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Primera inocentada

Aleix Vergés Tramullas nació en Barcelona un día de coña: el 28 de diciembre de 1973, el día de los Santos Inocentes. Al principio, la coincidencia le haría gracia. Luego, le desconcertaría. No era extraño escucharle decir que su nacimiento había sido una broma desafortunada. El paso del tiempo siempre le dio pánico y, cuando cumplió los dieciocho, dejó de celebrar las inocentadas. Hubo una masiva excepción en 2003, cuando cumplió los treinta. Entonces sí hubo una fiesta por todo lo alto. Es posible que su psicodélico y permanente sentido del humor estuviera tocado por la fecha delirante en que nació.


Aleix y su padre, Alfonso, en Ibiza, 1975.

Aleix nació después de que su madre abortara dos veces. La primera fue en Grecia, durante su luna de miel. Alfonso y Chisca se casaron un 30 de junio de 1972, apenas cuatro meses después de convertir a la guardia civil en el testigo de su amor. A principios de julio, paseaban por las islas Cícladas en paños menores y gafas de sol. Eran jóvenes y estaban bronceados y condujeron a través de ruinas flotantes al volante del Méhari. Chisca estaba de tres meses y medio cuando abortó. Siempre pensaron que fue culpa del coche. A los pocos meses de regresar de Grecia, de nuevo en Barcelona, volvió a quedarse embarazada. Esta vez abortó a los dos meses y medio. Entonces Alfonso le hizo unas pruebas.

A la tercera fue la vencida. Aleix se llamó Aleix desde el primer aborto. Sabían que sería un niño. Lo sabían de un modo absolutamente intuitivo. Aleix por Alejo Carpentier y porque era el nombre del hijo de una compañera de Chisca en el hospital de Sant Pau. En la época, sin embargo, le inscribieron como Alejo, un nombre español, apostólico y romano. Alejo es un verbo triste, un nombre como una cuarentena, la distancia insalvable, que Aleix siempre detestó de un modo encarnizado y cercano.

Aleix fue el mayor de cuatro hermanos. Su hermano Daniel nació poco menos de un año después. Fue un 10 de enero de 1975. Chisca rompió aguas mientras un puente gigantesco se desplomaba en Tasmania. Daniel fue alumbrado la misma noche en que la cabeza de Malcolm McLaren engendraba su aborto más heroico, los Sex Pistols, en un sótano abyecto de Londres. Franco agonizaba, lo haría durante meses, y el temblor del recién llegado desató un disturbio en el pecho de Aleix, que padeció el primer ataque de asma de su vida. Le acompañarían hasta el final, aunque con el tiempo su violencia disminuiría.

Freud lo tenía claro: la enfermedad es una reacción al miedo a la soledad. Sus padres se largan a alumbrar al segundo y Aleix engendra un aborto de aire en su caja torácica. La soledad será siempre una amenaza difícil de combatir. La oscuridad y el silencio también serán enemigos insalvables, los peores consejeros cuando se vea orillado al desierto de la existencia.

La noche le produce terror desde muy temprano. Daniel, Adriana, Randi y sus padres se acuerdan de su voz. Cuajaba como nieve en la noche rusa. Dani la escucha muy cerca, casi como un rumor hipnótico, como un susurro o como una nana, como una vocecita protectora que le dormirá.

«¿Mamá, vigilas?» es el mantra de Aleix.

Lo repite cada cinco minutos durante la hora previa a la inconsciencia. Adriana se pregunta de qué tiene miedo. Se intenta imaginar los motivos, pero no acierta a encontrarlos. Ella está tranquila.

«¿Mamá, vigilas?»

