Kitabı oku: «Nínive», sayfa 16

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El señor Brand se hunde hasta las rodillas en la arena blanca. Tiene el aspecto de alguien hecho polvo. Se arremanga el saco, estira un brazo pálido pero nervudo y lo mira con detenimiento. En un principio ella presume que está escrutando su reloj; sin embargo, mantiene esa pose de modo inmutable.

Poco después ella comprende de qué se trata: una garrapata, color marrón oscuro y del tamaño de una lenteja, recorre su antebrazo. La bestia hace una pausa e inspecciona una fracción de piel especialmente suculenta.

–Permanezca inmóvil –dice Katya y acerca su mano para extirpar la garrapata.

–No –replica Brand, empujándola con su mano libre–. Déjala ahí.

Y el minúsculo parásito clava sus mandíbulas en la carne.

Resulta extraño estar de vuelta en una acera y otear a los taxis que aceleran al pasar. Katya parece haber perdido la habilidad de moverse sobre el alquitrán. La superficie es demasiado rígida para sus plantas acostumbradas a la ciénaga. El uniforme inmundo se seca mientras lo usa: un revestimiento de barro semejante a una crisálida. Nota que las uñas de sus manos y sus pies, cubiertas de costra lodosa, están grises. Tras una extensa travesía, se descubre a sí misma cruzando nuevamente los rectángulos del estacionamiento que yace fuera del centro comercial. Dichas formas geométricas parecen la rayuela de un gigante. Los vigilantes de automóviles la miran con recelo.

Katya observa, a través de las puertas de vidrio, las superficies relucientes del centro comercial. Sin embargo, su propio reflejo se superpone con tal visión como mácula que profana un piso deslumbrante. No logra reconocer la imagen que le devuelve el cristal. Contempla a una mujer bárbara, salida de alguna profundidad pantanosa, astrosa y llena de arañazos y mancillada. Su overol está saturado de fango. Mechones de cabello se adhieren a su rostro cual malas hierbas. Además, puede olerse a sí misma: despide el efluvio a agua de zanja que olfateó por primera ocasión, días atrás, en el hoyo excavado frente a su casa. Ha sufrido una metamorfosis, como criatura que estuvo bajo tierra durante una larga estación húmeda, esperando aflorar.

Tantea sus bolsillos en busca de un juego de llaves, algo que sujetar a modo de bálsamo, pero no encuentra nada. Carece de pertrechos. Un par de monedas, eso es todo lo que halla. Las percibe como cachivaches arcaicos y fútiles.

Intentó traer consigo al señor Brand. Le explicó que caminaría a lo largo de la playa para indagar si había teléfonos, taxis, ayuda en las inmediaciones. No obstante, él apenas pareció escucharla. No consiguió ejercer poder sobre él. Habría logrado poner en marcha a un elefante marino o mover un peñasco con mayor facilidad. De manera que partió sola. Cada tanto se volvía para echarle un vistazo. El hombre contemplaba el mar y se tornaba más y más pequeño. Su traje gris establecía un contraste con la arena beige.

El señor Brand estará bien, piensa. Los hombres como él jamás se extravían. Pero, en su mente, le encomienda su cuidado a la gente que hace jogging, a los que pasean a sus perros, a los salvavidas o socorristas de la realidad. Y es que ella necesita ir a casa.

Se dirige hacia el cristal, con poca esperanza de que los sensores de las puertas automáticas la detecten y le permitan entrar.

XVI. ADIÓS A NÍNIVE

La casona de Constantia posee, poco más o menos, el mismo aspecto que antes, aunque la desidia ha hecho presa de ella. La piscina se ha transformado en una delicada sombra color verde manzana y el césped ha crecido tanto que oculta los pies de Katya.

El mismo árbol ha sido hostilizado –las orugas que Katya desperdigó para asegurarse el regreso cumplieron con su cometido en el plazo acordado– y, de nueva cuenta, ella y Toby hacen su acopio de rutina. Trabajan con celeridad. Esta vez, sin embargo, la cosecha es escasa: apenas una caja de orugas. Incluso las bestias parecen reparar en que los réditos del señor Brand están disminuyendo.

