Kitabı oku: «Telefónica», sayfa 3

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IV

Bevan presentó a la censura el texto de su despacho de la tarde:

«Tras un día tranquilo en el frente, la artillería nacional empezó a atacar por la tarde el centro de la capital, sin causar daños dignos de mención. En su mayor parte se trataba de obuses y granadas de mortero de 75 milímetros (“¿Y eso cuántas pulgadas son? Bueno, que lo calculen en Londres para la edición inglesa”). Una de estas últimas dio a la central de teléfonos. A las 8:55 se anunció la aproximación de cuatro bombarderos y seis cazas. Se dio la alarma inmediatamente y el escuadrón (“en realidad no es un escuadrón, pero la palabra suena muy técnica...”) viró sin arrojar bombas. Diez minutos más tarde, los bombarderos nacionales intentaron alcanzar su objetivo desde otro ángulo; lanzaron dos bombas sobre el barrio de Vallecas, en las afueras, pero solo explotó una, calibrada en unos cien kilos por los expertos. En cuanto a las víctimas, se comunica que hay siete muertos y dieciséis heridos. El corresponsal de este periódico pudo comprobar en el lugar de los hechos que el número de víctimas mortales podría aumentar en las próximas horas a consecuencia de la gravedad de las heridas. Aunque la bomba explotó en medio de una calle, resultaron muy dañadas las fachadas de ocho casas, otra casa pequeña quedó reducida a ruinas por la onda expansiva y los explosivos. Los bombarderos de los nacionales intentaron penetrar en el centro de la ciudad, pero abandonaron su intención cuando entraron en acción los cazas republicanos y emprendieron la retirada hacia Talavera.»

—¿Sabe? —dijo Bevan a Anita con ganas de hablar (acababa de llegar del bar Miami cuando sonó la alarma y, después de haber visto la matanza de Vallecas, se había tomado otros dos whiskys en el bar Gran Vía)—, en mi artículo no menciono los cañones antiaéreos, pero son una mierda. Bueno, eso no lo dejaría pasar, y además a nuestra agencia no le interesa. Menos mal que los bombarderos sí son una noticia sensacional desde el gran bombardeo del domingo. Fue espantoso. Usted todavía no estaba aquí, ¿no?

—Ayer estaba de camino, en la carretera de Valencia a Madrid.

—En realidad, debería de haber informado de vuestra retirada en la Moncloa y la Casa de Campo, pero no lo permitís, y hoy no es tan importante como lo será mañana.

—Mañana y pasado mañana habrá que informar sobre algo completamente distinto con respecto a la retirada; tendréis que dejar pasar alguna información a pesar de la censura. ¿Ya ha terminado con lo mío?

—Sí, está bien. —Dio una copia al periodista y otra al ordenanza. Bevan estaba junto al escritorio y tenía ganas de seguir conversando. De todos modos, la comunicación no se establecería hoy con tanta rapidez, las líneas estaban ocupadas con conversaciones de Estado. Y había algo que no marchaba bien en la comunicación con Valencia. Pero no sabía muy bien cómo entablar conversación con la mujer de la censura.

Por su parte, Anita estaba más retraída de lo acostumbrado. No conocía a ese hombre, no había oído nada sobre él. Era americano, pero tenía más o menos el mismo aspecto que los héroes simplones aunque sorprendentemente avezados de las novelas de Wodehouse. Probablemente no era incompetente, porque su agencia de noticias —la PS, la segunda empresa más grande de América— de ser así no lo hubiera enviado a Madrid. No hay que dejarse inducir a subestimar a otros, pensó. Él me subestima, desde luego, como siempre, porque soy una mujer. Qué aburrimiento.

De pronto preguntó:

—Oiga, señor Bevan, ¿por qué no ha mencionado en su artículo lo más interesante de esta tarde? Que se trataba de junkers y que las bombas de Vallecas eran de fabricación alemana.

—No sé si es cierto —contestó.

—En lo que se refiere a los junkers, tiene que fiarse de los especialistas, igual que yo. Pero el proyectil que no ha estallado y los restos de la segunda bomba seguro que tienen una marca. ¿No la ha visto?

—Sí, pero no la conozco.

—Habrá tomado nota de los caracteres, ¿no?

