Kitabı oku: «Nínive», sayfa 4
¿Es posible que la fisura haya horadado la tierra a dentelladas, partiendo del área de demolición y cruzando la calzada? ¿Qué tan profunda es? ¿Correrá por toda la casa, desde el suelo hasta la cima? La imagina recta y fina como un haz de rayo láser; imagina que escinde sus paredes, sus cimientos, el terreno hondo bajo el pavimento, efectuando cortes transversales en los densos estratos de tierra, grava, arena y alquitrán. De nuevo coloca la escoba en el rincón, pese a que no puede ocultar la falla.
El teléfono suena de modo tan estentóreo que parecería que va a expandir aún más las grietas. Lo toma, en un arrebato, antes de que pueda producir un daño mayor.
– RIP.
La pausa, del otro lado de la línea, es irónica.
–Soy yo, Kat.
Katya distiende la mano y baja la voz.
–Perdón. Hola. Tu hijo está en mi techo, si es que quieres hablar con él.
Tal suele ser el motivo de las llamadas de Alma.
Katya asocia a su hermana, de manera inexorable, con los teléfonos. Y, ciertamente, por estos días las llamadas telefónicas –o, más a menudo, los mensajes de voz– constituyen su principal modo de comunicación. Pero dicho hábito se remonta en el tiempo.
Cuando Alma tenía trece años y Katya diez, la primera comenzó a fugarse. En ocasiones se esfumaba durante días, en otras durante semanas. Y un día lo hizo de forma definitiva: a los diecisiete, Alma se fue para no regresar. Pero Katya siguió recibiendo noticias suyas. Alma llamaba a horas inopinadas, desde cabinas telefónicas, desde destinos ignotos, a través de inmensas distancias. De pronto, la comunicación se interrumpía por lapsos prolongados. Esto sucedió antes de que existieran los celulares y, con los traslados de papá, no siempre resultaba sencillo que las hermanas se localizaran. Sin embargo, urdieron un plan con la tía Laura, prima distante de Len, que residía invariablemente en Pinelands. Cada vez que Katya contaba con un número telefónico válido, le informaba a Laura y obtenía a cambio el número actual de Alma. Para tales efectos, debía rehusarse a que la tía le sonsacara pormenores de trágicos chismes familiares.
De alguna u otra forma, cada pocos meses Katya escuchaba el susurro seco de su hermana en el extremo opuesto de la línea, o a veces tan sólo un silencio breve e inequívoco: una estática plateada y crepitante. La imagen de Alma comenzó a desvanecerse en la memoria de Katya. Sólo lograba entrever cierta figura minúscula y delicada flotando en una nube, en algún lugar muy elevado y gélido. Una princesa de hielo, casi ilusoria, girando, ingrávida, en torno al punto fijo de la bocina que las conectaba. “¿Dónde estás?”, preguntaba Katya, “¿A dónde has ido?”
“Oh, Kat”, suspiraba Alma, y su respiración trascendía los diminutos orificios de la bocina, formando cristales de hielo en los oídos de su hermana menor. Cada vez que Alma finalizaba la conversación, Katya estaba segura de que se había diluido por completo, como la escarcha en la mañana.
Tres años después volvió a ver a Alma. Toby era un recién nacido, un bebé pálido de origen misterioso. Para ese entonces, Alma había empezado a teñirse el cabello con peróxido. ¿Lo hacía para establecer una similitud con el del niño? Su piel lívida hacía pensar que en verdad había estado todo aquel tiempo en un mundo albino y glacial.
–¿Sabes, Al? Es tan raro... –Katya se descubre comentando–. Mi camino se cruza con el de papá. Está trabajando de nuevo.
–¿Cómo lo sabes?
–Alguien me contrató para una labor. Al parecer emplearon antes a papá y creyeron que yo era de la misma empresa. Él estuvo ahí algún tiempo, el año pasado.
