Kitabı oku: «Telefónica», sayfa 4
VI
Después de medianoche, el cielo sin luna estaba cubierto de jirones de nubes negras. Eso significaba una seguridad relativa —una relativa probabilidad de seguridad— de que no habría ataques aéreos. La artillería del enemigo también guardaba silencio. Pero por la Gran Vía pasaban motos y camiones pesados que se dirigían al frente. El frente apenas distaba algo más de un kilómetro calle abajo. A las doce y media de la noche retumbaron las explosiones de cinco granadas de mortero en una secuencia veloz. No se podía distinguir si estaban cayendo en las posiciones enemigas o en las propias. Luego se oyó el tableteo de ametralladoras durante un cuarto de hora. Luego solo algunos tiros aislados cayeron en medio del silencio.
Reinaba el silencio en Madrid. Reinaba el silencio en la Telefónica. Reinaba el silencio en la ancha calle.
El centinela del cruce daba el alto gritando más y con más aspereza que antes en cuanto un peatón o un coche le daban ocasión para ello. Entonces resonaban las discusiones sobre la documentación en la calle vacía. Si llegaba un coche, se oía a kilómetros. Se oía un zumbido, un ronroneo, un traqueteo. Se oía un motor que también podría ser de un avión y se aguzaba el oído nerviosamente hasta que al aumentar el ruido se reconocía el sonido familiar de un vehículo y los nervios podían relajarse.
Los guardias de la Telefónica se aburrían. Uno de ellos se apoyaba en el muro con la cabeza, los hombros y la carabina envueltos en la manta de rayas. El otro se colocaba en la parte interior de la puerta para poder intercambiar alguna palabra que otra con los compañeros que estaban de servicio dentro. La puerta principal estaba cerrada, sus hojas de cristal rotas y cubiertas con mantas. El gélido vestíbulo de mármol estaba débilmente iluminado, no podía salir ningún rayo de luz a la calle. El control de las pequeñas puertas laterales no resultaba difícil: a esas horas solo entraban y salían aquellos que tenían algo que ver con los diferentes puestos militares de la casa y los de la prensa. Los refugiados de los sótanos dormían o por lo menos estaban en silencio. Las telefonistas tenían cambio de turno a las dos, pero todas las del turno de noche dormían en la casa. Entretanto, los pasillos y escaleras de las trece plantas estaban vacíos. Pero precisamente por eso era importante controlar a los visitantes de fuera, sobre todo a los que iban a ver a los extranjeros. ¿Cómo podía saberse quién de los periodistas era honrado y quién un espía?
El turno de noche del ascensor lo hacía el manco. Las chicas del turno de día nunca hacían lo que hacía él: fijarse en que cada extranjero iba realmente al despacho que había indicado. Las chicas se disculpaban diciendo que estaban muy ocupadas, pero en realidad solo les interesaba su labor de punto y los cumplidos de los que montaban en el ascensor. Y si un inglés o un americano les decía cualquier tontería, enseguida se entusiasmaban. El manco estaba convencido de que las mujeres no servían para un trabajo serio. A una mujer como mucho se la podía dejar discutir con otras como ella, igual que se hacía en el sindicato. Pero el control de los extranjeros... ya que no se entendía su idioma, por lo menos había que tener cierto olfato. Los de la censura eran imbéciles; ahora encima les habían mandado de Valencia a una mujer extranjera. Precisamente ahora que lo de Madrid iba en serio. Pues sí que iba a estar bien. Todo eso iba exponiéndole a Moreno, despacio y con gravedad, repitiendo cada frase.
