Kitabı oku: «Los hermanos Karamázov», sayfa 15
IX. Los lujuriosos
Justo detrás de Dmitri Fiódorovich irrumpieron también en la sala Grigori y Smerdiakov. Ya en la entrada habían forcejeado con él para no dejarlo pasar (siguiendo instrucciones dadas por el propio Fiódor Pávlovich algunos días antes). Aprovechando que Dmitri Fiódorovich, después de entrar impetuosamente en la sala, se había detenido un minuto buscando algo con la mirada, Grigori corrió al otro lado de la mesa, cerró los dos batientes de la puerta de enfrente, la que conducía a las habitaciones interiores, y se apostó delante de la puerta cerrada con los brazos cruzados sobre el pecho, dispuesto a defender la entrada, por decirlo así, hasta su última gota de sangre. Al verlo, Dmitri lanzó no ya un grito sino un aullido y se abalanzó sobre Grigori.
–¡Así que está ahí! ¡La han escondido ahí! ¡Fuera, canalla!
Quiso apartar a Grigori, pero éste lo empujó hacia atrás. Fuera de sí de rabia, Dmitri hizo un movimiento amplio con el brazo y lo golpeó con todas sus fuerzas. El viejo cayó de bruces contra el suelo, y Dmitri, saltando por encima de él, forzó la puerta. Smerdiakov no se había movido del otro extremo de la sala, pálido y trémulo, apretándose contra Fiódor Pávlovich.
–Ella está aquí —gritaba Dmitri Fiódorovich—, la acabo de ver doblando la esquina, pero no he podido alcanzarla. ¿Dónde está? ¿Dónde está?
Ese grito, el de: «¡Ella está aquí!», causó un efecto increíble en Fiódor Pávlovich. Toda su sensación de miedo se evaporó.
–¡Detenedlo, detenedlo! —vociferó y se lanzó corriendo detrás de Dmitri Fiódorovich.
Grigori, entretanto, se había levantado del suelo, pero todavía estaba aturdido. Iván Fiódorovich y Aliosha corrieron detrás de su padre. En la tercera habitación se oyó de pronto que algo caía al suelo y se hacía añicos: era un gran jarrón de cristal (de escaso valor) sobre un pedestal de mármol que Dmitri Fiódorovich había volcado al pasar corriendo.
–¡Cogedlo! —se desgañitaba el viejo—. ¡Ayuda!
Iván Fiódorovich y Aliosha alcanzaron finalmente al viejo y a la fuerza lo hicieron volver al salón.
–¿Por qué lo persigue? ¡Si cae usted en sus manos lo matará! —gritó, enfurecido, Iván Fiódorovich a su padre.
–Vánechka, Lióshechka, ella debe de estar aquí, Grúshenka está aquí. Él mismo ha dicho que la ha visto pasar…
Balbuceaba. No esperaba a Grúshenka esta vez y, de pronto, la noticia de que estaba allí le hizo perder por completo la cabeza. Temblaba todo él, como si hubiese enloquecido.
–Pero ¡si usted mismo ha visto que no ha venido! —gritaba Iván.
–¿Quizá por esa entrada?
–Pero si está cerrada y usted tiene la llave…
Dmitri de pronto apareció otra vez en el salón. Por supuesto, había encontrado esa puerta cerrada, y la llave, en efecto, estaba guardada en el bolsillo de Fiódor Pávlovich. Todas las ventanas de todas las habitaciones estaban también cerradas; no había modo, por tanto, de que Grúshenka hubiese podido entrar ni tampoco salir de allí.
–¡Cogedlo! —gritó Fiódor Pávlovich en cuanto divisó de nuevo a Dmitri—. ¡Me está robando el dinero que tenía en el dormitorio!
Y, zafándose de Iván, volvió a abalanzarse sobre Dmitri. Pero éste alzó las manos, agarró al viejo por los dos últimos mechones de pelo que le quedaban en las sienes, le dio un tirón y lo lanzó con estruendo contra el suelo. Todavía tuvo tiempo de golpear dos o tres veces al caído en la cara con el tacón. El viejo empezó a gemir ruidosamente. Iván Fiódorovich, aun no siendo tan fuerte como su hermano Dmitri, lo agarró con los dos brazos y, con todas sus fuerzas, logró separarlo del viejo. Aliosha también ayudó con sus exiguas fuerzas, sujetando a su hermano por delante.