–Dios. Así que el viejo muchacho sigue vivo. ¿Cuándo lo viste por última vez?
–Hace siete años. ¿Y tú?
–Menos. Quizá tres. Fui a verlo a esa casa hogar, ¿recuerdas aquel sitio espantoso donde estuvo una época con los borrachos? Me pidió dinero.
–¿En serio?
–Pareces sorprendida. ¿Sabes? He hecho mi pequeña parte por él a lo largo de los años.
–Sí, lo sé.
–He hecho más de lo que me correspondía –la voz de Alma comienza a elevarse.
La voz cotidiana de Alma es distante; siempre amenaza con titilar y apagarse por cansancio o falta de interés. Una voz desidiosa. Sonaba de ese modo desde la infancia. Sin embargo, cuando Alma se exalta, sube su registro vocal y se asemeja a una niña a punto de estallar en llanto: una niña indignada, atónita ante la vehemencia de sus propios sentimientos. Katya jamás ha visto sollozar a su hermana –sólo en una ocasión la vio casi aullando de dolor– y no puede tolerar siquiera imaginarlo.
–En cualquier caso, resulta escalofriante –espeta Katya–. Estar en sus zapatos, como quien dice.
–Bah. Te viene bien trabajar en el mismo negocio asqueroso.
–No es el mismo negocio.
–Ja, ja, reubicación y no exterminación. Ya lo he oído. Hazme un favor, ¿sí? Piensa en lo que le pasó a mamá. En lo que ese negocio le provocó.
Katya calla. No consigue formular la cruda interrogante: ¿qué le pasó, en efecto, a mamá? El desvanecimiento de Sylvie siempre fue descabellado en exceso, demasiado preponderante para abordarlo como si se tratara de un episodio más. Cierto día, cuando Katya tenía tres años, Sylvie arribó a un hospital y nunca regresó. Katya sabe que eso significa que murió, pero jamás se tocó el tema. Sin duda hubo un accidente, algo que supuso una mutilación, algo tan traumático que en un instante desterraron a Sylvie de la vida de sus hijas y no logró reaparecer. No hay escasez de posibilidades. Cualquier día, en compañía de Len –en especial un Len más joven, en el apogeo de sus caóticos poderes–, pudo haber ocurrido un deceso truculento.
Pero fue imposible preguntarle a su padre por Sylvie y, en el presente, un orgullo inescrutable le impide indagar el asunto con Alma. De cualquier forma, siempre comprendió que la pérdida de Sylvie le pertenecía fundamentalmente a Alma. En lo que concierne a su madre, Katya no posee ninguna autoridad. Alma le lleva tres años, tres años más de existencia con mamá. Así ha sido y así será. Katya sólo atesora sombras: recuerdos de una silueta desplazándose en alguna cocina, bajo una luz amarillenta; un sabor en la boca. Tales espectros no son prueba de nada, y tampoco armas para desenfundar en una discusión.
De manera que Katya sólo anuncia:
–Le diré a Tobes que te llame.
Alma emite un chasquido con la lengua y cuelga el teléfono. Katya no está segura de lo que eso significa. No sabe si su hermana truncó la conversación o si fue al revés.
Por encima de su cabeza el estaño rechina, mientras Toby da pasos firmes en el techo. Katya experimenta el estrépito en su propia dentadura. Muerde el tejido de la cicatriz que tiene en el pulgar. El pulgar continúa desgarrándose cada vez que fuerza la puerta de la cochera. Ese es el motivo por el cual Katya y Alma hablan poco. Sus charlas tienden a retorcerse sobre sí mismas y a morder como serpientes.
