Kitabı oku: «Nínive», sayfa 15
De pronto, Soldado se paraliza. Deja de quejarse. Se vuelve, alerta pero sosegado, y mira hacia la vía que culmina en el portón. Ella también gira y vislumbra el enorme coche plateado rodando cuesta abajo por el corredor de palmeras. Es asombroso: a una distancia de cien metros o más, Soldado ha percibido la cercanía de una figura de autoridad, de un propietario, de un jefe. Tal proximidad lo apacigua. Está listo para que el adalid le asigne alguna operación en el campo de batalla.
Katya se pone de pie nerviosamente. Cruza y descruza los brazos, y luego los enlaza detrás de la espalda.
El automóvil se detiene fuera de la verja. El señor Brand emerge y ella siente que un rubor hondo e imprevisto nace en sus clavículas y se disemina hasta cubrir sus mejillas. Sin embargo, no debe preocuparse: si él en efecto recuerda el desliz que protagonizaron apenas el día anterior, sobre la mesa de centro, no da el menor indicio de ello. Viste un traje de lino y, de nueva cuenta, muestra un carácter totalmente hermético. Katya no se imagina deslizando sus dedos sucios entre esos botones firmes, cosidos por algún diseñador.
El señor Brand se introduce por el portón abierto y ella franquea el lodo para unírsele. Como ocurrió antes, cuando caminaba por el prado de la residencia de los Brand, tiene la sensación de moverse despacio sobre un escenario lleno de reflectores, a la vista de un público implacable. Una profusión de cuerpos opalescentes se desperdiga a ambos lados de la verja.
Él gira despacio, dibujando un círculo, y fulmina el entorno con la mirada.
–Qué jodido descalabro.
–No es precisamente como lo pinta el folleto, ¿cierto?
El sujeto la mira como si intentara recordar de quién se trata. A continuación bate las palmas.
–Grubbs –dice–. Muy bien, ¿qué está pasando? Según entiendo, ha habido alguna clase de intrusión.
Katya siente alivio. Este hombre imperioso los sacará de cualquier aprieto. Le hace un escueto relato de la situación.
El señor Brand apenas la mira en tanto escucha y asiente, escucha y asiente.
–De acuerdo. Más vale que resolvamos esta sandez cuanto antes –dice. Soldado está extasiado ante semejante autoridad–. ¿Dónde se encuentra mi elemento de seguridad?
Ella vacila y luego señala, de manera ambigua, los edificios.
–La persona que vi... No creo que sea peligrosa, no exactamente...
Él refunfuña: aquello no ratifica la contingencia. Se dirige al perro chasqueando los dedos.
–Cuidado, está nervioso –advierte Katya, pero no hay necesidad de ello. La mano del señor Brand es, ni más ni menos, lo que Soldado desea: la lame y presiona el hocico contra su muñeca. Cuando el individuo coge las orejas y las retuerce como si fueran trapos, Soldado emite un gorjeo idólatra. Y una palmada en las costillas lo pone, al instante, en la modalidad de guerrero: apunta con el hocico a izquierda y derecha, y mira fijo el horizonte, en distintas direcciones.
En ese preciso momento, Len decide surgir, desenfadado, en una esquina del edificio más remoto. Lleva el saco en la espalda, hace piruetas con el palo de golf y silba. Al verlos, se detiene de súbito.
Se observan unos a otros, y para Katya todos parecen conectados, cual puntos en el diagrama de lodo que los guardias transcribieron durante meses mediante las ruedas de la bicicleta. De un lado se hallan Katya, el señor Brand y Soldado. Su padre constituye el punto más lejano, el punto errante que distorsiona el cuadrado. Es el tipo de configuración que desquiciaría a un amante del orden y la simetría. Como el señor Brand. O como un perro entrenado.
Len se sostiene en un pie y en otro. Katya repara en que Soldado tiene los ojos clavados en él: sus patas, orientadas rigurosamente en dirección a su padre, se disponen a correr con vehemencia.
