Kitabı oku: «Los hermanos Karamázov», sayfa 17

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SEGUNDA PARTE

LIBRO CUARTO
LOS DESGARROS

I. El padre Ferapont

Muy temprano, antes del amanecer, avisaron a Aliosha. El stárets se había despertado y se sentía muy débil, si bien había preferido levantarse de la cama y sentarse en el sillón. Estaba plenamente consciente; aunque extremadamente fatigado, su rostro reflejaba placidez, casi alegría, y su mirada resultaba gozosa, afable, estimulante. «Es posible que no pase de este día que llega», le dijo a Aliosha; a continuación manifestó su deseo de confesarse y comulgar de inmediato. Su confesor siempre había sido el padre Paísi. Después de administrarle estos dos sacramentos, procedió a la extremaunción. Acudieron los hieromonjes, poco a poco la celda fue llenándose de eremitas. Entretanto, se hizo de día. Empezó también a llegar gente del monasterio. Al terminar el oficio, el stárets quiso despedirse de todos y besó a todos los presentes. Dada la estrechez de la celda, los que habían llegado primero tuvieron que salir y dejar su sitio a otros. Aliosha estaba al lado del stárets, que había vuelto a sentarse en su sillón. Hablaba y aleccionaba en la medida de sus fuerzas; su voz, aunque frágil, seguía siendo bastante firme.

–He dedicado tantos años a instruiros y, por tanto, a hablar en alta voz que he adquirido la costumbre de hablar y, al hablar, de instruir, hasta el punto de que callar casi me resultaría más difícil que hablar, padres y hermanos queridos, incluso ahora, a pesar de mi debilidad —bromeó, mirando con ternura a quienes se arremolinaban a su alrededor.

Aliosha recordaría más tarde algo de lo que dijo entonces el stárets. Pero, aunque habló de manera inteligible y con voz firme, su discurso resultó un tanto confuso. Habló de muchas cosas, parecía como si quisiera decirlo todo, volver a manifestar, a las puertas de la muerte, todo cuanto no había acabado de decir a lo largo de su vida, y no solo por su afán de instruir, sino por su deseo de compartir su alegría y su entusiasmo con todo el mundo, de abrir su corazón una vez más…

–Amaos los unos a los otros, padres —los exhortaba el stárets (así lo recordó más tarde Aliosha)—. Amad al pueblo de Dios. Pues no somos nosotros más santos que los legos por haber venido aquí y habernos enclaustrado entre estas paredes; al contrario, aquel que viene aquí, si ha venido, es precisamente por saberse peor que cualquier lego y que todo lo que existe en la tierra… Y, cuanto más tiempo habite después el monje entre estas paredes, más claramente lo reconocerá. Pues, en caso contrario, no tenía por qué haber venido aquí. Así pues, cuando comprenda que no solo es peor que cualquier lego, sino que es culpable por todos y por todo ante todo el mundo, por todos los pecados del hombre, individuales y colectivos, únicamente entonces habrá alcanzado el fin por el que se unió a nosotros. Pues habéis de saber, amados hermanos, que cada uno de nosotros es culpable, incuestionablemente, por todos y por todo cuanto hay en la tierra, no solo en virtud de la culpa colectiva del mundo, sino personalmente por todos y cada uno de los hombres de la tierra. Esta conciencia es la culminación de la senda monacal, pero también de cada ser humano en este mundo. Pues los monjes no son hombres distintos de los demás, sino que son, sencillamente, tal y como deberían ser todos los hombres en la tierra. Solo entonces se fundirán nuestros corazones en el amor infinito, universal, que nunca se sacia. Entonces cada uno de vosotros tendrá la fuerza suficiente para convertir al mundo entero por medio del amor y para lavar con sus lágrimas los pecados del mundo… No os alejéis ninguno de vuestro corazón, confesaos todos sin descanso. No tengáis miedo de vuestro pecado, ni aun teniendo conciencia de él, siempre y cuando estéis arrepentidos; pero no pongáis condiciones a Dios. Y os digo una vez más: no os sintáis orgullosos. No os sintáis orgullosos ante los pequeños, no os sintáis orgullosos tampoco ante los grandes. No odiéis ni a quienes renieguen de vosotros, a quienes os difamen, a quienes os insulten ni a quienes os calumnien. No odiéis a los ateos, a quienes predican el mal, a los materialistas, ni siquiera a los malvados, por no hablar ya de los buenos, pues hay entre ellos mucha gente buena, especialmente en nuestros tiempos. Tenedlos presentes en vuestras oraciones, diciendo: «Salva, Señor, a todos aquellos que no tienen quien rece por ellos, salva también a aquellos que no quieren rezarte». Y añadid acto seguido: «No es el orgullo lo que me mueve a elevar esta plegaria, Señor, pues yo también soy un miserable, el peor de los miserables»… Amad al pueblo de Dios, no permitáis que los forasteros os arrebaten el rebaño, pues si os dormís por culpa de la pereza y del altivo orgullo o, peor aún, por culpa del egoísmo, vendrán de todas las naciones y os arrebatarán vuestro rebaño. Predicad a la gente el Evangelio sin desmayar… No incurráis en simonía… No améis la plata ni el oro, no los poseáis… Creed y alzad vuestra bandera. Levantadla bien alta…