Frente a ella, sobre la mesa de la cocina, se encuentra el dossier de Zintle. Lo arrastra y abre la envoltura de la carpeta archivadora. En el interior hay un fajo de papeles engrapados: un folleto publicitario, números telefónicos, mapas, direcciones. También la fotocopia de un recorte de prensa. Katya distribuye los papeles sobre la mesa. La nota periodística, con fecha de junio del año pasado, aborda el fenómeno de un enjambre de insectos que proliferó en la península del sur. El texto no brinda mucha información: los jardines de alguna gente padecieron el ataque y un par de automovilistas se quejaron de tener que dar frenazos ante un aluvión de esos bichos atravesando la carretera. Un niño pequeño sufrió una mordedura en la mejilla. La embestida terminó en menos de una semana. Cierto zoólogo de la Universidad de Ciudad del Cabo concedió una entrevista y enfatizó que se trataba de un incidente natural; no había razones para alarmarse. Este escarabajo en particular, una “especie de la familia de los cerambícidos metálicos”, configura enjambres cada pocos años, a intervalos impredecibles, aunque en tiempos recientes quizá lo haya hecho de modo más flagrante que antes. No existe peligro alguno –afirmó–, pero los individuos inexpertos no deben intentar cazar a las criaturas, “aun cuando sean especímenes atractivos”.
Una borrosa fotografía en blanco y negro exhibe un único e insípido escarabajo en el fondo de un matraz de laboratorio.
El folleto publicitario es mucho más sugestivo. La portada muestra una representación artística de un destellante edificio de marfil, escalonado y rodeado, en la base, de césped de estilo impresionista. El cielo es exultante; las nubes, pinceladas exquisitas. Hay una línea azul oscuro en el horizonte: ¿el mar? “Nínive le da la bienvenida”, se lee en letras cursivas engalanadas. No reconoce la dirección, que incluye el nombre de un suburbio ignoto. Tendrá que investigarlo.
Apoya la imagen contra la tetera: un fragmento de color en el margen de su monótona cocina. Tiene el aroma de un lugar lejano, en otro país, que no pertenece al aquí o al ahora. Desearía encogerse, reducir su tamaño y descansar en una de esas terrazas en miniatura, disfrutar los rayos de un sol pequeño pero potente o, mejor aún, escabullirse en alguna habitación diminuta e inmaculada y cerrar la puerta tras de sí.
Es hora de empezar a escribir en un nuevo cuaderno. Elige uno flamante del cúmulo que se apila en el cajón inferior del casillero para guardar archivos. Se trata de un fino artículo de papelería, confeccionado a la vieja usanza, formato A5, con tapas duras color negro y lomo de tela roja. En los cajones medios y superiores del casillero conserva los cuadernos antiguos, repletos de apuntes de trabajo. Los agota con asombrosa rapidez: comienza uno nuevo cada tres o cuatro meses. En realidad no comprende para qué los preserva. Quizá algún día escriba sus memorias: Una vida entre plagas.
Len jamás garabateó una sola nota; la totalidad de las historias que protagonizó estaba en su mente. Pero a Katya le gusta hacerlo. Elaborar registros es una manera de mantener las cosas en orden.
Toma el lápiz que suele utilizar para esta faena –los lápices son mucho más prácticos que los bolígrafos cuando se trata de trabajar en el lugar de los hechos– y traza un encabezado pulcro: “NÍNIVE”.
Katya negocia sus honorarios con Zintle a fin de emprender una excursión de reconocimiento en Nínive. El señor Brand, al parecer, espera que ella se hospede dentro de la propiedad, en las “dependencias destinadas a los conserjes”. Normalmente, Katya no accedería, pero dada la magnitud del proyecto –y el generoso pago prometido–, decide hacer una excepción. Un par de jornadas deberá bastar para evaluar el tipo de procedimiento que aplicará.
Un día antes de la travesía, Katya empaca su equipaje. Se para sobre una silla para extraer la maleta de la parte superior del armario que se alza en su dormitorio. Han pasado siglos desde la última vez que viajó a algún lado, y ese vejestorio monumental está enterrado bajo un montículo de mantas de reserva y pedazos de una silla rota. La maleta es una de las pocas cosas que Len le dio alguna vez o, mejor dicho, que dejó a su paso.