Moreno, del comité del edificio, dio a entender que estaba completamente de acuerdo con el manco. Hablaba mucho y muy rápido, combinando un lenguaje artificioso y rebuscado con los juramentos más vulgares. En lo que a él le concernía, comentó, se aburría cuando no estaban las chicas del ascensor y no podía soltarles piropos o maldades, según le diera, porque su coquetería iba en aumento día a día. Pero tampoco él sentía respeto por ninguna otra colaboradora que no fuera Lucrecia, la representante de las telefonistas en el consejo obrero de la Telefónica y parte de la directiva del sindicato. Era una antigua anarquista; era tan fea que lo único que tenía en la cabeza era la organización, y era astuta. Pero en otros casos las mujeres que trabajaban eran lo mismo que dinamita en la cocina. Moreno se propuso mirar con lupa a la nueva de la censura y quería que el manco le ayudara: ¿Con quién se va por la noche? ¿Le interesan otras cuestiones de la Telefónica aparte de la censura? ¿Con qué periodista se ve más? ¿Con quién habla en los pasillos y en la escalera? Y ¿por qué está en Madrid? —El Gobierno de Valencia es capaz de cualquier tontería, —explicó Moreno—. Ya se sabe que a la gente de allí no le importa Madrid. Esos cobardes que salieron huyendo de Madrid el 6 de noviembre quieren quitar el sitio a los hombres de verdad que se quedaron aquí y luego acordar una paz miserable. Y ahora resulta que mandan aquí a un marimacho extranjero y no se sabe si es amiga o enemiga.
—No es un marimacho —dijo de repente el soldado de la esquina de la puerta—. La he estado mirando cuando ha entrado. Se ve a la legua que es extranjera, su ropa parece un saco y camina como un hombre, pero como mujer no está tan mal.
—No se trata de eso ahora —dijo Moreno e intentó lo imposible: hacer que su ancha cara de bulldog expresara la fría aspereza con la que Pedro Solano podía hacer callar a cualquier estúpido que interrumpiera en el comité sin pronunciar una sola palabra. La función de Moreno era controlar a todo el que entrase en el edificio que no se considerase parte de la casa. Interrogaba a la gente preguntando adónde iba, comprobando a veces los papeles, retiraba revólveres y pistolas y, a veces, cuando desconfiaba especialmente, acompañaba al extraño a la planta correspondiente para entregarlo in situ a una persona de confianza que pudiera seguir investigando. Moreno llevaba un uniforme limpio, con la gorra encajada en la frente, al cuello un pañuelo grande de seda rojo y negro, grandes insignias del sindicato de Telefónica —la CNT— y de la FAI en la gorra y en el pecho. Había sido maestro mecánico de los coches de la Telefónica. Había solicitado el puesto del control de la puerta porque desconfiaba incluso de los camaradas más decididos en lo que se refería al trato con los señores extranjeros. Y además porque quería demostrar que su inicial falta de interés por los temas políticos no había derivado en un enfriamiento de sus convicciones.
—No se trata de eso —dijo ahora—. Pero, hombre, la política mundial... la política mundial es mala cosa. Ahí están los americanos con su dinero, los alemanes con sus cañones y los italianos con su papa. Y en el piso noveno aún tenemos a los señores americanos sentados en la dirección. E incluso aunque no puedan meterse en nada fuera de sus despachos, los periodistas les hacen visitas allí arriba. Y quién sabe lo que se cuentan. Y los periodistas viven en las embajadas extranjeras. Es un juego muy fino, solo hay que entender cómo funciona. Si Pedro escucha mi consejo, metemos a un hombre de confianza en la censura que nos diga qué corresponsales están de nuestra parte y quiénes están contra nosotros. Y entonces echamos a todos los que no sean de fiar. Que escriban sus artículos de mierda en otra parte y se contenten con nuestro trato. Y esa mujer con ellos, si es que está de su lado.
—Pero en realidad aún no sabemos nada de ella —dijo el manco, que era un hombre justo—. A lo mejor es razonable. En cualquier caso, es un error poner a una mujer extranjera en ese puesto. Pero quizá se vaya si explota una bomba por encima de su cabeza.