–Papá –dice, pero su voz es demasiado queda y, de cualquier modo, casi de inmediato descuella la voz de Len, elevada en un rugido.
–¡Brand, hijo de puta! ¿Dónde está mi dinero? –sacude su palo de golf oxidado en el aire.
Ella da un paso adelante.
–Papá.
El señor Brand responde con una jugada maestra. Una táctica hábil, rauda y elocuente. Se agacha y le quita la correa a Soldado.
No hay movimiento durante varios segundos. Finalmente, el enorme animal bufa y da un respingo, como si una palmada en el lomo hubiera espoleado el aire en sus pulmones, y allí va, acelerando el ritmo mientras se entrega al sueño ancestral de todos los perros: la caza, la aniquilación.
Len duda un momento, pero pronto pasa a la acción. Galopa a campo traviesa –campo cenagoso–. Su aspecto es cómico: las rodillas ascienden y caen dentro del overol verde, y los brazos se bambolean. A la luz del sol rutilante, aquello parece un juego: un hombre y su perro corretean por un área deportiva. Len se vuelve y lanza golpes con el palo de golf, pero Soldado brinca: sus garras están plegadas, como las manos de un jinete de salto ecuestre que supera un obstáculo.
La boca de Katya exhala un ruido, cierta protesta inconexa, demasiado débil para erigirse en un grito; el murmullo simplemente escapa de ella, zigzaguea como sangre de una incisión hecha bajo el agua.
Katya aparta la mirada.
Se oye un chillido espantoso y no es un sonido animal. Se trata, más bien, del ululato de un trozo de madera torturado en el aserradero. El lamento se extingue. Le sobreviene un periodo de silencio. Cuando ella levanta la cabeza para ver lo que ha sucedido, en un principio no logra descifrar la escena.
Su padre se ha esfumado. Es Soldado, y no Len, quien está acobardado. Restriega el hocico contra el fango, como si necesitara enfriarlo tras una quemadura. El señor Brand bufa, quizá para expresar su aprecio por el perro.
–¡Bastardo! ¡Ese bastardo le abofeteó la nariz!
El hombre da unos pocos pasos por el cieno y luego se detiene y contempla sus zapatos con una imprecación.
–Maldito lodo –dice. Enciende un cigarro y se arrellana, lánguido, en el asiento del copiloto, dentro de su automóvil–. ¿Dónde está mi jodida seguridad? –comienza a teclear algo en su teléfono celular.
Soldado brega con las cuatro patas erectas, sacude su cabeza descomunal, como si quisiera librarse de una mosca, y parte, dando tumbos, hacia un rincón apartado.
Katya empuja el enorme portón, lo abre, se escabulle por la rendija y sigue adelante.
Nota
12 La frase en el original, “Snug as a bug in a rug”, es una expresión popular en varios países angloparlantes. Su origen es difícil de rastrear. [N. de la T.]
XV. LABERINTO
Katya corre por el laberinto de una ciudad en ruinas. Una ciudad despoblada a partir de una plaga, revestida de fango, pletórica de los cuerpos, diminutos y asolados, de sus habitantes más viles. Infinitos caparazones crujen bajo sus pies. Puede elucidar lodosas huellas humanas, superpuestas con vestigios de garras trazados en el humus.
La arquitectura parece haber proliferado desde la última vez que estuvo aquí. Por todas partes, divisa corredores y portales. Gira hacia la izquierda y la derecha, y no hay perro, guardia ni padre.
Encuentra, en el suelo, el palo de golf oxidado. Más allá descubre una bolsa negra, desbordante de tesoros macabros que se disgregan en la tierra. Estelas de zarpazos resquebrajan la capa de barro. Algunos escarabajos están bocarriba y se retuercen débilmente. Y aquí hay sangre, sangre roja de mamífero. Y rastros de pasos, separados por una longitud considerable, esculpidos por alguien que transitó a gran velocidad.