Por aquel entonces, Katya tenía veinte años. Trabajó con su padre como auxiliar de tiempo completo, durante tres o cuatro años, después de abandonar la escuela. Se alojaban en un hotel de Durban verdaderamente calamitoso (con un retrete cascado, que goteaba, y materia reseca –acaso sangre– en las paredes). Una mañana Len desapareció, dejándola con la cuenta sin pagar y con un peculiar sentimiento de gratitud: Katya no habría podido escapar de su yugo de otro modo. Más tarde, su empleador tocó la puerta de la habitación y ella entendió por qué su padre había huido. Faltaban ciertas herramientas eléctricas, muy costosas. Len tenía la costumbre –o quizá el principio– de marcharse con más aparejos de los que había traído.
No obstante, tal vez sólo resolvió que era hora de partir. Katya sospechaba que Len se sentía hastiado de trabajar con ella, ahora que había crecido. Katya ya no estaba tan ansiosa por complacerlo, aunque tampoco se afanaba demasiado en discutir con él. Comenzaba a percatarse de su propio aburrimiento, y de la fatiga que le depararían los años que tenía por delante, trajinando con Len en el asiento del conductor. Len cada día más empapado en whisky, sus viajes cada día más azarosos y accidentados. En determinado momento, le empezó a repeler el tufo a matanza que impregnaba a ambos. Quería limpiarse. Y quería inmovilidad: un sitio al cual pertenecer, y que le perteneciera.
Además de la maleta, Katya heredó un par de redes, trampas y cosas por el estilo, cosas que conservó. Y dos calzoncillos de Len, que no conservó. Frunce la nariz ante el recuerdo acre.
Zintle hizo el mismo gesto cuando rememoró a Len Grubbs, el exterminador, y Katya empatiza con ella. Es la fragancia de la familia, Eau de Grubbs. Se creó a partir de la vida en las carreteras, del trabajo con animales y químicos. No es necesariamente un olor desagradable. ¿A eso huele Katya? (¿Y podría Zintle olfatearla?) Seguro que sí. Aunque, por supuesto, es bien sabido que tal es el atributo que uno suele ignorar acerca de sí mismo.
Alma también lo tiene, a pesar de su popurrí, sus talcos y cremas. En ella, el aroma parece traducirse en una suerte de señal erótica. Desde los once años, más o menos, los chicos la olisqueaban y de inmediato la seguían por todas partes. Sin perder jamás la compostura, Alma usó ese poder para apartarse de su familia y salir al mundo. Paso a paso. Se aferraba a los cuerpos de chicos y de hombres, se sujetaba como una niña a punto de ahogarse, desesperada por ser rescatada, impoluta, de la ciénaga. Y funcionó. Quienquiera que haya sido el muchacho sin rostro con el que concibió a Toby, logró que el retorno de Alma fuera imposible. Después de eso, perdió el entusiasmo por acostarse con uno y con otro: ya no había necesidad. Y ahora que está casada con Kevin, un tipo sólido, Alma puede consagrarse, de tiempo completo, a erradicar los inquietantes olores de su vida anterior.
Se trata de una cuestión demasiado íntima y vergonzosa como para afrontarla, pero Katya sabe que su hermana aún se siente terriblemente cohibida por el efluvio. Cuando era niña, Alma se restregaba y restregaba, toda vez que se hallaban próximos a un baño. En la actualidad, posee tres baños en la pulcra casa que comparte con su marido, sus hijos pequeños –gemelos: un niño y una niña– y Toby. Es un sitio donde cada objeto ha sido escogido con cuidado y ubicado en un punto inapelable. En los baños y dormitorios hay decenas de botellas de perfumes caros, sprays corporales y desodorantes. Sin embargo, según afirman, el cuerpo tiene una signatura molecular que no cambia. Bajo su perfume, Alma todavía despide el vaho familiar.
