Kitabı oku: «Orígenes y expresiones de la religiosidad en México», sayfa 2

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Fuentes consultadas
Bibliografía

Ramos Medina, Manuel y Clara García Ayluardo (coords.) (1997), Manifestaciones religiosas en el mundo colonial americano, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia-Centro de Estudios de Historia de México-Condumex-Universidad Iberoamericana.

Traslosheros, Jorge E. (2012), “Fundamentos de la libertad religiosa”, en Jorge Euge-nio Traslosheros (coord.), Libertad religiosa y estado laico. Voces, fundamentos y realidades, México, Porrúa, pp. 3-12.

Recursos electrónicos

Barranco Villafán, Bernardo (2011), “¿El censo revela una crisis católica?”, La Jornada, 13 de abril de 2011, sección de opinión, documento disponible en: <https://www.jornada.com.mx/2011/04/13/opinion/024a1pol> (consulta: 25/04/2019).

Cultos cristológicos

Creación cultural indígena en momentos de idoloclastia hispana. Trasfondo etnohistórico de la escultura del Señor del Calvario en Colhuacan

Gilberto León Vega* 1

Introducción

En el presente escrito se pondrá atención a la manera en que los indios conservaron algunas de las reliquias de sus ancestros en santos católicos. Busca-remos entender si los atributos que posee la escultura del Señor del Calvario en Colhuacan —localizada en una cueva en las faldas del Cerro de la Estrella, son de tradición mesoamericana. La investigación se centra en el periodo novohispano temprano (siglo xvi), momento en el cual fueron elaboradas las imágenes indocristianas por los indios y también momento en el que se dieron sucesivas oleadas de evangelización, así como la destrucción de ídolos y la desarticulación de los ritos “paganos” por parte de los evangelizadores.

En la zona de estudio no sólo existe la escultura del Señor del Calvario, hecha en médula de caña de maíz, sino que también se encuentran otras representaciones semejantes en la iglesia de Mexicaltzingo, en Churubusco y en Iztapalapa (Araujo, Huerta y Guerrero, 1989; Carril o, 1949; Ruiz, 2011). La efigie del Señor del Calvario de Colhuacan ha sido poco estudiada a diferencia de las otras representaciones mencionadas, pero consideramos que su manufactura puede ser ejemplo de la creatividad y la innovación cultural indígenas en momentos de idoloclastia hispana (Gruzinski, 1994: 40),2 cuando las reliquias arruinadas por los peninsulares fueron reutilizadas por los indios, y recicladas e incorporadas en imágenes de piedad católica. En este sentido, la investigación se centrará en conocer el trasfondo histórico del lugar donde se localiza el Señor del Calvario con el fin de interpretar los atributos de la escultura. Las pocas investigaciones que informan sobre la relevancia del señorío de Colhuacan se suman a la carencia de estudios de la imagen por parte de especialistas en el arte y la restauración. No obstante, retomaremos algunas fuentes impresas en el centro de México3 para conocer el señorío de Colhuacan y así tratar de entender si los atributos que revisten a la imagen —la cueva donde apareció, el sudario, el color facial negro, la cabellera, así como el envoltorio hecho de lienzos que cubren su cuerpo— remiten a una estética de los dioses mesoamericanos. Al parecer, los atributos que se colocaron en el Señor del Calvario pudieron recordar un “ídolo”, figurar un envoltorio sagrado, o aludir a las “insignias” de un tlatoani. Para comprender lo anterior será necesario valerse del punto de vista nativo , valorando las capacidades artísticas de los indios culhuas, así como las estrategias de creación cultural que realizaron en momentos de tensión y crisis sociopolítica, con el fin de entender la lógica de sus prácticas y evitar tildarlas de “heréticas”, “idolátricas”, “paganas” o “demoniacas”. Aquí sugiero mirarlas como estrategias culturales creativas e innovadoras, considerando que las obras de “arte sacro” se realizaron dentro de un contexto de conflicto religioso, social y político, donde los pueblos nativos trataron de mantener los símbolos identitarios de sus deidades tutelares. Teniendo en cuenta que la propuesta es crear un escenario para interpretar los atributos con que fue revestida la escultura, en un primer momento del trabajo explicaremos en qué consistió la idoloclastia, la creación de imágenes indocristianas, y aportaremos breves noticias de la escultura del Señor del Calvario; pasaremos a comprender la importancia del señorío de Colhuacan y después veremos la manera en que los indios pudieron reactivar sus reliquias en imágenes católicas. Para finalizar, se propone la hipótesis de que la escultura del Señor del Calvario no sólo puede tener resquicios de la pintura facial de los dioses, o semejarse a un tlaquimilolli, sino que probablemente sus atributos refieren a los restos de algún tlatoani y a su nueva “representación” en el contexto cristiano.