Distingue, en un patio, una figura angulosa reclinada en el borde de una fuente sin agua. Se trata de Pascal, que se apoya en un codo y viste su uniforme azul oscuro, tan elegante como siempre, excepto por ciertas manchas de fango en el dobladillo de los pantalones. Saluda a Katya lacónicamente.
–¿Dónde está él? ¿Dónde está mi papá?
Pascal se encoge de hombros y arroja la ceniza de su cigarro en un milímetro de agua cenagosa, agua que se ha acumulado en la base de la fuente.
–Se ha ido –dice–. Y, de cualquier modo, no perseguiré a ese anciano. ¿Has visto a mi perro?
Ella se da la media vuelta y corre. Halla el muro del perímetro, lo palpa con los dedos, se sostiene en él y sigue corriendo.
Arriba a la parte trasera de su propio edificio, por el estrecho callejón, y de inmediato lo ve: la ventanilla del baño está abierta. Cierta sustancia oscura gotea en el yeso de la pared, bajo el marco. Atisba una silueta encorvada en el suelo. Un perro, sentado pacientemente. Un perro que ha arrinconado a su presa.
Con un movimiento muscular, Soldado gira sobre sus patas y se aproxima a ella. Gruñe y tiene las patas tiesas. No hay a dónde huir, de modo que Katya se arredra, recula hacia el muro y se cubre la cabeza con los brazos. Él continúa acercándose, se acerca tanto que ella puede percibir el calor de su cuerpo, febril tras la batida. Huele a pelo mojado y a algo más, quizá a enconada excitación canina. Su aliento negro entibia la mejilla de Katya. Un rayo de luz embiste el ángulo de su globo ocular. El punto donde la fosa de su oreja desgarrada confluye en el cráneo exuda agua. Rezonga suavemente mientras la olfatea. Su cuerpo exorbitante se tensa, tirita y se apropia de ella con cada respiración.
Un silbido difuso: el llamado de Pascal. El perro gira la cabeza con un alivio apoteósico y sale disparado, dejando a Katya arrodillada en el lodo.
Ella aguarda. Todo es silencio. No hay nadie, excepto el oscuro tetrágono de la ventana. Se pone de pie y lo analiza. La mácula de la moldura es, en realidad, una fila de escarabajos que emigran de la casa. Una fuga parsimoniosa.
–¿Papá?
Debe haberse precipitado hasta ese sitio; debe haber saltado para encaramarse al canto afilado de la ventana. Viejo cabrón, cabrón ágil, incluso cuando está herido. Es demasiado alto para ella y no hay nada sobre lo cual posarse. Finalmente, incrusta la punta de su bota en una hendidura angosta, entre un tubo de desagüe y la pared. Se impulsa hacia arriba, por encima del marco, y cae en el piso del baño.
Entra al pasadizo –sus botas succionan el agua del suelo– y la atmósfera se torna umbría a su alrededor. Llega a la cocina. Una luz verdosa y submarina se trasfigura, se arquea, y el aire está lleno de zumbidos. Las cortinas ondean.
¿Cortinas?
No hay tales. Las ventanas poseen una máscara, no de tela, sino de un material mucho más fino y raro: cientos y miles de escarabajos crispados, enjoyados, creando un enjambre, aleteando, expandiéndose por la habitación como cristales de amatista dentro de una geoda.
Se apiñan en el piso, en las paredes, en el techo. Katya extiende el brazo y un vuelo palpitante inicia su odisea. En tanto los escarabajos se desprenden de las hojas de las ventanas, la luz muta y se redistribuye, sinuosa cual neblina. Ella camina hacia el dormitorio, abre las ventanas y dispersa una broza de insectos.
En la sala, el aire es oscuro y susurrante. Hay una silueta, inerte y enhiesta, sentada en la mesa de madera. Algo está mal con su piel, con su cabello... Quizá sea una figura humana, pero construida a partir de alas de insectos. Los escarabajos reptan a lo largo de su piel.