Randi se acuerda de ser muy pequeña y de dormir con sus hermanos en la misma habitación. La voz de su hermano mayor repite el mantra y a ella se le contagia el temor. De hecho, Randi se acuerda a día de hoy de las medidas cautelares que tomará algunos años más tarde, cuando sus padres salgan a cenar fuera y ella se quede sola en casa:

«Cuando mis padres salían, yo me iba a la cocina, cogía un cuchillo gigante, volvía al salón, llamaba a mi mejor amiga y le decía que no colgara el teléfono, que yo tampoco lo haría; que si efectivamente lo hacía, si colgaba, tenía que llamar a la policía», recuerda. Randi dejaba el auricular descolgado durante toda la noche, hasta que sus padres regresaban, y lo mismo su amiga se dormiría durante la guardia; lo mismo, de vez en cuando, mientras comprobaba que la llamada seguía su curso, escucharía las voces de las Mama Chicho, un coro de vedettes, felices y entusiastas, que la tranquilizaban: «Cuando mis padres volvían, yo estaba con el cuchillo, el auricular descolgado y las Mama Chicho en la pantalla», recuerda Randi.

Aleix cargará desde muy pequeño con el peso de ser el «hermano mayor». Chisca reconoce que uno de sus errores fue permitir que creciera con esa sensación. No se puede hacer responsable a un niño de dos años de su hermano de uno. A menudo son frases lo que subestiman la comprensión del niño. «Compórtate, que eres el mayor», «Recuerda que eres el mayor».

Es posible que la influencia del apelativo «mayor» tuviera en él una dimensión exagerada, una dimensión que, desde muy temprano, no solo se manifestó en un instinto de protección desaforado hacia sus hermanos, sino también, posiblemente, en un extrañamiento de su identidad. Dormirse era como cancelar la protección. Y enfilar el reverso.

«¿Mamá, vigilas?»

Aleix escoltaba a sus hermanos en los pasos de cebra y se aseguraba de que nunca cruzaran en rojo. «Cruzar la calle era una auténtica maniobra militar. Asumía su responsabilidad y se volcaba de un modo desmedido en que lo hicieran correctamente», recuerda Alfonso.

Alfonso trabajaba a destajo y veía poco a sus hijos. Su carrera como ginecólogo fue meteórica desde el principio. Y de alguna manera, no dejaría de serlo hasta muchos años después. No solo fue uno de los primeros especialistas de su quinta en tener consulta privada, sino que también fue de los primeros en sugerir el uso de anticonceptivos y apoyar las interrupciones de embarazos no deseados. A principios de los ochenta fundaría el instituto CEFER para la reproducción asistida en la clínica Teknon de Barcelona, un proyecto pionero en fecundación in vitro e inseminación artificial.

El 26 de mayo de 1976, Chisca escribe en su diario: «Domingo, cosa rara, nos despertamos a las once. Luce el sol, descapotamos el Méhari y nos vamos a ver los leones (los clones, según Aleix). Hago merluza al horno y helado de fresones. Aleix estaba tan feliz que no paraba de repetir: “¿Verdad que papá no se irá al hospital?”».

Muchos años antes, a principios de los sesenta, cuando Chisca no había alcanzado todavía la adolescencia, Alfonso ya daba clases de Fisiología de la Reproducción en la Universidad Autónoma de Barcelona. Pese a que las clases tuvieron una gran aceptación y que Alfonso disfrutaba de ellas, su carrera académica no duraría demasiado. La ginecología le absorbió muy deprisa. Después de su paso por el hospital de San Pablo, recaló en el hospital de Sabadell y en la clínica Sagrada Familia y, al poco de nacer Aleix, estableció su consulta privada en la planta baja de su casa, en el paseo de la Bonanova de Barcelona.

Chisca acostaba a sus dos hijos a las ocho y media, y eran raras las veces en que Alfonso llegaba antes de las nueve. Y fueron muchos los fines de semana en los que tuvo que abandonar cenas, comidas, cumpleaños o funerales para atender a un parto. Así que entre el vacío del patriarca y el eco del adverbio, mayor, Aleix desarrollaría un sentido de la responsabilidad insólito en un niño de su edad.


Chisca, Aleix y Dani, 1975.

Mayo de 1976

Aleix tiene dos años y medio y los ojos despiertos. Ha cenado con su madre y su hermano y se ha acostado a las ocho y media.

