Kitabı oku: «Los hermanos Karamázov», sayfa 16
–Usted no me ha despreciado, mi querida y digna señorita —dijo Grúshenka arrastrando las palabras con voz cantarina y la misma sonrisa agradable y encantadora.
–¡No se atreva a decirme semejantes palabras, cautivadora, hechicera! ¿Despreciarla a usted? Le besaré el labio inferior una vez más. Parece un poco hinchado, así se le hinchará más, y más, y más… Mire cómo se ríe, Alekséi Fiódorovich. El corazón se alegra al ver a este ángel…
Aliosha se ruborizó y fue presa de un temblor ligero, imperceptible.
–Me mima, querida señorita, y quizá no sea digna de sus caricias.
–¡No es digna! ¡Que no es digna de esto! —volvió a exclamar con idéntico fervor Katerina Ivánovna—. Debe saber, Alekséi Fiódorovich, que tenemos una cabecita fantástica, que tenemos un corazoncito caprichoso pero lleno de orgullo. Somos nobles, Alekséi Fiódorovich, somos generosas, ¿lo sabía? ¡Solo hemos sido desdichadas! Estábamos demasiado dispuestas a hacer todo tipo de sacrificios por un hombre indigno, quizá, o frívolo. Había uno, que también era oficial, de quien nos enamoramos, se lo ofrecimos todo, de esto hace mucho tiempo, unos cinco años, pero él se olvidó de nosotras, se casó. Ahora ha enviudado, ha escrito que viene hacia aquí… ¡Y sepa que lo amamos solo a él, a él y a nadie más, y que lo amaremos toda la vida! Él vendrá, y Grúshenka volverá a ser feliz, pues en todos estos cinco años ha sido desdichada. Pero ¿quién podrá hacerle algún reproche, quién podrá jactarse de haber obtenido su benevolencia? Solo ese viejo comerciante postrado en la cama, pero él ha sido más bien un padre, un amigo y un protector para nosotras. Él nos encontró presas de la desesperación, de tormentos, abandonadas por aquel a quien amábamos tanto… ¡Sí, entonces ella quería ahogarse, y fue ese viejo quien la salvó, la salvó!
–Me defiende usted demasiado, querida señorita; se da mucha prisa en todo —alargó de nuevo las palabras Grúshenka.
–¿Que la defiendo? ¿Quiénes somos para defenderla y cómo nos íbamos a atrever a defenderla? Grúshenka, ángel, deme su manita. Mire esta mano pequeña, regordeta y encantadora, Alekséi Fiódorovich. ¿La ve? Me ha traído la felicidad y me ha resucitado, y ahora voy a besarla, por delante y por detrás, ¡así, así y así!
Y, presa de una especie de éxtasis, besó tres veces la manita realmente encantadora, quizá demasiado regordeta, de Grúshenka. Ésta, en cambio, después de haberle tendido su mano con una risita nerviosa, vibrante y cautivadora, se puso a observar a la «querida señorita», visiblemente complacida de que le besaran la mano de ese modo. «Quizá sea excesivo ese entusiasmo», se le pasó por la mente a Aliosha. Se ruborizó. Todo ese rato había sentido como un desasosiego especial en el corazón.
–No me avergüence, querida señorita, besándome así la mano delante de Alekséi Fiódorovich.
–Pero ¿acaso he querido avergonzarla? —dijo un poco sorprendida Katerina Ivánovna—. ¡Ah, querida mía, qué mal me comprende!
–Quizá usted tampoco me comprenda del todo, querida señorita. Quizá yo sea mucho peor de lo que usted piensa. Tengo mal corazón, soy caprichosa. Si seduje entonces al pobre Dmitri Fiódorovich fue solo para burlarme de él.
–Pero ahora será usted quien lo salve. Me ha dado su palabra. Usted lo hará entrar en razón, le confesará que hace tiempo que ama a otro, que ahora pide su mano…
–¡Oh, no! No le he prometido nada semejante. Ha sido usted la que me ha dicho a mí todo eso, pero yo no le he dado mi palabra.