Katya puede oír el ploc, ploc del agua. Y el tic, tic de la locomoción de los insectos. Y algo más: un ritmo desacompasado, como aire que se sorbe a través de una pajilla perforada. Como alguien que lucha para respirar. Se arrima a la figura sentada y estira el brazo. Los insectos revolotean, se alejan de él y, por un momento, en vista del inmenso charco que hay en el piso, ella conjetura que, al emprender vuelo, se llevan fragmentos de él, que de algún modo aquellos pies ligeros y prensiles le han arrancado una película externa de piel. Pero pronto emerge el rostro de Len. Tiene los ojos cerrados. Ella lo acaricia con los dedos: un roce tan sutil como el de los pies de los insectos. La respiración fatigosa se entrecorta y luego reanuda su cadencia habitual. Katya lo palpa cautelosamente en la penumbra. He aquí la ladera bajo su garganta... Las puntas de sus dedos se deslizan por el hombro y hallan una muesca irregular y blanda. Un surco untuoso y tibio.
Su padre se espabila con un resuello y la mira, indignado.
–Katyoruga, ¿qué carajo has hecho?
Se sienta frente a él, en una de las sillas de respaldo recto. Cientos de miles de ojos concomitantes, que observan desde las paredes, reflejan la imagen.
–Mierda, papá, mierda, el tipo realmente te cogió desprevenido. Lo lamento.
Su manga izquierda está saturada de sangre, desde el hombro hasta el codo.
Katya extiende el brazo a lo largo de la mesa. Len se retrae. Es razonable. Ella misma no confía en la escrupulosidad de su contacto físico. Más que ayudarlo, quizá le haga daño.
–Necesitas un doctor.
–Ah –dice Len, rotando el hombro y encogiéndose de dolor–. No sé. Voy a estar bien. He visto cosas peores. He padecido cosas peores.
Por primera vez en su vida, Katya se pregunta: ¿es su padre quien la hostiga, o es ella quien hostiga a su padre? Quizás, en todo este tiempo, ella misma haya constituido la peste, la infestación, la presencia que él no consigue extirpar o quitarse de encima o erradicar. Quizá sea ella quien continúa irrumpiendo en escena y estropeando las cosas. Basta ver el tormento que sufre por culpa suya.
Un ruido sordo y atronador sacude la mesa. Ella se repliega en la silla, sorprendida. ¿Se está derrumbando el suelo? No, el estruendo proviene de la planta superior: pisadas. Alguien se mueve de un lado a otro, en la Unidad Dos. Pareciera que revuelve y arroja objetos. Alguien está husmeando sus cosas.
–Enorme bastardo –dice Len–. Escúchalo.
Juntos atestiguan el modo en que los golpes y las escaramuzas reverberan en el edificio. ¿Es ella tan bulliciosa? ¿Ha escuchado su padre, a través de los tablones, sus restallidos, las frases que musita y sus monólogos nocturnos?
Katya se pregunta si al señor Brand se le ocurrirá buscarlos allí abajo. La creencia en el carácter inamovible de las cosas, en las paredes y los pisos, conlleva cierta desventaja. Este individuo –con su recalcitrante confianza y, de hecho, debido a ella– es incapaz de hacer una pesquisa más allá de lo palmario, es incapaz de mirar todo lo que exceda la evidencia del mundo concreto. No puede considerar que los muros tal vez sean falsos, o que la duela quizá oculte profundidades arcanas. Pese a su cólera, jamás pensaría en horadar una pared: jamás adivinaría que las paredes son permeables. En el universo, lleno de certezas, del señor Brand, semejante intersticio es apenas concebible; raramente existe.
El ruido se detiene y luego reaparece, aún más tumultuoso y cercano: se origina en este nivel, en la puerta de entrada. Katya y Len perciben el clic del cerrojo. Aguardan en la oscuridad.
El señor Brand está exasperado. Azota la puerta como si un criminal se escondiera tras ella. Sus pasos retumban por toda la casa. Suelta palabrotas, profiere exclamaciones de ira y horror ante el descubrimiento de un nuevo acto de depredación.
