Kitabı oku: «Nínive», sayfa 3

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Katya no sabía mucho acerca de casas antes de llegar a este sitio. Es culpa de su padre. Tras la pérdida de su madre, cuando Alma tenía seis años y ella escasos tres, nunca habitaron una casa, o al menos no durante un lapso prolongado. Len hacía que se mudaran continuamente; iba de empleo en empleo y de lugar en lugar. Pasaban delante de los vecinos de cada barrio con el desdén inmanente a los nómadas. Una decena de escuelas. Innumerables noches en la parte trasera de la vetusta camioneta pickup, que apestaba a mierda de pájaro, pesticida y, en ocasiones, a sangre. Jamás se irguieron sobre tierra firme. Pero Katya siempre imaginó que, una vez arraigada, una vez que poseyera un montón de ladrillos y argamasa, el suelo bajo sus pies se volvería consistente. No se había percatado de que los ladrillos y la argamasa son trepidantes, y de que se requiere un enorme esfuerzo para evitar que colapsen, se desvíen o disgreguen en la dirección errónea.

Esta casa, por ejemplo, la rentó amueblada –¿de qué otro modo podría haberlo hecho?–, y desde entonces no la ha transformado en absoluto; apenas ha agregado o sustraído ciertos artículos. Ni siquiera ha movido los muebles de su ubicación, pese a que algunos la sacan de quicio. Por ejemplo, hay un viejo casillero para guardar archivos que bloquea el paso entre la cocina y el hueco de la escalera. La cama matrimonial es, por lejos, demasiado grande para el pequeño dormitorio, y excede sus necesidades. Pero si empezara a cambiar de sitio libreros y camas, tendría la sensación de que la casa entera podría averiarse, tan sólo dejaría de funcionar y se vería obligada a tratar de reensamblar un complejo artilugio que desmanteló de forma atropellada. Lo haría todo con desatino. Y, por lo demás, le gusta el hecho de que estos muebles posean una historia: un nombre rayado en el envés de la mesa, la calcomanía de un arcoíris –que formaba parte de la iconografía de los años setenta– adherida a la ventana del dormitorio. Tales elementos hacen que su propia existencia aquí se antoje más plausible: otra persona, en algún momento, se las arregló para edificar una vida en este mismo espacio.

Resulta desalentador, entonces, advertir que una desatención respetuosa no es suficiente. Lograr que las cosas permanezcan justo como están requiere un mantenimiento arduo, del mismo modo que el césped debe cortarse o el cuerpo nutrirse de alimento. Se trata de la labor incesante que es imperioso emprender para apuntalar al mundo.

–Qué no daría... –dice Katya en voz alta–. Qué no daría por...

¿Por qué? Por un poco, no precisamente de opulencia, sino de holgura, de inmutabilidad. Transitar sin fatiga de una acción a la siguiente, como imagina que hace cierta gente: la tierra discurriendo por debajo igual que una cinta transportadora, el mundo auspiciando la travesía.

El hombre que conoció hoy... El tipo vive en un mundo semejante. Prados bien recortados serpentean bajo sus onerosos zapatos. Recuerda el aroma de su whisky. La dimensión de su cuerpo. Su apretón de manos. Ella es, prácticamente, una experta en apretones de manos masculinos, y aquel fue pertinente: seco, no como el de alguien que quiebra los huesos y tampoco el de quien ofrece un manojo endeble de falanges.

En general, a Katya no le gusta que la toquen, pero cuando alguien lo hace, debe proceder con firmeza. Las manos del hombre la remitieron a aquellas que aparecían en los viejos anuncios publicitarios de cigarros Rothmans, presentes en las revistas de su infancia: pertenecían a pilotos de aviación, a almirantes... Eran sólidas, francas y generaban tranquilidad. Esas muñecas angulosas asomando de las mangas de uniformes navales, con uñas impecables y un tenue rocío de vello en el dorso de las manos, le extendían una cajetilla de cigarros al espectador.