–Quizá entonces no la haya entendido —dijo en voz baja Katerina Ivánovna palideciendo un poco—. Usted prometió…
–Oh, no, señorita, ángel mío, no he prometido nada —la interrumpió Grúshenka con suavidad y calma, con la misma expresión de alegría e inocencia—. Ahora ve, digna señorita, qué mala y autoritaria soy con usted. Haré lo que me apetezca. Quizá hace un momento le haya prometido algo, pero ahora me lo estoy volviendo a pensar: ¿y si de repente me vuelve a gustar? Me refiero a Mitia. Me gustó mucho ya una vez, durante casi una hora entera. Así que quizá vaya ahora y le diga que se quede conmigo a partir de hoy… Ya ve si soy inconstante.
–Hace un momento decía… algo completamente diferente —susurró a duras penas Katerina Ivánovna.
–¡Oh, hace un momento! Pero tengo un corazón tierno, soy una tonta. ¡Cuando pienso lo que ha sufrido por mí! Si llego a casa y de pronto me compadezco de él, ¿qué va a pasar?
–No esperaba…
–¡Ay, señorita, qué buena y noble es usted conmigo! Quizá ahora deje de quererme, tonta de mí, al ver mi carácter. Deme su adorada manita, señorita, ángel mío —suplicó con ternura y, con una especie de veneración, tomó la mano de Katerina Ivánovna—. Ahora, querida señorita, tomo su mano y se la beso, como ha hecho usted conmigo. Usted me la ha besado tres veces, pero yo debería besar la suya por lo menos trescientas para saldar mi deuda con usted. Por ahora que así sea y luego Dios dirá: quizá sea su completa esclava y quiera complacerla en todo como tal. Que ocurra lo que Dios quiera, sin pactos ni promesas entre nosotras. Qué manita, qué adorable manita tiene, ¡qué manita! ¡Mi querida señorita, mi belleza imposible!
Se llevó en silencio esa manita a los labios, aunque con un extraño propósito: el de «saldar su deuda» con sus besos. Katerina Ivánovna no retiró la mano: con una tímida esperanza, escuchó la última promesa de Grúshenka, aunque expresada también de una manera muy extraña, la de complacerla como una «esclava»; la miraba intensamente a los ojos: veía en esos ojos la misma expresión sencilla y confiada, la misma serena alegría… «¡Quizá sea demasiado ingenua!», y un soplo de esperanza atravesó el corazón de Katerina Ivánovna. Entretanto, Grúshenka, como admirando esa «querida manita», se la llevó despacio a los labios. Pero, con ella ya en sus labios, de pronto vaciló dos o tres segundos, como si estuviera meditando.
–¿Sabe, ángel mío? —dijo de pronto, arrastrando las palabras con la más tierna y acaramelada de las voces—, ¿sabe? No voy a besar su manita. —Y estalló en una risita menuda y jubilosa.
–Como quiera… ¿Qué le pasa? —se sobresaltó Katerina Ivánovna.
–Y no se olvide de que usted besó mi mano, pero yo no la suya. —Algo refulgió de pronto en sus ojos. Miraba a Katerina Ivánovna con una persistencia terrible.
–¡Descarada! —dijo de pronto Katerina Ivánovna, como si de golpe hubiese entendido algo. Toda ella se encendió, saltó de su sitio. Grúshenka también se levantó, sin prisa.
–Ahora mismo le contaré a Mitia que usted me besó la mano pero yo a usted no la suya. ¡Cómo se va a reír!
–¡Mujerzuela, fuera de aquí!
–¡Oh, qué vergüenza, señorita, qué vergüenza! Incluso dichas por usted semejantes palabras resultan indecentes, querida señorita.
–¡Largo de aquí, vendida! —gritó Katerina Ivánovna. Todos los músculos temblaban en su cara, completamente desfigurada.
–¿Vendida yo? Usted misma, de jovencita, visitaba caballeros al anochecer, ofrecía su belleza a cambio de dinero, lo sé.