—La granada de esta tarde ha estallado en el lado donde está la censura. Pero en el octavo piso, no en el quinto. Y las mujeres a veces no piensan que una granada también podría darles a ellas. Por ejemplo, Rosita cree que no le puede pasar nada mientras esté en el ascensor... Anda, tú —se interrumpió Moreno—, están llamando al ascensor en el cuarto piso. Seguro que son los últimos de la censura de prensa; y fíjate bien, hay algunos nuevos.
Morton empujó su corpachón para atravesar la puerta. Quería terminar su conversación con Bevan y se detuvo en el hall. Bevan hubiera querido irse a casa enseguida, estaba cansado y en el fondo seguía alterado después de ver los cadáveres en Vallecas. Además, estaba de mal humor porque la comunicación con Londres no había ido bien: tener que repetir tres veces cada palabra, la línea defectuosa, un mal estenógrafo al otro lado del teléfono. Y lo más enojoso era la pregunta de la oficina de si se podía averiguar algo sobre la nacionalidad de los bombarderos. La competencia había dado detalles. La censora se reiría cuando se enterara. Eso pasaba por ser prudente.
Pero volver al bar con Morton era lo que le faltaba. Ese tipo les iba a dar disgustos si seguía sacando de contrabando al extranjero sus «sensacionales artículos» sin interés, aunque se pudiera escribir y oír lo mismo en San Juan de Luz; sobre todo si continuaba haciendo caso omiso de las normas elementales de prudencia, como mandar telegramas correctos a través de la censura. Pero Morton era un cerdo vago y borracho. Hacía una hora habían tenido que sacarlo del catre e interrumpir sus ronquidos cuando establecieron la comunicación con París. ¿Sería cierto que los de París mandaban a Nueva York escuálidos despachos de diez líneas?
Morton sujetó a Bevan por el ojal y le dijo:
—¿Qué se puede hacer en esta ciudad? Me molestan los tiros, no puedo dormir y no me apetece jugar al póker. Ven conmigo a un bar. Sé dónde hay uno abierto a estas horas. Además me quiero ir, no sé por qué les hacemos a los rojos el favor de quedarnos en Madrid y escribir tanto sobre ellos. Estos ataques aéreos los matarán, pronto te darás cuenta. Es una suerte que acaben con ellos. No pueden soportarme. —Se quedó mirando fijamente el pañuelo negro y rojo de Moreno y lo señaló sin mirar ni por un momento las caras de los tres centinelas—. Mira qué clase de hombres son. No son hombres. Si supieran lo que pienso y digo de sus asesinatos y quemas de iglesias. La mujer nueva de la censura ha intentado hoy ser amable conmigo, pero no caigo en esa trampa. Seguro que también es una bolchevique, si no tampoco estaría aquí. Me voy a marchar y volveré dentro de unos días, cuando Franco haya puesto orden.
A Bevan no le gustaban nada esas cosas, no soportaba a ese gordo. Pero Morton era el corresponsal de un periódico muy poderoso, no podía ofenderlo, precisamente a él. Pero... no se podía hablar así en la cara inmóvil de los centinelas españoles. No entendían inglés, pero a lo mejor alguien pillaba alguna que otra palabra, a lo mejor lo notaban en el tono. Y ahora mismo todo el mundo estaba tan nervioso…
—Vamos a la embajada, Jack, no tengo ganas de sentarme otra vez en esa cueva apestosa. Hoy tenemos una noche tranquila, pero mañana va a ser un día duro. Ven conmigo. Tengo el coche esperándome fuera. Aquí en el vestíbulo hace frío. No me gusta quedarme mucho tiempo en la corriente.
Morton miró desde su tosca altura al flojo de Bevan que tenía la cara pálida y tensa.
—Tienes miedo de los anarquistas, chico, eso es todo. Me quedaré aquí hablando de ellos todo lo que quiera. Y me iré andando a casa si te largas con el coche. Tengo mis papeles en orden. Esos estúpidos guardias de los controles no saben leerlos. Pero sí tienen respeto a nuestra bandera —dio unos golpecitos a su brazalete con las barras y las estrellas—. Así que nos quedaremos aquí unos minutos más para enfadar a ese amigo con cara de funeral, y luego nos vamos.