Hay que decir que el stárets hablaba de forma más entrecortada de lo que aquí se ha mostrado y de como lo anotó más tarde Aliosha. A veces se callaba, como tratando de cobrar fuerzas, se sofocaba, pero estaba en éxtasis. Lo escuchaban emocionados, aunque muchos estaban sorprendidos de sus palabras y veían algo oscuro en ellas… Más tarde todos las recordarían. Aliosha tuvo que salir un momento, y se quedó impresionado al descubrir la agitación general y la expectación de la comunidad que se agolpaba dentro de la celda y en sus inmediaciones. Había quienes aguardaban casi con inquietud, otros lo hacían solemnemente. Todos esperaban que ocurriera algo inminente y grandioso apenas falleciera el stárets. Semejante expectativa, desde cierto punto de vista, resultaba casi frívola, pero hasta los padres más severos participaban de ella. La expresión más grave era la del hieromonje Paísi. La razón de que Aliosha se ausentara de la celda fue que, por medio de uno de los monjes, lo había hecho llamar de forma enigmática Rakitin, recién vuelto de la ciudad con una extraña carta de la señora Jojlakova. Ésta le comunicaba a Aliosha una curiosa noticia que no podía llegar en un momento más oportuno. La víspera, entre las devotas del pueblo llano que habían acudido a presentarle sus respetos al stárets y a recibir su bendición, se encontraba una viejecilla, vecina de nuestra ciudad, llamada Projórovna, viuda de un suboficial. Esta mujer le había preguntado al stárets si entre los difuntos por cuyo descanso eterno se reza en la iglesia podría incluir a su hijo Vásenka, que se había trasladado por razones del servicio a la lejana Irkutsk, en Siberia, y del que no tenía noticias desde hacía un año. El stárets había replicado a la anciana con severidad, prohibiéndole hacer tal cosa y asegurando que esa clase de plegarias eran poco menos que brujería. Pero a continuación, disculpándola por su ignorancia, añadió, a modo de consuelo, «como quien mira en el libro del futuro —así se expresaba en su carta la señora Jojlakova—, que su hijo Vasia estaba vivo, sin sombra de duda, y que o bien estaría muy pronto de vuelta o bien le mandaría una carta, de modo que ella debía volver a casa a esperarlo. Y ¿qué es lo que ha pasado? —añadía alborozada la señora Jojlakova—. Pues que la profecía se ha cumplido al pie de la letra, y más aún». Nada más llegar a casa, a la anciana le entregaron una carta de Siberia dirigida a ella. Y no solo eso: en esa carta, escrita ya de camino, desde Ekaterimburgo, su hijo Vasia le comunicaba que estaba viajando de regreso a Rusia98, en compañía de un funcionario, y «esperaba abrazar a su madre» unas tres semanas después de que ésta hubiera recibido la carta. La señora Jojlakova rogaba insistente y fervientemente a Aliosha que informara al padre higúmeno y a toda la comunidad de este nuevo «milagro profético». «¡Tiene que saberlo todo el mundo, todo el mundo!», exclamaba en su carta, a modo de conclusión. La carta la había escrito deprisa y corriendo, y en cada línea se reflejaba la emoción de la autora. Pero Aliosha no tenía nada que comunicar a los monjes, porque éstos ya estaban al corriente de lo ocurrido: Rakitin, cuando mandó al monje que avisara a Aliosha, le encargó de paso que «transmitiera con todo respeto al reverendo padre Paísi que él, Rakitin, tenía una noticia que darle a conocer, tan importante que no se atrevía a esperar ni un minuto, y que le pedía humildemente perdón por su osadía». Dado que el monje había trasladado la petición de Rakitin antes al padre Paísi que a Aliosha, cuando éste volvió a la celda ya solo le quedaba leer la misiva y mostrársela acto seguido al padre Paísi en calidad de mero documento. Y lo cierto es que ni siquiera este hombre seco y desconfiado, al leer con el ceño fruncido la noticia del «milagro», pudo reprimir por completo sus sentimientos más íntimos. Los ojos le brillaban, una sonrisa grave y penetrante se dibujó de pronto en sus labios.