–¡Loco, lo has matado! —gritó Iván.
–¡Es lo que se merece! —exclamó, jadeante, Dmitri—. Y si no lo he matado esta vez, volveré para matarlo. ¡No podréis salvarlo!
–¡Dmitri! ¡Sal de aquí ahora mismo, fuera! —gritó Aliosha con tono autoritario.
–¡Alekséi! Dímelo tú, solo a ti te creeré: ¿ha estado ella aquí sí o no? La he visto con mis ojos hace un momento, venía del callejón hacia aquí, pegada a la valla. La he llamado, y se ha ido corriendo…
–Te juro que no ha estado y que nadie la esperaba aquí.
–Pero si la he visto… Así que ella… Ahora mismo descubriré dónde está… ¡Adiós, Alekséi! A Esopo, ahora, ni una palabra sobre el dinero, ve enseguida a ver a Katerina Ivánovna, sin falta: «Me manda que la salude con una reverencia, me manda que la salude con una reverencia, ¡con una reverencia! ¡Precisamente con una reverencia, y se despide de usted!». Descríbele la escena.
Entretanto, Iván y Grigori habían levantado al viejo para sentarlo en una butaca. Tenía el rostro ensangrentado, pero estaba consciente y escuchaba con avidez los gritos de Dmitri. Seguía imaginando que Grúshenka estaba de veras en algún lugar de la casa. Dmitri Fiódorovich le lanzó una mirada de odio al marcharse.
–¡No tengo remordimientos por tu sangre! —exclamó—. Vete con cuidado, viejo, ¡acaricia tu sueño porque yo también tengo el mío! Soy yo quien te maldice y reniega de ti para siempre…
Y salió corriendo.
–¡Está aquí, seguro que está aquí! Smerdiakov, Smerdiakov —ronqueó con una voz apenas audible el viejo, mientras llamaba a Smerdiakov con un dedo.
–No está aquí, no, viejo loco —le gritó Iván con rabia—. ¡Y ahora le da un desmayo! ¡Agua, una toalla! ¡Muévete, Smerdiakov!
Smerdiakov se fue corriendo en busca de agua. Acabaron por desvestir al viejo, lo llevaron al dormitorio y lo metieron en la cama. Le envolvieron la cabeza con una toalla húmeda. Debilitado por el coñac, por las fuertes impresiones y por los golpes, en cuanto rozó la almohada cerró los ojos y se durmió en un instante. Iván Fiódorovich y Aliosha volvieron al salón. Smerdiakov recogía los fragmentos del jarrón roto, y Grigori estaba junto a la mesa, con la cabeza gacha y un aire sombrío.
–¿No sería mejor que te refrescaras la cabeza y también te acostaras? —le dijo Aliosha a Grigori—. Lo cuidaremos nosotros; mi hermano te ha pegado de un modo horrible y doloroso… en la cabeza.
–¡Ha osado conmigo! —pronunció de un modo lúgubre y con énfasis.
–¡También «ha osado» con padre, no solo contigo! —observó, torciendo la boca, Iván Fiódorovich.
–Y yo, que lo lavaba en la tina… ¡Ha osado conmigo! —repetía Grigori.
–Diablo, si no lo aparto quizá lo hubiese matado. ¿Es que se necesita mucho para acabar con ese Esopo? —musitó Iván Fiódorovich a Aliosha.
–¡Dios no lo quiera! —exclamó Aliosha.
–¿Por qué no va a quererlo? —siguió diciendo en un susurro Iván, con el rostro contraído por la rabia—. Un reptil devorará a otro reptil, ¡ni más ni menos lo que se merecen!
Aliosha se estremeció.
–No permitiré que se cometa un asesinato, desde luego, como no lo he permitido hace un momento. Quédate aquí, Aliosha, mientras salgo a pasear por el patio. Empieza a dolerme la cabeza.
Aliosha fue al dormitorio de su padre y pasó cerca de una hora sentado a la cabecera de la cama, detrás de un biombo. El viejo de pronto abrió los ojos y estuvo un buen rato mirando a Aliosha en silencio, tratando visiblemente de hacer memoria y reordenar las ideas. De repente se reflejó una insólita agitación en su rostro.