–¡Los pisos! ¡Dios mío! ¡Cómo demonios pudo pasar esto!
Una voz, un eco tímido, responde a cada uno de sus ladridos irascibles.
A Katya no le impresiona su rabia. En compañía de su padre ha atestiguado cosas muchísimo peores. Len no es precisamente alguien que respete los límites –los límites de las cosas, de los muros o de las personas– y ella ha presenciado las estocadas que da con los puños ante innumerables obstáculos sin importancia. El hombre que da traspiés por el departamento es, en comparación, un cordero.
Katya y su padre se miran. El brazo entero de Len lanza destellos rojos, sanguinolentos. No obstante, su figura, sentada con la espalda recta y expresión adusta, denota una autoridad portentosa. Ella siempre lo imaginó como una criatura extraviada, pero aquí parece sentirse en casa: un tipo en su propia mesa, bajo su propio techo. Dolorido, pero en posesión de su entorno. Tiene una fuerza que ella siempre subestimó.
De manera que cuando el señor Brand llega a la sala donde ambos se encuentran, seguido de Pascal y Soldado, no es extraño que se produzca un disturbio a lo largo y ancho de la estancia: una confusión de autoridad. Ninguno de ellos sabe en realidad quién es el jefe y a quién le debe lealtades. Ciertamente, Soldado no correrá el riesgo de moverse. Merodea tras los talones de Pascal, humillado, mostrando el blanco de los ojos. Es probable que nunca haya mordido a nadie.
El señor Brand jadea en su animadversión.
–¡Par de jodidos estafadores! –vocifera– ¡Ustedes dos! ¡Los Grubbs!
Da unos pasos y la duela anegada colapsa bajo su peso, se desmenuza como una tostada húmeda y, con un ruido que remite al papel rasgado, el sujeto se desmorona hasta la cintura, hasta los sobacos: su boca queda entreabierta en virtud de la ultrajante conmoción. El señor Brand ha caído en un agujero del mundo.
Todos lo observan. Katya, Len, Pascal y Soldado. Ella escupe, involuntariamente, una tos y una carcajada. Len también expulsa un bufido de risa y dirige su atención hacia el guardia.
–Pascal. ¿Cómo estás?
Pascal otea la habitación. Sus ojos se desplazan de una persona a la otra. Evalúa las circunstancias y urde sus propias decisiones. Le levanta la ceja –una ceja cómplice– a Katya, pero su mirada se posa en Len. Ella advierte de pronto que –¡por supuesto!– entre ellos existe una historia, un entendimiento mutuo. Quizás un acuerdo comercial.
–Don, necesita un médico –dice Pascal.
–Es posible, es posible –replica Len. Empuja su silla hacia atrás y se pone de pie, tembloroso. Su pierna tiene un tajo y está empapada de sangre. Ella le extiende la mano, pero él la ignora, toma el respaldo de la silla y se endereza.
–Ay –bisbisea.
–Usted también, ¿no es cierto? –le dice Pascal a Katya.
Ella vacila. Por detrás, el señor Brand, hundido en el hoyo hasta las axilas, gime de miedo y dolor.
Pascal mira fríamente a su patrón. Silba para llamar a Soldado, asiente con la cabeza de manera apresurada y servicial, y parte de la habitación.
–Papá, ¿me echas una mano con él? Parece atascado.
Pero Len sigue los pasos de Soldado, renquea tras el perro.
–¡Papá!
Cuando ha alcanzado la puerta, Len se vuelve.
–¿Entonces no vendrás con nosotros, Katyoruga?
Su padre esboza una sonrisa tenue, le dice adiós con la mano –un gesto a medias, un bosquejo de saludo con un brazo sangrante– y se marcha.