El olor de Sylvie era diferente. Se trata de uno de los pocos datos irrefutables que Katya posee acerca de su madre: su aroma a almizcle, a talco, ha persistido en su memoria con mayor contundencia que cualquier recuerdo visual. Al revisar las cosas que su padre abandonó aquella vez, cuando ella tenía veinte años, Katya encontró una foto desvaída de un Len increíblemente joven y sonriente, con el pelo hasta los hombros y el brazo alrededor de una voluptuosa mujer castaña. No reconoció ningún rasgo de la mujer –excepto, quizá, sus propios senos pletóricos y un atisbo de los ojos distantes de Alma–, pero aceptó la evidencia de que se trataba de Sylvie, su madre, recién llegada de Inglaterra y recién casada. A continuación sintió el apremio de dar vuelta a la imagen y no observarla nunca más.
Durante sus veintitantos, Katya se asió a escasos elementos materiales. Sus pertenencias eran tan pocas que cabían dentro de las de Len: dentro de su maleta y de una de las vetustas cajas-trampa de madera –desprovista de resortes, inservible–, que ella colmó de ropa y llevó a rastras de domicilio en domicilio. Cada vez que se mudaba, desechaba algún lastre más de su engorroso pasado. Pero atesoró la fotografía. Hoy está escondida en el fondo del casillero destinado a guardar archivos. En ocasiones, transcurrido cierto periodo –unos dos años–, se arma de valor con un trago de whisky y le echa un vistazo furtivo. Con el tiempo, el semblante de la mujer le transmite menos y menos cosas. Por el contrario, el joven Len parece adquirir mayor vitalidad cada año que pasa en la oscuridad del casillero. Jamás le ha mostrado la imagen a Alma. Es su propio fragmento culposo de Sylvie, que preserva sólo para ella.
La maleta se precipita desde lo alto del armario y cae sobre su cabeza, trayendo consigo la pata de una silla, un pececillo de plata y el olor característico de los objetos de Len. De pronto él está aquí, emergiendo del polvo y aproximándose a ella. Su figura es lobreguez que repta guiada por los cuerpos flotantes de sus ojos –ojos que ha cegado la luz del sol. Emana un fuerte olor a hogueras, naftalina, lejía y tabaco. Extrae algo de la oreja de Katya y lo sostiene con firmeza: el truco de un prestidigitador. Sonríe, extiende la palma de su mano y ella ve un objeto dorado, algo espléndido y centelleante y vivo. Una libélula.
–¡Hermosa! –profiere Len.
La finalidad del ardid era que sus hijas rieran o se retrajeran del susto. Katya nunca supo por cuál opción inclinarse. A veces su padre dejaba ir a la criatura, otras no. Y en ocasiones no había absolutamente nada en su puño. Y otras veces sólo era un puño.
Nota
3 En inglés, crack significa tanto “grieta” como “crack” (droga derivada de la cocaína). De ahí la confusión de Toby. [N. de la T.]
IV. ANTE EL PORTÓN
Nínive es tan nuevo que aún no existe, no al menos en el directorio de calles de Ciudad del Cabo y tampoco en los mapas que Katya posee en su mente. Examina el mapa de Zintle, pero es como la pieza de un rompecabezas cuyo panorama jamás ha visto en su totalidad. No logra descifrar el modo en que esas trayectorias circulares y bifurcaciones corresponden a un escenario real. Cuando intenta seguir la ruta en su imaginación, se extravía en un limbo: en algún sitio más allá de Noordhoek, entre las nuevas residencias y la playa. Hondonadas cenagosas. O eso creía.
No se ha habituado a que Toby vaya al volante y debe dominar el impulso de empuñar el freno de mano. Pero el chico maneja con prudencia; ella le enseñó. Se ubica bien erguido en el asiento, con sus piernas infinitas contraídas bajo el salpicadero, la cabeza despuntando por encima de los hombros y el entrecejo fruncido ante el relumbrón de los faros delanteros. Ciertos jóvenes adquieren garbo cuando gobiernan estos artilugios. Toby, ciertamente, no es uno de ellos.