Bevan temía las discusiones con el otro, que nunca estaba completamente sobrio ni completamente borracho. Intentó retener a Stephen Johnson, que bajaba en ese momento, e integrarlo en la conversación. Pero Stephen estaba extenuado, había tenido un día muy duro y sentía rechazo tanto por el americano ruidoso y seguro de sí mismo como por el otro, escurridizo y sin convicciones. Estaba preocupado por Anita. No se sentía a la altura de la tarea que se esperaba de él, de tener que redactar artículos convencionales sobre esto que le resultaba tan terrible como incomprensible. Así que no se quedó con los americanos, saludó a la guardia con un gesto ambiguo y salió de la Telefónica, arrojándose a la oscuridad de la calle como a un mar frío y oscuro.
Bevan intentó convencer una vez más a Morton para que se fueran.
—Ya no queda nadie en la sala de prensa excepto los del turno de noche de la competencia y mi contacto. Jamás me quedaría a dormir en este cuartucho en el que no se sabe cuándo va a entrar una granada por la ventana. Vámonos, Jack. Me caigo de sueño. Yo trabajo, por si no lo sabes...
En ese momento llegó André de la calle, André, el único enviado especial a Madrid por un periódico francés. André, que ya se había hecho amigo de todos los guardias y de todos los miembros del comité de la Telefónica porque en su mal español afrancesado, pero fluido, defendía a muerte frente a quien hiciera falta un radicalismo ligeramente liberal. Los españoles decían de él: Es un hombre y es honrado. Incluso Moreno lo saludaba y le susurraba al oído señalando a Morton con el pulgar: Ese fascista de ahí está como una cuba.
André también había bebido mucho coñac. Estaba excesivamente tenso. Seguía luchando contra un miedo y un asco a la guerra llenos de rabia. Amaba Madrid. Odiaba la sangre. Era un reportero al que movía la investigación del cómo y el por qué de las cosas en todas partes. Despreciaba a esa masa amorfa que era Morton, con cara de whisky y ni una chispa de genio.
Por lo menos, Moreno le parecía honrado y sencillo, un animal bueno en el fondo. André asintió al anarquista y disparó su pregunta a Morton sin preámbulos. Su inglés era tan francés como su español.
—Morton, usted no ha estado en Vallecas, ¿verdad? No le habría hecho ningún daño venir con nosotros al hospital, como lo ha hecho incluso Bevan.
—No escribo artículos para hacer llorar solo por agradar al gobierno rojo.
—¿Y eso qué significa? Que usted no sabe ni ve que la gente lucha y se deja matar por algo en lo que cree, y por eso, precisamente por eso, su periódico tiene aquí un representante, pero no un periodista.
Bevan le interrumpió rápidamente.
—Querido André, aquí uno no puede apasionarse tanto por las cosas como lo hace usted, porque si no, informar con objetividad resulta todavía más difícil de lo que ya es. Será mejor que venga con nosotros a tomarse un whisky.
Eso era preferible a enzarzarse en una nueva discusión. No había que permitir que le metieran a uno en esta guerra que ofrecía la mejor de las oportunidades para hacer carrera. No había que intentar ver y entender la verdad detrás de las cosas. Era mejor irse a beber con un cerdo.
Morton se alegró de que de repente Bevan ya no tuviera reticencias y lo interpretó como una declaración de solidaridad. Y olvidó el tono hiriente con el que ese francés había expuesto sus ideas exaltadas. Lo mejor sería que el francés no les acompañara al bar; al menos Bevan era un chico simpático a pesar de su cara de niña y su ingenuo afán de trabajo.
