmó que el feminismo es una corriente teórica y práctica que se aplica al descubrimiento del ser mujer en el mundo (el mundo concreto, el mundo mexicano en este caso). Su batalla se verifica en un doble nivel: la destrucción de la falsa naturaleza femenina impuesta socialmente y la construcción de la identidad de las mujeres con base en sus propias necesidades, intereses, vivencias. Ahí mismo, definió su politicidad sexuada como una lucha consciente y organizada contra el sistema patriarcal «sexista, racista, que explota y oprime de múltiples maneras a todos los grupos fuera de las esferas de poder»16.

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