–Por Dios santo, relájate. Quita la nariz del parabrisas.
Katya le permite elegir el itinerario. El territorio se erige, sin duda, en un universo paralelo, donde nada es lo que parece. Quizá se trate de una futura Ciudad del Cabo, una urbe que Toby, siendo joven, habita por instinto. En vista de que no ha vivido lo suficiente para tener el mapa de carreteras como una rúbrica en el seso, conduce sin prejuicios direccionales, siguiendo las instrucciones de Zintle al pie de la letra y sin anticipar ningún desenlace. En consecuencia, terminan en el lugar correcto, que Katya percibe como profundamente erróneo.
En un tramo umbrío del camino, provisto de arbustos en ambos lados, Toby da un bandazo y se interna en una angosta avenida flanqueada por palmeras. Prominentes muros blancos en las dos aceras –cercados con alambre electrificado y enmarcados por reflectores dispuestos a intervalos regulares– transforman la calle en un pasillo de claroscuros. Las hojas de las palmeras irradian, a contraluz, un tono esmeralda. Y Katya y Toby se desplazan durante siglos a través de sombras que se entrecruzan. La avenida parece prolongarse de manera inverosímil.
¿Cómo pudo Katya omitir este sitio, si ha estado aquí por más de un año? Creyó que conocía la ciudad –ha cazado infinidad de bichos en sus resquicios y fisuras durante mucho tiempo– y, sin embargo, en este momento apenas puede discernir sus coordenadas. Se ha girado alguna manivela para colocar extraños paisajes aquí y allá. La montaña continúa detrás de ellos, y más arriba, hacia delante, se halla el océano, donde debe estar, pero todo lo demás es un torbellino. Esto es otra región. Esto es inédito.
Finalmente, el vehículo cruje ante una parada, frente a un descollante portón de hierro. En aquel punto finaliza la avenida. Está oscuro. Dos farolas gigantes se sostienen en los corpulentos postes de la verja, pero su luz no se expande demasiado lejos en la penumbra. Más allá del portón, los muros y la calle y el rastro luminoso de los reflectores desaparecen. Es imposible vaticinar lo que yace del otro lado.
Toby apaga el motor. Katya desciende de la camioneta, se queda de pie en medio de la imprevista negrura rural y aguza el oído. La calzada acaba de alquitranarse a lo largo del trecho que concluye en el portón, pero más allá el suelo está al desnudo, a la espera de que se atavíe con algún paisaje. Aparta la mirada de la oscuridad que impera tras las barras de hierro e inspecciona los postes. Descubre que son ornamentales, que poseen formas alambicadas y mosaicos. Dos leones risueños, hechos de cerámica maciza, se alzan a cada lado. Una especie de fantasía mesopotámica.
Los leones son un disparate; no obstante, el candado de este portón no tiene nada de quimérico: es de bronce refulgente y del tamaño de una cajetilla de cigarros. No hay un teclado numérico a la vista. Tampoco un timbre o una aldaba. Katya no cuenta con ningún teléfono al que pueda comunicarse y, de cualquier manera, el celular carece de recepción.
Toby asoma la cabeza por la ventana de la camioneta.
–Vámonos –rezonga–. Es de noche y no hay nadie.
Probablemente tenga razón. Quizá todo esto sea una burla formidable, una treta. Fisga a través de los barrotes y tiene la poderosa intuición de que en realidad allí no hay nada, de que el mapa de las calles no mentía cuando mostró un espacio en blanco, de que han arribado al filo del mapa y están a punto de despeñarse.
Resulta inusual, y también conmovedor, ver a Toby tan azorado. La propia Katya desea darle un empellón a la verja y poner un pie en las tinieblas.