—Gracias —dijo André—. Me quedo; tengo que subir a trabajar sobre la última publicación de la agencia Febus para mi artículo. Olvidáis que tengo retransmisión a París de madrugada. Que lleguéis bien a casa. —Quiso dirigirse a Moreno, pero para su sorpresa este estaba hablando con una mujer, Pepa, que venía del sótano y quería subir al octavo piso.
Así que André se quedó un rato en la puerta y siguió con la vista a los dos americanos que iban tropezando en la oscuridad. En la esquina de la calle había un montón de escombros, cemento, ladrillos, cristal. El obús había dado en la casa de enfrente a las cinco de la tarde. No había heridos. Llegó un coche de alguna parte. De la nada, de allí donde él sabía que se hallaba el centro de la Gran Vía, llegó la voz áspera del centinela dando el alto. El frente y el cielo estaban en silencio. En la calle de al lado restalló un tiro.
—Un paco —dijo André automáticamente. Se llamaba pacos a los francotiradores fascistas. Pero como no hubo más tiros, se corrigió—: Un centinela disparando a la luz de una ventana.
El soldado que estaba junto a él en la oscura esquina como un mojón amorfo dijo desde el fondo de la manta:
—Sí, un centinela. No es nada. Seguro que se le ha disparado el fusil, a mí también me pasó una vez. Hace mucho frío...
VII
Anita había terminado su turno y en realidad ya no tenía nada que hacer en la sala de la censura. Pero no acababa de decidirse a abandonarla. Se sentó al borde de un catre de campaña —somier de muelles, jergón destrozado, manta sucia— y miró al compañero que manejaba los papeles a la pálida luz del estrecho cono de la lámpara del escritorio. No podía hablar con ese joven español, estaba claro. Tenía una cara inexpresiva, sin interés, amorfa; no hablaba medianamente inglés ni francés; era un pequeño funcionario miedoso que leía las entradas del día a conciencia, buscando continuamente palabras en un diccionario malo. No se le pasaba por la cabeza hablar con Anita. Y ella no encontraba el modo de establecer contacto con él. Solo sentía su indiferencia frente al trabajo y su temor a todo. Ese de ahí era más extranjero que ella en la Telefónica. Observó cómo se sumergía su cráneo redondo en el haz de luz que borraba todos los rasgos y luego retornaba a la sombra, donde se le olvidaba por la poca vida que había en él.
En realidad, él no dejaba de pensar en cuándo les darían a él y a su hermana una plaza en un camión para poder trasladarse a Valencia. El Ministerio se había llevado allí a todos los funcionarios. Aquí ya no se podía trabajar, ya no funcionaba nada, la oficina improvisada en la Telefónica seguía unas reglas diferentes a las que él conocía, hasta el aire era diferente. No era un ordenanza el que hacía guardia abajo, sino un anarquista nervioso, las indicaciones del jefe de Valencia no llegaban con puntualidad y perdían su autoridad. La censura tenía nuevos trabajadores, como esa extraña extranjera... y no se sabía muy bien quién estaba detrás. Y además las bombas, las granadas, las masas en la calle, las nuevas autoridades, la certeza de que cualquier día o cualquier noche (quizá en ese preciso momento), Franco avanzaría de nuevo y atravesaría sus defensas y que entre el salvajismo de los moros y el salvajismo de los defensores uno sucumbiría; ¿cuándo, pero cuándo encontraría de una vez una plaza, cuándo abandonaría este Madrid el camión del Ministerio con las actas y las multicopistas? Aquí ya nada tenía sentido.
Anita olvidó que no estaba sola. Se dejó llevar y no intentó mantener sus pensamientos en orden. Todos los periodistas pensaban que hoy no pasaría nada, pero mañana sí… ¿Qué va a pasar mañana? Seguro que es cierto, se nota en los huesos. ¿Van a entrar las tropas de Franco? ¿Van a destruir la Telefónica y van a morir todos? ¿Será la confusión tan grande que resultará imposible trabajar? ¿Va a cambiar el estado de ánimo en Madrid? ¿La quinta columna? ¿Bombarderos?