–Aliosha —susurró, temeroso—, ¿dónde está Iván?
–En el patio, le duele la cabeza. Vela por nosotros.
–¡Dame el espejito, está ahí, dámelo!
Aliosha le alcanzó un espejito redondo y plegable que estaba en la cómoda. El viejo se miró: se le había hinchado bastante la nariz y tenía en la frente, sobre la ceja izquierda, un gran moratón.
–¿Qué dice Iván? Aliosha, querido mío, mi único hijo, tengo miedo de Iván. Tengo más miedo de él que del otro. Al único que no tengo miedo es a ti…
–No tenga miedo de Iván tampoco. Iván se enfada, pero le protegerá.
–¿Y qué pasa con el otro, Aliosha? ¡Se ha ido corriendo con Grúshenka! Querido ángel, dime la verdad: ¿ha estado aquí antes Grúshenka, o no?
–Nadie la ha visto. Es un engaño, ¡no ha estado aquí!
–Pero ¡es que Mitka quiere casarse con ella, casarse!
–Ella no consentirá.
–¡No consentirá, no lo hará, no lo hará, por nada del mundo…! —El viejo se estremeció de alegría con todo su ser, como si en ese instante no pudieran decirle nada más agradable. Eufórico, cogió la mano de Aliosha y la estrechó con fuerza contra su corazón. Incluso las lágrimas brillaron en sus ojos.
–Ese pequeño icono, el de la Madre de Dios, ése del que te hablaba antes, tómalo y llévatelo. Y te permito que vuelvas al monasterio… Antes bromeaba, no te enfades. Me duele la cabeza, Aliosha… Liosha, calma mi corazón, sé un ángel, ¡dime la verdad!
–¿Se refiere a si ella ha estado o no aquí? —preguntó Aliosha con tristeza.
–No, no, no, te creo, pero escucha: pasa a ver a Grúshenka o arréglatelas para verla; pregúntaselo cuanto antes y trata de adivinarlo con tus propios ojos: ¿a quién prefiere, a mí o a él? ¿Eh? ¿Qué dices? ¿Puedes hacerlo o no?
–Si la veo, se lo preguntaré —murmuró Aliosha, turbado.
–No, ella no te lo dirá —lo interrumpió el viejo—. Es muy lista. Empezará a besarte y te dirá que quiere casarse contigo. Es una embustera, una desvergonzada. No, no debes ir a verla, no debes.
–Y no estaría nada bien, padre, nada bien.
–¿Adónde te mandaba él hace un rato, cuando te gritaba: «Ve», mientras se iba corriendo?
–A casa de Katerina Ivánovna.
–¿Por dinero? ¿Quiere dinero?
–No, no por dinero.
–Él no tiene dinero, ni una moneda. Escucha, Aliosha, me pasaré la noche acostado dándole vueltas a la cabeza. Puedes irte. Quizá te la encuentres… Pero ven a verme mañana por la mañana sin falta; sin falta. Mañana te diré una cosita, ¿te pasarás?
–Sí.
–Si vienes, haz como si hubiera sido idea tuya venir a visitarme. No le digas a nadie que te he llamado yo. No le digas ni una palabra a Iván.
–Está bien.
–Adiós, ángel mío, hace un momento has intercedido por mí, nunca lo olvidaré. Te diré una cosita mañana… Solo tengo que reflexionar un poco más…
–Pero, ahora, ¿cómo se siente?
–Mañana, mañana mismo me levantaré en perfecto estado. ¡Muy bien, muy bien, muy bien!
Al pasar por el patio, Aliosha se encontró con su hermano Iván en un banco junto a la puerta. Escribía algo en su cuaderno con un lápiz. Aliosha le dijo a Iván que el viejo se había despertado, que estaba consciente y que le dejaba pasar la noche en el monasterio.
–Aliosha, sería un placer verte mañana por la mañana —dijo con amabilidad Iván mientras se levantaba. Esa amabilidad pilló totalmente desprevenido a su hermano.
–Mañana iré a casa de las Jojlakova —respondió Aliosha—. Quizá también vaya a casa de Katerina Ivánovna, si no la encuentro ahora…
–¿Así que ahora vas a casa de Katerina Ivánovna? A «saludarla con una reverencia», ¿no es así? —Iván sonrió de repente.