Contexto histórico de la modelación y talla del Señor del Calvario

En la actualidad, cuando uno se acerca a lo que fue el señorío de Colhuacan ubicado en la parte suroeste del Cerro de la Estrella lo que destaca es el ex convento de la orden agustina dedicado a San Matías y la Capilla del Divino Salvador del Calvario donde se encuentra depositada, dentro de un nicho de madera con cristales, la escultura religiosa. A primera vista no se distingue el cuerpo en el interior de la urna o del “nicho”, ya que el Señor del Calvario está envuelto en lienzos de tela que impiden ver su cuerpo; únicamente se observa su rostro de color negro y su cabellera natural sujeta a un “sudario”.

Cuando uno asimila la totalidad de la imagen se percibe la fisonomía de una persona “amortajada” de tal modo que remite a un “envoltorio sagrado” como aquellos que los nahuas llamaban tlaquimilolli. La imagen, cuya advocación es el Santo Entierro, está esculpida de manera hispana y parece arropada con distintivos que recuerdan un “envoltorio” mesoamericano, pero no como el que se halla pintado en la Tira de la peregrinación o en el Códice Azcatitlán, semejando una “paca de ropa” sobre la espalda de los teomama, sino semejante a los bultos dibujados en el códice llamado Ídolos del templo de Huitzilopochtli, como un cuerpo humano extendido y amortajado en lienzos.

Olivier (1995) destaca la importancia de estos artefactos de culto prehispánico al ser los objetos de la más alta veneración. Menciona que dentro del idioma náhuatl la palabra tlaquimilol i tenía el significado de “cosa envuelta” y derivaba del verbo quimiloa: “envolver algo en mantas” o “amortajar al muerto”. Sabemos que en las mantas ( tilmatli) envolvían las distintas reliquias que habían usado los hombres-dios durante su vida. Los nahuas de Tezcoco, por ejemplo, veneraban el envoltorio sagrado de Tezcatlipoca el cual contenía en su interior un espejo, el hueso de su pierna y chalchihuites preciosos. Según refiere el franciscano fray Jerónimo de Mendieta (1971), lo que se encontraba en el interior del envoltorio eran piedras verdes, cuero de culebra y de tigre; al parecer, ello representaba “el corazón” del envoltorio divino . De hecho,

Los devotos o servidores de los dichos dioses muertos envolvían estas mantas en ciertos palos […] le ponían por corazón unas pedrezuelas verdes y cuero de culebra y tigre. Y a este envoltorio, decían: tlaquimilolli. Y cada uno le ponía el nombre de aquel demonio que le había dado la manta. Y éste era el principal ídolo que tenían en mucha reverencia (Mendieta, 1971: 79).

Algunos estudios han señalado que durante el periodo novohispano temprano se pudieron mantener algunas reliquias y objetos de culto de los indios, a la par que sucedía la creación de imágenes de piedad católica. Por ejemplo, Gruzinski (1994) nos ofrece un panorama del proceso de sustitución y desplazamiento de las deidades paganas en santos católicos. Al abordar el tema de la guerra de las imágenes da cuenta de los casos de iconoclastia e idoloclastia, por parte de los peninsulares, en contra de los objetos religiosos de los indios. Además, en su trabajo sobre la colonización de lo imaginario, Gruzinski observa que la adopción que hicieron los indios de las imágenes del culto católico fue eficaz, al embestirlas con un nuevo ropaje y con distintivos indígenas que las caracterizaron desde entonces (Gruzinski, 2013).