Alfonso atiende a sus pacientes en la consulta situada en la planta baja de la casa y trabaja a deshoras para localizar al doctor Emile Thierry, un ginecólogo francés que ha diseñado un espátula visionaria. Es un alternativa a una de las pesadillas de Alfonso: los fórceps. Thierry es un maestro espatulero. Sin embargo, no hay nadie en Francia que crea en sus diseños. Alfonso lo hace a pies juntillas. Le parece un crack. Finalmente, consigue el teléfono de su casa. Thierry tiene 87 años y hace tiempo que vive convencido de que el invento morirá con él. Hasta que Alfonso le llama y le invita a Barcelona. Thierry no da crédito. «C’est une blague?» [¿Es una broma?], pregunta con cautela parisina. Alfonso le cuenta que no. Le confiesa que los fórceps le perturban. Son unas tenazas que parecen diseños frustrados y ancestrales de Transformers. Han aplastado la mayoría de cráneos contemporáneos. Su desafío es liquidarlos.

Thierry se pondría a bailar sardanas, si supiera.

La casa es grande y la noche de la Bonanova es silenciosa, y Aleix y Daniel ven la televisión, una caja roja que proyecta imágenes en blanco y negro de tipos calvos y con bigote, normalmente uniformados, que se mueven a cámara lenta. Aleix y Daniel apenas la ven. Pero escuchan a menudo las voces dulces o las sinfonías siniestras que salen de la caja. Solo de vez en cuando, mientras se desplazan de la cocina al salón, o del salón a su dormitorio, interceptan lo que sucede dentro. Hay un tipo que se llama Balbín que irrumpe cuando cae la noche y presenta un programa que se llama La clave pero que podría llamarse Eructo caníbal. Aleix le observa con terror.

Chisca ha descubierto que está embarazada. Ha decidido desmantelar el cuarto oscuro, recoger la ampliadora y matricularse en Filología. Tiene veinticuatro años y dos hijos y cierra los ojos y desea que le caiga la primera niña. La juventud es la posibilidad de ser corredor de fondo y de esprintar: ella descubre que será madre por tercera vez, se matricula en la Universidad y decide de qué colores pintará la habitación de los niños.

Alfonso asiste partos a todas horas y paga casi todas las facturas. Pasa el tiempo, pero casi todos los coches son Seat. Casi todos. Alfonso sigue conduciendo su Méhari rojo, y Chisca mete a los niños dentro y lo descapota y canta a Leonard Cohen. Y luego llegan a casa y les pone a Moustaki, y la tarde patina y ella cocina. Las luces de verdad se derriten y se encienden las de mentira, y las voces de la tele conjugan ecos militares con chicas de la Cruz Roja. Los niños se acuestan a las ocho y a veces se duermen lento y, otras, lo consiguen deprisa. Françoise Hardy les susurra palabras pacíficas, el eco de una Francia soberana, lejana, femenina, sensual y libertaria. Sin embargo, otros días cae la noche y los párpados fracasan y se escuchan voces de lobos y aullidos de Balbín.

Y entonces conciliar es un verbo que no se conjuga.

Hoy será la primera noche en que no funcione la chanson. Aleix se agarra a las cuerdas vocales de la Hardy y recorre el camino inverso: en lugar de dormirse, despierta. Le dice a su madre que no apague la luz. Bajo ningún concepto. Le aterra la oscuridad, la naturaleza sepulcral de los interruptores. Así será desde muy temprano y hasta muy tarde. Es una noche tórrida de mayo, Aleix tiene dos años y medio y son más de las doce y tiene los ojos abiertos como platos. No sabe si ha escuchado a Alfonso volver o si no.

La casa tiene dos pisos y no siempre se oyen los pasos del patriarca. La luz de la Luna alcanza su cama y la del pasillo se filtra por debajo de la puerta. Está protegido por dos resplandores tibios y se sumerge en su primer viaje hacia el final de la noche. Sabe que la oscuridad es una amenaza transitoria, que la mañana la devorará. Es una noche de mayo y el calor aprieta, y Aleix lo detesta y descubre el insomnio, la jungla infinita de la madrugada; la posibilidad de soñar despierto en lugar de hacerlo dormido. Su refugio es su imaginación. Esta noche levantará la primera de las ciudades imaginarias que surcarán los tres próximos años de su vida. Chisca entra en el cuarto a las siete de la mañana y se lo encuentra sentado en la silla, frente al escritorio, despeinado y taciturno.