—Oiga, no. —Casi se había vuelto grosero—. Yo sé lo que interesa a mi gente. No hago propaganda con mis despachos.

V

En ese hueco del pasillo subterráneo —sótano segundo de la Telefónica— se estaba como en un callejón sin salida.

Podía contar con los dedos los diez días que hacía desde que habían huido de Carabanchel, aunque ese tiempo se le antojase infinito, justo dos horas antes que sus vecinos. Concha hubiera preferido quedarse allí. Pero conocía el desamparo de su hermana en todas las cuestiones prácticas que exigían algo de reflexión. Y no quería mezclarse con la gran ola de refugiados. Así que metió lo que pudo en un par de sacos y petates y enganchó el burro al carro. Un burrito bueno, seguro que ya se había quedado sin él.

Por entonces había mucho ruido en el aire, un estruendo que apenas entendían todavía, pero que ya llamaban bombarderos. Los obuses impactaban en las casas y atravesaban las paredes de adobe como si fueran quesos, para estallar a menudo en una habitación vacía o en el patio donde solían jugar los niños. A veces se extendía un reflejo rosa en el cielo gris. Era un shrapnel, así lo llamaban los oficiales. Hay muchas cosas que se utilizan en la guerra y que matan a todos cuando les ha llegado su hora. Solo que era tan difícil entender que la guerra hubiera llegado a Carabanchel.

Todo el mundo hablaba de que vendrían los moros, pero nadie se lo había podido creer de verdad. —No van a llegar hasta aquí, Madrid está a las puertas, y a Madrid no llegan, no puede ser—. Pero entonces empezaron a llegar los carros desde los pueblos día y noche, cada vez de pueblos más próximos, con gente conocida, con mujeres de las que se sabía que jamás abandonarían su casa y sus pertenencias si no se tratase simplemente de salvar la vida. Y esas mujeres decían que todo era cierto y que llegaban los moros. Concha miraba los carros con atención e iba haciendo mentalmente una lista de lo que había que llevarse. Solo entonces explicó a su hermana Pilar la necesidad de huir; no quería ver destrozada su tranquilidad antes de tiempo por los llantos y quejas de la hermana.

Lo más importante era la ropa de abrigo, mantas y cojines, un par de sartenes, un infiernillo de alcohol. Cosas para los niños. Las heladas de noviembre ya empezaban a meterse bajo la piel. Nada de vestidos bonitos, ni espejos, ni mantelitos, ni siquiera los bordados. Pilar todavía no entendía que había guerra y que en guerra se pierden las cosas si es que no se pierde la vida. Ay, ella tampoco lo entendía mucho mejor.

Pero el ruido había empeorado. Era un estrépito variado, malvado, desconocido. Llegaron muchos milicianos que iban huyendo del enemigo y dijeron que ellos tenían todo tipo de armas, y nosotros ninguna, ninguna en absoluto; otros milicianos atravesaron Carabanchel al encuentro del enemigo. Y entonces los hombres que estaban en los comités y los oficiales que vigilaban en el pueblo la construcción de trincheras defensivas, declararon que todas las mujeres y los niños tenían que marcharse. Porque allí iba a haber guerra. Guerra en la casita blanca, no se lo podía uno ni imaginar. No tenía sentido, era una tontería. ¿Qué pasaba en Carabanchel y por qué?

Pero entonces, hacía diez días —diez días, ni más ni menos—, ella, Concha, había preparado todo y había ido muy bien y muy rápido, a pesar de que Pilar solo había servido para cuidar de los niños. Y luego se fueron trotando junto al burro —¡Arre, burro!— por la calle, y delante iban cientos de carros y muchos cientos de personas con sus cosas de cama, sus hijos, sus perros, todos bajando al trote por la calle que llevaba a Madrid. Como ganado.

El burro y el carro están en el albergue. Ahí seguro que se pierden, hay tanta gente y tantos carros... Los vecinos están en casa de sus parientes de la ciudad. Y ellos están en un callejón sin salida, en el sótano del edificio grande, mirando fijamente a la sucia pared.