–¡Qué no veremos! —se le escapó inopinadamente.

–¡Qué no veremos aún, qué no veremos! —repitieron a coro los monjes, si bien el padre Paísi, frunciendo nuevamente el ceño, les pidió a todos ellos que, por el momento, no comentaran nada de lo sucedido, al menos hasta que acabara de confirmarse la noticia. «Hay mucha frivolidad entre los legos, y este caso ha podido ocurrir de forma natural», añadió cauteloso, como queriendo tranquilizar su conciencia, aunque casi ni él mismo se creía sus propias reservas, algo que advirtieron perfectamente quienes le estaban escuchando. A esa misma hora, desde luego, el «milagro» lo conocía ya todo el monasterio y muchos de los seglares que habían acudido allí para la liturgia. Con todo, nadie parecía más asombrado del milagro que el humilde monje de San Silvestre, ese pequeño monasterio de Obdorsk, en el lejano norte. La víspera se había postrado ante el stárets, en presencia de la señora Jojlakova, y, señalando a la hija «curada» de esta dama, le había preguntado con verdadero interés: «¿Cómo se atreve usted a hacer cosas así?».

El caso es que ahora este humilde monje estaba perplejo y casi no sabía qué creer. El día anterior, a la caída de la tarde, había estado visitando en el monasterio al padre Ferapont, en la celda retirada que éste ocupaba detrás del colmenar, y se había quedado asombrado con esa visita, que le había producido una impresión extraordinaria y terrible. El padre Ferapont era ese anciano monje, estricto ayunador y observante del voto de silencio, al que ya hemos aludido como rival del stárets Zosima y, sobre todo, del stárchestvo, que consideraba una novedad frívola y perniciosa. Se trataba de un rival extremadamente peligroso, a pesar de que, en virtud del voto de silencio, prácticamente no cambiaba una palabra con nadie. Pero era peligroso, sobre todo, porque una parte importante de los miembros de la comunidad compartían plenamente sus opiniones, y muchos de los seglares que acudían al monasterio lo veneraban como a un hombre justo y lo tenían por un asceta, a pesar de ver en él a un evidente yuródivy. Pero era eso mismo lo que los cautivaba. El padre Ferapont nunca visitaba al stárets Zosima. Aunque residía en el asceterio, apenas lo importunaban con las reglas que allí regían, pues se comportaba, en efecto, como un auténtico yuródivy. Tenía unos setenta y cinco años, si no más, y vivía detrás del colmenar del asceterio, en una de las esquinas del recinto, en una vieja celda de madera, muy desvencijada, que había sido construida hacía muchísimo tiempo, en el siglo pasado, para otro monje que, como él, había sido un gran ayunador y había observado el voto de silencio, el padre Iona, que había vivido hasta los ciento cinco años y de cuyos grandes hechos aún circulaban muchos relatos curiosísimos por el monasterio y sus alrededores. El padre Ferapont había conseguido, hacía unos siete años, que lo alojaran también a él en esa celda apartada, que era en definitiva una isba, aunque recordaba mucho a una capilla, pues tenía una cantidad enorme de iconos donados al monasterio, ante los cuales ardían permanentemente lamparillas votivas; era como si hubieran instalado allí al padre Ferapont para que se ocupara de ellas y las mantuviera encendidas. No consumía, según se contaba —y era verdad—, más que dos libras99de pan cada tres días, eso era todo; se lo llevaba cada tres días el colmenero que vivía allí mismo, en el colmenar, pero incluso a este colmenero que le prestaba tal servicio el padre Ferapont apenas le dirigía la palabra. Esas cuatro libras de pan, junto con el prósforon100 de los domingos, que tras la última misa le mandaba indefectiblemente el padre higúmeno al bienaventurado, constituían todo su alimento semanal. En cuanto al agua del jarro, se la cambiaban a diario. Raramente asistía a misa. Sus admiradores veían cómo a veces aguantaba todo el día rezando, arrodillado y sin levantar la cabeza. Si, a pesar de todo, alguna vez entablaba conversación con ellos, se mostraba lacónico y hablaba de forma entrecortada, extraña y un tanto grosera. No obstante, muy ocasionalmente conversaba con los visitantes, pero por lo general se limitaba a dejar caer alguna palabra misteriosa que constituía un profundo enigma para ellos, y después, por más que le insistían, no ofrecía ninguna explicación. No tenía rango de sacerdote, era un simple monje. Corría un rumor muy singular, si bien entre la gente más oscura, según el cual el padre Ferapont estaba en contacto con los espíritus celestes y solo hablaba con ellos, motivo por el cual callaba en presencia de la gente. El monjecillo de Obdorsk, que había entrado en el colmenar siguiendo las instrucciones del colmenero, otro monje igualmente callado y sombrío, se dirigió hacia el rincón donde se encontraba la pequeña celda del padre Ferapont. «A lo mejor se decide a hablar con un forastero como tú, pero también es posible que no le saques una sola palabra», le previno el colmenero. Se acercó el monje, según contó él mismo más tarde, muerto de miedo. Era bastante tarde ya. En esta ocasión, el padre Ferapont estaba sentado delante de la puerta de su celda, en un banco muy bajo. Un enorme olmo viejo susurraba suavemente por encima de él. Se había levantado un aire fresco vespertino. El monje de Obdorsk se postró ante el beato y le pidió su bendición.