El palacio se rematará y, en esta ocasión, los empleadores de Katya son agentes inmobiliarios. Por lo que pudo investigar, el señor Brand se vio obligado a huir del país, acosado por la bancarrota y varias demandas judiciales. Ahora es un personaje bastante desprestigiado. La noticia figuró en todos los periódicos. Zintle, que en la actualidad dirige su propia compañía de reubicación de plagas, le envió en un e-mail –con regodeo conspirativo– unos cuantos contactos nuevos. Brand nunca remuneró a nadie.

No hay jardineros a la vista. Todo indica que la propiedad está desolada. Pero en cuanto se encaminan a la camioneta, botín en mano, ella se vuelve, atisba la cuesta empinada del prado y se para en seco ante el espectáculo de una figura inconfundible, recortada contra el cielo: es robusta y está vestida de amarillo, como flor de botón de oro. La señora Brand mira hacia el lado opuesto. Quizás haya venido a recoger sus últimas posesiones o a exhumar algún trofeo enterrado en un paraje recóndito del jardín. Parece analizar el césped. ¿Reflexiona sobre sus yerros pretéritos y sus expectativas futuras? ¿O, atrapada en el presente, se pregunta por lo que ocurre bajo aquella superficie verde? Resulta fácil concebir el césped como un territorio estéril y amansado, pero una experta en reubicación de plagas sabe que existe un universo subyacente. Desde la perspectiva de las criaturas diminutas –fabula Katya–, la señora Brand no es más que una sombra en la bóveda celeste, tan vasta e irrelevante como una nube que pasa.

En el tramo hacia la salida, Katya no se molesta en lanzar ningún animal a los arbustos a fin de garantizar su retorno. Imagina que no deseará regresar jamás. En tanto Katya y Toby y las orugas se dirigen a la autopista, ella presiente que acaban de conjurar su gran evasión.

–¿A dónde las llevaremos, entonces? –pregunta Toby– ¿Otra vez al bosque? Aquello no dio muy buen resultado antes.

–No. Conozco un lugar mejor.

Caminan por un costado de la playa. Es un día radiante. El invierno y sus tormentas se han disipado, y todo indica que se avecina un verano tórrido en Ciudad del Cabo. La playa está llena de gente que nada, hace jogging y pasea a sus perros.

Toby se ha despojado de su camisa. Exhibe un poco más de vello en el torso –aún carente de musculatura–, corre hacia el oleaje, se deja embestir por él y reaparece dando volteretas, empanado con arena y exultante. Katya lleva la pequeña caja con los presidiarios y examina las dunas, tratando de localizar algún punto de referencia. Se han desplazado durante media hora y ella comienza a preguntarse si habrán fallado el blanco, yendo demasiado lejos. El manto de arena es monótono. Resulta difícil saber dónde se encuentra cada sitio. Es arduo imaginar, por encima de la pendiente, las chabolas o las hectáreas de complejos residenciales. La recesión no ha sido benigna para nadie. Incontables urbanizaciones de lujo están fracasando: yacen medio vacías, a la espera de que la gente vuelva a tener poder adquisitivo. Ella fantasea con que todo se ha desvanecido y Nínive se ha borrado de la faz de la Tierra. Preferiría hallar un agujero en el suelo que un páramo de edificios deshabitados, tan desprovistos de vida o historias que ni siquiera pernoctan allí los fantasmas. No obstante, pronto divisa la giba negra de la embarcación malograda, sumergida a medias en la marea alta, y consigue orientarse. Y he ahí un hueco en la maleza, un sendero rudimentario y un fulgor blanco. Un fragmento de Nínive. Si uno da un paso hacia atrás o hacia delante, lo pierde de vista pero, en este punto exacto, Katya columbra las aristas superiores de sus almenas.

–Tobes –exclama–. Ven aquí. Ponte la ropa o estos arbustos te van a asesinar.

La marisma se ha transformado. El agua retrocedió, dejando lodo viscoso en ciertas áreas, y hay un nuevo matorral en el suelo donde se realizó una quema controlada. Comienza a despuntar un bosque de vástagos de eucalipto azul. Más temprano que tarde en esta zona se alzarán, a la altura del hombro, tallos de vegetación desconocida. Y el terreno nuevamente estará listo para las llamas.

–¿Ves árboles prometedores?

Toby responde con un alarido. Su pie desnudo halló algo afilado.

–¿Es esto antiguo? –pregunta y le entrega un asa exquisita, unida a un trozo curvo de porcelana.