El silencio le genera sosiego. Tiene ante sí una situación ordinaria, consabida. Una situación para la cual ha sido entrenada. La crisis radica en que han colisionado demasiados elementos de categorías disímiles; el problema consiste en que demasiadas cosas se encuentran en el lugar erróneo. La coyuntura requiere cierta estructuración, cierta reubicación. Humana, inhumana, poco importa.
Se arrodilla cerca del boquete. El señor Brand está firmemente encallado, pero entre su cuerpo y la madera resquebrajada descubre un centelleo de agua lóbrega. Un borrón pardo comienza a ascender por su traje de lino y acomete su camisa blanca. El hombre tiene el rostro sonrojado y pringoso de sudor. Su pecho debe estar engorrosamente comprimido. Ella se pregunta si las astillas lo estarán aguijoneando.
–¿Está bien?
El individuo traga saliva y abre la boca para respirar.
–Ayúdame con esto –su voz se asfixia.
–Espere.
Lo coge del brazo y procura elevarlo, pero la tentativa resulta inútil. Es como si no estuviera hecho de carne y hueso, sino de un material mucho más denso. Su peso es desmedido para los cimientos maleables de Nínive. E indudablemente posee mayor volumen que ella. Katya no puede detener su inmersión. Cuanto más batallan, él desciende a un estrato más hondo.
–¿Está parado? –inquiere Katya– ¿Se halla sobre suelo firme?
Así debe ser, con toda certeza. Para empezar, la base no era tan profunda. Sin embargo, la interrogante traza una nueva mueca de espanto en su semblante. Como si en ese preciso momento el mundo sucumbiera bajo sus pies; como si recién comprendiera que el vacío sobre el cual está suspendido –esa cripta lodosa– carece de fondo.
–Señor Brand –dice Katya con el tono de voz flemático e inconmovible que usa para calmar a una criatura aterrorizada–. ¿Puede desatascarse?
No. No, imposible.
En el exterior, alguien pone en marcha un automóvil. Se trata de Pascal y Len, que abandonan el barco en pleno naufragio. A continuación se oye la barahúnda de la lluvia que vuelve a despeñarse y, con ella, un sonido similar a una lenguarada, a una succión, como si una marea en medio del cieno arrastrara al hombre hacia los cimientos. Los ojos, límpidos y desmesurados, evidencian su pavor.
El señor Brand pide socorro con las manos, pero antes de que ella logre sujetarlas –tienen la textura resbalosa del plástico frío–, ambos reparan en que no hay esperanza. La salida está obstruida y el fango lo reclama. Katya se acuclilla, asiendo las manos de Brand, y medita en lo que debe hacerse.
–Espéreme aquí –dice de forma innecesaria–. Iré por ayuda, ¿de acuerdo? Por favor resista.
Él se aferra a ella con mayor virulencia. Clava las uñas en sus muñecas.
–No –dice–. No, no. No.
Insiste durante un rato. Estruja las manos enlazadas de Katya mientras el lodo sube por absorción capilar y cala su ropa. Esa tela fina posee cualidades absorbentes extraordinarias. Cuanto más desesperadamente se aferra a ella con sus manos gélidas, el caudal asciende con mayor rapidez. De pronto Katya experimenta repelús por esa inmundicia serpenteante y aparta las manos. Él emite un quejido que parece provenir directo de sus vísceras.
Ella arranca la duela putrefacta que lo rodea –se quiebra con facilidad– y arroja los tablones a un costado. El señor Brand está parado en un estanque oscuro; las faldas del saco flotan en torno suyo.
Katya se sienta en el piso –fuera del alcance del atribulado apretón de Brand– y desata los cordones de sus botas. Se quita los calcetines, dejando al descubierto sus pies lívidos. Desciende con cuidado hasta quedar junto al hombre. Se siente algo constreñida, pero hay espacio suficiente. El agua está tan helada que entumece el cuerpo. En un principio, percibe la insensibilidad en los pies. Luego alcanza sus rodillas, su cintura y su pecho: se encuentra de pie sobre una capa de barro medianamente sólida.