–¿Acaso pretendes, monje, que caiga yo también de rodillas ante ti? —dijo el padre Ferapont—. ¡Levántate!

El monjecillo se puso de pie.

–Al bendecir, eres tú el bendito; siéntate a mi lado. ¿De dónde vienes?

Lo que más sorprendió al pobre monje fue que el padre Ferapont, a pesar de sus prolongados ayunos y de su avanzada edad, tenía todo el aspecto de ser un viejo fuerte, alto, que andaba siempre erguido, con el rostro fresco y saludable, aunque enjuto. Tampoco cabía duda de que conservaba una fuerza física considerable. Era de constitución atlética. A pesar de sus muchos años, ni siquiera había encanecido del todo y conservaba abundantes y espesas la cabellera y la barba, completamente negras en otros tiempos. Tenía los ojos grises, grandes y brillantes, pero extremadamente prominentes, tanto que llamaban la atención. Hablaba marcando con claridad la «o».101 Vestía un largo armiak102 rojizo, de ese paño ordinario que antes llamaban de presidiario, ceñido con una gruesa cuerda. El cuello y el pecho los llevaba al aire. Por debajo del armiak asomaba una camisa de tela muy basta, casi totalmente negra después de no habérsela cambiado en meses. Se decía que llevaba bajo el armiak unas cadenas de asceta que pesaban treinta libras. Calzaba unos viejos zapatos, casi deshechos, sobre los pies desnudos.

–Del modesto cenobio de San Silvestre, en Obdorsk —respondió humildemente el monje, mirando al ermitaño con sus ojillos vivos y curiosos, aunque un tanto asustados.

–He estado en ese San Silvestre tuyo. He vivido allí. ¿Cómo va todo? —El monjecillo se turbó—. ¡Mira que sois torpes! ¿Cómo observáis el ayuno?