Katya saca un brazo empapado de la tina y extrae del bolsillo superior de su overol la tarjeta del hombre. Una tarjeta sofisticada, con relieves, color crema. La da vuelta. “Martin Brand, Propiedades Brand”, se lee bajo el logotipo, un dibujo de bloques de construcción. Cuando hablaron por teléfono, la señora Brand pronunció su apellido en inglés; Katya prefiere su significado en lengua afrikáans. Le gusta el modo en que el sonido rotundo del vocablo encierra una conflagración secreta. Palpa el filo de la tarjeta y se la lleva a los labios.

Detecta una grieta nueva y escabrosa que atraviesa el revoque del techo del baño. Tiene una forma acusatoria: de devastación, de relámpago. El tipo de cosas que se envían desde arriba como castigo por algún crimen perspicuo. El tipo de cosas que uno invoca para sí mismo.

III. GRIETAS

La llamada se presenta una mañana, días más tarde, mientras Katya se frota el pelo después del baño y observa a Derek por la ventana del piso superior. Derek se encuentra en la acera opuesta, de espaldas a ella, entretejiendo algo –un pedazo de cinta adhesiva o un lazo– en los orificios de la valla que rodea el perímetro de construcción. La imagen es fascinante y el teléfono la sobresalta.

La voz en el auricular es pomposa. Katya casi puede oler el almizcle en el aliento de la mujer y percibir la textura de su lápiz labial. Ventas por teléfono, piensa, o alguien realizando el seguimiento de una factura impagada.

–¿Señorita Grubbs?

–¿Quién habla?

–¿Reubicación Indolora de Plagas?

Katya rectifica su tono.

–Así es. ¿En qué podemos servirle?

–Espere un momento, por favor. Hablará con usted el señor Brand.

Silencio y un tecleo furtivo.

–¡Grubbs!

Rememora su voz, aunque ahora ya no es gutural, ya no arrastra las palabras por obra del alcohol. Se mira a sí misma –está envuelta en una toalla– y se toma unos instantes para deslizarse mentalmente dentro del overol y abotonarlo.

–Así me llaman.

–Entonces yo te llamaré de la misma manera. Creo que nos conocimos en nuestra recepción en el jardín. ¿Lo recuerdas, quizás? Usabas un color verde bastante atractivo.

Su voz es tersa como el mármol, maciza pero pulida. Le sugiere esas esferas colosales de piedra que uno ve rodando en torno a su eje en torrentes de agua, en las explanadas de oficinas corporativas. Podría transmitir confianza si no fuera por su tono un poco cáustico.

–Camisa blanca –dice Katya–. Demasiada bebida.

–Y hubo más antes de que concluyera el día; muchísimo, me temo.

En la calle, Derek ha continuado su camino. El lazo que dejó atrás configura un circuito zigzagueante en la alambrada, como redes que harían las arañas en un viaje de ácido.

–La cuestión es que ahora –prosigue la voz del señor Brand– tengo un problema, un problema persistente, y quisiera contratar tus servicios. Si estás disponible.

–Depende –apunta Katya–. ¿De qué clase de trabajo estamos hablando?

–¿Qué clase de trabajo? Combatir a las orugas, por supuesto. ¿De qué otra cosa podría tratarse?

Después de colgar la bocina, Katya se sienta en calma durante unos minutos, cavilando. Afuera, una colegiala –camisa blanca, pantalones grises, zapatillas– deambula y pasa junto a la manualidad de Derek sin reparar en ella. Probablemente pertenezca a la familia que acaba de mudarse a la misma calle. En su trayecto, la niña pizca con indiferencia el extremo del lazo y, conforme avanza, el zigzag se desenreda, dando latigazos contra el alambre hasta que la cerca vuelve a estar vacía. El lazo ondea detrás de ella como una cola.