Abajo dejan encendida toda la noche la luz eléctrica. Debe de costar mucho dinero, pero es necesario, porque de lo contrario pasaría todo lo terrible que puede pasar, todo. Aquí no se oye el ruido de fuera. Es una suerte. Acaba de haber una alerta aérea y los enemigos han arrojado una bomba. Es difícil imaginarse una bomba. Tiene que ser algo pequeño, porque se lleva en un avión. Pero puede destruir todo. La Telefónica no, es demasiado alta. Pero casi todo lo demás. Cuando estalla hay una explosión cien veces más fuerte que la de los fuegos artificiales. La bomba de esta tarde ha caído en Vallecas, no en Carabanchel.

En Carabanchel Alto y en Carabanchel Bajo ahora están los moros, por eso los enemigos ya no tiran bombas. En Vallecas solo hay gente pobre. Los moros no han llegado hasta allí. La gente de Vallecas todavía está en sus casas. Pero los enemigos les tiran bombas y hay mucha sangre inocente. Sangre inocente, suena como en las historias de los fervorosos mártires. Si todavía se pudiera creer en ellos…

Si los bombarderos se llaman Junkers, son alemanes, si se llaman Caproni, son italianos, y todos son fascistas. Y hacen la guerra con los generales. Así es. Una mujer no puede hacer mucho más que esperar sin hacer ruido, porque ahora importan otras cosas. Pero una tiene que explicarse una y otra vez lo que ha pasado, porque si no ya no entiende quién es ni dónde está.

Pero ella es Concha Martínez. Siempre se ha dicho de ella que nunca está tranquila y que quiere saber todo. Incluso le ha preguntado al comandante que por qué habían dado la alarma cuando estaba en el pasillo sin hacer caso a lo que le estaba contando su mujer. Concha tampoco es capaz de escuchar a Pilar cuando vuelve a empezar con aquello de que solo ha cogido cosas de los niños y no ha pensado en sí misma. En realidad, en este hueco solo están ellas dos y la mujer del comandante. Pero Pilar tiene cuatro hijos, doña Pepa dos, seis en total, todos menores de diez años, como una plaga de langosta. A las dos familias les va bien, disponen de ropa de abrigo e incluso de dinero en metálico. Si bien es cierto que ahora apenas se puede gastar. Realmente no se puede hablar de miseria en su caso. La miseria está a la vuelta de la esquina, a lo largo de la galería. Pero esas mujeres están tan cansadas y exhaustas que no abren la boca. Ni siquiera se han movido durante la alarma.

Pilar y doña Pepa —vaya tontería hacerse llamar así— no tienen más que historias de hombres en la cabeza. Están todo el rato hablando de sus maridos, lo que estará haciendo uno en la intendencia de Guadalajara, donde hay tanta desvergonzada, y lo que el otro hará allí arriba en el octavo piso. Concha es viuda, no tiene a nadie por quien temer o de quien estar celosa. Por lo menos tiene la cabeza libre para cuidar de los niños. En realidad habría que ocuparse de todos los niños que están aquí abajo. Hay muchos llenos de piojos. Hay muchos que tienen miedo y no quieren jugar. Y hay tantos niños de pecho sin pañales que se respira un olor agrio en el aire. Justo la familia de al lado —la de Carabanchel Alto, con esa niñita tan rica y traviesa, Carmencita, que mira a todos los soldados e incluso a los empleados a la cara preguntándoles para qué le pueden servir a ella—, esa familia no tiene pañales para el pequeño y la peste llega hasta su rincón.

—Doña Pepa —dice Concha interrumpiendo la conversación de su hermana con Pepa—, ¿no podría dar un calzoncillo viejo del chico o algo parecido para poder poner un pañal seco al pequeño y lavar esos harapos? El pequeñajo tiene que tener heridas. Y Pilar no tiene ninguna ropa interior de más, soy la que mejor lo sabe, porque soy yo la que he hecho el equipaje. Y usted, señora, seguro que tiene muchas cosas, se le nota.