Katerina Ivánovna lanzó un grito y a punto estaba ya de abalanzarse sobre ella, pero Aliosha la retuvo con todas sus fuerzas:
–¡Ni un paso, ni una palabra! No hable, no diga nada, se irá, ¡se irá ahora mismo!
En ese instante las dos tías de Katerina Ivánovna, al oír su grito, también irrumpieron en la sala. Fueron corriendo hacia ella.
–Me voy —dijo Grúshenka, cogiendo la mantilla del diván—. ¡Aliosha, querido, acompáñame!
–¡Váyase, váyase cuanto antes! —le suplicó Aliosha, con las manos juntas.
–Alióshenka, querido, ¡acompáñame! Y te diré algo muy, pero que muy agradable por el camino. Ha sido por ti, Alióshenka, por quien he montado esta escena. Acompáñame, tesoro, no te arrepentirás.
Aliosha le dio la espalda, retorciéndose las manos. Grúshenka, riendo sonoramente, salió de la casa.
Katerina Ivánovna fue presa de una crisis de nervios. Sollozaba, los espasmos la ahogaban. Todos se afanaban a su alrededor.
–Ya la advertí —le decía la tía mayor—, ya la advertí de que no diera este paso… Es usted demasiado impetuosa… ¡Cómo pudo dar semejante paso! Usted no conoce a esas criaturas, y ésta, según dicen, es la peor de todas… ¡No, es usted demasiado caprichosa!
–¡Es un tigre! —gritó Katerina Ivánovna—. ¿Por qué me retuvo, Alekséi Fiódorovich? ¡Le habría pegado, sí, pegado!
No podía contenerse delante de Aliosha y quizá ni siquiera lo deseara.
–¡Debería ser azotada en un patíbulo, por un verdugo, en público!
Aliosha retrocedió hacia la puerta.
–Pero ¡Dios mío! —exclamó de repente Katerina Ivánovna, levantando las manos—. ¡Y él! ¡Cómo ha podido ser tan vil, tan inhumano! ¡Le ha contado a esa criatura lo que pasó ese día fatídico, maldito, eternamente maldito! «Iba a vender su belleza, querida señorita.» ¡Ella lo sabe! ¡Su hermano es un canalla, Alekséi Fiódorovich!
Aliosha quería decir algo, pero no encontraba ni una sola palabra. El dolor le oprimía el corazón.
–¡Váyase, Alekséi Fiódorovich! ¡Qué vergüenza, qué espanto! Mañana… Se lo suplico de rodillas, venga mañana. No me juzgue, perdone, ¡no sé qué será de mí!
Aliosha salió a la calle como tambaleándose. Como ella, él también tenía ganas de llorar. De pronto, lo alcanzó la criada.
–La señorita se ha olvidado de entregarle esta carta de parte de la señora Jojlakova. Está aquí desde la hora de comer.
Aliosha cogió maquinalmente el sobrecito rosa y, casi sin darse cuenta, se lo metió en el bolsillo.
XI. Otra reputación arruinada
Desde la ciudad hasta el monasterio había una versta, o poco más. Aliosha apresuró el paso por el camino, desierto a esa hora. Ya casi era de noche, resultaba difícil distinguir los objetos a treinta pasos. A mitad del camino había una encrucijada. En aquel punto, bajo un sauce solitario, se vislumbraba una silueta. Apenas llegó allí Aliosha, la silueta saltó sobre él y, con una voz histérica, gritó:
–¡La bolsa o la vida!
–¡Ah, eres tú, Mitia! —exclamó Aliosha que, después de haberse llevado un gran susto, se quedó sorprendido.
–¡Ja, ja, ja! No me esperabas, ¿eh? Me preguntaba dónde podía esperarte. ¿Cerca de la casa de ella? Desde allí salen tres caminos y podía perderte. Al final decidí esperarte aquí porque tenías que pasar por fuerza, es el único camino que lleva al monasterio. Bueno, dime la verdad, aplástame como a una cucaracha… Pero ¿qué tienes?