Una pluma cae en el hombro de Katya mientras algún ave bate las alas en lo alto. Ella mira hacia arriba, hacia la tubería: un puente peatonal ennegrecido. Le parece un buen augurio: las bestias están aquí. Palomas de ciudad en el sitio apropiado.

Siempre le han gustado los estacionamientos, su sentido de intervalo. Poco importa cuán lustrosos sean los centros comerciales que yacen por encima o por debajo, los estacionamientos siempre asemejan rudimentarias mazmorras de hormigón crudo. No son espacios agrestes, pero tampoco civilizados. Las esquinas y fisuras umbrías logran que se agucen sus sensores de plagas urbanas. Aquí uno obtiene sus ratas, en ocasiones sus palomas. No se trata de una fauna enormemente diversa, pero sí de animales tenaces, adaptados a la oscuridad.

Este estacionamiento no posee nada peculiar, sino el habitual concreto sucio y columnas inacabadas. La vieja camioneta de RIP se ve polvorienta y descastada entre los BMW y Mercedes. Mientras se pasea en dirección a la escalera, Katya desliza las yemas de los dedos sobre los flancos brillantes de los automóviles –conchas metálicas, similares a caparazones de escarabajos gigantes.

Un breve tramo de escalera y luego una puerta batiente transforman la atmósfera de manera abrupta. Hay un lobby alfombrado y bien iluminado, y un custodio de uniforme color canela que anota su nombre y le toma una fotografía con una cámara web idéntica a una diminuta Estrella de la Muerte de La guerra de las galaxias. A continuación, debe presionar el pulgar contra una pantalla de cristal que irradia una luz azulada. El custodio y Katya no intercambian palabra. Él le señala algo detrás de su hombro derecho, en silencio, como si la expulsara del Edén con un gesto, y ella se da vuelta y divisa gran panel informativo que contiene nombres y números de pisos.

“Propiedades Brand”, se lee en el panel: decimoquinto piso.

–Gracias –murmura Katya.

Cuando el ascensor alcanza el segundo piso, se le une un hombre joven y guapo, de piel satinada, que viste un elegante traje negro; en el cuarto piso se introduce una mujer escuálida con una bandeja de samosas. Nadie habla ni establece contacto visual. Katya, sin embargo, intenta emprender una breve escaramuza, un flirteo con el joven a través del metal bruñido de la pared. Trata de cruzar la mirada con él, pero el tipo es muy sagaz: no consigue descifrarlo. El sujeto tiene los ojos fijos en un rincón; no mira a nadie, ni siquiera a sí mismo. Eso parece antinatural pero también una habilidad: ¿quién, rodeado de espejos, puede no fisgar nada? Se retira en el octavo piso y la dama de las samosas en el décimo. Katya asciende sola. Imagina que es una cosmonauta en su traje de vuelo verde, recluida en una cápsula espacial. Si el artefacto continúa subiendo, podría acceder a la gravedad cero.

Cuando las puertas lanzan un suspiro y se abren en el decimoquinto piso, se descubre en un corredor blanco, sobre una alfombra verde azulada con estampado de diamantes. Cada pocos metros dispositivos de iluminación en forma de discos, hechos de cristal ahumado, análogos a platillos voladores, penden del techo. Katya camina por el pasillo. Sólo se escucha el zumbido de algún sistema eléctrico (aire acondicionado, iluminación...). No hay ventanas; resulta imposible saber cuán lejos se halla del aire auténtico y de la luz del sol. Este panal de abejas guarda poca relación con la monolítica manzana de oficinas por la que dio vueltas previamente, buscando la entrada del estacionamiento.

Cuenta los números de las puertas. Observa oficinas a derecha e izquierda, pero no hay rastro ostensible de sus ocupantes. ¿Es posible que los negocios vayan tan mal? Algunas muestran signos de actividad reciente y éxodo presuroso. A través de puertas entornadas columbra tarjetas postales humorísticas clavadas en pizarras de corcho, una torre de documentos impresos que se derrumbó y desperdigó en el suelo, una taza con cisuras abandonada en el fregadero de una minúscula cocineta. Es como si estuviera en el bergantín Marie Céleste.