Aliosha se turbó.
–Creo haberlo entendido todo por esas exclamaciones de hace un rato y por ciertas cosas que pasaron antes. Dmitri seguramente te haya pedido que vayas a verla y le digas que… Bueno… Bueno, en pocas palabras, ¡que le dice adiós con una reverencia!
–¡Hermano! ¿Cómo terminará todo este horror entre padre y Dmitri? —exclamó Aliosha.
–Es imposible hacer pronósticos certeros. Quizá todo quede en nada: la historia se irá esfumando. Esa mujer es una fiera. En cualquier caso, hay que impedir que el viejo salga de casa, y a Dmitri no hay que dejarlo entrar.
–Hermano, deja que te pregunte algo más: ¿es posible que un hombre tenga derecho a decidir, mirando al resto de la humanidad, quién es digno de vivir y quién no?
–¿Por qué mezclar en esto el criterio de si se es digno o no? Esta cuestión se suele decidir en el corazón de los hombres no en virtud de los méritos sino de otras razones mucho más naturales. En cuanto al derecho, dime, ¿quién no tiene derecho a desear?
–Pero ¡no la muerte de otro!
–¿Y si fuese incluso la muerte? ¿Para qué mentirnos a nosotros mismos cuando todo el mundo vive así y quizá ni siquiera se puede vivir de otro modo? ¿Me lo preguntas por lo que he dicho antes, lo de que «un reptil devorará a otro reptil»? En ese caso, déjame que te pregunte: ¿me consideras capaz, como Dmitri, de verter la sangre de Esopo, bueno, de matarlo? ¿Eh?
–¡Qué dices, Iván! ¡Nunca he pensado nada semejante! Y a Dmitri tampoco lo considero…
–Gracias, aunque solo sea por esto —Iván le sonrió—. Que sepas que yo siempre lo defenderé. En cuanto a mis deseos, sin embargo, me reservo en este caso plena libertad. Nos vemos mañana. No me condenes ni me mires como si fuera un villano —añadió con una sonrisa.
Se estrecharon la mano con fuerza, como nunca. Aliosha tuvo la sensación de que su hermano había dado un primer paso hacia él y de que lo había hecho por alguna razón, sin duda con algún propósito.
X. Las dos juntas
Pero Aliosha salió de la casa de su padre más abatido y decaído que cuando había entrado. Tenía la cabeza, también, como fragmentada y dispersa y, al mismo tiempo, sentía miedo de unir lo disperso y sacar una conclusión general de todas las dolorosas contradicciones experimentadas aquel día. Había algo que casi rayaba en la desesperación y que nunca había sentido el corazón de Aliosha. Y por encima de todo se alzaba, como una montaña, esa cuestión importante, fatídica e irresoluble: ¿cómo acabaría todo entre su padre y su hermano Dmitri con esa terrible mujer? Ahora él mismo había sido testigo. Había estado presente y los había visto al uno frente al otro. Por lo demás, solo su hermano Dmitri podía resultar desdichado, completa y terriblemente desdichado: le acechaba una desgracia innegable. Además, había otras personas involucradas en todo ese asunto y quizá mucho más de lo que le había parecido antes. Incluso resultaba algo enigmático. Su hermano Iván había dado un paso hacia él, algo que Aliosha llevaba mucho tiempo deseando, pero ahora, por algún motivo, sentía miedo de ese acercamiento. ¿Y aquellas mujeres? Era extraño: poco antes se encaminaba a casa de Katerina Ivánovna con gran turbación, pero ahora ya no sentía ninguna; al contrario, había apretado el paso, como si esperase recibir alguna indicación de ella. Pero transmitirle el mensaje era ahora, a todas luces, más difícil que antes: el problema de los tres mil rublos se había zanjado de manera definitiva, y su hermano Dmitri, sintiéndose ahora vil y desesperanzado, sin duda ya no se detendría ante ninguna caída. Además, le había ordenado que informara a Katerina Ivánovna de la escena que acababa de producirse en casa del padre.