–Nada, hermano… Es que me has asustado. ¡Ah, Dmitri! La sangre de nuestro padre, hace poco… —Aliosha se deshizo en lágrimas, hacía tiempo que tenía ganas de llorar y ahora era como si de repente algo se le desgarrara en el alma—. Por poco no lo matas… Lo has maldecido… Y ahora… Aquí… Te da por hacer bromas… ¡La bolsa o la vida!
–Bueno, ¿y qué? ¿Es indecoroso? ¿No es adecuado a la situación?
–No… Solo que…
–Espera. Mira la noche, mira qué noche tan lúgubre, ¡qué nubes y qué viento se ha levantado! Me he escondido aquí, bajo el sauce, te esperaba, y de pronto he pensado (¡Dios es testigo!): ¿para qué atormentarse, para qué esperar? Aquí hay un sauce, tengo un pañuelo, una camisa, ahora mismo puedo hacer una cuerda, además también tengo unos tirantes y… dejar de fatigar a la tierra, de deshonrarla con mi innoble presencia. Y de pronto te oigo venir. Señor, como si bajase algo del cielo sobre mí: existe, después de todo, una persona a la que quiero, ahí está, ese hombrecito, mi hermanito querido, a quien quiero más que a nadie en el mundo, ¡la única persona a la que quiero! Y he sentido tanto amor por ti, en este minuto te he querido tanto que he pensado: «¡Ahora me arrojaré a su cuello!». Pero luego se me ocurrió una idea estúpida: «Voy a divertirlo un poco, le daré un susto». Y me he puesto a gritar como un cretino: «¡La bolsa!». Perdona por mi tontería: es solo una estupidez, pero lo que llevo en mi alma… también es decente… Bueno, al diablo, dime, ¿qué ha pasado? ¿Qué ha dicho ella? ¡Aplástame, derríbame, no te apiades de mí! ¿Se ha puesto fuera de sí?
–No, no es eso… No ha pasado nada de eso, Mitia. Allí… Me encontré a las dos juntas.
–¿A qué dos?
–A Grúshenka y a Katerina Ivánovna.
Dmitri Fiódorovich se quedó de una pieza.
–¡Imposible! —exclamó—. ¡Estás delirando! ¿Grúshenka en su casa?
Aliosha le contó todo lo que le había ocurrido desde el momento en que llegó a casa de Katerina Ivánovna. Estuvo hablando unos diez minutos, no se puede decir que su relato resultara muy fluido y ordenado, pero al parecer habló con claridad, captando las palabras principales, los gestos más importantes, y expresó con nitidez, a menudo con un solo trazo, sus propios sentimientos. Su hermano Dmitri lo escuchaba en silencio, lo miraba fijamente con una quietud espantosa, pero para Aliosha estaba claro que lo había entendido todo y captado el sentido de todo el episodio. Pero su rostro, a medida que avanzaba el relato, se volvía no ya sombrío sino más bien amenazante. Dmitri frunció las cejas, apretó los dientes, su mirada fija se hizo aún más fija, más terca, más horrible… Tanto más sorprendente fue cuando, con una rapidez inimaginable, toda su cara, hasta entonces enojada y feroz, cambió por completo de expresión, sus labios fruncidos se abrieron, y soltó una incontenible y auténtica carcajada. Se desternillaba de risa, literalmente, y durante mucho rato ni siquiera pudo hablar.
–¡Así que no le besó la mano! ¡No se la besó y se fue! —gritaba con una especie de morboso entusiasmo que hasta podría parecer insolente de no ser tan natural—. ¡Y la otra le gritaba que es un tigre! ¡Y lo es, de verdad! ¿Que habría que llevarla al patíbulo? Sí, sí, se lo merecería, se lo merece, yo también lo creo, se lo merece, hace tiempo que se lo merece. Verás, hermano, que vaya al patíbulo, pero primero es necesario que yo me cure. Entiendo a esa reina de la insolencia, todo lo que ella es está expresado en lo de la mano. ¡Una mujer infernal! ¡Es la reina de todas las criaturas infernales, de todas las que se pueden imaginar en el mundo! ¡En su género, es inigualable! ¿Así que se fue corriendo a casa? Entonces yo… Ah… ¡Corro a verla! Aliosha, no me culpes, es verdad, estoy de acuerdo, estrangularla sería poco…
–¡Y Katerina Ivánovna! —exclamó con tristeza Aliosha.