Está a punto de dar la media vuelta y subir al vehículo cuando un sonido plateado vibra en el aire: un tintineo irregular. Una luz diminuta y titubeante surge de la opacidad y se dirige a ellos. Exhala un modesto halo y lo perfila en el suelo mientras se acerca, disminuye su velocidad y se detiene.
La campana de una bicicleta, por supuesto. Katya observa los fulgurantes radios de las ruedas antes de reparar en el ciclista uniformado. El individuo monta la bici a horcajadas, los mira a través de los barrotes y respira con dificultad.
–¿Usted es la señorita? –inquiere– ¿La señorita de las lombrices?
–Esa soy yo –responde Katya y, súbitamente, sabe que se halla en terreno familiar. El hombre se apea de la bicicleta y manipula a tientas el enorme candado.
–Aléjese, por favor –dice, y cuando ella obedece el portón lanza un chirrido y se abre, siguiéndole los talones.
–Sin camioneta, por favor –indica–. Todavía está muy lodoso aquí. Podría quedar atascada.
Toby le entrega el equipaje. Katya no lleva mucho a cuestas: una mochila pequeña y la antigua maleta.
–Muy bien –le dice a su sobrino–. Eso es todo, compadre.4
El chico la contempla con ojos sobresaltados, de gálago.
–¿Estás segura? ¿Este es el lugar?
–Así parece. Vete, Toby, todo está bien. El tipo me está esperando.
Katya asume cierto riesgo al dejarle el vehículo. Pero tienen varios trabajos menores agendados en los próximos días: dinero fácil; no quiere renunciar a él. Hay que instalar trampas para ratones, trampas que proporcionan un trato compasivo. Hay que transportar mangostas desde la Sociedad para la Prevención de la Crueldad contra los Animales. Tareas sencillas. Toby puede hacerse cargo –reflexiona–, en tanto ella goza una vida de confort y opulencia en Nínive.
Ha corroborado que el botiquín de primeros auxilios esté completo y listo para usarse, que Toby posea suficientes guantes y suficiente de todo. Él dormirá en su casa y se mantendrá alerta ante cualquier eventualidad.
–Vas a estar bien –afirma Katya.
–¿Dos días?
–Tres, quizá. Te llamaré.
Toby asiente en la oscuridad.
–No hay problema –dice.
Katya debería inclinarse y darle un beso en la mejilla. Los jóvenes abrazan y besan sin reservas. Pero ella ya no se siente tan joven. Torpemente, oprime su mano gélida con la que le queda libre.
–No choques la camioneta. Es lo único que te pido.
Lo ve rotando el vehículo, en un giro que supone cinco maniobras, y marcharse con un ruido sordo por el corredor de palmeras y luces. Los faros traseros, de color rojo, brillan de manera intermitente al final de la avenida.
El guardia de la bicicleta empuja con dificultad las elevadas verjas y las clausura detrás de Katya. No se ofrece a cargar su equipaje.
–Sígame –ordena, y vira la bici en sentido contrario. Su luz trasera es como un pequeño eco de los faros de la camioneta, una luciérnaga de tonalidad rojo fresa que toma la delantera. Ella recoge su maleta y acata el mandato del hombre.
El cielo está nublado, sin luna, estrellas ni ese fantasma azul, de luz lunar, que suele extenderse sobre el mar. Katya sabe que el mar se encuentra en el horizonte. En vez del oleaje, escucha un coro subrepticio, multitudinario, congregado en la noche: las crepitaciones y los suspiros y las bulliciosas serenatas de las criaturas que moran en las marismas. Las ranas y los sapos, los gusanos y las aves nocturnas. Los animales con los que ha aprendido a parlamentar.