Concha se da cuenta enseguida por su gesto de que habría sido mejor no pedirle nada; mejor pedírselo a una mujer pobre que haya aprendido a pensar en los demás. Pepa empieza a soltar uno de sus largos discursos para justificar su negativa:

—No puede ser, de verdad; lo siento mucho. No tengo gran cosa, sí, es posible que tenga muchas, pero no aquí. Mi marido es tan tirano que no me ha dejado traer ni siquiera lo mínimo. Dice que no hay sitio para tanto. Y claro, no quiere guardar mis vestidos allá arriba en su despacho. Siempre tiene excusas. También había dicho que nuestra casa estaba en una calle segura porque está muy cerca de las legaciones extranjeras y allí no iban a ir los bombarderos. Pero no entiendo por qué no iba a meterme en el mejor sótano de la ciudad. Agustín dice que aquí tiene que venir primero la gente que ha perdido su hogar. Muy bonito, pero ¿por qué si hay sitio suficiente en el edificio para las familias de los empleados? No quiero quedarme sola en nuestra casa. Sabe usted, Pilar, si se lo hubiera preguntado antes, me habría prohibido mudarme aquí. Cuando llegué se enfadó tanto que habló de que nos aprovechamos de su cargo y de las incomodidades innecesarias para los niños. Pero yo sé lo que hay detrás. No quiere dejar que vengan mis hijos para deshacerse antes de mí y estar solo con esa Paquita y poder hacer con ella lo que le apetezca. Pero ha hecho mal sus cálculos, se lo digo yo. Soy su mujer y conseguiré que vaya a Valencia con nosotros y cumpla con su deber conyugal. O bien me quedo con los niños en Madrid. No va a pasar nada. Tengo derecho a él, Pilar, soy la madre de sus hijos, le he sacrificado mi juventud. Y sigo siendo tan guapa como sus amiguitas. Si quisiera le podría poner los cuernos en cualquier momento. Pero no quiero, aunque se lo haya ganado una y mil veces.

—Exactamente igual que mi marido —empieza Pilar.

No, ya no quiere seguir escuchando, piensa Concha. Los dos hombres tienen razón al ser infieles a sus mujeres. Esas dos, con sus veintisiete o treinta años, no son más que viejas cotillas. Ambas tienen la boca fina y una arruga profunda desde la nariz hasta el mentón; pero Pilar por lo menos tiene unos ojos bondadosos y sonrientes. Se ve que han sido chicas guapas, pero ya no alegran la vista. Resultan muy pesadas.

Anda, la pequeña de ahí está escuchando con mucha atención: Lolita, la mayor de los dos de Pepa. Esto no es conversación para tus nueve años, tesoro, y si tu madre no lo sabe, peor para ti y para ella.

Concha sacó de su bolsa grande de la compra una madeja de lana.

—Lolita, ven, ayúdame a devanarla.

A Lola no le hacía gracia dejar de escuchar. Pero esa mujer le caía bien, tan tranquila y viva al mismo tiempo. Su mamá era tremendamente viva, pero nada tranquila. La abuela siempre estaba tranquila, pero tenía ojos de sueño. Esta mujer era distinta. Además, papá había puesto cara amable cuando estaba hablando con ella. Y sin embargo, Concha era fea, tan flaca y pálida, con el pelo tan liso y oscuro.

Mamá dice que a papá solo le interesan las mujeres guapas y no muy flacas. Pero mamá dice muchas cosas así. No entiende a papá, siempre ha sido así.

—Oye, Concha, yo sé dónde está Italia y cómo es.

—¿Sí? Y ¿cómo lo sabes?

A Lolita le gusta que le hagan preguntas. Su hermano Juanito no sabe contestar a algo así. Claro que es tres años más pequeño.

—Me lo ha enseñado papá en el atlas grande —Sabe muy bien que muchas niñas de su edad nunca han oído hablar de atlas— y, ¿sabes una cosa? Italia parece una bota rara con muchas arrugas y deformada. Pero papá ha dicho que eso no se ve cuando se está allí, en el país, sino solo desde el aire. Pero hay que estar muy arriba. Y los italianos también tienen muchos aviones y han mandado algunos a la guerra contra nosotros.

Lolita está muy orgullosa de lo que ha contado. Siente que papá no lo haya oído, pero se alegra de que su madre no preste atención. Siempre dice:

—Lolita repite todo lo que dice mi marido sin entenderlo.