En este tenor creemos que el trabajo de González (2018) es un aporte significativo al estudio del desplazamiento del culto de los dioses antiguos a las imágenes de piedad católica. Su trabajo destaca que el proceso de reelaboración simbólica sucedió dentro de la configuración de símbolos identitarios, donde los indios lograron que persistiera el recuerdo de sus deidades en algunas imágenes del culto católico; como las vestiduras divinas ( tilmatli) con las que envolvían las reliquias sagradas ( tlaquimilolli), que pasaron de manera simbólica a ser parte de los “santos cubiertos”. “Para los indios no había gravedad en las asimilaciones y sustituciones”, lo que “posibilitó la emergencia de prácticas poco ortodoxas” (González, 2018: 165 y ss.).4

Bajo esta línea profundicemos a fin de entender la manera en que sucedió el desplazamiento de las deidades prehispánicas en devociones crísticas, averigüemos si existen paralelismo, asimilación o síntesis entre el Santo Sepulcro de Colhuacan y algún tlaquimilol i, algún dios o un gobernante. Antes será necesario contextualizar la modelación de imágenes indocristianas, manufacturadas en momentos de tensión sociopolítica e idoloclastia religiosa.

Idoloclastia y guerra de imágenes en el centro de México

Gruzinski (1994: 40-70) es uno de los más destacados investigadores que han abordado el fenómeno de la idolatría, la iconoclastia y la idoloclastia a la llegada de los peninsulares. Destaca la idea de que dentro de los contextos violentos las imágenes del enemigo resultaron intolerables al salirse de los cánones de la religión “verdadera”. En realidad, eso desató una batalla corporal y también de representaciones icónicas entre indios y españoles.

En esta contienda los peninsulares se centraron en acabar sistemáticamente con los ídolos de los indios. Para Gruzinski (1994: 41) “la destrucción de los ídolos legitimó ideológicamente la agresión y justificó la sumisión de esas poblaciones”. De hecho, el encuentro de los peninsulares con una nueva “cultura idolátrica” despertó su agresividad, semejante a la que tuvieron los profetas de Israel frente a los ídolos egipcios. Recordemos que a los ojos del monoteísmo bíblico la falsedad de la idolatría estaba centrada en la categoría de “representación”. La prohibición de imágenes hacía alusión a que el dios monoteísta no ha de ser reproducido y no necesita de ningún rey o gobernante sobre la tierra que lo represente. De igual manera, la creencia en un solo dios se aleja del culto a muchos dioses “mundanos”, al ser representaciones deificadas del cosmos, la naturaleza o los hombres.

A pesar de haber algunas concordancias entre el cristianismo católico y la religión mexica al momento de la invasión, sabemos que había diferencias sustanciales. Por ejemplo, las imágenes de los naturales estaban escondidas en la oscuridad de los templos y lejos de las multitudes; su exposición era periódica y sometida a reglas y protocolos estrictos, contrario a las imágenes de tradición occidental que se acostumbraba exhibirlas en público, dentro de las iglesias y durante las procesiones.

El sworth (2010) explica que para comprender las prácticas cultuales en Mesoamérica es necesario aproximarnos a la manera en que eran tratadas las deidades prehispánicas y la importancia de los lugares de culto. Señala que para los pueblos mesoamericanos los templos y las representaciones sagradas eran “cosas vivas y animadas”, ya que estaban “dotadas de un corazón” que las vivificaba (El sworth, 2010: 152). Nos hace notar que en sus luchas por el territorio también los pueblos mesoamericanos practicaron actos de violencia iconoclasta. Durante sus “guerras floridas” los mexicas realizaron actos violentos contra las imágenes divinas de los enemigos, a los que sometían incendiando su “templo” ( teocalli) y capturando a su dios.

Debemos considerar que la destrucción de las reliquias en Mesoamérica no equivalía a la desactivación de su fuerza anímica, sino que “un edificio arruinado o una imagen quebrada no era una cosa muerta”, ya que “la arruinación activaba poderes importantes”. Después de todo, la imagen profanada cobraba “una nueva vida social”, pues podía ser nuevamente utilizada y reciclada en la fabricación de un nuevo ídolo, y vuelta a la vida como objeto de culto. Lo anterior puede ser una posible vía de explicación a la persistencia material de las reliquias de los dioses mesoamericanos, o gobernantes, como santos católicos, ya que al considerar que una representación arruinada seguía teniendo vida, algunos atributos de los dioses o las cenizas de los gobernantes podían seguirse conservando para ser depositadas o ungidas en nuevas imágenes. Así, dichas reliquias se convertían en un depósito heredado ( tlapialli) y mantenido de generación en generación.5 Otro punto que favoreció la persistencia de esos objetos culturales se debió a que los peninsulares no aniquilaron en su totalidad las representaciones de los dioses prehispánicos, más bien practicaron una “mutilación parcial”.