No sabía qué hacer consigo misma. Le habría gustado asumir el turno de noche para poder quedarse en la sala de trabajo, dormir en esa cama miserable, poder pertenecer a la casa.
Pensó: el ventilador grande zumba como el motor de un avión. Si cae un obús aquí, al menos darán parte de inmediato; hay personas que comprueban quién es uno. Morir solo debe de ser espantoso. Da lo mismo, pero me da miedo. ¿Por qué de morir y no de quedarme lisiada? Siempre hay más heridos que muertos. Pero de lo que tengo miedo es de acabar. Yo. Ahora no es para tanto. Habría que tener al menos una persona de la que ser amigo. El amor es el miedo a estar solo.
Soy una estúpida. Hay que ver cómo tengo la formación literaria pegada al cogote. Citas. Y, ¿por qué no? Hay otra cita parecida de Storm: «Aguanta, al final de la vida solo te tienes a ti mismo». Es cierto, pero no quiero que sea cierto. Que sea cierto… qué raro es que ahora piense en frases gramaticalmente perfectas. Cuando uno se escucha a sí mismo, siempre se piensa en frases. O en signos de estenografía. Es cierto que ahora quiero aferrarme a algo que tenga una forma clara. Tengo miedo de estar sola. Por eso trabajo así. ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué tengo que estar aquí? No me deja marcharme, no puedo irme aunque quiera. Quiero pensar que pertenezco a este lugar. Pero seguramente es absurdo. Lo importante es… ¡La censura de prensa! Pero hay que hacer que los de fuera sepan lo que ocurre aquí. Que se lucha. Para que no sea en vano. Lo terrible es que sea en vano. ¿O no? Ya no sé muy bien. Hay que hacer lo que uno considera bueno y justo. Hay que vivir y morir como se quiera, con sinceridad. Pero ¿qué significa sinceridad? Ya no quiero pensar en términos políticos. Pero existe algo como la libertad y la dignidad. ¿Es que ahora te das discursos políticos, querida? ¿Porque estás sola? Y sin embargo tendría que sentir que Georg piensa en mí, que tengo a una persona. Intenta imaginarse a su marido y pensar en él con ternura. Pero era un pensamiento voluntario. De pronto le pareció que él pertenecía a aquella otra vida ajena a la de Madrid. Se dijo: «Cariño, querido muchacho, no te enfades conmigo, te quiero mucho, piensa en mí…», pero eso no le dio calor, era un esfuerzo demasiado consciente, como si hubiese querido envolverse en el afecto tan familiar de su marido a modo de manto protector. Se asustó de la frialdad de su distanciamiento y de repente dijo en voz alta sin darse cuenta: ¡No, así no, no!
El censor levantó la vista sorprendido. La extranjera estaba sentada en la cama, hundida en su abrigo grueso y feo. No le veía la cara, lo prefería; no tenía nada que ver con ella y ella debía irse a su casa cuanto antes. Pensó una frase en francés que no fuera difícil de pronunciar y por fin dijo:
—Madame, ¿le da miedo volver sola al hotel?
Anita se sobresaltó como una colegiala y respondió:
—Yo... No tengo miedo, solo estoy descansando antes de ir a la reunión con el comandante Sánchez.
Ahí estaba. Pero en ese mismo momento se sintió ridícula, y eso le devolvió la alegría y la tranquilidad interior. Se quedó sentada despreocupadamente unos minutos y se centró en la reunión con el español. Estaba bien que tuviera todavía esa tarea por delante, el hombre no estaba mal, al menos estarían al mismo nivel. No como con los periodistas, que en realidad estaban todos de parte de los enemigos por temor a perder la imparcialidad.
Bueno, ahora quería primero arreglarse un poco y parecer humana. Empolvarse la nariz, lavarse las manos. Qué ridículo resulta buscar el lavabo en un país extranjero. Le preguntó al censor, pero no le entendió muy bien. No importaba, de todos modos iría al piso octavo.