–El hermano encargado del refectorio lo dispone todo según la vieja regla eremítica: durante la Cuaresma no se sirven comidas los lunes, miércoles y viernes. Los martes y los jueves la comunidad toma pan blanco, una decocción con miel, mora de los pantanos o col salada y papilla de avena. Los sábados, sopa de coles, fideos con guisantes, kasha103 con jugo, todo con aceite. Los domingos, a la sopa de coles se le añade pescado seco y kasha. En Semana Santa, desde el lunes hasta el sábado por la noche, seis días, solo hay pan, agua y verduras sin cocer, y aun esto con moderación; además, no lo tomamos a diario, sino según lo dicho para la primera semana. El Viernes Santo no se come nada, e igualmente ayunamos el Sábado Santo hasta las tres de la tarde, y entonces solo podemos tomar un poco de pan remojado en agua y beber una copa de vino. El Jueves Santo tomamos únicamente comida hervida, sin aceite, aunque bebemos vino con algunos frutos secos. Pues el concilio de Laodicea104 dice del Jueves Santo: «No se debe interrumpir el ayuno el jueves de la última semana, deshonrando de ese modo toda la Cuaresma». Así procedemos en nuestro monasterio. Pero ¡qué es esto en comparación con lo que usted hace, eximio padre —añadió el monje, animándose—, que se alimenta todo el año, incluida la santa Pascua, únicamente a base de pan y agua! El pan que nosotros consumimos en dos días le basta a usted para toda una semana. Es en verdad admirable su gran frugalidad.

–¿Y los hongos? —preguntó de repente el padre Ferapont, aspirando la ge, pronunciándola casi como una jota—. ¿Los níscalos?

–¿Los níscalos? —repitió la pregunta el monjecillo, asombrado.

–Eso es. Yo puedo renunciar al pan, no lo necesito para nada; si me fuera a vivir al bosque, podría alimentarme a base de níscalos y bayas, pero los de aquí son incapaces de prescindir del pan, y eso quiere decir que están atados al diablo. Hoy en día, hay gente despreciable que asegura que no sirve de nada tanto ayuno. Altivo y despreciable, así es este juicio.

–Oh, es cierto —exclamó el monje.

–¿Ha visto a los demonios en casa de ésos? —preguntó el padre Ferapont.

–¿En casa de quiénes? —replicó tímidamente el monje.

–El año pasado subí a ver al higúmeno por Pentecostés, y no he vuelto desde entonces. Vi que uno tenía un diablo en el pecho, escondido bajo la sotana, apenas le asomaban los cuernos; otro lo llevaba en el bolsillo, y me miraba asustado, con ojos inquietos; a otro se le había metido en la barriga, en su sucio vientre; y alguno lo llevaba colgado del cuello, bien agarrado, aunque no podía verlo.

–Usted… ¿los ve? —preguntó el monje.

–Ya te lo he dicho: los veo, los veo con toda claridad. Cuando ya me disponía a salir del aposento del higúmeno, me fijé en que había uno de ellos detrás de la puerta, escondiéndose de mí; era bien grande, mediría un arshín y medio de altura, si no más, con una cola gruesa y larga, de color pardo, que tenía la punta metida en la rendija de la puerta; pero yo no soy tonto, así que cerré de golpe, dando un portazo, y le pillé la cola. Empezó a chillar y a rebullirse, pero yo le hice la señal de la cruz, así hasta tres veces. Y en ese momento reventó como una araña pisoteada. Seguro que ahora ese rincón está podrido y apesta, pero ésos ni lo ven ni lo huelen. Llevo un año sin ir. Solo a ti, como eres forastero, puedo revelarte este secreto.

–¡Son terribles sus palabras! Y entonces, padre eximio y bienaventurado —el monjecillo iba cobrando cada vez más valor—, ¿es cierta esa inmensa fama, que se extiende hasta tierras lejanas, según la cual usted está en comunicación permanente con el Espíritu Santo?

–Viene volando. Así es.

–Y ¿cómo viene volando? ¿En qué forma?

–En forma de pájaro.

–¿El Espíritu Santo en forma de paloma?

–Una cosa es el Espíritu Santo y otra el Santo Espíritu. El Santo Espíritu es distinto, éste puede descender en forma de otros pájaros: en forma de golondrina, de jilguero o incluso de carbonero.

–¿Cómo lo distingue de un simple carbonero?

–Habla.

–¿Cómo que habla? ¿En qué lengua?

–En la humana.

–¿Y qué le dice?