Eran ya las siete de la tarde y oscurecía cuando Aliosha entró en casa de Katerina Ivánovna, una casa muy confortable y espaciosa en la calle Mayor. Aliosha sabía que vivía con dos tías. Una de ellas, en realidad, solo era tía de su hermana Agafia Ivánovna; era aquella persona silenciosa que, junto a su hermana, la había cuidado en casa de su padre a su regreso del instituto. La otra tía, en cambio, era una elegante y majestuosa señora de Moscú, aunque pobre. Corría la voz de que ambas se subordinaban en todo a Katerina Ivánovna y vivían con ella solo por guardar las apariencias. Katerina Ivánovna, por su parte, se sometía únicamente a su bienhechora, la viuda del general, que seguía viviendo en Moscú a causa de su enfermedad y a la que estaba obligada a enviarle dos cartas por semana con noticias detalladas.
Cuando Aliosha entró en el vestíbulo y pidió a la doncella que le acababa de abrir que anunciara su presencia, en el salón, por lo visto, ya estaban al corriente de su llegada (quizá lo hubiesen visto por la ventana), pues Aliosha enseguida oyó un ruido, algunos pasos de mujer apresurados, el frufrú de vestidos, como si dos o tres mujeres se alejaran a toda prisa. A Aliosha le pareció extraño que su llegada pudiera causar tanto revuelo. Sin embargo, enseguida lo hicieron pasar al salón. Era una pieza amplia, adornada con muebles elegantes y copiosos, para nada a la moda provinciana. Había muchos sofás, divanes, sillones, mesas pequeñas y grandes; había cuadros en las paredes, jarrones y lámparas en las mesas y muchas flores, incluso un acuario junto a una ventana. Debido al crepúsculo el salón estaba un poco oscuro. En un sofá donde evidentemente alguien había estado sentado Aliosha vio abandonada una mantilla de seda y en la mesa situada enfrente del sofá dos tazas de chocolate a medio tomar, bizcochos, un plato de cristal con pasas negras y otro con bombones. Habían recibido a un invitado. Aliosha intuyó que había llegado cuando tenían visita y frunció el ceño. Pero en ese instante se levantó un cortinón y, con pasos rápidos, apresurados, entró Katerina Ivánovna, con una sonrisa radiante y extasiada, alargando las dos manos a Aliosha. En el mismo instante entró una criada y puso sobre la mesa dos velas encendidas.
–¡Gracias a Dios que por fin ha venido! ¡He rezado todo el día a Dios para que viniese! Siéntese.
La belleza de Katerina Ivánovna ya había impresionado a Aliosha anteriormente, cuando su hermano Dmitri, tres semanas antes, lo había llevado a la casa de la joven por primera vez para hacer las presentaciones y que se conocieran, por expreso e insistente deseo de ella. En aquel encuentro, no obstante, no habían conversado. Suponiendo que Aliosha se sentiría muy confundido, Katerina Ivánovna, en cierto modo, se había apiadado de él y se había pasado todo el rato hablando con Dmitri Fiódorovich. Aliosha había guardado silencio, pero se había percatado de muchas cosas. Le sorprendió el carácter imperioso, la orgullosa desenvoltura y el aplomo de la arrogante muchacha. Y todo eso era incuestionable. Aliosha sintió que no estaba exagerando. Le pareció que sus grandes y ardientes ojos negros eran magníficos y que armonizaban especialmente con su cara alargada y pálida, incluso de una lividez un poco amarillenta. Pero en esos ojos, lo mismo que en el contorno de sus encantadores labios, había algo de lo que su hermano, por supuesto, podía enamorarse locamente, aunque quizá no amar por mucho tiempo. Casi le había expuesto directamente lo que pensaba a Dmitri, cuando éste, después de la visita, lo apremió para que no le escondiera cuáles eran sus impresiones después de ver a su novia.
–Serás feliz con ella, pero quizá… no con una felicidad serena.
–Así es, hermano, las mujeres como ella no cambian, no se resignan al destino. ¿Así que crees que no la amaré eternamente?
–No, es posible que la ames eternamente, pero quizá no seas siempre feliz con ella.