La taza rota podría ser de cualquier periodo, de cualquier época perteneciente a los últimos trescientos años. Ha pasado de mano en mano y fue traída hasta aquí por tierra o por mar. Katya la deja caer en el fango.

La proa de Nínive se eleva por encima de la maleza. Si bien las chabolas están ocultas, ella puede oler el humo de la madera incinerada. Se aproximan al lindero y Katya advierte que las cosas han cambiado. En primer lugar, el muro ya no posee la blancura gélida que ella recordaba. Tiene máculas negras y marrones, como si se le hubiera prendido fuego. El yeso está agrietado en ciertos sectores y revela porciones de ladrillo. Y se equivocó al afirmar que la abertura en los cimientos se repararía. El entablado colapsó por completo y alguien insertó bucles de alambre de púas en la gruta del edificio.

Sin embargo, el portón trasero continúa cerrado. Presiona el dedo contra la almohadilla del sensor, pero la puerta se rehúsa a condescender. Escucha nuevos sonidos a través de la muralla: el grito de un niño y el motor de un automóvil que acelera y se frustra, acelera y se frustra.

Se deslizan a lo largo del muro hasta llegar al sitio donde la senda destinada a los vehículos se desvía en un ángulo hacia la carretera. Toby sigue a Katya sigilosamente. Un boquete perforado en los ladrillos permite acceder a la entrada principal. Ella le pide a Toby que sostenga la caja de orugas y se introduce.

La mitad de la verja ha desaparecido –quizá la hayan tomado para venderla como chatarra– y la mitad restante es un colgajo a punto de desprenderse de sus goznes. Alguien parece haber morado en la cabaña de los guardias: hay trapos variopintos en las ventanas. Fuera de la Unidad Uno, varios jóvenes se inclinan ante el motor de un viejo Chevrolet y lo martirizan. Algunos niños juegan futbol en la región central, donde el césped apenas crece en ciertas áreas. Los departamentos están indudablemente habitados. La gente asoma por las ventanas y un tendedero pende entre dos edificios. El territorio ya no es tan cenagoso como antes. Aquí y allá se han incrustado en el suelo mitades de ladrillos y pedazos de madera para poder desplazarse. ¿Y es aquello una vaca?

Katya sonríe. Imaginó que los departamentos estarían vacíos, anhelantes de atención humana. Con cuánta rapidez se trasfiguran los lugares... Les basta una exigua presión de agua, tiempo y pobreza.

En el extremo opuesto del patio, una mujer la ve y le hace una seña con la mano. Katya se acerca y reconoce a la chica que vendía azulejos en la carretera. Viste una falda de mezclilla y una blusa escarlata. Al parecer, cruzó la línea invisible de la adolescencia desde la última vez que se encontraron. La muchacha tiene más curvas y confianza en sí misma. Su apariencia es la de una mujer joven y no la de una niña.

–¿Tienes algún azulejo?

La chica le devuelve la sonrisa abiertamente; ya no echa vistazos conturbados por encima del hombro.

–Ahora nos dedicamos a las autopartes. ¿Necesita alguna?

–No, pero lo tendré en mente.

–¿Quiere un perro? Tenemos un perro por aquí –mira a su alrededor de forma indistinta.

Detrás de Katya, Toby está absorto, explorando la avenida.

–¿Qué? Oh, no, gracias. Debemos irnos.

–¿Cómo está el anciano? –Como siempre –dice Katya–. Como siempre.

–Es demasiado parlanchín –ríe la muchacha–. Dígale que tiene que venir a visitarnos. Dígale que Nosisi lo saluda.

Katya sonríe. Ahora la chica responde a un nombre.

–¿Por qué? ¿Acaso esos bichos están causando problemas otra vez?

Nosisi sacude la cabeza.

–No, no, no los hemos visto en absoluto. Todo es mejor en estos tiempos. Creo que se han ido para siempre.

A Katya le gustaría alegar que no se puede tener certeza de nada. Sin embargo, probablemente tal planteamiento no sea incontrovertible para Nosisi: la joven parece afianzada en esta tierra, segura del sostén que le proporciona.

–¿Recuerdas a Pascal? ¿Sigue viviendo aquí?

Nosisi niega con la cabeza; su expresión es ilegible.

–No, no lo conozco.