Anita se deslizó rápidamente por el estrecho pasillo, pasó de largo junto a un ordenanza apenas reconocible que estaba roncando, encontró la pequeña puerta lateral y de pronto se encontró a oscuras en la escalera. Tuvo que volver a abrir la puerta para poder orientarse y no adentrarse en una nada negra. Luego fue subiendo a tientas guiándose por la pared con la cartera apretada bajo el brazo. Arriba se abrió una puerta, unos pasos descendieron por la escalera e inesperadamente un rayo de luz atravesó la oscuridad como una lanza. Se quedó pegada a la pared y dejó pasar a un hombre del que solo pudo ver una linterna, una mano, una manga. Por un instante la luz le dio directamente en los ojos. Se sintió completamente indefensa.
Aquí hay que tener una linterna. Esta escalera no me gusta. Un revólver… No, qué tontería, nada de romanticismos heroicos.
La Telefónica estaba vacía y en silencio. Los ruidos de máquinas no rompían el silencio, sino que más bien lo acompañaban y lo hacían más opresivo. El ventilador zumbaba, uno no se podía hurtar al sonido. Un ascensor se puso en movimiento, resonaba por los elevados huecos. Anita se dio la vuelta y bajó por las escaleras a tientas, sin ver, para volver al quinto piso. Se sintió aliviada cuando entró en el vestíbulo en penumbra. Esta era su planta y aquí había gente: una mujer mayor sentada en un taburete en un rincón, vestido negro, cabello blanco, cansancio paciente, sonrisa adormilada, como la señora del guardarropa de un teatro. Entonces, ¿dónde estaban los aseos? ¿Cómo se decía aseo en español? ¿O retrete?
Cuando estaba allí titubeando, llegaron unas telefonistas por el pasillo con sus batas negras y los auriculares todavía en la cabeza. Pasaron charlando junto a Anita, escudriñándola sin disimulo. Cambio de turno: iban a lavarse. Anita las siguió. Entonces descubrió que la señora mayor en realidad era algo así como una señora de la limpieza de los aseos (qué complicaciones más tontas suponían esos detalles importantes cuando se estaba en un país extranjero con una lengua extranjera) y se encontró en un lavabo alicatado en blanco.
Ya en el aseo fue sacando despacio, para calmar los nervios, la toalla, el peine y la polvera, todo bajo un fuego cruzado de miradas insolentes y poco amables. Todas las mujeres le estaban pasando revista a la extranjera. Las telefonistas se habían quitado las batas negras y habían cogido sus neceseres de las taquillas de metal que estaban en el cuarto de al lado. Aunque ahora todas se iban a dormir, se maquillaban. Observaban a Anita desde el espejo.
Anita intentó sinceramente encontrar entre ellas a una simpática y amable, pero no lo consiguió. Era consciente de que no agradaba a estas españolas, de que les parecía un animal extraño. Lo que no sabía era que les resultaba completamente carente de atractivo. Y no tenía idea de la preocupación con que la miraban las más jóvenes para averiguar si al final esta extranjera iba a poseer unas armas desconocidas y peligrosas; porque los hombres a veces persiguen a cosas raras.
Por su parte, a Anita le hubiese gustado explicar a esas españolas, con cuyos ojos se encontraba en el espejo, que ni tenía ni quería ninguna oportunidad con sus hombres, con los que les gustaban a ellas. Leyó clarísimamente el rechazo en sus miradas. Era un frente cerrado contra ella.