Al fondo del corredor, donde este se bifurca en una esquina, por fin hay una ventana. Desde allí se ven los techos de otros edificios. La banda costera: territorio usurpado al mar. Las azoteas se utilizan de diversos modos. Katya contempla jardines, sillas de plástico apiladas, montículos de chatarra metálica e incluso, en una de ellas, una glorieta y lo que parece ser un estanque. Puede distinguir peces koi en forma de gruesos torpedos, circulando por ahí, del tamaño de granos de arroz pero inconfundibles en virtud de su silueta. No tenía idea de que todo aquello ocurría en las alturas, de que todo aquello se suspendía sobre su realidad cotidiana. No obstante, la mayoría de las azoteas son cutres, emplazamientos que no deben ser vistos, como la parte superior de un refrigerador en el hogar de una mujer bajita.

En el extremo opuesto del pasillo, justo antes de que se ramifique a partir de otra intersección, una encargada de limpieza se inclina sobre su sigilosa aspiradora y mira a través de una ventana similar. Katya se pregunta qué representan las calles de la ciudad para esta mujer, qué vestigios de humillaciones, curiosidades y placeres percibe en ellas. Ambas, únicas sobrevivientes de cualquiera que sea la plaga misteriosa que ha expulsado a todos del decimoquinto piso, otean la sórdida cúspide de la urbe.

La mujer le echa un vistazo rápido y anodino, y se concentra en acelerar su aspiradora. Se trata de un recordatorio. No está aquí merodeando; está haciendo su labor. Katya también se encuentra en plena faena. Pasa junto a ella sin importunarla con otra mirada.

En lo que se aproxima a la siguiente esquina, descubre indicios de vida. No es el señor Brand, sino otra figura sólida y potente, lóbrega en contraste con la luminosidad del corredor. Se dirige a ella con la mano extendida y una sonrisa centelleante.

La mujer tiene aspecto esmerilado y es algo rolliza y fragante, cual un confite navideño. Usa un lápiz labial color manzana acaramelada y un escote profundo pero elevado. Sus piernas, al parecer carentes de rodillas, se estrechan con suavidad desde los muslos, envueltos en nailon, hasta los tacones de aguja. Su corte de pelo ovalado fulgura como seda negra y –presume Katya– posee refinadas extensiones de cabello.

Katya la reconoce de inmediato: a ella pertenecía la voz tersa en el teléfono. En raras ocasiones, una voz concuerda tanto con la persona física que la emite. Sus labios son extravagantes, en forma de moño, perfectamente redondeados, y revelan dientes blancos y húmedos. No hay nada seco o frío o brusco en esta dama. Es todo arcos y curvas, un contorno esbozado con bolígrafo para caligrafía y relleno de intensos colores. Ofrece una mano, y Katya siente que las puntas de sus uñas esmaltadas le rozan la palma de la mano.

–¿Señorita Grubbs? Soy Zintle.

De pronto, Katya se convierte en una niña con las rodillas raspadas en carne viva, y ranas en los bolsillos. Con rabos de cachorros. No debió haberse puesto el uniforme: sus poderes son limitados en determinados escenarios y con determinada gente. Por si fuera poco, Zintle es alta. Vivir a escasa distancia del suelo tiene sus ventajas en lo que concierne a su oficio (agilidad, destreza para penetrar en espacios pequeños), pero ahora se siente inhibida ante esta mujer sustanciosa. Extraña la presencia de Toby, aunque el chico sea maleable y quebradizo.

–Señorita Grubbs –dice Zintle, hallando honduras resonantes en el nombre, que Katya no sabía que existían–. Estamos muy contentos de que haya venido. El señor Brand está muy entusiasmado con su labor.