—¿Estás bien, Aleix?—Sí. No he podido dormir, pero me he inventado una ciudad.

—¿Una ciudad?

—Sí. Es una ciudad de cera. Todos los edificios se pueden encender con una cerilla. Como una vela.

—Qué bonito —dice Chisca estupefacta.

—Y es una ciudad donde la gente no duerme. Y siempre es de noche. Pero si la gente trabaja mucho, entonces se hace de día. Pero si la gente no trabaja mucho, entonces no se hace de día. Hay muchos señores que hacen pan. Y hay señores que fabrican las calles. Y hay un edificio muy grande que hace mucha luz. Y hay una escalera muy alta, y si los señores más altos se suben y llegan hasta arriba, entonces pueden encender las luces de la ciudad. Me parece que las luces de la ciudad son las estrellas. Y la ciudad se llama la Ciudad de la Luz.


Aleix Vergés, 1977.

22 de mayo de 2012

Dani Vergés camina por la avenida Tibidabo de Barcelona, una cuesta de eucaliptos australianos y mansiones coloniales que conquistaron la amnistía fiscal. La avenida está surcada por los raíles del tranvía azul, que se abren paso sobre el suelo adoquinado desde principios del siglo XX. Aquí no hay edificios, tampoco apartamentos. Las fortalezas están protegidas por muros de piedra interminables. Hubo un tiempo en que todo esto era un inmenso descampado.

Hubo un tiempo en que todo era un inmenso descampado.

Hoy casi no hay peatones: se ve a una filipina con un pequinés. Se ve a una filipina que empuja a un viejo en silla de ruedas. Y luego se ve a una filipina que se protege de tres niños teutones. También se ven escuelas millonarias, restaurantes que son mansiones y mujeres que se tambalean. Nos detenemos en un cruce y dos mujeres muy esbeltas y muy perfumadas hacen microaspavientos. Nos ponemos a su altura y una le dice a la otra:

—No te preocupes, si tienes que salir y le has dado el día libre a tu filipina, yo te presto a la mía.

La avenida Tibidabo es una rampa severa y Daniel resopla como si buscara un paréntesis o un pino. Sigue el curso de la calle, que dobla un poco a la derecha. Al salir de la curva se ve un todoterreno aparcado en mitad de la calzada. Es un vehículo negro y reluciente como los zapatos de un nazi. Parece blindado y tiene las lunetas tintadas. Se abre la puerta del copiloto y se ven unas piernas largas y delgadas, unas medias de nylon oscuras que anteceden a una cintura del diámetro de un cereal, una cadera efímera como los noventa. Y luego el estómago plano, la blusa azul, el cuello bronceado, las mejillas irreales y la nariz operada. Es una mujer rubia. Podría ser de plástico. Lleva gafas de sol italianas y huele a Suiza. Lleva a un pequeño trepador rubio colgado de los brazos. Su hijo. Dani la saluda. Ella parece muy estreñida cuando sonríe. Él parece un samurái.

«Ya ves, esta iba conmigo al colegio. Es otra cosa que nunca entenderé como padre. Llevar a tu hijo al colegio en el que estudiaste, un muy probable escenario de frustraciones. No lo entiendo.»

El colegio Frederic Mistral asoma como una nave espacial por lo alto de la montaña. Parece un diseño de Van der Rohe.

El patio está lleno de niños escandinavos. No parece que ninguno haya conocido el bochorno afgano que gobierna el centro de Barcelona. Es un viernes pletórico de mayo a las cinco de la tarde, los niños se concentran en la entrada y sopla una brisa que no está quemada. No se ven turbantes, y se ve a niños negros de padres blancos. Esto parece Malmö. Un lugar en que todos podrían apellidarse Wilander o Sjöstrom pero con acento catalán.