Además, durante el periodo virreinal los “ídolos” mesoamericanos y los iconos cristianos se encontraban en un contexto de negociación debido a una “redistribución de lo divino”, es decir, un continuo reacomodo de cultos y celebraciones a lo largo del territorio novohispano. A inicios de la Colonia, tras la sustitución constante de los ídolos por imágenes cristianas, la respuesta de los indios fue eficaz al tratar de mantener disimuladamente las reliquias y el culto a sus dioses a partir de estrategias muy complejas y discretas a los ojos del invasor. De hecho, es probable que los preciosos depósitos hayan sido guardados bajo tierra y en las profundidades de las montañas, y es probable que se hayan asignado guardianes para celebrar las ofrendas correspondientes a las deidades (Gruzinski, 1994: 63-64).

Se debe considerar que a inicios de la conquista se continuó con la fabricación de “ídolos” por parte de los naturales. A saber, los indios fueron capaces de fabricar sus ídolos, al mismo tiempo que avanzaba la evangelización. En algunos casos, las propias imágenes “cristianas” fueron consideradas “heréticas” por salirse del canon estético establecido. Esto ocasionó que algunas de sus creaciones artísticas al “óleo” fueran prohibidas por la Iglesia e investigadas por la Inquisición (Maquívar, 2006).

Ahora bien, la persistencia de sus prácticas religiosas o su continuidad en los tres siglos del periodo virreinal se debió a todo un mecanismo de discreción y disimulación de sus atavíos, insignias y adornos, pues el culto indígena seguía caminos alternos al de la representación antropomorfa, más disimulables a los ojos del invasor. Debemos considerar que muchos de los objetos de culto persistieron en recuerdo de los ídolos a los que pertenecían. Por ejemplo, un “cofrecillo” podía representar el asiento ( icpalli) de un dios y muchas veces el dios patrono de una comunidad podía estar representado “por cabelleras, mariposas de plumas, rodelas, capas, que servían de sacrificio a las andanzas ya toleradas”. Respecto al significado de los cabellos como reliquias entre los nahuas prehispánicos, se decía que al gobernante fallecido

Le componían el cuerpo muerto y, envolviéndolo en quince o veinte mantas ricas, tejidas de labores, metíanle en la boca una piedra fina de esmeralda, y aquella decían que le ponían por corazón […]. Primero que envolviesen al difunto, le cortaban una guedeja de cabellos de lo alto de la coronilla, en los cuales decían que quedaba la memoria de su ánima. Y el día de su nacimiento y muerte, aquellos cabellos y otros que le habían cortado cuando nació y se los tenían guardados, poníanlos en una caja pintada por de dentro de figuras del demonio; y amortajado y cubierto el rostro, poníanle encima una máscara pintada (Mendieta, 1971: 162).

Existen noticias de que a mediados del siglo xvi los envoltorios o reliquias de los dioses y gobernantes estuvieron circulando de un pueblo a otro a fin de trasladarlos a los santuarios durante las fechas de celebración, lo que equivalía a enterrar y desenterrar los paquetes sagrados según el tiempo ritual. Seguramente también se siguieron pintando códices pictográficos a fin de seguir con “las cuentas” para celebrar las fiestas de sus dioses. Por ejemplo, se han encontrado códices pictográficos en el interior de imágenes esculpidas en médula de pasta de caña de maíz, como en el Cristo de Mexicaltzingo. Los códices de contabilidad y salmos encontrados en la efigie no son meros “desechos” de papel utilizados para conformar la imagen, sino verdaderas “reliquias” desde el punto de vista del indígena.

El Cristo de Mexicaltzingo no es la única escultura en técnica ligera y “hueca”, semejante a un “relicario”, encontrada en las cercanías del Cerro de la Estrella también destacan las esculturas del Señor de la Cuevita de Iztapalapa, el Cristo de Churubusco de Coyoacán y el Señor del Calvario de Colhuacan como se verá a continuación.

Representaciones cristológicas en escultura ligera

Respecto al tipo de arte que hicieron los indios a inicios de la Colonia, los académicos han utilizado los conceptos de “indocristiano”, “cristiano-indígena” o tequitqui para calificarlo, pero hasta hoy no se ponen de acuerdo en el concepto que se debe utilizar para referirnos a él. Esto se debe en gran medida a que el arte indígena adquirió múltiples modalidades ornamentales y estilos, nutriéndose del encuentro entre culturas.