Frente a ella hay un confuso collage de matices, de formas negras, vagamente geométricas, que emergen de la lobreguez. Los zigurats deben erigirse en torno suyo, pero la oscuridad es demasiado espesa para distinguir algo. En las inmediaciones, se vislumbra un edificio mucho más pequeño, con una ventana iluminada. El guardia apoya la bicicleta contra un muro y se acerca a ella. Sostiene una linterna de proporciones desmedidas. Le da una tabla sujetapapeles en la que está atado un bolígrafo negro a un pedazo de cordel sucio. El rayo que despide la linterna hiere el espacio como una lanza y se clava en un ángulo desfavorable. Katya se pregunta si el sujeto será más eficaz a la hora de apuntar el arma que tiene en el cinturón. No le queda otra alternativa que usar la mano como escudo para proteger sus ojos y completar lo que parece un tedioso cuestionario. Nombre, dirección, tres números telefónicos, fax, e-mail, lugar de trabajo, edad, ocupación.
–¿Edad? ¿Para qué necesitan eso?
El tipo se encoge de hombros. “Reuben”, se lee en su gafete de identificación. Posee un rostro delicado: labios gruesos y largas pestañas. Su cuello está envuelto en una bufanda de lana gris, pese a que la noche es cálida. Coge la tabla nuevamente y apenas se molesta en ojear las respuestas.
–Pues sí. La asignaron a la Unidad Dos –dice. Anota el número en grandes caracteres junto a su nombre.
–¿Dos? ¿Eso es bueno?
El guardia hace una pausa.
–Está bien –replica. Y en un instante ya está montado otra vez en la bicicleta, linterna en mano, y pedalea hacia los edificios que comienzan a destacar en el entorno. Katya nota cómo va desfalleciendo el sonido metálico de la campana. De nueva cuenta, lo sigue en medio de la negrura.
Bajo sus pies, el sendero es duro y ligeramente inestable: tarimas de madera. El hombre se detiene para que ella lo alcance e ilumina con la linterna un sector donde el entarimado yace sobre una zanja oscura. Katya puede oír el rumor del agua que corre.
Tropiezan con un edificio de dos pisos. El guardia alumbra la puerta de entrada. Asoma la palabra UNO en letras de aluminio bruñido.
–Unidad Uno –dice.
–¿Y las luces? –pregunta Katya.
–Se encenderán mañana. De momento, es sólo un sistema de energía de emergencia. Subamos.
Una escalera externa conduce al piso superior. Katya asciende con cautela: le genera desconcierto que el barandal sea tan bajo. En la cima, la asalta la sensación de haber arribado a la nada. Se encuentran en una terraza de piedra, blanca bajo la luz de la linterna, pero mancillada con arabescos de barro: espirales y estrías delineadas por botas fangosas, como si un ejército de individuos que se arrastraron en el lodo hubiesen emergido de una marisma y ensayado una danza fuera de la Unidad Dos.
Reuben da un paso al frente y su linterna descubre un acceso. Una superficie negra y opaca. La palabra DOS en letras plateadas. Cierne el pulgar –fino y torneado, advierte Katya– sobre un pequeño cuadrado negro junto al picaporte de la puerta.
–Hágalo usted –indica–. Yo no estoy autorizado. Presione de esta manera.
Ella coloca el dedo en el dispositivo. La cerradura emite un cloqueo suave.
–Asombroso.
–¿Lo ve? Usted está en el sistema.
Aquello le provoca una sensación graciosa. Es como si de antemano, desde mucho antes de haber llegado aquí, formara parte integral de la estructura del edificio. Como si las espirales y los bucles de sus huellas digitales estuvieran en la heliografía arquitectónica, impresos con tinta, microscópicos. Recuerda, de pronto, al sujeto del lobby en el bloque de oficinas donde se hallaba el despacho del señor Brand. Recuerda cómo escaneó su pulgar. Flexiona sus dedos con incomodidad.
–Entre –dice Reuben.
En el interior la lobreguez es total, Katya puede sentir la oscuridad baldía de la noche empujando la zona lumbar de su espalda. Pone un pie dentro y de inmediato retrocede.