Los ojos de Zintle, dispuestos en marcos forjados de manera delicada con sombra cobriza, se ensartan en el semblante de Katya, al acecho de datos. Sujeta su brazo y la conduce hacia una oficina: una escolta gentil y a la vez acuciante.

–Ya ha trabajado antes para el señor Brand, según entiendo.

–Sí –Katya desea hablar más, incluso inventar algo. La mujer parece tan solícita...

Pero Zintle la compele a darse prisa, de manera abrupta.

–Estupendo –dice, mientras gira sobre uno de sus tacones, bate una puerta y cautelosamente introduce a Katya en el interior. Sus movimientos se asemejan a una coreografía.

En la oficina todo es luz y cielo. Al fondo hay un muro de cristal. Más allá, Katya puede ver la fragosa ladera de Signal Hill, las mezquitas y la frente de la montaña. El cielo se presenta inmaculado pero teñido de ese gris triste, plomizo, que se percibe a través de las ventanas de doble acristalamiento.

–Tome asiento –dice Zintle, instalándola con pericia en un sofá de cuero. Ella también se sienta y cruza una pierna aterciopelada sobre la otra.

–Y bien, ¿conoce el esquema del proyecto?

–Bueno, en realidad no. No sé mucho sobre el tema. Acaso el señor Brand...

–Está en Singapur. Aparentemente –Zintle se reclina y pasa la mano por su cabello, cuya forma se restablece a cabalidad.

El cuero del sofá es rígido y resbaloso, y Katya siente que sus nalgas, enfundadas en el overol, se deslizan hacia el borde. Descubre que cruzar las piernas no sólo es signo de feminidad, sino que también ayuda a mantener la posición.

–Usted se dedica... Se dedica a la exterminación, ¿no es cierto? –Zintle entrecierra los ojos y sonríe con mordacidad.

Katya aprecia el estilo de la mujer. Tiene una manera de hablar lúdica, teatral, como si ambas estuvieran interpretando cierto papel en una obra un poco insinuante. Katya comete pifias en las líneas del libreto que corresponden, pero eso parece ser parte del juego. Zintle aún no le ha guiñado el ojo; no obstante, hay una suerte de oscilación, de parpadeo de mariposa en cada sílaba.

Aun así, las respuestas de Katya siguen siendo entrecortadas. ¿De qué otro modo podría conversar con una persona tal, que no sea jugando a ser la piedra para su papel, la roca para las cuchillas plateadas de su tijera?

–Así es –contesta–. Bueno, de hecho se trata de reubicación.

–Precisamente. Entonces... –Zintle se inclina hacia delante; su postura indica que va a exponer información confidencial–. Tenemos un proyecto residencial que ha experimentado algunos problemas.

–¿Qué tipo de problemas?

–Diversos. No muy agradables, para ser honesta.

–¿Cucarachas, ratas, ácaros?

–Bueno... Digamos que es una situación de plagas integral.

Zintle está de pie otra vez. Es veloz cuando camina. Señala con la mano:

–Aquí nos encontramos.

Hay algo desplegado sobre una mesa, junto a una pared, bajo un reflector. Se trata de un modelo arquitectónico de varios edificios y sus inmediaciones. Todo es blanco, excepto los prototipos de vértices y sombras.

En un principio, resulta difícil decodificar la escala. Katya observa un complejo de cuatro o cinco edificios de techo plano, escalonados –como zigurats– y distribuidos en diferentes ángulos alrededor de una plaza central. Se conectan mediante intrincadas vías peatonales y arcos y patios. Marañas de lo que supone que son plantas ornamentales tapizan los bordes de los techos llanos. Hacen pensar en mechones de cabello blanco extraídos de un cepillo. En el núcleo de la plaza se erige una fuente rodeada de bancos diminutos. Una larga senda para vehículos, decorada con dos hileras de palmeras en miniatura, se extiende hasta el margen del modelo, y el conjunto está circundado por muros.

–Esto es Nínive.