Y Katya no consigue inferir qué tan bienvenido se sintió en este sitio, el hombre originario de la República Democrática del Congo.

Toby vocifera:

–¡Mira! –a sus espaldas, el chico curiosea la cúspide de una palmera viva. Ella da una ojeada hacia atrás, pero en ese instante la muchacha se retira, olvidándose de ellos.

–Les gusta –dice Toby en tanto Katya se aproxima. Las orugas se encaminan directamente hacia lo alto del tronco.

Contemplan el desfile juntos durante unos minutos, esa procesión triunfal y minúscula, inadvertida por el mundo. Luego ella le toca el hombro a su sobrino:

–En marcha, Toby, vayamos a casa.

–Está bien. ¿Esa cosa viene con nosotros?

–¿Qué cosa?

Una tromba azota la parte posterior de sus muslos y la derriba. Katya batalla para ponerse de pie, envuelta en una neblina maloliente de aliento perruno. La criatura le lame el rostro, da topetazos contra su ingle y sume el hocico en su barriga. Las garras rastrillan sus brazos.

¿Soldado?

Se ha reducido a la mitad de su peso, es todo costillas y tiene un pedazo de cuerda raída alrededor del cuello. Sus ojos revelan el destello desesperado de un perro que ha excedido el límite de su resistencia.

–Vaya –dice Toby, dando un paso hacia atrás con cautela–. Ese perro es repulsivo.

Soldado se pone panza arriba y les muestra sus partes pudendas, tan toscas como tiernas.

Katya estaciona la camioneta frente a su vieja casa. Observa a Toby alimentando a Soldado en el sector trasero del vehículo: dos latas extra grandes de Purina Husky y un par de litros de agua servidos en envases vacíos de helado. Tendrá que encontrar un sitio para bañar al animal.

–¿Estás seguro de que no quieres que te lleve a casa?

Toby se encoge de hombros.

–Está todo bien. Ey, ¿qué hace ese edredón aquí?

–¿Qué? No es un edredón.

Sin embargo, lo es, indiscutiblemente. Color crema, con un estampado de pequeños elefantes y arrugado: exhibe signos inequívocos de que alguien ha dormido en él. Pero Katya no quiere discutir el asunto.

–Oh. Bueno, se está ensuciando con barro –afirma el chico y recorre el espinazo protuberante de Soldado con las uñas. El perro resopla y escarba el edredón, extasiado–. ¿Vamos adentro?

–No.

–Él quiere que subas y tomes una taza de té. Siempre dice lo mismo.

–Dios, por favor.

En lado opuesto de la calle, la hilera de antiguas casas adosadas continúa en pie, decaída y desprestigiada. Junto a la camioneta se cierne un edificio flamante y lustroso. Tiene cuatro pisos y ofrece estudios y departamentos de una sola habitación, todos sobrevalorados. Se alza en la parcela donde estaba el viejo parque y se extiende hasta la acera. La calle se percibe umbría –los edificios parecen suspendidos sobre ella– y asimétrica. Es imperioso hallar, de algún modo, un equilibrio: demoler también lo que hay enfrente y edificar algo que haga juego. Fuera de su longeva casa han colgado el cartel publicitario de un constructor de bienes raíces.

Resulta ser que el arrendador de Katya, perteneciente a una gran agencia inmobiliaria, también tiene a su cargo el nuevo edificio. Cuando se hizo evidente que las decrépitas casas eran inhabitables debido a un daño estructural, le ofreció a los inquilinos departamentos más pequeños pero ostentosos, ubicados a lo largo de la calle. De manera que todos los residentes –Tasneem y su familia, la pareja de jubilados que vivían en el extremo de la hilera– debieron salir de sus cascarones y dispersarse en nuevos alojamientos, frente a sus seniles domicilios.

Katya no sabe con exactitud dónde se encuentran sus vecinos. Escruta las ventanas rectangulares, con molduras y rejas idénticas, y no tiene idea de cuál corresponde a Tasneem, a la pareja de ancianos o incluso a ella misma. Jamás ha entrado al sitio que le asignaron.

Y es que no vive aquí. Es Len quien se mudó a este lugar. Sin duda se ha dedicado a atufar el departamento con sus cigarros, sus pijamas sucias y las sobras rancias de sus comidas, desperdigadas por todas partes. Pájaro viejo y sagaz, bestia astuta como ninguna otra. Nunca permitiría que se le erradicara fácilmente. Pero hete aquí que aceptó la reubicación con mansedumbre. Los miembros de su familia concordaron en que era lo mejor.