El Frederic Mistral es un colegio en la cumbre de una escalinata.

«Cuando éramos pequeños, esta escalera parecía el fin del mundo. Recuerdo que teníamos unos chubasqueros amarillo y violeta, y que subíamos dando el cante, sabiendo que, tarde o temprano, el chubasquero atraería la atención de tipos más grandes y más gordos con ganas de liarla», recuerda Daniel.

Tras la escalinata, se accede al patio inferior. Una pista de cemento con gradas a un lado y una reja al otro. Los niños corren despavoridos en todas las direcciones.

«Fue justo aquí», dice Daniel, señalando al suelo. Es de cemento, pero está barnizado.

«Aquí recuerdo claramente un día que un gordo muy gordo me tenía aplastado boca abajo. No tenía escapatoria. Recuerdo la mano de David —así se llamaba el gordo— oprimiéndome la boca. Entonces vi unas Nike que se acercaban por el rabillo del ojo. Y de repente, el gordo ya no estaba. Aleix le pegó un patadote que lo hizo desaparecer. En el colegio, no había quien se atreviera a tocarme. Era una protección más del tipo “No lo toques, este es mío” que otra cosa. Cuando éramos pequeños, nos peleábamos todo el tiempo.Aleix me veía muy débil. Y le irritaba. Me veía débil por tener límites.


Daniel y Aleix Vergés jugando al ajedrez en Mallorca.

»Recuerdo que le encantaba que hiciera el payaso. Me pedía que lo hiciera. Yo abría la puerta de la habitación y me convertía en un personaje. Se descojonaba. Pero de ahí, pasaba a la ofensiva. Nadie me ha pegado nunca tan fuerte. Aleix estaba convencido de que yo me hacía el mártir. No sé. Es por lo del límite: yo tenía un sentido del límite que él no tenía. Yo, en un momento dado, prefería parar, no ir a más. Y creo que eso también le jodía un poco. Es más, de hecho creo que a veces le jodía contemplar cómo chavales físicamente más pequeños me metían. Aleix sabía que yo era más fuerte que muchos de los que me pegaban y le daba rabia que no hiciera nada al respecto. A mí, entonces, como ahora, me costaba horrores pensar en soltarle un puñetazo a nadie. Creo que me bloqueo», confiesa Daniel.

Límite. Una palabra clave. Recurrente. Constante. Apenas hay nadie que haya conocido a Aleix que no la mencione al evocarle. Los pedagogos, psicólogos, psiquiatras, psicoanalistas y terapeutas que surcarán su vida desde los tres hasta los treinta y dos años improvisarán toda suerte de diagnósticos y solo coincidirán en uno: trastorno límite de la personalidad.

El psicoanalista y psicólogo clínico Juan Ignacio Bahima era menor de edad en septiembre de 1994, cuando Aleix empezó a pinchar en el legendario Nitsa, en la plaza Joan Llongueras de Barcelona. Juan Ignacio y Aleix se conocieron. No llegaron a trabar amistad, pero coincidieron muchas veces, hablaron otras tantas y compartieron amigos hasta el final. Para un futuro psicoanalista como él, alguien que disfrutó desde muy joven de los misterios y las contradicciones del comportamiento humano, Aleix encarnaba la quintaesencia de su vocación.

«Cada trastorno es un caso distinto, pero sí que es cierto que Aleix reunía todos los síntomas del límite. Básicamente, el trastorno límite se da en personas que dependen emocionalmente de los demás. Establecen relaciones súper intensas, pero les da tanto miedo perder ese vínculo que, a menudo, lo boicotean. El limítrofe acostumbra a ser un individuo con una sensibilidad muy aguda, que percibe las cosas con mucha más intensidad que la mayoría de la gente, ya sea desde un polo positivo o negativo. Normalmente su disyuntiva se traduce en un planteamiento del tipo: o estás conmigo o estás contra mí. Hipersensibilidad, sentimiento de vacío existencial, incapacidad para regular tus emociones, trastorno de la alimentación, un trastorno físico —la llamada dismorfofobia—, muchas vergüenzas. Cada paciente es distinto. Completamente. Y lo cierto es que Aleix lo tenía todo», dice Juan Ignacio Bahima.