Los oscuros dedos de Zintle, con sus puntas color escarlata, se desplazan, vivaces, por la maqueta. Una giganta espléndida asoma desde las nubes.

–¿Nínive?

Zintle se encoge de hombros.

–Sólo es un nombre –dice–. Una especie de eje temático. Uno de los primeros inversionistas era de Medio Oriente, creo.

Katya se toma un momento para gozar la apacibilidad de la escena en miniatura. Contempla personas hechas a escala, también incoloras, congeladas en actitudes de incontrovertible placer: pasean a lo largo de un andador o están sentadas en torno a una mesa al aire libre. Una pareja se apoya en la barandilla de un balcón. Sin embargo, el modelo no incluye el sitio hacia el cual el dúo dirige la mirada. El suelo se desvanece más allá de los confines establecidos por el muro, como si un cataclismo de otra dimensión hubiese arrasado con un segmento de la realidad. Los muñequitos del arquitecto tienen la vista puesta en el vacío, en lo que se observa a través de la auténtica ventana, en el panorama de la auténtica ciudad: una ciudad llena de color, difuminada, colosal. Tienen la vista puesta en el abismo con una expresión indiscernible.

–Se ve muy grande –comenta Katya. Nunca ha trabajado en una urbanización entera.

Zintle da un golpecito con la uña sobre el techo de una de las unidades. Un edificio más pequeño que el resto, ubicado casi en el límite del modelo, junto al muro.

–Tendrás acceso a estas, mmm... dependencias para la servidumbre. O mejor podríamos llamarlas “alojamiento para los conserjes”. Son dos unidades destinadas al personal de mantenimiento. Los demás edificios están clausurados.

–¿Jamás les han dado uso?

–Aún no –Zintle hace repiquetear su lengua contra el paladar, súbitamente exasperada–. Es una lástima. Accesorios hermosos, todo equipado y listo para habitarse. ¡Departamentos espectaculares! El complejo se construyó hace más de un año, ¿sabe? Se pensó que ahora mismo estaría lleno de residentes. Residentes de alto nivel. Pero hubo una sucesión de desastres. Para empezar, se robaron todo el hilo de cobre. La mitad del área reutilizada colapsó en el maldito pantano. Discúlpeme por mi lenguaje. Este desastre, aquel otro desastre. El diseño de jardines no funcionó; los bichos se comieron todo. Una plaga de esas... cosas. Creímos que habían desaparecido; el tipo anterior nos aseguró que... En fin –la mujer separa las palmas de sus manos en un gesto que parece enunciar: “No toquemos ese asunto”–. Ahora el personal de seguridad nos dice que han regresado. No podemos permitir que nadie se mude hasta que haya orden. Se están perdiendo cantidades astronómicas de di-nero. ¿Comprende?

–¿Bichos?

–Muerden. Como le dije, trajimos a alguien para que los eliminara pero, aquí entre usted y yo, el sujeto fue un inútil. De hecho, empeoró las cosas. Un individuo viejo y espeluznante –Zintle arruga la nariz, evocando un sentimiento de aversión, como si estuviera oliendo algo fétido–. Tuvimos que deshacernos de él.

–Bueno, sí. Algunas de esas compañías más antiguas son obsoletas. Yo tengo un enfoque distinto.

–Eso espero.

–¿Podría ser más específica en lo que se refiere a esos... bichos? ¿Los ha visto?

Zintle le muestra una mano y ondula sus dedos, sugiriendo patas escurridizas y artrópodas.

–Un asco.

–Bueno... ¿Son orugas?

–No, no. Mire, son algo así... –Zintle coge una pluma y un bloc del escritorio y garabatea unas cuantas líneas precisas. Un bicho caricaturesco. El cuerpo en forma de botón, con piernas larguiruchas y endebles sobresaliendo en todas direcciones –tres de un lado y cuatro del otro, advierte Katya–, y un racimo de antenas similares a bigotes de gato. Le sorprende que Zintle no haya incluido un par de ojos saltones, como globos.