Aliosha dio entonces su opinión, ruborizándose y sintiéndose molesto consigo mismo por haberse rendido ante los ruegos de su hermano y haber expresado aquellos «estúpidos» pensamientos. Porque su opinión a él mismo se le antojó terriblemente estúpida en cuanto la hubo expresado. Y se avergonzó de haber manifestado un juicio tan categórico sobre una mujer. Tanto mayor fue su estupor cuando se dio cuenta, apenas posó la mirada sobre Katerina Ivánovna, que acudía solícita a su encuentro, de que quizá aquel día hubiese cometido un error garrafal. Esta vez su rostro resplandecía con una amabilidad genuina y sencilla, con sinceridad efusiva y directa. De todo el «orgullo y arrogancia» que tanto le habían impresionado entonces ¡ahora solo quedaba una energía audaz y noble y una fe clara y poderosa en sí misma! Aliosha comprendió, desde la primera mirada, desde las primeras palabras, que toda la tragedia de su situación respecto al hombre que tanto amaba ya no era en absoluto un misterio para ella y que quizá lo supiera ya todo, decididamente todo. Sin embargo, a pesar de eso, había tanta luz en su rostro, tanta fe en el futuro, que Aliosha de repente se sintió grave y conscientemente culpable delante de ella. Fue vencido y cautivado al mismo tiempo. Notó, en cambio, desde sus primeras palabras, que Katerina Ivánovna era presa de una fuerte excitación, quizá muy poco común en ella: una excitación que incluso casi parecía una especie de éxtasis.
–¡Le he esperado tanto, porque solo por usted puedo saber ahora toda la verdad, por usted y por nadie más!
–He venido… —musitó Aliosha, confundiéndose—, yo… Él me ha mandado…
–¡Ah, él le ha mandado! Bueno, tenía el presentimiento. ¡Ahora lo sé todo, todo! —exclamó Katerina Ivánovna y de pronto le brillaron los ojos—. Espere, Alekséi Fiódorovich, antes que nada le explicaré por qué le esperaba con tanta impaciencia. Verá, quizá yo sepa incluso muchas más cosas que usted; lo que necesito de usted no son noticias. Esto es lo que necesito: tengo que conocer su impresión personal, su última impresión de él, necesito que me diga sin el menor disimulo y con total claridad, incluso con crudeza (¡oh, con toda la crudeza que quiera!), cómo lo ve usted ahora y cómo ve su situación después de haberse encontrado hoy con él. Quizá sería mejor si yo misma, a quien él ya no desea volver a ver, pudiera hablar con él personalmente. ¿Entiende lo que quiero de usted? Ahora dígame con qué mensaje le envió a mí (¡sabía que le mandaría a usted!): dígamelo sin más, hasta la última palabra…
–Dice que… la saluda con una reverencia y que nunca volverá… y que la salude con una reverencia.
–¿Que me saluda con una reverencia? ¿Lo ha dicho así, lo ha expresado de esa manera?
–Sí.
–¿No lo habrá dicho como de pasada, por casualidad, no habrá utilizado una palabra equivocada en lugar de la que correspondía?
–No, me ha ordenado precisamente que le transmitiera esas palabras: «la saluda con una reverencia». Me lo ha pedido como tres veces, para que no se me olvidara.
Katerina Ivánovna se ruborizó.
–Ayúdeme ahora, Alekséi Fiódorovich, ahora necesito también su ayuda. Le diré lo que pienso y usted simplemente dígame si es cierto o no. Escuche, si él le hubiese pedido que me saludara con una reverencia, como de pasada, sin insistir en esas palabras, sin subrayarlas, sería que todo… ¡Que todo ha terminado! Pero, si ha insistido de un modo especial, si le ha encargado de un modo especial que no se olvidara de transmitirme esa reverencia, ¿no estaría él, quizá, muy excitado y fuera de sí? ¡Ha tomado una decisión y se ha asustado de ella! No se ha apartado de mí con paso firme, sino que se ha despeñado por una montaña. La insistencia en esa palabra quizá solo indique una fanfarronada…
–¡Así es, así es! —confirmó Aliosha con ímpetu—. También yo tengo ahora esta impresión.
–¡Si es así, aún no está perdido! Solo está desesperado, pero todavía puedo salvarlo. Espere: ¿le ha dicho algo de dinero, de tres mil rublos?