A Concha le parece natural que a la pequeña le interesen estas cosas y le gusta. Lolita no es una niña guapa; no tiene la nariz recta y fina como la madre, sino una nariz chata, ancha, corta y alegre. Además, tiene la cara redonda y ojos curiosos, brillantes y marrones, pero no muy grandes ni oscuros, ojos de una buena y pequeña camarada, piensa Concha, que en la infancia ha sufrido en sus propias carnes lo que significa no ser guapa. Justo como hace ahora Lolita, hace mucho tiempo se ponía rizos artísticos en el pelo castaño con agua y saliva. Tiene la sensación de que esta niña es como una hermana pequeña o una compañera pequeña.

—Pero ¿sabes lo que son los aviones, Lolita?

—Pues claro —dice la hija del ingeniero y estira los brazos sin soltar los hilos de lana—, una vez papá me regaló un avión. No vuela, pero se puede ver muy bien cómo está hecho por dentro. ¿Sabes? A Juanito le habían traído los Reyes uno grande que puede volar, y yo también quería uno. Pero mamá no quería porque soy una niña. Y yo ya tenía una muñeca, y a los chicos les regalan muchas cosas interesantes. Y entonces papá lo comprendió.

—Tu papá es muy listo, ¿verdad? —dice Concha con envidia. A ella también le gustaría tener algo más interesante y trabajar de otra manera y poder preguntarle a alguien por las cosas.

—¡Pues sí! Mi papá es muy inteligente —explica Lolita con cierta afectación. Nota la admiración y la envidia difusa en el tono de la mujer y quiere decir algo especial. Pero enseguida retoma su relato sencillo y confiado:

—¿Sabes, Concha? Mamá dice que es demasiado inteligente y que solo tiene inteligencia y no tiene corazón, pero no es verdad. Mamá dice también que tiene corazón para cualquiera, menos para ella; y si no tiene corazón, tampoco lo puede tener para otras, ¿no te parece?

—Niña, claro que tu padre os quiere con todo su corazón. Lo he visto esta misma tarde en cómo se ha alegrado de hablar contigo.

A Concha le parece imposible decir algo amable sobre la mujer que está a su lado y sigue hablando de las infidelidades de los hombres. No puede mirar esa carita alegre sin sentir rabia hacia esa estúpida egoísta. Así que será mejor, piensa, no decir nada sobre el papá, ni siquiera una mentira piadosa. Porque al final la niña notaría el engaño.

—Oh, sí —contesta Lolita tan excitada que casi deja caer la lana—, a papá le gusta mucho ir conmigo de paseo y siempre habla conmigo. Estoy segura de que a mí me quiere más que a nadie. Y me quiero quedar con él aquí en Madrid si mamá se va a Valencia con Juanito.

—Eso es una tontería. No puedes. Seguro que no te va a dejar. Aquí caen muchas bombas y también les dan a niños.

Concha comprende muy bien a la niña. Ni siquiera ella quiere pensar en la evacuación, aunque sabe que es lo único sensato. Pero Concha ha hablado con un hombre que había visto en la morgue cadáveres de niños con un número en el pecho, después del 30 de octubre, cuando cayó una bomba en un colegio de Getafe. Se puso fatal y repetía una y otra vez: Estos asesinos, estos asesinos, ¿acaso creen que son hombres?

Los niños no tienen que ver esas cosas. No pueden permanecer en peligro. En realidad no deberían ni saber que eso existe.

Precisamente por eso, Concha no quiere hablar mucho de peligro ni de muerte. La muerte llega cuando toca, pero la vida de la niña no debe transcurrir a la sombra del miedo. Por eso le dice a Lolita para consolarla:

—A lo mejor tu padre va a Valencia con vosotros. La vida es más tranquila allí.

Al pronunciar estas palabras siente un rechazo interno. Con los hombres es diferente, tienen que estar en Madrid en sus puestos. Quizá también las mujeres que pueden hacer algo útil, que son una ayuda para los hombres y no una carga. Esa pequeña Lolita seguro que sería muy útil si fuera una adulta.

—¿Quieres que tu padre se vaya con vosotros? —pregunta Concha.

—No. ¿Sabes? Papá me ha explicado que lo necesitan aquí para que no entren los moros en Madrid. Y trabaja día y noche. Creo que se tiene que quedar —dice la niña.

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