Cuando se retoma el concepto de indocristiano al parecer se pone énfasis en la adecuación que hicieron los indios del cristianismo de una manera pasiva; lo mismo pasa con el concepto cristiano-indígena que parece poner el acento en el hecho de que los modelos usados por los indios, durante su trabajo como artífices, fueron de raigambre peninsular lo cual elimina la capacidad creativa del indio. Pero no pasa lo mismo con el concepto de arte tequitqui, propuesto por José Moreno Villa en 1942, ya que parece referir a que los estilos indígenas fueron expresados en modalidades españolas pero con significados totalmente distintos, considerando que la idea de Dios y Cristo no significaba lo mismo para peninsulares que para indios. Recientemente se ha afirmado que al arte tequitqui no es un “estilo” indígena, sino una “modalidad ornamental”. Al argumentar en contra de los descalificativos hacia este arte, Fernández (2007) se ha dado cuenta de que el tequitqui conserva características que hunden sus raíces en concepciones indígenas dentro de la colectividad y, aunque los naturales copiaron modelos cristianos bajo la dirección de los artistas peninsulares, en muchos casos la estética indígena utilizada “presupone desde su inicio un enfrentamiento entre dos culturas” (Fernández, 2007: 9).

Del arte “sacro” hecho por los indios durante el periodo novohispano destaca la “escultura ligera”, fabricada a partir de una técnica que implica la modelación y talla de una imagen tridimensional a partir de una “masa” o “pasta” (hecha con semillas o médula de la caña de maíz), que fue empleada desde tiempos prehispánicos. Por ejemplo, tanto fray Bernardino de Sahagún como fray Bartolomé de las Casas informan que la “imagen” de Huitzilopochtli era muy ligera y del tamaño de un hombre verdadero. El “alma” de la escultura se constituyó con palos de mezquite y sobre el “esqueleto” se untó pasta de tzoalli (“amaranto”) para modelar la imagen, para obtener como resultado una escultura muy ligera y fácil de transportar en las celebraciones religiosas (Ávila, 2011: 12-13, 25 y 32).

Otro material ligero que utilizaron los artífices mesoamericanos en Michoacán y en el centro de México fue la médula de la caña del maíz. El mismo fray Bernardino de Sahagún refiere la técnica y menciona que los naturales ocupaban la médula de caña de maíz, que mezclaban con un pegamento proveniente de algunas orquídeas, a fin de crear una masa pastosa útil para la modelación de distintas figuras. El cronista refiere tres tipos de “esqueleto” para su manufactura: el fabricado con palitos de madera o colorín, el de cañuela de maíz y el de tiritas de cartón.

Ahora sabemos que las esculturas ligeras de piedad católica hechas por los indios fueron muy preciadas por los religiosos, por su tamaño, ligereza y grado de expresividad además de su acabado, por ser “tan perfectos, proporcionados y devotos”, ya que eran huecas y en algunos casos “articuladas”, de tal manera que funcionaban perfectamente para el teatro evangelizador. Tan grande fue el aprecio por este tipo de esculturas que los peninsulares no vacilaron en exportarlas al Viejo Mundo. Esto es lo que escribió fray Jerónimo de Mendieta acerca de los crucifijos hechos por los indios: “Llevan [a Castilla] también los cruxifixos huecos de caña, que siendo de la corpulencia de un hombre muy grande, pesan tan poco que los puede llevar un niño; y tan perfectos, proporcionados y devotos que, hechos como dicen de cera, no pueden ser más acabados” (Ávila, 2011: 56).

Pablo Amador (2002: 59 y 71) ha profundizado recientemente en el estudio de estas efigies o crucifijos en técnica ligera. No únicamente destaca que las imágenes encontradas en las Islas Canarias revelan la unión entre el Viejo Mundo y el Nuevo Mundo en términos económicos y migratorios, sino que se ocupa del estudio de la imagen en cuanto al material predominante para su manufactura como lo fue, en la mayoría de los casos, el papel de maguey (o de amate) y la caña de maíz.