–No solo es que me lo dijera, sino que quizá eso es lo que más le torturaba. Decía que ahora carecía de honor y que todo le era indiferente —respondió Aliosha, acalorado, sintiendo con toda el alma que la esperanza afluía a su corazón y que, en realidad, había salida y salvación para su hermano—. Pero es que… ¿usted sabe lo del dinero? —añadió y de pronto se detuvo en seco.
–Hace tiempo que lo sé, y con certeza. Mandé un telegrama a Moscú para preguntarlo y hace tiempo que sé que no recibieron el dinero. Él no lo mandó, pero yo no dije nada. La semana pasada me enteré de cuánto necesitaba el dinero y de que aún necesita más… Me he puesto un solo objetivo en todo esto: que sepa a quién dirigirse, quién es su amigo más fiel. No, no quiere creer que yo soy su amigo más fiel; nunca ha querido conocerme, me mira solo como mujer. Durante toda la semana me ha atormentado una terrible preocupación: ¿qué hacer para que no se avergüence de mí por haber gastado esos tres mil rublos? Que se avergüence ante todos, y también ante sí mismo, pero no ante mí. A Dios se lo dice todo sin avergonzarse. ¿Por qué, entonces, no sabe aún cuánto puedo sufrir por él? ¿Por qué, por qué no me conoce? ¿Cómo se atreve a no conocerme después de todo lo que hubo? Quiero salvarlo para siempre. ¡Que olvide que soy su prometida! ¡Y ahora tiene miedo ante mí por su honor! No tuvo miedo de abrirse ante usted, ¿verdad, Alekséi Fiódorovich? ¿Por qué no he merecido yo todavía lo mismo?
Las últimas palabras las pronunció con lágrimas; acababan de anegarse en lágrimas sus ojos.
–Debo informarla —dijo Aliosha, con la voz también trémula— de lo que acaba de pasar con mi padre. —Y le contó toda la escena, le contó que lo habían mandado a pedir dinero, que su hermano había irrumpido en el salón y que había golpeado a su padre, para luego pedirle a él, una vez más y con particular y apremiante insistencia, que fuera a «saludarla con una reverencia»—. Se fue a ver a esa mujer… —añadió en voz baja Aliosha.
–¿Y usted cree que no soportaré a esa mujer? ¿Cree él que no la soportaré? Pero no se casará con ella. —Y rompió a reír con nerviosismo—. ¿Puede un Karamázov arder con semejante pasión eternamente? Es pasión, no amor. No se casará, porque ella no consentirá… —Katerina Ivánovna de pronto volvió a sonreír de una manera extraña.
–Quizá se case con ella —dijo Aliosha con tristeza, bajando la mirada.
–¡No se casará con ella, se lo digo! Esa chica es un ángel, ¿lo sabía? Pues ¡sépalo! —exclamó con repentino e insólito ardor Katerina Ivánovna—. ¡La más fantástica de todas las criaturas fantásticas! Sé lo seductora que es, pero también que es buena, firme y noble. ¿Por qué me mira de esa manera, Alekséi Fiódorovich? ¿Se sorprende de mis palabras? ¿No me cree, tal vez? ¡Agrafiona Aleksándrovna, ángel mío! —gritó de repente mirando a la otra habitación—. Venga con nosotros. Hay una persona muy gentil, Aliosha, que está al corriente de todos nuestros asuntos. ¡Déjese ver!
–Estaba aquí detrás de la cortina, solo esperaba a que me llamase —pronunció una voz tierna, un poco melosa incluso, de mujer.