–Después de todo, no quiero verlo morir sobre el asfalto, fuera de mi puerta –dijo Alma. Toby suele visitarlo y llevarle bolsas de té y tabaco.

Por si fuera poco, Len se quedó con los overoles verdes. No hubo forma de despojarlo de ellos. Los usa a menudo y rara vez los lava. Soldado trituró una manga hasta dejarla hecha jirones y su padre resolvió el asunto simplemente desgarrando los brazos del uniforme a partir de las costuras, de modo que sus fibrosos bíceps están expuestos día y noche. Además arrancó la insignia de RIP, situada en el bolsillo a la altura del pecho.

–Es una jodida estupidez. Y no la dibujaron a escala –fueron sus palabras.

Katya le frunce el ceño a Toby.

–Espero que no te dejes mangonear por ese viejo, ¿eh?

–El abuelo y yo estamos bien –ríe el chico.

–Sí, bueno, sólo ten cuidado –intenta pacificar el tono–. ¿Y qué hay de Tasneem? ¿Cómo van las cosas?

Toby se encoge de hombros.

–Ah, ya no estamos saliendo. Ella era un poco... No sé, ¿ansiosa? ¿Entiendes? –le dirige una mirada confidencial.

–¿Engreída? ¿Demasiado arrebatada? Como sea, a tu madre le gustaba.

–Sip.

–Bueno, lo lamento.

–Bah, está bien. Estamos bien –estira sus largos brazos, entrelaza los dedos y hace crujir los nudillos–. Me siento bien –dice y le obsequia una sonrisa de regocijada satisfacción consigo mismo.

En verdad no hay modo, no hay modo en absoluto, de desmoralizar a este niño.

Mientras Toby se despide con la mano en el aire, ella maniobra la camioneta, da media vuelta y conduce hacia el final de la calle. En el trayecto disminuye la velocidad para echarle un ojo a la puerta de su cochera. La pondera con una deferencia torva: su vieja e indoblegable enemiga. El barrio entero podría colapsar y tornarse polvo, pero aquella puerta saldría invicta.

Como si su mente le dictara una orden, la puerta comienza a estremecerse y a transigir, y repentinamente desobstruye su parte inferior, cediendo unos cuantos centímetros. Se instala un largo silencio. La puerta no hará ningún otro gesto para desistir de su contumacia. Una figura gris y andrajosa se escabulle fuera de la ranura que quedó abierta. Derek, desde luego. Usa un abrigo de tweed, gris y pringoso, que le resulta familiar. Juraría que alguna vez le perteneció a su padre. Y una tira de tela envuelve su brazo derecho. Color verde veneno.

–¡Ey, Derek! –grita Toby desde la acera opuesta y el hombre saluda con una mano convulsa.

Katya baja la ventanilla del vehículo.

–Derek. ¿Qué haces aquí?

Él entorna los ojos, como si se hallara a un millón de kilómetros de distancia, y rumia qué tanto merece la pena cruzar el pavimento para hablar con ella. Finalmente se pasea hacia la camioneta e inclina la cabeza.

–Di lo que tengas que decir, niña.

–Sabes, la construcción es peligrosa... Se va a desplomar. Y, de cualquier manera, ¿no te vuelve loco esa puerta? Ni siquiera tiene picaporte.

Derek sonríe con suficiencia.

–Una gota de aceite, eso es todo lo que necesitaba. Una gota de aceite. No es una mala puerta. ¿Un cigarro?

–No fumo.

–¿Efectivo? Necesito seis rands y treinta y cinco céntimos.

Seis rands y treinta y cinco céntimos, vaya pues. Se pregunta qué podrá comprar con tal suma: ¿un café chico en McDonald’s? Le entrega un billete de diez rands. Se percata de la trascendencia del acontecimiento. Es la primera ocasión en que le da dinero a Derek, o eso presume.

Él analiza el billete y se lo devuelve a través de la ventanilla.

–Seis rands y treinta y cinco céntimos.

Katya no encuentra motivo para no hacer lo que el hombre indica. Hurga en el cenicero del panel de instrumentos y atina con la cantidad exacta, que consiste, sobre todo, en pequeñas monedas marrones. Derek las cuenta escrupulosamente.