–¡A ella también la veo, veo a través de ella, la veo mejor que nunca! Es el descubrimiento de los cuatro continentes del mundo, de los cinco, quiero decir. ¡Un acto así! Es la misma Kátenka, la misma colegiala que, en el generoso intento de salvar a su padre, no tuvo miedo de correr a casa de un oficial grosero y estúpido, a riesgo de sufrir un terrible ultraje. Pero ¡qué orgullo, qué imprudencia, qué desafío al destino, llevado hasta el infinito! ¿Dices que la tía trataba de disuadirla? ¿Sabes? Esa tía es también una mujer despótica: es la hermana de la generala de Moscú y era incluso más arrogante que ella, pero su marido fue condenado por desfalco y lo perdió todo, la finca y todo lo demás; la orgullosa esposa de pronto bajó el tono y desde entonces no lo ha levantado. Así que trató de disuadir a Katia, pero ésta no la escuchó. «Puedo conquistarlo todo, todo está en mi poder; puedo cautivar a Grúshenka, también, si quiero», y estaba segura de sí misma, se ha pavoneado ante sí misma, de modo que ¿quién tiene la culpa? ¿Crees que ha besado primero la mano de Grúshenka con algún propósito, por un cálculo astuto? No, lo hizo sinceramente, enamorada de verdad de Grúshenka o, mejor dicho, no de Grúshenka, sino de su propio sueño, de su delirio, porque ése era mi sueño, mi delirio. Mi querido Aliosha, ¿cómo has podido escaparte, con dos mujeres como ellas? ¿Echaste a correr con la sotana recogida? ¡Ja, ja, ja!
–Hermano, pareces no darte cuenta de hasta qué punto has ofendido a Katerina Ivánovna al contarle a Grúshenka lo de aquel día. Ella inmediatamente le echó en cara que «visitaba en secreto a caballeros para vender su belleza». Hermano, ¿existe mayor ofensa que ésa? —A Aliosha lo que más le atormentaba era la idea de que su hermano parecía complacido ante la humillación de Katerina Ivánovna, aunque, por supuesto, no podía ser así.
–¡Bah! —dijo Dmitri Fiódorovich, frunciendo de repente el ceño de una manera espantosa y dándose una palmada en la frente. Solo entonces comprendió, aunque Aliosha se lo acababa de contar todo en orden, la ofensa y el grito de Katerina Ivánovna: «¡Su hermano es un canalla!»—. Sí, es verdad, es posible que le contara a Katerina Ivánovna lo de aquel «día fatídico», como dice Katia. ¡Sí, se lo conté, ahora me acuerdo! Fue ese día, en Mókroie, yo estaba borracho, las cíngaras cantaban… Pero yo sollozaba, yo mismo sollozaba ese día, estaba de rodillas y rezaba ante la imagen de Katia, y Grúshenka lo entendía. Entonces ella lo entendió todo, me acuerdo, también ella lloraba… ¡Ah, demonios! Pero ¡no podía ser de otro modo! Entonces lloraba, pero ahora… ¡Ahora «una puñalada en el corazón»! Así son las mujeres. —Agachó la cabeza y se quedó pensativo—. ¡Sí, soy un canalla! ¡Sin duda, un canalla! —exclamó de pronto con voz lúgubre—. ¡Da igual si lloraba o no, sigo siendo un canalla! Dile que acepto el título si eso sirve de consuelo. Bueno, ya basta, adiós, ¡es inútil seguir hablando de eso! No es divertido. Sigue tu camino, yo seguiré el mío. No quiero que nos volvamos a ver, al menos no hasta que llegue el ultimísimo minuto. ¡Adiós, Alekséi!