El colegio es espectacular. Dejamos atrás el patio de abajo, subimos unas escaleras y llegamos a una pista de cemento con sendas porterías y tableros de baloncesto. Barcelona descansa a sus pies como la ciudad milenaria y soleada que es.

«Aquí arriba era donde salíamos a jugar de pequeños, en este mismo patio. Nos parecía mucho más grande. Allí —señala un muro de piedra que se levanta a nuestra derecha— había un bosque. Aleix se ponía aquí —señala el principio de la pista— y se quedaba clavado, a la espera. Siempre había varios partidos de fútbol en juego. Cada vez que le llegaba una pelota, la agarraba con las manos. Se esperaba a que le suplicaran que la devolviera. Entonces se quedaba mirando al resto de niños con cara desafiante, agarraba la pelota y la chutaba con todas sus fuerzas más allá de la reja. Las colgaba en la montaña. Una detrás de otra. Luego iba hasta el final del patio —ahora señala la reja que separa el patio de la ciudad—, se reunía con sus secuaces y conspiraba. Siempre fue un líder. Los niños le seguían y le temían, y las niñas estaban fascinadas con él. A mí me venían montones de ellas a preguntarme cosas. Yo era muy pequeño. Era algo que me molestaba y que me fascinaba a partes iguales. Querían saber cómo era, qué hacía. Desde muy pequeño. Era un poco escandaloso que todas las niñas se declararan tan tempranamente. Recuerdo una formación de ocho chicas organizándole una actuación para su duodécimo cumpleaños. Le cantaron el cumpleaños feliz», recuerda Daniel.

Aleix fue matriculado en el Frederic Mistral en junio de 1979 después de un tránsito misterioso y desafortunado por la Escuela Thau, en la carretera de Esplugues de Barcelona. Al igual que el Frederic Mistral, el Thau era un colegio que se reivindicaba como un centro de enseñanza moderno y creativo, que no creía en los crucifijos ni en la religión. Entre otras cosas, el Thau no te exigía estar bautizado para inscribirte. Aleix no lo estaba, pero el desconsuelo católico terminó por salpicarle. El Thau se proclamaba como un colegio laico, aunque era un tentáculo de la institución cultural del CIC (Centre d’Influència Catòlica), una fundación nacionalista y conservadora que nació en 1950 para «proteger los valores de la mujer y de la cultura catalanas». Luego el machismo tomó el relevo y por «cultura catalana» se entendió la historia financiera y empresarial de un puñado de apellidos compuestos y cuatribarrados, y de su descendencia.

Si la élite catalana puede presumir de algo, es, sin duda, de la obcecación y la solvencia con que ha mantenido intactos sus dominios. La propiedad privada se ha defendido con uñas y dientes de la inmigración, y sus caciques mantienen hoy casi intacto el latifundio de sus ancestros. Es como una pista de tenis que ha mantenido sus líneas intactas durante doscientos años. Una cancha donde siempre se cantó ¡Out!

Al poco de entrar en el Thau, la tutora de Aleix convocó una reunión con Alfonso y Chisca. Les dijo que su hijo presentaba «síntomas de inmadurez» y desaconsejaba que continuara en la disciplina del colegio, donde sus padres habían planeado que estudiara la Educación General Básica. Chisca se sigue preguntando a día de hoy cómo es posible discernir «síntomas de inmadurez» en alguien de cuatro años. Lo cierto es que, ya entonces, Aleix era un niño distinto. Un niño que alternaba los síntomas de inmadurez con los de madurez en su familia, donde se creía capaz de reemplazar a su padre, y que, según parece, mostraba «síntomas de inmadurez» en el colegio, donde sería sentenciado por hablar en «lengua castellana». En unos años, acaso catorce, Aleix será expulsado del CIC, cursando COU (Curso de Orientación Universitaria), precisamente por hablar castellano en los pasillos y denunciar que las clases de lengua castellana se imparten en catalán.

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