La contigüidad con el señor Brand es tal que parecen unidos en un abrazo. Ella siente el calor que despide el tejido empapado, pese a sus escalofríos. Es como si se tocaran por primera vez: dos animales en busca de tibieza.
–Ven –dice Katya y le toma la mano. A partir del contacto, sus dedos agarrotados se crispan en un espasmo–. Debemos irnos. Cabeza abajo.
Coloca la mano en su coronilla y lo empuja con suavidad. A continuación, ella también zambulle la cabeza por debajo de la duela y, curvados, nadan juntos. Katya entrelaza una mano con la suya y posiciona la otra sobre su espalda.
Un lago sumergido. Oscuro en un principio. Luego ella columbra una estrecha ranura de luz difuminada, que ciertamente emana del envés de la duela. El agua es turbia, cochambrosa, y resulta imposible distinguir algo bajo su superficie renegrida. Fue una idea estúpida descender descalza. Los dedos de sus pies tientan objetos consistentes, blandos y puntiagudos, uno de los cuales se escabulle. Mientras guía al señor Brand, sin soltarle la mano, avanza con precaución. Sus pies ejecutan movimientos que parecen barrer todo estorbo hacia los costados, como si estuviera haciendo una finta para no dejarse arrebatar un pequeño balón y lo rebotara, con suavidad, a lo largo del fondo.
Se trata de un extraño periplo a través de un submundo de techos bajos. Una luz oblicua se refleja en la superficie fluctuante del agua. Es difícil saber si van en la dirección correcta. El espacio se vuelve más profundo, de modo que, poco a poco, consiguen adoptar una posición vertical. Una suerte de caldo gélido forma una espiral en torno suyo. En él circulan travesaños de madera, retazos de alfombra y materiales fríos y escurridizos que se enredan entre sus piernas. Restos tirados por la borda a fin de evitar un naufragio y otros que flotan en el mar una vez producida la calamidad. El nivel del agua sube y baja en pequeñas olas, pero hay aire en abundancia, un buen intersticio para respirar. El lodo sorbe las plantas de Katya. Prácticamente ya no siente los pies. Si dejara de moverse por un segundo, la mitad inferior de su cuerpo parecería amputada, disuelta sin ningún dolor. Por momentos logra divisar escarabajos en la penumbra, escarabajos adheridos al reverso del piso que pende sobre sus cabezas. Las bestias bullen, de manera incesante, hacia Nínive.
Les toma largo tiempo cruzar el edificio. El suelo posee un declive. Katya se sumerge casi hasta el mentón. Posteriormente, caminan bajo el entablado. Ascienden hasta salir de las tinieblas y hallar un terreno cenagoso sobre el cual cae una lluvia ligera. Katya siente como si hubiera contenido el aliento, en medio de la lobreguez, durante un año entero.
Hay una arbitraria colección de objetos desparramados en el fango: toalleros y astrágalos de madera y patas de sillas y segmentos de repisas de melamina caprichosamente desvaídos. Hay, también, elementos imprescindibles: ladrillos y bloques de concreto.
Katya comprende que el sitio que alguna vez le pareció férreo no lo es en absoluto. La urbanización trajina con premura, rota cual un torbellino, y expele todos sus ladrillos y azulejos y leones plagiados. Nada puede ser contenido. Y mientras se deshilvana la sustancia de Nínive, la marisma devana el complejo como si fuera un ovillo. El pantano teje nuevas urdimbres, trenza a Nínive con las chabolas y, más allá, con la ciudad.
Distraída, Katya le suelta la mano al señor Brand.
La muchacha que vendía azulejos a un costado de la carretera está sentada bajo un árbol, en medio de la lluvia, con una bolsa de plástico transparente sobre la cabeza y un montón de cosas ordenadas en el suelo, frente a ella. Objetos lustrosos: piezas de tubería, cerraduras y arandelas. Está atareada: limpia un grifo de baño con un trapo. Sorprendida, alza la mirada y deja de pulir el accesorio. Retuerce el trapo, enredándolo entre sus manos, y aguarda.