Buscó en vano una pequeña camarada entre todas esas caras de gesto duro. No tuvo una sensación más cálida o humana con ninguna de ellas. Le parecían todas similares. Casi todas tenían rasgos regulares, algunas hasta bonitos. Todas llevaban el mismo peinado: muchos ricitos tiesos en la nuca, una raya lisa, las orejas al descubierto, una espléndida forma de cabeza. Todas tenían unos bellos ojos grandes de gacela. Todas tenían el pelo castaño oscuro y pegado como con cola. Había dos mujeres algo mayores con la cara amarga y de enfado, pero este mismo rasgo de dureza ya se veía en las jóvenes. Una chica jovencísima era muy guapa, pero se había pintado una boca ridícula con forma de corazón y uno se olvidaba de su cara en cuanto dejaba de verla.
«Dios, ¿no estaré siendo injusta porque hay mujeres más guapas que yo?», se dijo Anita. Yo no soy así. Pero esas de ahí no me gustan, eso es todo; no tienen matices, tienen la voz ruda y cuerpos estirados con movimientos de seducción aprendidos. Anita se entregó a un rechazo primitivo, mezclado con la decepción por la desconocida antipatía que despertaba aquí.
Entonces entró una que era algo distinta; se movía muy bien, aunque consciente de ello, como un pavo real, tenía la cara pálida y demasiado maquillada, con rasgos toscos, muchos gestos, ojos grandes, inquietos y exigentes y una boca insatisfecha y carnosa. No carece de interés ni es tonta, pero es un mal bicho, opinó Anita.
Paquita rozó con una mirada lenta a la extranjera, luego echó un vistazo rápido a sus tranquilos ojos grises (no deja de hacer la competencia, a pesar de la primera impresión, pensó Paquita) y empezó con su ritual de maquillaje y depilación de cejas. Colocarse el pelo, los rizos y los tirabuzones exactamente en su sitio con el peine mojado le llevó unos minutos. Aunque en el fondo sabía que hoy había perdido la batalla diaria con Agustín, podría encontrárselo en el pasillo por casualidad. O si había alerta. Siempre tenía que tener cuidado. Eso la cansaba y la enfadaba.
¿Esa extranjera era la nueva de la censura? Entonces seguro que tendría que tratar con Agustín. Pero era demasiado poca mujer para él… probablemente. Tenía los labios pálidos, llevaba el pelo peinado hacia atrás sin ningún cuidado, igual que las estúpidas niñas de las organizaciones juveniles revolucionarias, que piensan que eso es comunista, y como las viejas solteronas con intereses intelectuales. Y ahora la extranjera se estaba pasando una vez más el peine seco por el pelo espeso que se quebraba (¡Qué seco tenía que estar, qué mujer más torpe!), se empolvó la nariz, se limpió las uñas (¡Sin pintar!)… Y eso fue todo. Abrigo de soldado y cartera de oficina —pero sí que parecía lista y enérgica—. Bueno, ya se irá, aquí va a hacer el ridículo, pensó Paquita. Pasó junto a Anita mirándola de reojo y se dirigió al dormitorio de las chicas del turno de noche. Allí dijo:
—¿Habéis visto cómo anda la extranjera? Como si no tuviera caderas. Y encima es vieja, gorda y torpe. Vaya…
Cuando Anita entró en la antesala de comandancia en el octavo piso —había subido en ascensor para evitar la escalera—, el ordenanza le dijo algo incomprensible de lo que solo pilló al vuelo la palabra «comandante». Intentó explicar su asunto en español:
—Sí, el comandante dice yo venir ahora.
—No, no, no —respondió Pepe, y volvió a empezar un largo discurso, pero esta vez más despacio y con gestos dramáticos. Anita logró entender que una mujer —Doña Pepa— estaba con el comandante y que ella tenía que esperar. Le llamó la atención el «Doña» y la mueca del viejo, sobre todo porque mientras tanto a ella, Anita, le sonreía y la llamaba «camarada». Así que se sentó y sonrió a Pepe con tanta cordialidad y naturalidad que él decidió que se trataba de una mujer simpática y buena: ¿Cómo voy a entretenerla mientras esa otra, Pepita, está con Agustín haciéndole pasar las de Caín?