El cortinón se levantó y… Grúshenka en persona, risueña y jovial, se acercó a la mesa. Aliosha pareció estremecerse. Clavó los ojos en ella, no podía apartar la mirada. Ahí estaba ella, esa terrible mujer, esa «fiera», como había dicho arrebatadamente su hermano Iván media hora antes. Y, no obstante, tenía delante lo que, a primera vista, parecía ser la criatura más sencilla y corriente: una mujer buena, agradable, digamos que bella, aunque muy parecida a todas las otras mujeres bellas, pero «corrientes». Lo cierto es que era bella, muy bella incluso, con esa belleza rusa que muchos hombres aman hasta el frenesí. Era una mujer bastante alta, aunque un poco menos que Katerina Ivánovna (que era excepcionalmente alta), de formas generosas y movimientos suaves, incluso silenciosos, y también como lánguidos, por una especie de refinamiento particularmente dulzón, y así era también su voz. No se acercó como Katerina Ivánovna, con andares enérgicos y resueltos, sino de modo inaudible. Sus pasos eran completamente silenciosos. Se dejó caer suavemente en la butaca, con un crujido de su fastuoso vestido de seda negra, envolviendo con delicadeza su cuello, blanco como la espuma, y sus hombros anchos con un costoso chal negro de lana. Tenía veintidós años y su cara representaba exactamente esa edad. Tenía la tez muy blanca, con un delicado matiz sonrosado en las mejillas. La forma del rostro era demasiado ancha y la mandíbula inferior incluso un poco protuberante. El labio superior era sutil, si bien el inferior, un poco más abombado, era el doble de carnoso y estaba como hinchado. Pero su prodigiosa y exuberante cabellera de color castaño oscuro, sus oscuras cejas cebellinas y sus admirables ojos de un azul tirando a gris, con largas pestañas, habrían obligado a detenerse ante esa cara y recordarla por mucho tiempo hasta al hombre más indiferente y distraído, aunque estuviera apretujado en medio de la muchedumbre, un día de mercado. Lo que más impresionó a Aliosha de ese rostro fue su expresión infantil, ingenua. Su mirada era como la de una niña, parecía alegrarse como una niña, y así se acercó precisamente a la mesa, «alegrándose», como si estuviera aguardando algo con la curiosidad infantil más confiada e impaciente. Su mirada alegraba el alma, y Aliosha lo percibió. Sin embargo, había en ella algo más que no habría podido o sabido definir, pero que quizá también advertía de manera inconsciente, y era precisamente esa suavidad, esa dulzura de los movimientos del cuerpo, el silencio felino con el que se movía. Y, sin embargo, su cuerpo era poderoso y exuberante. Debajo del chal se intuían sus hombros anchos, llenos, y el busto alto, del todo juvenil. Ese cuerpo prometía quizá las formas de una Venus de Milo, aunque se presentía que las proporciones, sin duda, eran un poco exageradas. Los conocedores de la belleza femenina rusa habrían podido predecir con certeza, al ver a Grúshenka, que esa belleza fresca y aún juvenil, al aproximarse a la treintena, perdería su armonía y se deformaría; que el rostro se le abotargaría, que le aparecerían arruguitas en el contorno de los ojos y en la frente con extraordinaria rapidez, que se le marchitaría la tez y quizá adquiriría una tonalidad purpúrea; en pocas palabras, era una belleza efímera, una belleza fugaz que a menudo se encuentra precisamente en la mujer rusa. Aliosha, por supuesto, no estaba pensando en eso, pero, aunque fascinado, se preguntaba, con cierta sensación de desagrado y como con pesar, por qué esa mujer arrastraba tanto las palabras en lugar de hablar con naturalidad. Era evidente que Grúshenka encontraba en esa cadencia alargada y en esas sílabas y sonidos exageradamente almibarados algo bello. Era, por supuesto, una mala costumbre, de pésimo gusto, que testimoniaba poca educación y un concepto vulgar de las buenas maneras adquirido en la infancia. Y, sin embargo, esa manera de pronunciar y de entonar las palabras a Aliosha le parecía una contradicción casi imposible con la expresión ingenuamente infantil y jubilosa del rostro, con el resplandor de los ojos, dulce y feliz, como los de un recién nacido. Al instante, Katerina Ivánovna la hizo sentarse en una butaca frente a Aliosha y, entusiasmada, la besó varias veces en sus sonrientes labios. Parecía que estuviese enamorada de ella.
–Es la primera vez que nos vemos, Alekséi Fiódorovich —dijo extasiada—. Quería conocerla hace tiempo, verla, ir a su casa, pero en cuanto ha sabido que éste era mi deseo ha venido ella por sí misma. Sabía que juntas lo resolveríamos todo, ¡todo! Así lo presentía mi corazón… Trataron de convencerme de que no diera este paso, pero yo presentía el resultado y no me equivocaba. Grúshenka me lo ha explicado todo, todas sus intenciones; como un ángel bueno, ha bajado volando hasta aquí y me ha traído paz y alegría…