–¿Podrías darme un recibo?

–¿Eh?

–No importa.

La puerta oscila y se eleva con suavidad a espaldas de Derek –no se atora en absoluto–, y ella vislumbra una silueta en la penumbra de la cochera. Está sentada en un contenedor de plástico, fuma un cigarro liado y viste de verde. Len se lleva la mano a la cien –la mano con la que sostiene el cigarro–, como en un saludo marcial.

Katya le devuelve el saludo inclinando la cabeza. Han pasado semanas desde la última vez que conversó con su padre. Un demonio malicioso sugiere que le muestre a Soldado, que en este instante duerme la siesta sobre el edredón que colocó en el compartimento trasero de su vehículo, pero no sabe cuál de los dos se llevará el mayor susto.

Len ya no es exactamente el mismo. Soldado se las arregló para lesionarle el hombro y la parte superior del brazo izquierdo, y le extrajo un pedazo de tejido de la pantorrilla. De modo que su padre cojea, además de exhibir bizarras cicatrices a lo largo de ambos brazos, extremidades añosas y desnudas: víbora bufadora de un lado, perro del otro. Estigmas extravagantes con los que le fascina pavonearse ante los extraños: ¡Tuve que someter al condenado rufián! Y qué decir de los miembros vendados de Derek: parecen, más que nunca, veteranos de alguna conflagración particularmente fatigosa.

Sin embargo, Len ha perdido su fiereza. Todo indica que la última reyerta lo consumió, y cuando Katya lo observa, sólo ve a un anciano con muchas más heridas de las que ella jamás tendrá. Tales llagas constituyen una suerte de barrera entre ambos: flagrantes, en la piel, a la vista de todos.

Ahora su padre estira el cuello para hablarle.

–¿En qué andas, mi niña?

–Sólo vine a dejar a Toby. Quiere verte.

–Buen chico. ¿Han estado trabajando?

–Sip. Un enjambre. Pachypasa capensis, de hecho.

–Ajá. Bueno –tira ceniza al suelo con desdén–. Resultan fáciles, ¿no? Pero lo que me gustaría saber... –de pronto otea a Derek y sonríe de oreja a oreja.

–¿Qué, papá?

–Lo que en realidad me gustaría saber es... –ahora expone una sonrisa mellada–. ¿Fue una tarea indolora?

Los dos ancianos se descostillan de la risa. Katya pone los ojos en blanco ante las risotadas. Últimamente, al parecer, Len la encuentra hilarante. Podría ser peor. Ella sacude la cabeza en señal de desaprobación y sigue conduciendo.

Antes de doblar en la esquina, le brinda a los vetustos soldados una pequeña serenata con el claxon: ¡Ratas-en-una-trampa-para-ratas! ¡Aplastadas-desinfladas!

Cuanto más lejos conduce, mejor se siente. Le agrada poner distancia entre ella y su padre. Algo imperioso para ambos, medita. Es análoga a una madeja que se desenmaraña: siempre está enlazada, pero se percibe más liviana conforme avanza. Gira hacia la izquierda y después hacia la derecha. Recorre calles que conoce bien. Asciende por Main Road, pasa por el hospital y toma la carretera. Conduce y conduce. No hay prisa ni un sitio particular al cual dirigirse. No posee una dirección permanente.

Por estos días duerme en la camioneta. Las noches son cálidas. Podría parecer riesgoso en un territorio como Ciudad del Cabo, pero, por extraño que suene, es sorprendentemente factible. Nadie puede verla en la parte trasera del vehículo. Suele estacionarlo en apacibles bocacalles suburbanas. La camioneta tiene barrotes, después de todo, y se cierra desde el interior. Por lo demás, ¿quién querría secuestrar una furgoneta con cucarachas pintadas? Y ahora que Soldado está a bordo –cavila–, resulta bastante improbable. Esto es todo lo que en verdad necesita. No precisa ocupar más espacio. Se asea en baños de centros comerciales. No es la forma más sencilla de vivir, pero tampoco es imposible. Al menos ya no debe lidiar con la exasperante puerta de la cochera.