–¿Un escarabajo? ¿Vuela? ¿Pulula en enjambres?

–Hace enjambres. Roe las cortinas, defeca en las alfombras. Pesadillesco.

–Entiendo.

De pronto, Zintle adopta un talante perentorio.

–En fin. Queda poco tiempo. Debo entregarle este dossier –le da una lustrosa carpeta archivadora–. ¿Quizá desee leer los documentos con detenimiento y brindarnos un presupuesto? La situación es urgente.

–Muy bien. Y, por supuesto, tengo que ir al lugar, revisarlo.

Ahora Zintle está de pie. Alisa su traje, reacomoda su cabello en una curva homogénea, toma a Katya del brazo y la guía hacia la salida. Es diestra, muy profesional, ejecutando esta maniobra. Antes de darse cuenta, Katya ya está dentro del elevador. Las puertas se cierran a sus espaldas y desciende nuevamente a la tierra.

Toby aguarda en la acera opuesta a la casa de Katya, husmeando a través de la valla y oprimiendo las mejillas contra el alambre diamantino. Inspecciona la zona de demolición. Es la primera vez que la visita desde que las excavadoras concluyeron su tarea.

–Puta madre –dice con rencor–. ¿Cómo pudieron hacer eso?

El sitio también significa algo para él, reflexiona Katya. Siente, por unos instantes, que sus historias personales –la de Toby y la suya– se entrelazan, que están ancladas al mismo paraje.

–Lo que hoy ves, mañana se habrá esfumado –apunta Katya–. Nada es eterno, muchacho. ¿Qué estás haciendo aquí?

–Mamá dijo. Tus canaletas.

–¿Canaletas? Ah, bien, supongo.

Alma siempre hace lo mismo: preocuparse por las condiciones en las que vive Katya. Fue Alma, por ejemplo, quien le explicó cómo debía pasar la aspiradora y pintar las paredes. Fue quien la persuadió, desde un inicio, para que colocara una maldita puerta en la cochera. Cuando Toby tenía apenas diez u once años, comenzó a dejarlo en la casa de Katya para que realizara las inusitadas tareas que ella jamás habría sospechado que debían resolverse. En la actualidad, Toby viene por su cuenta, usualmente en un taxi que recorre Main Road, con un destornillador en el bolsillo y una sonrisa aletargada, ávido de perder el tiempo arreglando un piso de duela que cruje de tan ruinoso o de moldear el techo del baño. Katya intuye que no es muy bueno para esta clase de manualidad, pero siempre está dispuesto a deslomarse.

Una silueta que se mece llama su atención. Una chica está recostada en el muro divisorio del jardín del vecino, con una rodilla en alto y las manos plegadas sobre el estómago. Viste pantalones grises, del uniforme escolar. La rodilla se balancea de un lado a otro. Tiene los ojos cerrados –parece soñar– y los oídos enlazados a los filamentos, delgados y blancos, de un iPod. La niña se alimenta de cables, recarga energía. ¿Quince, dieciséis años? Tan joven, tan exhausta. ¿Qué podría fatigar de ese modo a una criatura que recién estrena su existencia?

Toby observa a la adolescente, apoyado en el hombro derecho de Katya. La intensidad de su mirada se traduce en la presión física que ejerce sobre ella.

La chica se incorpora de manera abrupta; despierta de un profundo sueño musical. Se desprende los auriculares y examina a Katya y a Toby con displicencia, con la cabeza inclinada hacia atrás. Luego se columpia para bajar a la acera y estira los brazos sujetándolos por la espalda, sacando el pecho como una paloma que expone sus alas al sol. Es linda. Ahora Katya la reconoce. Se trata de la niña que acaba de mudarse a la misma calle, la que desbarató la telaraña de Derek.