–Espere –le dice Katya al señor Brand. Camina hacia la niña. Tiene las piernas rígidas, enfundadas en el overol lodoso.
La chica se toma unos segundos para insertar el trozo de metal en una bolsa de ShopRite.
–¿Dónde está el viejo? –inquiere.
–No está aquí. Por cierto, ¿cuál es tu trato con él?
–Por lo regular me trae cosas de ahí adentro y yo le pago. A veces con comida. O cigarros –exhibe la bolsa–. ¿Quiere que le devuelva esto ahora?
–No, no, está bien. Llévate todo, llévate lo que puedas. El viejo ya no vendrá. Y aquello –señala el hueco en la pared– se va a clausurar. Así que toma lo que desees.
La muchacha asiente y se pone de pie, ensortijando la bolsa de plástico. Su toca traslúcida posee gotas a modo de cuentas. Sonríe de improviso y el rubor en su semblante la embellece.
–Me voy a casa –dice–. Ustedes también deberían cobijarse. Cuando cese la lluvia, ¡oh! –sus ojos se dilatan, sus dedos aletean en un gesto consabido y su cuerpo se estremece–. ¡Los bichos volverán! ¡Terrible! –y con una carcajada se pierde entre los velos de la lluvia. Sus pies, advierte Katya, están juiciosamente confinados dentro de unas botas azules de goma, idénticas a las que se usan en las carnicerías. Los pies de Katya han adquirido casi la misma tonalidad.
Mira a su alrededor en busca del señor Brand y lo avizora caminando con diligencia hacia la maleza. Su propósito fue llevarlo de regreso a la verja para peatones, pero todo indica que se está marchando de Nínive a partir de los puntos cardinales que marca su propia brújula. Trota a fin de alcanzarlo.
Semejante a un autómata, vadea la riada dando zancadas. Su traje se ha vuelto oscuro debido al humus. El rostro se ve blanquecino bajo la lluvia. Tiene la mandíbula contraída, los ojos abiertos de par en par y el cabello apelmazado contra el cráneo. Del mismo modo en que la duela de Nínive demostró ser demasiado endeble para el señor Brand, la geografía de la ciénaga –similar a la de un país de hadas– no puede engañarlo. Resuelto, impelido hacia delante como quien obedece a un gran designio, halla un sendero rectilíneo entre las aguas turbulentas. Katya corre deprisa tras él –el overol se arrastra por la tierra, las plantas fustigan su cara– y acecha el trasero que, cincelado por la tela mojada del traje, es espléndido de tan musculoso y redondo. Sus pies descalzos aún están ateridos, y aunque los arbustos los horadan y desgarran, el dolor es remoto, hipotético. No atisba un solo pájaro. Quizá las aves estén atemorizadas ante el alboroto que genera la intrépida expedición del señor Brand. En un lapso de tiempo increíblemente corto, ambos arriban a la playa.
El hombre se detiene recién cuando ha caminado un largo trecho por la arena. Contempla el mar de modo feroz y penetrante, con los puños sobre las caderas.
La playa se extiende más allá de la dimensión desconocida que supone Nínive. Han abierto la brecha entre tal embrujo y el mundo exterior.
Katya mira en torno suyo y la topografía usual se reafirma a sí misma: aquí está la playa de Noordhoek y allí la consabida corcova de la montaña, con casas y una carretera en la base. Se han internado de nuevo en el tiempo, el espacio y la gravedad convencionales. Yacen en las costas de un planeta ordinario. Cual cosmonautas, se sienten débiles y anonadados tras la odisea.
Incluso el clima es diferente aquí: el cielo está despejado. Un hombre pasa haciendo jogging. Su perro le pisa los talones. Dos mujeres jóvenes, enfrascadas en una conversación, los observan de manera peculiar. Con las ropas mugrientas y deshilachadas, es como si una tormenta inicua los hubiera arrojado a ese sitio.