Dormir en la camioneta no supone, en realidad, una adecuación excesivamente drástica. Para Katya, los automóviles huelen a casa, poseen la fragancia de la hora de ir a la cama. El perfume de la gasolina y de la tapicería de cuero debe haberse introducido en la sinuosidad de su cerebro infantil hace largo tiempo, cuando dormía en la pickup de su padre. Los coches representan una canción de cuna, un arrullo algo prosaico. Hoy, la camioneta se ajusta a ella a la perfección. La oquedad en el asiento tiene la forma de su cuerpo y la de nadie más. Deslizó el asiento hacia delante. Afianzó el espejo retrovisor en la posición idónea. Ni siquiera le da a Toby la oportunidad de ir al volante: es demasiado perturbador.

Ha reparado en que la gente como ellos –como ella y Len– no está hecha para el entorno doméstico. Carecen de un hogar, no se adaptan a él. Aquella idea que fabuló en Nínive, la de vivir con holgura y sosiego, guarecida tras muros que jamás se desmoronarían, a salvo dentro del contorno circular trazado por las luces de los guardias armados, no fue más que una entelequia, tan rimbombante y de mal agüero como las visiones del señor Brand.

Los suburbios son el paraje más seguro, pero a veces Katya osa pernoctar más allá, en sitios donde despertar se traduce en toda una aventura. Cierta comarca próxima a la playa o alguna otra, muy arbolada. En este instante se desplaza por la carretera Tafelberg y se detiene en uno de los miradores. Se trata de un lugar solitario por la noche, y un poco siniestro. Seguramente su carácter espeluznante obedece al recuerdo de aquellas infaustas carpas doradas, y a la faz de la roca que se alza, amenazadora, a sus espaldas: un semblante de plata, cadavérico, iluminado por reflectores, semejante a una montaña en la Luna. Sin embargo, la vista panorámica es muy bella: la ciudad se disemina hacia el puerto, acunada por el brazo de Signal Hill. El espectáculo se dulcifica en virtud de la luz nocturna, horadado por las farolas y empañado, a lo lejos, por lívidas ráfagas de sodio. En ocasiones Katya ha observado, justo bajo la carretera, a un grupo de rastafaris lavando su ropa en el riachuelo que fluye por encima de las casas señoriales. Logra distinguir, en los confines, el Castillo de Buena Esperanza y el área yerma que en otro tiempo fue el Distrito Seis. Los suburbios comienzan en el extremo derecho y más allá se atisban las estaciones ferroviarias que funcionan como patios de maniobras y los depósitos.

La gente no es visible desde esta altura. Si no fuera por el tráfago incesante de vehículos a lo largo de las calles, que discurren como hebras, uno podría pensar que se trata de una urbe desprovista de seres humanos. No obstante, Katya sabe que allí se encuentran. Se pregunta por el destino de Pascal: ¿qué perímetro estará patrullando ahora? Ha adoptado un nuevo hábito: el de escrutar los rostros de los espigados vigilantes de estacionamientos o centinelas nocturnos. Lo hace del mismo modo en que alguna vez buscó a su padre entre las ajadas figuras de los transeúntes. Y Reuben, él también debe andar por ahí. Intuye que vive en algún suburbio que ella apenas ha explorado, apartado del centro. Puede verlos a todos, agazapados en escondites de la metrópolis. El señor Brand y Nosisi y Len y Zintle, y la propia Katya y los demás. Cada uno mora en una Ciudad del Cabo sutilmente disímil. Se saludan con la mano y tropiezan unos con otros, de manera ocasional, en los sitios donde tales ciudades se superponen. Zonas en las que el mundo cobra forma y las cosas se trastocan y divergen de sus posiciones. Nínives.

Ahí fuera, Katya observa incontables territorios de esa índole: dominios de propiedad incierta. Bulevares inconclusos, el resplandor humeante de asentamientos que aún deben ser nombrados, nebulosas renegridas entre los centelleos. Todo bulle, todo ha cambiado y continúa haciéndolo en este instante. No hay modo de perpetuar la forma de las cosas. Una casa se derrumba y otra se eleva. Si uno se deshace de un ladrillo erosionado, alguien lo cogerá, río abajo, y lo colocará junto a otros en una nueva trayectoria, en un nuevo muro –un nuevo muro que tarde o temprano se desmoronará, proporcionándole a las arañas un andurrial para anclar su propia arquitectura

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9786078764266
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