–Pues hoy precisamente me ha anunciado que vendría a visitarme un imbécil a preguntarme cosas que no debe. Mucho pretendes saber, monje.

–Son terribles sus palabras, padre santísimo y bienaventurado. —El monje sacudía la cabeza. En sus asustadizos ojos se vislumbró, de todos modos, cierta incredulidad.

–¿Ves ese árbol? —preguntó el padre Ferapont, después de callar unos momentos.

–Lo veo, bienaventurado padre.

–Para ti es un olmo; pero para mí es otra cosa.

–Y ¿qué es? —El monjecillo se quedó en silencio, esperando una respuesta en vano.

–Suele ocurrir de noche. ¿Ves esas dos ramas? Pues de noche Cristo extiende sus brazos hacia mí y sus manos me buscan, yo lo veo con toda claridad y me echo a temblar. ¡Es terrible! ¡Terrible!

–¿Qué tiene de terrible, tratándose de Cristo?

–Puede agarrarme y llevarme.

–¿Vivo?

–¿Acaso no has oído hablar del espíritu y la gloria de Elías? Me abrazará y me llevará…

Aunque el monje de Obdorsk, después de esta conversación, regresó bastante perplejo a la celda que le habían asignado —la de uno de los miembros de la comunidad—, su corazón seguía estando más próximo, indudablemente, al padre Ferapont que al padre Zosima. El monje de Obdorsk era, ante todo, partidario del ayuno, y no era extraño que un ayunador tan colosal como el padre Ferapont pudiera «ver prodigios». Sus palabras, sin duda, resultaban un tanto disparatadas, pero solo el Señor sabía lo que en ellas se encerraba, y todos los iluminados por el amor de Cristo hacen y dicen cosas de ese tenor. En cuanto a lo de la cola del diablo pillada con la puerta, estaba dispuesto a admitirlo con toda el alma y de muy buen grado, no solo en sentido figurado, sino al pie de la letra. Aparte de eso, ya antes de su llegada al monasterio venía experimentando una profunda animadversión contra el stárchestvo, que hasta entonces solo conocía de oídas, y, siguiendo el ejemplo de muchos otros, lo tenía por una novedad decididamente perniciosa. En el tiempo que llevaba en el monasterio, ya había podido percibir el disimulado murmullo de algunos hermanos superficiales, descontentos con los startsy. Por lo demás, era un monje inconstante e inquieto por naturaleza, con una inmensa curiosidad por todo. Por eso mismo, la impresionante noticia del nuevo «milagro» del stárets Zosima lo dejó enormemente perplejo. Más tarde, Aliosha recordaría cómo, entre los monjes que se agolpaban junto al stárets o se reunían en las inmediaciones de la celda, había pasado repetidas veces por su lado, husmeando en todos los corrillos, la figura del curioso visitante de Obdorsk, que procuraba estar al corriente de todo e interrogaba a todo el mundo. Pero en esos momentos apenas le había prestado atención y solo más tarde se acordaría de todo aquello…

La verdad es que no estaba Aliosha como para ocuparse del monje: el stárets Zosima había vuelto a sentirse fatigado y se había acostado de nuevo, cuando de pronto, poniendo los ojos en blanco, se acordó de él y lo mandó llamar. Aliosha acudió de inmediato. En ese preciso instante, junto al stárets solo se encontraban el padre Paísi, el hieromonje Iósif y el novicio Porfiri. El stárets, abriendo los ojos cansados y mirando fijamente a Aliosha, le preguntó de pronto:

–¿Te esperan los tuyos, hijo? —Aliosha se turbó—. ¿No necesitan de ti? ¿No le prometiste ayer a ninguno de ellos que irías hoy a verlo?

–Se lo prometí… a mi padre… a mis hermanos… también a otras personas…

–¿Lo ves? Tienes que ir sin falta. No estés triste. Debes saber que no voy a morir antes de haber pronunciado en tu presencia mis últimas palabras en la tierra. A ti te diré esas palabras, hijo, a ti te las legaré. A ti, hijo mío querido, pues tú me amas. Pero, por ahora, ve con ellos, ya que se lo prometiste.