Estrechó con fuerza la mano de Aliosha y, con la cabeza todavía gacha, sin levantar la mirada, como si se arrancara a sí mismo de allí, se encaminó rápidamente hacia la ciudad. Aliosha lo seguía con la mirada, sin creer que se fuera así, de repente, del todo.
–Espera, Alekséi, una confesión más, ¡a ti solo! —Dmitri Fiódorovich retrocedió de repente—. Mírame, mírame bien: aquí mismo, ¿lo ves?, aquí mismo se prepara una infamia espantosa. —Al decir «aquí mismo», Dmitri Fiódorovich se golpeaba el pecho con el puño y con un aire muy extraño, como si la infamia se encontrara y la guardara justamente ahí, en su pecho, en algún lugar, quizá en un bolsillo o cosida y colgada de su cuello—. Ya me conoces: soy un canalla, ¡un reconocido canalla! Pero debes saber que, de cuanto haya hecho antes o pueda hacer de ahora en adelante, nada, nada puede compararse en bajeza con la infamia que justamente ahora, justamente en este minuto, llevo aquí, en mi pecho, aquí, mira, aquí, una infamia que actúa y que se cumple, y que yo soy totalmente libre de detener: puedo detenerla o cometerla, ¡toma nota! Pues bien, debes saber que la cometeré, que no le pondré freno. Hace poco te lo he contado todo, excepto esto, porque ¡incluso a mí me falta desfachatez! Todavía puedo detenerme; si me detengo, mañana podría recuperar una mitad entera del honor perdido, pero no me detendré, cometeré mi vil proyecto y ¡tú serás testigo de que te hablé de él anticipadamente y con plena conciencia! ¡Oscuridad y perdición! No tengo nada que explicar, te enterarás a su debido tiempo. ¡Callejón inmundo y mujer infernal! Adiós. No reces por mí, no me lo merezco y no es necesario, no es en absoluto necesario… ¡No lo necesito para nada! ¡Fuera…!
Y de pronto se alejó, esta vez definitivamente. Aliosha se dirigió al monasterio. «¿Qué querría decir? ¿Qué significa que no lo volveré a ver? ¿De qué estaría hablando? —se preguntaba con frenesí—. No, mañana sin falta lo veré y lo encontraré, lo buscaré expresamente. ¡Qué cosas dice!»
Bordeó el monasterio y, a través del pinar, se dirigió directamente al asceterio. Le abrieron la puerta, aunque a esa hora ya no dejaban pasar a nadie. Se le estremecía el corazón mientras entraba en la celda del stárets. «¿Por qué, por qué había salido? ¿Por qué lo había mandado “al mundo”? Aquí, paz. Aquí, santidad. Y allí, confusión, oscuridad en la que enseguida uno se pierde y se extravía…»
En la celda se encontraban el novicio Porfiri y el hieromonje Paísi, que se había presentado a cada hora del día para preguntar por la salud del padre Zosima, cuyo estado, según supo Aliosha con espanto, iba empeorando más y más. Esta vez ni siquiera pudo celebrarse el habitual coloquio vespertino con la comunidad. Por lo general, cada día después del oficio vespertino, antes de retirarse a dormir, los monjes del monasterio solían reunirse en la celda del stárets y cada uno le confesaba en voz alta los pecados de la jornada, sus sueños pecaminosos, sus pensamientos, sus tentaciones, incluso las disputas con otros monjes, si es que se habían producido. Algunos se confesaban de rodillas. El stárets absolvía, reconciliaba, exhortaba, imponía penitencias, bendecía y despedía. Contra estas «confesiones» fraternales se sublevaban los adversarios del stárchestvo, alegando que esta práctica profanaba la confesión como sacramento, que era casi una blasfemia, aunque se trataba de algo totalmente diferente. Incluso habían expuesto a las autoridades diocesanas que tales confesiones no solo no daban buenos frutos sino