Su cuerpo es compacto y sus extremidades elásticas: una figura concebida para hacer saltos mortales y paradas de manos. Piel cobriza, pelo corto alisado detrás de las orejas, facciones planas y pómulos marcados, de relieves armoniosos. Un piercing en forma de diamante en la aleta izquierda de la nariz. Un pequeño lunar en la mejilla derecha. Ojos oscuros, más avizores que hostiles. Probablemente sea tímida y no ladina: resulta difícil sacar una conclusión.

–¿Qué hay? –dice la adolescente.

He ahí que no es tímida.

–Hola.

Katya dirige su atención a la puerta de la cochera. Mejor dejar que los jóvenes interactúen entre sí.

–¿Viste lo que hicieron en la calle? –pregunta la colegiala.

–Uy, sí. Imposible omitirlo –Toby ríe y la mira embobado, con dulzura. ¡Es incorregible!

Sin embargo, la chica lo examina sin animadversión.

–Oye, ¿ustedes tienen crack?

–¿Crack? –dice Toby.3

–Grietas, grietas en las paredes. Debido a las vibraciones. Debido a las máquinas.

Toby la observa, intranquilo.

La niña alza una ceja curvilínea.

–Mira –señala el muro en cuyo borde reposaba hasta hace unos minutos. Sin duda hay una grieta diagonal que hiende el alquitrán. ¿Acaso no ha estado siempre allí?

–Y mira, mira, se extiende a lo largo de la calle. Yo sé lo que te digo –la adolescente salta sobre el pavimento (salta en verdad, como una chiquilla) y muestra el alquitrán, que en efecto se ve ominosamente resquebrajado entre sus pies. Subraya la longitud de la grieta con la punta del zapato; suspende las manos en el aire para mantener el equilibrio. Los pantalones grises, remangados, exhiben sus tobillos, angostos en comparación con las pantorrillas –firmes y parabólicas– y envueltos en exiguos calcetines blancos.

¿Será más joven de lo que Katya creyó? ¿Será mayor? Posee uno de esos rostros acentuados, donde los huesos se afianzan desde temprano y permanecen en su sitio durante décadas.

–¿Vives por aquí? –pregunta Toby.

La chica asiente, moviendo la cabeza de soslayo.

–Por ahí. ¿Y tú?

¡Por favor!

Katya continúa manipulando la puerta de la cochera hasta darse por vencida. En realidad es imposible abrirla sin el picaporte. La niña curiosea la escena con los brazos cruzados a la altura del pecho. Toby se ha ubicado a su lado en una postura análoga, también con los brazos cruzados. Copiones.

–Toby, ¿necesitas una escalera o qué? –inquiere Katya.

–No, está bien, puedo subir a través del techo de la cochera. Es fácil.

Katya advierte que la adolescente despliega las piernas, con mayor amplitud, sobre la grieta en el alquitrán, revelando pantorrillas inesperadamente largas. La sonrisa de Toby se agranda tanto que parece a punto de rasgarse.

–¿Lo harás en este momento? –dice Katya, con un tono más agrio de lo que desearía.

–Justo en este momento.

–Ten cuidado.

Una vez dentro de la casa, Katya va dejando huellas de fango color caqui –traído de la calle– en la alfombra. Busca la escoba y la cubeta en un rincón de la cocina, donde una nueva grieta negra serpentea hacia la parte superior del muro.

La longeva casa se edificó sobre cimientos arenosos que han ido zozobrando durante décadas, y Katya está acostumbrada a los extraños declives y rajaduras, a que el revoque se asemeje a una pantimedia deshilachada. Como ocurre con las tenues líneas de su propio semblante, no logra recordar el instante en que surgió o se propagó cada grieta, pero conoce sus formas, sus largos sesgos trazados en itálicas, sus sismogramas. No obstante, nunca había estudiado esta grieta en particular. Renegrida, afilada, atrozmente oblicua. Parece insurrecta. Su primer pensamiento –irracional– es que la chica está, de alguna manera, detrás de esto, jugándole una broma.

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292 s. 5 illüstrasyon
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9786078764266
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