Aliosha accedió enseguida, aunque se le hacía muy duro irse. Pero la promesa de que oiría las últimas palabras terrenales del stárets y, sobre todo, de que iban a serle legadas a él, había llenado su alma de gozo. Se apresuró, con ánimo de terminar pronto todo lo que tenía que hacer en la ciudad y regresar cuanto antes. En ese momento, el padre Paísi le dijo unas palabras de despedida que le causaron, inesperadamente, una profunda impresión. Ambos habían salido ya de la celda del stárets.

–Ten siempre presente, joven —así, directamente, sin más preámbulos, había comenzado el padre Paísi—, que la ciencia profana, que, en conjunto, ha adquirido una fuerza enorme, se ha dedicado a examinar, especialmente en este último siglo, todo lo celestial que se nos había legado en los libros sagrados y, después de un implacable análisis, los sabios de este mundo no han preservado nada de lo que antes era un santuario. Pero lo que han analizado han sido las partes, perdiendo de vista el todo, demostrando así una ceguera que causa asombro. Mientras tanto, el todo se alza inmutable ante sus ojos, igual que antes, «y las puertas del Hades no prevalecerán contra él»105. ¿Acaso no ha vivido diecinueve siglos, acaso no sigue viviendo en los movimientos de las almas individuales y en los movimientos de las masas populares? ¡Hasta en los movimientos de las almas de esos mismos ateos, que todo lo destruyen, sigue viviendo como vivía antes, inmutable! Pues incluso quienes reniegan del cristianismo y se rebelan contra él son, en esencia, imagen del propio Cristo; así lo han sido y así lo siguen siendo, ya que hasta hoy ni su sabiduría ni el ardor de su corazón les han permitido crear una imagen más elevada del hombre y de su dignidad que la imagen que Cristo nos señaló en otro tiempo. Sus tentativas solo han dado origen a monstruosidades. Ten esto muy presente, joven, pues tu stárets, en el momento de su partida, te destina al mundo. Es posible que, cuando evoques este gran día, no olvides tampoco mis palabras, que te he brindado de todo corazón a modo de despedida, pues eres joven y las tentaciones del mundo son poderosas y tus fuerzas no bastarán para resistirlas. Y ahora ponte en camino, huérfano.

Dicho lo cual, el padre Paísi le dio su bendición. Al salir del monasterio, mientras reflexionaba sobre aquellas insólitas palabras, Aliosha comprendió de repente que en ese monje, hasta entonces tan estricto y severo con él, había encontrado un nuevo e inesperado amigo y un nuevo guía, que le brindaba su ferviente amor; era como si el stárets Zosima se lo hubiera encomendado en la hora de la muerte. «Cabe la posibilidad de que, en efecto, se hayan puesto de acuerdo», pensó Aliosha. En particular, las imprevistas y sabias reflexiones que acababa de escuchar daban testimonio del fervor del padre Paísi: se había apresurado a armar sin demora aquella mente juvenil para el combate contra las tentaciones, y a proteger el alma juvenil que se le había confiado con la muralla más fuerte que era capaz de concebir.

98.Entendida, aquí, como la Rusia europea.
99.La libra rusa (funt), unidad oficial de masa en Rusia hasta 1920, equivalía a 0,409 kg, aproximadamente.
100.El prósforon (en ruso, prosforá o prosvirá) es la pieza de pan (equivalente a la hostia en la liturgia católica) que se consagra en la eucaristía ortodoxa.
101.Se trata de un rasgo (conocido como ókanie) característico de los dialectos septentrionales de la lengua rusa, los cuales diferencian las vocales «a» y «o» átonas. El ruso estándar, por el contrario, unifica la pronunciación de ambas vocales átonas (rasgo conocido como ákanie), aunque preserva la distinción de «a» y «o» tónicas.
102.Prenda de abrigo de sayal, usual entre los campesinos rusos.
103.Especie de gachas, preparadas a base de distintos tipos de cereales.
104.El concilio o sínodo de Laodicea (363-364) tuvo un alcance meramente regional, pues solo participaron en él clérigos de Anatolia.
105.Cita levemente alterada de unas palabras de Cristo dirigidas a san Pedro (Mateo, 16, 18).

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Litres'teki yayın tarihi:
16 ekim 2024
Hacim:
1360 s. 1 illüstrasyon
ISBN:
9782377937080
Telif hakkı:
Bookwire
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