que, en realidad, inducían intencionadamente al pecado y a la tentación. A muchos monjes, por ejemplo, les pesaba acudir a confesarse a la celda del stárets e iban allí a la fuerza, porque todos lo hacían, para que no los consideraran orgullosos y rebeldes. Contaban que algunos de los hermanos, al dirigirse a la confesión vespertina, se ponían de acuerdo entre sí de antemano: «Yo diré que esta mañana me he enfadado contigo y tú confírmalo»; de ese modo tenían algo que decir, solo para acabar más rápido. Aliosha sabía que, de hecho, así sucedía algunas veces. Sabía también que había hermanos de lo más enfadados por la costumbre de que incluso las cartas de familiares, que recibían los ermitaños, primero eran llevadas al stárets para que las abriera y las leyese antes que sus destinatarios. Se suponía, por descontado, que todo eso debía efectuarse en libertad y con franqueza, sin reservas, en nombre de una humildad libre y de una edificación salvadora, pero, en realidad, resultaba que a veces se hacía de una manera muy poco sincera y, por el contrario, artificiosa y falsa. Pero los hermanos mayores, los que atesoraban más experiencia, decían que «para quien hubiese entrado entre aquellas paredes con el afán de salvarse, todas esas obediencias y hazañas resultaban sin duda salvadoras y de gran utilidad; aquellos que, por el contrario, encontraran penosas tales pruebas y murmurasen contra ellas, no eran verdaderos monjes y se habían equivocado al entrar en el monasterio, su lugar estaba en el mundo. Del pecado y del demonio, además, uno nunca está a salvo, ni en el mundo ni en el templo; por tanto, no había que ser demasiado indulgente con los pecados».
–Está débil, lo vence la somnolencia —comunicó en un susurro el padre Paísi a Aliosha, después de darle su bendición—. Incluso resulta difícil despertarlo. Pero no hay por qué hacerlo. Ha estado despierto unos cinco minutos, pidió que se mandara a los hermanos su bendición y les rogó que lo tuvieran presente en sus plegarias nocturnas. Por la mañana a primera hora tiene intención de comulgar otra vez. Te ha mencionado, Alekséi, ha preguntado si habías salido y le hemos dicho que estabas en la ciudad. «Le he dado mi bendición para que se fuera; su lugar está allí y no aquí todavía», eso es lo que dijo de ti. Te ha recordado con afecto, con preocupación; ¿te das cuenta del honor que supone para ti? Pero ¿por qué te ha ordenado vivir durante un tiempo en el mundo? ¡Debe de haber previsto algo en tu destino! Entiende, Alekséi, que si vuelves al mundo será para llevar a cabo la tarea que te ha asignado tu stárets y no para abandonarte a la frívola vanidad ni a los placeres mundanos…
El padre Paísi salió. De que el stárets estaba agonizando Aliosha ya no tenía duda, aunque aún podía vivir uno o dos días más. Aliosha decidió con ardor y firmeza que, a pesar de la promesa que había hecho de ir a ver a su padre, a las Jojlakova, a su hermano y a Katerina Ivánovna, no dejaría el monasterio en todo el día siguiente, sino que permanecería al lado de su stárets hasta su deceso. Su corazón se inflamó de amor y se reprochó amargamente haber sido capaz, por un momento, en la ciudad, de olvidar a aquel que había dejado en el monasterio en su lecho de muerte, a aquel a quien veneraba más que a nadie en el mundo. Entró en el dormitorio del stárets, se arrodilló y se inclinó hasta el suelo delante de su maestro dormido. Éste estaba sumido en un sueño apacible, inmóvil, con una respiración regular y casi imperceptible. Su rostro estaba sereno.