Del estudio organoléptico, realizado a algunas esculturas de mediados del siglo xvi, ha determinado que son ligeramente cuadradas y sus proporciones anatómicas fueron retomadas del modelo “renacentista” y no “indígena”. Además, los estudios radiográficos han dejado ver que para dar volumen final a las imágenes se le aplicaba masilla de caña y, a modo de “epidermis”, se recubría la escultura con papel. Respecto al papel, Amador Marrero opina que en varias esculturas fue “reciclado”; el caso más espectacular es el Cristo de Mexicaltzingo, lugar cercano al señorío de Colhuacan.6

En la actualidad se han encontrado “alrededor” del Cerro de la Estrella en capillas y conventos del siglo xvi, en Churubusco, Iztapalapa, Mexicaltzingo y Colhuacan, imágenes ligeras hechas en pasta de caña de maíz y en papel. Resulta interesante que estos cuatro señoríos, a decir de Sahagún (cit. en Gibson, 2012: 16), hayan tenido una alianza con Tenochtitlan y que sus gobernantes fueran conocidos como Nauhteuctli.

De la imagen localizada en el ex convento de Churubusco hay un estudio publicado: Esculturas de papel amate y caña de maíz (1989), autoría de los restauradores Rolando Araujo Suárez, Sergio Guerrero Bolan y Alejandro Huerta Carrillo. En este trabajo se destaca que la escultura fue hecha con “papel amate” y para su manufactura se aplicaron tres procesos técnicos: la talla, el modelado y el moldeado.7 El crucifijo se hizo con una estructura básica interna que conforma el tórax, “a manera de armadura hueca hecha con papel de amate; una estructura de tubos de papel amate para brazos y piernas; y, para manos, pies y cuello, una estructura de madera de colorín con los que se establecen diez miembros ensamblados” (Araujo, Huerta y Guerrero, 1989: 5).

Por su parte, Carrillo y Gariel (1949) realizó un estudio acerca del Cristo de Mexicaltzingo. En su trabajo como restaurador de la escultura, a finales de los años cuarenta, identificó las técnicas antes mencionadas para su realización. Además, en el interior de la escultura hueca encontró un códice pictográfico de tradición indígena lo cual nos hace pensar que las esculturas podrían semejar una especie de relicario indígena, a manera de un tepetlacalli o un tlaquimilolli, donde eran guardados a propósito los objetos más valiosos para el pueblo o la comunidad, entre los que destacan “el empleo de uñas, dientes, costillas y huesos”, como es el caso en algunos crucifijos (Amador, 2002: 77). De hecho:

La principal novedad que mostraba esta escultura […] consistía en presentar la caja del cuerpo absolutamente hueca […] La película interior, aplicando este nombre a la que se hallaba en contacto íntimo con la medula de caña, la formaban pliegos escritos en mexicano; inmediatamente arriba de estos aparecían los correspondientes a un códice de la etapa colonial; en seguida fracciones de otros escritos mexicanos alternado con pedazos de papel en blanco y, finalmente, otras porciones de códice, con lo que se cuenta hasta con cuatro películas superpuestas (Carrillo y Gariel, 1949: 16-17).

Respecto a la escultura de Iztapalapa, llamada el Señor de la Cuevita, la imagen que se presenta en el altar mayor no es de pasta de caña, sino que está “labrada en varias piezas de madera de conífera” y policromada de color blanco, con las siguientes medidas: 182 cm de altura por 80 de ancho y 22 de espesor. Los restauradores la datan entre 1687 y 1723, aunque anteriormente existieron dos réplicas y desconocemos si éstas fueron hechas con la técnica ligera (Ruiz, 2011: 86).

El escultor o imaginero novohispano que talló la escultura lo hizo con tanto realismo que sobresalen los detalles de prominencias de huesos, ten-dones, músculos y facciones. Además, en la espalda de la escultura fundacional se encontró una rotura con una tela y sellada con el escudo real de León y de Castilla “similar al caso de los códices hallados en otros cristos” (Ruiz, 2011: 90 y 93).

De la misma manera en que está articulado el Señor del Calvario en Colhuacan, el Señor de la Cuevita en Iztapalapa también tiene articulaciones en brazos y tobillos. Ello hace suponer a algunos investigadores que el Huizachtepetl sirvió “como arquetipo del Gólgota […], debido a que la imagen era protagonista en las ceremonias de Semana Santa” (Ruiz, 2011: 90 y 93).8