De vuelta en la otra habitación, la misma en la que el stárets había recibido a sus visitas por la mañana, Aliosha, casi sin desvestirse y quitándose únicamente las botas, se tendió en el pequeño diván de cuero, estrecho y duro, en el que siempre había dormido, desde hacía mucho tiempo, todas las noches, llevando consigo solo una almohada. El jergón al que había aludido su padre a gritos hacía mucho tiempo que se olvidaba de extenderlo. Solo se quitaba la sotana y se cubría con ella en lugar de con una manta. Pero, antes de dormir, se puso de rodillas y rezó un buen rato. En su ardiente plegaria no pedía a Dios que resolviera su confusión, solo tenía sed de una humildad gozosa, de esa humildad que antes siempre visitaba su alma después de haber alabado y glorificado a Dios, y en eso consistía por lo general su plegaria nocturna. Esa alegría que lo visitaba le procuraba un sueño ligero y tranquilo. Ahora, mientras estaba rezando, de pronto notó por casualidad en su bolsillo el sobrecito rosa que le había entregado la criada de Katerina Ivánovna tras darle alcance en la calle. Se quedó turbado, pero acabó la plegaria. Luego, después de cierta vacilación, abrió el sobre. Dentro había una cartita dirigida a él, firmada por Lise, esa jovencita, hija de la señora Jojlakova, que por la mañana se había reído tanto de él en presencia del stárets.
Alekséi Fiódorovich —decía—, le escribo en secreto de todo el mundo, e incluso de mamá, y sé que está mal. Pero no puedo seguir viviendo sin decirle lo que ha nacido en mi corazón y que nadie, salvo nosotros dos, debe saber por el momento. Pero ¿cómo le diré lo que tanto deseo decirle? El papel, dicen, no se ruboriza: le aseguro que no es verdad y que se ruboriza exactamente como yo en este momento, toda entera. Querido Aliosha, le amo, le amo desde niña, desde Moscú, cuando usted era tan diferente de ahora y le amo para toda la vida. Le he escogido en mi corazón para unirme a usted y en la vejez acabar juntos nuestra vida. A condición, por supuesto, de que deje el monasterio. Por lo que respecta a nuestra edad, esperaremos a lo estipulado por la ley. Para entonces, estaré restablecida del todo, caminaré y bailaré. Eso está fuera de toda duda.
Como ve, he pensado en todo. Hay una sola cosa que no puedo imaginar: ¿qué pensará de mí cuando lea esto? Río y bromeo siempre, como hoy cuando le hice enfadarse, pero le aseguro que ahora, antes de tomar la pluma, he rezado ante el icono de la Madre de Dios, y también ahora estoy rezando y al borde de las lágrimas.
Mi secreto está en sus manos; mañana, cuando venga, no sé cómo le miraré. Ah, Alekséi Fiódorovich, ¿qué pasará si de nuevo, como una estúpida, no puedo contenerme y, cuando le mire, me pongo a reír como he hecho esta mañana? Me tomará por una perversa burlona y no creerá mi carta. Por eso le suplico, querido mío, si se compadece un poco de mí, que no me mire demasiado a los ojos mañana, cuando venga por aquí, porque, cuando se crucen con los suyos, quizá no pueda evitar echarme a reír, y usted, además, llevará esa vestidura larga… Incluso ahora siento frío en todo mi ser cuando lo pienso; por eso, cuando entre, durante unos instantes, no me mire en absoluto, mire a mamá o mire por la ventana…
Así que le he escrito una carta de amor, ¡oh, Dios mío, qué he hecho! Aliosha, no me desprecie, si he obrado mal y le he ofendido, perdóneme. Ahora el secreto de mi reputación, quizá arruinada para siempre, está en sus manos.
Hoy no dejaré de llorar en todo el día. Hasta mañana, hasta ese terrible mañana.
LISE
P. S. ¡Aliosha, venga usted sin falta, sin falta, sin falta! Lise.
Aliosha leyó la carta con estupor, la leyó dos veces, se detuvo a pensar, luego se echó a reír en voz baja, dulcemente. Tuvo un sobresalto: esa risa le pareció pecaminosa. Pero un instante después volvió a reírse del mismo modo, en voz baja y feliz. Metió lentamente la carta en el sobrecito, hizo la señal de la cruz y se acostó. La agitación que sentía en el alma de repente se disipó. «Señor, ten piedad de todos ellos, protege a estas almas infelices y tempestuosas, guíalas. Tuyos son los caminos: llévalos por esos caminos y sálvalos. Tú eres amor. ¡Tú les mandarás alegría a todos!», murmuró Aliosha, persignándose y cayendo en un sueño plácido.